Liliana Weinberg*
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El título de este trabajo obedece a un recuerdo estrictamente personal. Está relacionado con una etapa muy difícil de nuestra existencia, cuando mi padre atravesó un grave problema de salud, por fortuna en ese entonces superado. Al regresar a casa, y en los primeros minutos exactos de su recuperación, me pidió que le leyera un libro. Grande fue mi sorpresa cuando me indicó que buscara un título en particular, al cual yo no sabía que estuviera tan entrañablemente apegado: De rerum natura, el gran poema materialista de Lucrecio, cuya lectura hizo las delicias de Darwin y de Marx, entre muchos otros. Y cuya lectura fue también decisiva para que ese campeón de la Reforma que fue el mexicano Ignacio Ramírez decidiera su destino.
Quiero ahora rendir homenaje a mi padre, Gregorio Weinberg, pensador argentino en sus múltiples facetas como intelectual, ensayista, editor, maestro, pensador, quien hubiera cumplido el 20 de noviembre de 2019 cien años de vida (edad a la que acaba de llegar el epistemólogo argentino Mario Bunge). Si se relee su obra a la luz de los “Diálogos entre la antropología y la historia intelectual”, me atrevería a decir un poco hiperbólicamente que este diálogo es una de las claves para entender la trayectoria intelectual que adoptó Weinberg, a quien una fuerte vocación lo inclinó siempre a los vericuetos del pensamiento abstracto, pero que sin embargo pronto comprendió, tanto por exigencias de su propia trayectoria intelectual como de su militancia política y cultural, que era necesario abrir la mirada a la historia y la antropología, ya que eran éstas necesarias para “corregir” los enfoques ahistóricos y esencialistas de algunas corrientes predominantes en la filosofía.1
Propongo aquí que desde su juventud y sus primeras lecturas marxistas mi padre se orientó hacia una sociología del conocimiento, a la que contribuyó además como joven pensador y editor militante. Así lo evidencia, por ejemplo, su temprana lectura de la obra de Georges Gurvitch, uno de los principales representantes de la sociología del conocimiento. Varias son las obras de este autor que fueron traducidas y publicadas tempranamente en Buenos Aires por Losada en Argentina, por ejemplo, Las formas de la sociabilidad, ensayos de sociología (1941) o Las tendencias actuales de la filosofía alemana (1944). Encontró así una articulación fundamental entre la razón, la historia, las ideas y los aspectos sociales de producción de las mismas.
No debemos tampoco olvidar que mi padre fue además testigo y protagonista de la consolidación de las ciencias sociales en Argentina y América Latina. En su orientación hacia esta línea de pensamiento fue fundamental la presencia del sociólogo del exilio español José Medina Echavarría, por quien mi padre mostró siempre una profunda admiración y con quien sintió una gran cercanía intelectual. Fue a través del gran exiliado español que mi padre conoció la obra de Mannheim, uno de los principales representantes de la sociología del conocimiento. Por fin, mi padre volverá a encontrar a Medina Echavarría en Chile, cuando comenzó su trabajo en la CEPAL, hacia 1967-1968.
Podría yo decir de él lo que un pensador dijo de su amado Hegel: con este filósofo la política entra en la historia y la historia ingresa en la filosofía. He aquí una muy buena forma de entender por qué mi padre, inclinado, reitero, por la filosofía, se interesó profundamente por la sociología del conocimiento, disciplina que consideró sacaría a la filosofía del atolladero de autosuficiencia, soberbia y pretensiones de universalidad en que se encontraba.
Otro tanto puedo decir de su cierta incomodidad ante la historia de las ideas, una línea que si bien consideró un avance respecto de otras disciplinas que contemplaban la filosofía, insisto, de manera ahistórica, descontextualizada y esencialista, también le resultó un poco restrictiva, ya que si bien esta disciplina atendía a las dimensiones histórica y cultural, muchas veces se inclinaba a pensar en las ideas fuera de la sociedad.
Muy joven además mi padre comenzó a desarrollar su vocación de editor, preocupado por dar a conocer en buenas traducciones al español tanto a autores fundamentales como Locke, Voltaire, Hegel, Durkheim, como a nuevos autores decisivos, ya que fue el primer editor en español de las Cartas desde la cárcel de Gramsci, y se interesó además por los grandes dinamizadores del pensamiento antropológico. De allí que en el listado de los textos que contribuyó a traducir, prologar y editar podemos mencionar a varios autores que fueron fundamentales para él: Morgan, por empezar, y por las mismas razones que fue decisivo para el marxismo. Pero sobre todo Durkheim, Hubert y Mauss, Lévy-Bruhl y Gordon Childe, Boas, cuyas obras estudió, tradujo o dio a traducir y publicó.
