A propósito de Alexei Yurchak, Todo era para siempre, hasta que dejó de existir. Cómo vivía, qué creaba, de qué se reía y con qué soñaba la última generación soviética, Buenos Aires, Siglo XXI, 2024.
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Reseñas críticas

Resumen

Largamente esperada, la traducción del libro Alexei Yurchak publicada este año por la editorial Siglo XXI bajo el título de Todo era para siempre, hasta que dejó de existir es digna de celebración. Si bien la edición original del libro en inglés tiene ya casi veinte años —con todo lo que eso puede implicar para recepciones y debates— la influencia de la obra de Yurchak continúa siendo bastante significativa y su publicación en castellano —dentro de la muy interesante colección “Pasados que insisten”— no solo es un notable aporte para el desarrollo del campo de los estudios rusos dentro de estas latitudes sino, también, un insumo significativo para todos aquellos interesados en pensar la historia contemporánea.

A diferencia de lo que podría sugerir el título, el libro de Yurchak no intenta abordar las causas de la disolución de la Unión Soviética. En cambio, su interés se centra en explorar y explicar las condiciones que hicieron que ese repentino colapso no se pudiera anticipar. Es por ello que el texto se concentra en un original abordaje de la cultura y la vida cotidiana de un período específico (1953-1989) y su generación, a través de un esquema metodológico donde la estructura y la agencia son mutuamente constitutivas. Para cumplir con este enorme objetivo, Yurchak recurre al aporte de diversas disciplinas   —como la sociología, la historia, la semiología y la lingüística— y erige un corpus documental extremadamente variado y complejo, conformado por notas personales, memorias, entrevistas, chistes, músicas, entre muchos otros.

Dos elementos centrales ayudan a entender mejor al autor, la obra y su contexto. Por un lado, por una cuestión de origen y de edad —Yurchak nació en Leningrado en 1960, donde estudió física antes de emigrar hacia los Estados Unidos a fines de la década de 1980 para realizar su doctorado en Antropología Cultural— el autor es parte de esa “última generación soviética” que describe en su libro. A diferencia de generaciones anteriores, esa “última generación” —conformada por aquellos que nacieron entre las décadas de 1960 y 1970— no contó con un momento inaugural que la forjara y le diera un sentido, como sí había sucedido con la generación de sus bisabuelos, abuelos y padres, cuyas generaciones habían sido bautizadas, respectivamente, por eventos trascendentales como la Revolución y la guerra civil, la Segunda Guerra Mundial, y el XX Congreso y la desestalinización. La generación de Yurchak, por el contrario, careció de un episodio inicial y, por momentos, el libro parece construir un relato en el que se busca subsanar esa falencia. 

Por otro lado, el texto de Yurchak parece recuperar una vieja tradición de la intelliguentsia rusa: la escritura de una “memoria de los contemporáneos”. De acuerdo a Bárbara Walker, la cualidad que más distingue a ese tipo de escrito es que el autor busca realizar un auto-entendimiento no a través de la exploración de su yo —en la tradición romántica de J. J. Rousseau— sino, preferentemente, a partir de la descripción de su entorno social y cultural. La dimensión interna del individuo sólo se entiende a partir del recurso a su contexto externo. Así, el libro de Yurchak —siendo él mismo un miembro de esa última generación soviética y de su intelliguentsia— puede entenderse simultáneamente como un texto académico pero también una “memoria de los contemporáneos” que apunta a forjar una identidad postsoviética en su entorno intelectual, tanto ruso como extranjero. 

Uno de los elementos claves para la construcción argumentativa es la presencia de lo que Yurchak llama como la “paradoja de Lefort”, es decir, el conflicto entre el ideal liberador del comunismo y la sumisión al partido para lograrlo. Sin embargo, más interesante resulta —vía Mijaíl Bajtín— la constatación de la existencia de un “discurso autoritativo” dentro la Unión Soviética. A diferencia de otros, ese discurso se caracterizó por su estatus autónomo respecto de otros discursos que, a su vez, debían referirse a él para existir. Luego de la muerte de Stalin —que se había desempeñado como una suerte de maestro comentador— el discurso social soviético comenzó a recostarse más en su costado performativo más que en el constatativo, conclusión a la que el autor llega a través de John Austin. Así, la hipernormalización que resultó de ello supuso un creciente énfasis por reproducir las formas del discurso más que prestar atención a sus contenidos reales. 

En función de ello, Yurchak observa que para la década de 1980 el discurso autoritativo del Partido se había convertido en algo normalizado y predecible. En principio, esto podía interpretarse como algo negativo y como la confirmación de la gris monotonía de la realidad soviética. Sin embargo, quienes participaban de la sucesión de actos y discursos ritualizados no estaban tan pendientes de la realidad oficial que los rodeaba. Al contrario, en esos espacios decían y hacían lo que se esperaba de ellos, porque eso luego les habilitada una dimensión performativa que les ayudaba a generar nuevos sentidos, normas y valores dentro de la vida cotidiana. Es decir, estaban suspendidos simultáneamente con un pie adentro y otro afuera de ese contexto determinado. Este fenómeno, que Yurchak llamó “vivir de una manera vnye”, generó nuevas temporalidades, relaciones sociales y sentidos que el Estado no pudo anticipar ni controlar. La coexistencia de varias influencias, modas, hábitos de consumo y gustos se volvieron parte de la vida cotidiana y desafiaron así las narrativas que pintaban a la sociedad soviética como gris, inmutable y uniforme, con lo que las interpretaciones sobre el significado del socialismo se volvieron entonces más alternativas y menos controlables.

Sin dudas, uno de los aportes que realiza Yurchak es una conceptualización de la Unión Soviética que se sale de lecturas dicotómicas. Para muchos de sus ciudadanos, los valores y las realidades de la vida socialista —como el sentido de igualdad, el altruismo, la amistad, la educación o el trabajo— fueron de una importancia vital, más allá de las falencias que podían consignarse en el sistema. Precisamente, Yurchak considera al socialismo tardío como un “sistema moral” altamente aceptado por sus ciudadanos y con alto vigor. En ese sentido, es interesante la utilización del concepto de socialismo tardío para describir al período analizado ya que ayuda a descartar las visiones dicotómicas de la Guerra Fría que lo abordaban como un enfrentamiento entre el “estancamiento” brezhneviano” y el “aceleracionismo gorbachoviano”, o como una disputa entre una cultura “oficial” y otra “no oficial o disidente”. 

Una de las pocas impugnaciones que podrían realizarse a tan vasta empresa como la que emprendió Yurchak es que su “última generación soviética” es exclusivamente urbana y está basada mayormente en testimonios de residentes de la ciudad de Leningrado, muchos de los cuales están a su vez tamizados por el barniz que otorga la perspectiva temporal y el fenómeno de la nostalgia comunista. Por otra parte, y tal vez aquí se note el condicionante disciplinar, la obra omite referencias a los contextos nacionales e internacionales dentro de los cuales se inserta el objeto de estudio lo cual deja de lado las posibles influencias que pudieron haber ejercido en él. Sin ir más lejos, la propia disolución de la Unión Soviética es impensable si no se tiene en cuenta la enorme tentación que supuso el afuera capitalista para la élite comunista. A pesar de ello, si bien el objetivo de Yurchak no es explicar las causas de ese final, sin dudas nos brinda una serie de elementos fundamentales para entender —lejos de estereotipos y reduccionismos— la deriva de una generación que tuvo la amarga tarea de sepultar al país heredado de sus padres y abuelos. 

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