Abstract
Apenas terminaba la Segunda Guerra Mundial cuando empezó la Guerra Fría. Aunque la preocupación principal de Estados Unidos era “contener” la expansión rusa en Europa del Este, también se proponía eliminar los partidos comunistas en los países de Europa occidental y mediterránea. Desde 1948 el Departamento de Estado advertía que el comunismo podría extenderse desde Francia e Italia hacia América Latina.[1] En 1949 caía derrocado el gobierno nacionalista chino y se instalaba un estado comunista en el país más poblado del mundo. A principios de 1950, Estados Unidos se encontraba inmerso en una ola de pánico rojo desatada por el Senador Joseph McCarthy y sus campañas de caza de brujas contra intelectuales de izquierda y activistas políticos del gobierno, de las universidades, de los sindicatos y de los medios. Los liberales en el Departamento de Estado fueron despedidos y los diplomáticos se volvieron más sensibles a la amenaza “bolchevique” en todo el mundo.
Fue en este contexto que Estados Unidos abandonó la posición no intervencionista del período de Franklin D. Roosevelt y su “política del Buen Vecino”, y retomó la intervención sistemática, y a menudo violenta, en casi todos los países de América Latina, durante las siguientes cuatro décadas. Lo único que veían los diplomáticos norteamericanos eran comunistas en todas partes, y en especial, en los florecientes regímenes democráticos. En 1947 la embajada estadounidense en Guatemala se volvió contra del gobierno reformista de Juan José Arévalo (1945-1951) que había aprobado leyes de reforma agraria y en apoyo a la sindicalización, leyes que afectaban las operaciones de la United Fruit Company en ese país. Los funcionarios de la embajada local declaraban que los comunistas estaban involucrados directamente y que “una porción sospechosamente grande de las reformas propuestas por el actual gobierno revolucionario, parecen motivadas, en parte, por un esfuerzo calculado de promover la lucha de clases.”