Invito a reflexionar sobre el particular sentido que dio mi padre a la elaboración de notas, reseñas, prólogos, advertencias y estudios preliminares, que constituyeron mucho más que meras introducciones eruditas a los libros: representaron la puesta en papel de su propio proyecto intelectual y editorial, a la vez un programa de lectura, con todo el carácter militante y comprometido que ello representa. Mi padre se acercó al mundo del libro no sólo como mero editor de escritorio, puesto que, como buen trabajador intelectual, le gustaba indagar la historia de los tipos de imprenta, las dinámicas del taller, los tiempos de los procesos, los precios y calidades del papel, y como buen trabajador intelectual veía en cada título un programa de política cultural (algo que aprendió de Ingenieros y de Henríquez Ureña), esto es, de militancia traducida en la edición: un modo de dar una nueva biblioteca a los lectores, e incluso de construir lectores a través de esa nueva biblioteca, un modo de incidir en los distintos campos para renovar el debate político e intelectual sobre bases más sólidas y con conocimiento de lo que estaba sucediendo fuera de las fronteras de un frecuente “provincianismo”, cuando no “sectarismo” intelectual de distintos signos. Para lograr este efecto mi padre trabajaba y se comprometía obstinadamente en cada etapa de la producción del libro, desde la lectura minuciosa, atenta, microscópica en busca de erratas inadvertidas, hasta la reflexión generosa, estratégica, macroscópica, sobre el sentido del libro, las posibilidades de lectura que habría de ofrecer, la incidencia del título en la vida cultural de la Argentina y de América Latina. Cada libro condensaba para él un programa de militancia cultural.2 Y el ejemplo de los grandes poetas españoles del 27 y el exilio, que reunieron “poesía y tipografía”, le enseñó mucho sobre el arte amoroso del libro.
Otro elemento a tener en cuenta es que mi padre “militó en una franja de la vida editorial que no puede hoy reducirse ni a lo comercial ni a lo académico ni a lo político: una zona que también aprendió a reconocer gracias a maestros como Henríquez Ureña: el libro para muchos lectores, para la que Nicol llamó “la generalidad de los cultos”, a la vez digno en su calidad y barato en su precio (castigaba fuertemente las ganancias para que el libro se vendiera mejor y llegara a un creciente número de lectores). Una esfera cultural nueva, que se había empezado a configurar en la Argentina de los años treinta y cuarenta, cuando un sector creciente de lectores demandaba libros “legibles” y “amigables”, de encuadernación digna, sin erratas, de costo económico e, insisto, de dignidad editorial, que ofreciera confiabilidad y mayor calidad de lectura. De allí también su obstinado interés por añadir a cada edición datos sobre los textos originales, buscar a los mejores conocedores y especialistas para prologar, traducir o editar cada título, así como para lograr las mejores condiciones de distribución. Pensó también que era deber moral del editor reinvertir en la publicación de nuevos títulos las ganancias que pudiera dar la venta de un libro. Luchó por que muchos de esos títulos ingresaran en las bibliografías y se convirtieran en libros de texto para la enseñanza universitaria (pienso en dos ejemplos: el Busaniche dentro de la tradición argentina y el Boas dentro de la tradición de la antropología cultural progresista).
En realidad, la posibilidad de dedicar un estudio exhaustivo a la obra de Lévy-Bruhl constituyó siempre una “asignatura pendiente” para mi padre. Le tenía devoción, y hubiera querido dedicar muchos años de su vida a su estudio. Todavía están en la biblioteca de la casa familiar en Buenos Aires, cuidadosamente reunidos, todos los libros de Lévy-Bruhl. Y a pesar de que para muchos antropólogos sus posturas sobre la mentalidad primitiva parecen haber quedado superadas e incluso hundidas en el marasmo de las críticas que se hicieron al autor francés en cuanto a su empleo del concepto de mentalidad primitiva, considerado fruto de un prejuicio occidentalista y racionalista, a mi padre lo que más parece haberlo impresionado es que para este autor las ideas de tiempo y espacio no estaban dadas a la conciencia de manera predeterminada ni eran universalmente uniformes, sino que se elaboraban como respuesta a las distintas condiciones culturales e históricas. Con ello consideraba que se podía rebatir la posición individualista de Kant sobre las categorías a priori de tiempo y espacio:
Sus espíritus no se representan, como los nuestros, el espacio como un quantum uniforme e indiferente; por el contrario, se les aparece cargado de cualidades, teniendo cada una de sus regiones virtudes propias. Otro tanto sucede con el tiempo, que sólo aparece como un quantum homogéneo en un momento avanzado del desarrollo social, cuando ya comenzó a prestarse la suficiente atención a las relaciones de las causas mediatas, y se debilitan las prerrelaciones místicas que ya tienden a disociarse. Esto contradice, evidentemente, la célebre tesis de Kant (Kritik der reinen Vernunft), quien sostiene que tiempo y espacio son condiciones formales “a priori de todos los fenómenos en general”, como también contradice las más modernas de Bergson (Matière et mémoire), que considera el tiempo como un quantum homogéneo por una confusión de la durée viviente con el espacio, y la tesis existencialista de Martin Heidegger (Sein und Zeit), para quien “la temporalidad es ‘la unidad originaria de la estructura de la preocupación’, el sentido ontológico de la existencia”. Deteniéndonos de paso en este solo aspecto, vemos la significación de los datos que aporta Lévy-Bruhl y que pueden ayudar a replantear correctamente problemas filosóficos tan arduos como los de tiempo y espacio.3
En contraste con muchas posturas progresistas contemporáneas que acentúan los factores ecológicos, el enfoque de mi padre, no menos progresista por cierto, era sobre todo sociológico. Pienso en esa genial expresión que Dosse acuñó a partir de las “estructuras elementales del parentesco”: “las estructuras elementales de la sociabilidad.4 Creo que a mi padre le hubiera interesado mucho esta idea.
Pasó así a observar el pensamiento humano desde una perspectiva que más que relativista llamaría yo histórica (no historicista) y cultural (desde luego no histórico-cultural). Un historicismo cultural a la Gordon Childe.
Creo que entendí mejor la devoción de mi padre por las ideas de Lévy-Bruhl cuando, en una visita a Berlín, asistí a la exposición “Infancia neolítica” donde vi colocados en una misma vitrina las grandes obras dedicadas al rescate del arte primero y la obra de este autor. Para mí fue una revelación, en cuanto en dicha exposición, preparada en homenaje a un gran crítico de arte judío alemán, Carl Einstein –cuyos aportes no creo exagerado parangonar con los de Aby Warburg–, se consideraba a Lévy-Bruhl como uno de los autores que mayores contribuciones hizo a la comprensión del arte, y cuyas ideas permitieron propiciar el encuentro entre los artistas primeros y los artistas de vanguardia.5 Cuando comenzaron a fluir hacia Europa noticias del arte proveniente de distintas partes del mundo, su interpretación se nutrió de las lecturas de autores como Lévy-Bruhl, Durkheim o Mauss, quienes a través de las nociones de participación, vida colectiva, don, sacaron los estudios de la religión del ámbito de la metafísica y dieron así las primeras herramientas de análisis para la comprensión de “lo otro” desde una perspectiva antropológica y sociológica, en un proceso que a su vez habría de alimentar, en una de sus derivaciones, al surrealismo etnográfico.
Y si Lévy-Bruhl deslumbró a Gregorio Weinberg, no lo deslumbró menos el neoevolucionismo crítico y marxista de Vere Gordon Childe, a quien hizo traducir y publicar. A mi padre siempre le pareció aplaudible la capacidad de síntesis que pueden tener los grandes pensadores, así como su capacidad de iluminar nuevas zonas del quehacer social y del sentido. Por ello, cómo no iba a quedar deslumbrado por el trabajo de hormiga de este arqueólogo de origen australiano que pasó largos periodos de su vida en el Reino Unido, y que tras explorar los yacimientos arqueológicos honrando las exigencias del trabajo de campo, no se quedó en el mero descriptivismo sino que, con gran espíritu de síntesis, encontró una teoría explicativa para el despegue cultural en el orbe indoeuropeo.
A mi padre le parecía deslumbrante la explicación que ofreció Gordon Childe, cuyo modelo interpretativo se atrevió a combinar con gran originalidad la perspectiva neoevolucionista y marxista, y acuñó categorías de análisis como la de “revolución neolítica” y “revolución urbana”, a la vez que explicó cómo la generación de excedente permitió el salto cualitativo que a su vez hizo posible el paso a la vida sedentaria. Un arqueólogo marxista lograba así ilustrar perfectamente las ideas de Marx sobre cómo las contradicciones impulsan el cambio y cómo las acumulaciones cuantitativas dan lugar a saltos cualitativos.
La lectura de Gordon Childe le interesó también a Gregorio Weinberg porque salvaba generalizaciones, prejuicios e ideas preconcebidas, permitía pensar con libertad en los problemas de periodización y en la posibilidad de saltar etapas (algo que para la ortodoxia positivista y comunista era impensable a la hora de analizar el desarrollo económico y social en América Latina). Como un mensaje velado a todo tipo de provincianismos ideológicos, dogmatismos científicos y resistencias al cambio, mi padre hizo traducir Qué sucedió en la historia y dedicó a esta obra un estudio preliminar.6
Como Gordon Childe, mi padre fue un marxista, socialista y pacifista, defensor de la libertad e independencia de pensamiento, a quien le costó muy caro serlo: le valió ser expulsado de la cátedra en épocas de la dictadura militar, y le valió distanciarse de manera irreversible de los defensores de la ortodoxia comunista. De allí su admiración por la valentía de un trabajador intelectual como Gordon Childe, quien saltó del día a día del trabajo en yacimientos arqueológicos al tiempo largo de la historia universal.
En su estudio preliminar a Qué sucedió en la historia, Gregorio Weinberg retoma ideas de Pedro Bosch Gimpera, José Luis Lorenzo, Pedro Rojas y Eli de Gortari, quienes habían participado en un homenaje a Gordon Childe en 1959. Cita, por ejemplo, palabras de este último en cuanto dijo que Gordon Childe “hizo la crítica de aquellos historiadores que consideran el curso de la historia como una ampliación política de la geografía, como parte antropológica de la biología, como un capítulo de la economía política, o como una consecuencia de las leyes establecidas para esta disciplina”.7 Confieso que me sorprende descubrir cómo mi padre, con su consabida curiosidad intelectual, había logrado localizar estos trabajos –en una época además en que se encontraban tan poco vinculadas las comunidades científicas latinoamericanas por falta de buenas estrategias de circulación de los libros académicos– y estaba al tanto de las discusiones que se estaban dando en otros países de América Latina. Conjeturo que fue a través de Arnaldo Orfila Reynal, su gran amigo en México.
Plantea Gregorio Weinberg en su estudio preliminar “cómo la noción dialéctica de proceso se muestra de manera ejemplar cuando subraya agudamente las contradicciones internas de las distintas etapas y cómo se resuelven esas mismas contradicciones”, y agrega que “Gordon Childe comprendió la grosera limitación de las tesis positivistas que ven por doquier un mismo proceso mecánico de lo simple a lo complejo [...]. La historia humana, es sabido, está trabajada por grandes contradicciones y extrañas paradojas”, de tal modo que “sin una concepción dinámica de la evolución, las mismas en manera alguna podrán entenderse; un proceso hecho de momentos estáticos es casi un absurdo, pero esta actitud aparece en muchas filosofías de la historia, agravándose la situación por el carácter teleológico que quiere dárseles”. Y añade que “Gordon Childe no admite una correlación mecánica entre ideología y sociedad; si en un momento dado la primera desempeña un papel positivo como esfuerzo de generalización y racionalización de experiencias acumuladas y posibilidad de transmitirlas al conjunto de la comunidad o al grupo de iniciados, su vitalidad puede agotarse frente a nuevas formas de sociedad”. Dice también que Gordon Childe no subestima nunca “la complejidad del desenvolvimiento histórico”, a la vez que “alerta contra la simplificación excesiva de las periodizaciones admitidas, por más científicas y difundidas que éstas sean”: “No hay una ‘cultura neolítica’, sino una ilimitada multitud de culturas neolíticas”.8
Sostengo que Gregorio Weinberg fue uno de los primeros pensadores latinoamericanos en intentar hacer una síntesis entre las disciplinas y orientaciones humanísticas tradicionales y las ciencias sociales. Y fue uno de los primeros que no cayó tampoco en el desprecio de los ensayos de interpretación, ya que para él la literatura fue un componente fundamental del conocimiento del mundo. Así, me conmueve volver a leer las palabras de presentación por él redactadas para la edición de Radiografía de la Pampa de Ezequiel Martínez Estrada:
Constituye Radiografía de la Pampa –junto al Facundo y al Martín Fierro– uno de los libros fundacionales de la literatura argentina; más aún, de la latinoamericana; legítimo es, por tanto, situarlo entre los configuradores de nuestra personalidad cultural. La obra, transgresora de géneros y convenciones, inaugura una corriente de indagación del nuevo carácter que la crisis de 1930 confería a la realidad, y para atestiguarlo recurre a un lenguaje deslumbrante, grávido de intuiciones y osadas mostraciones. Inoportuno, como todos los profetas, predicó en un medio que aún no había decidido arrumbar el conformismo y el candor; ¿no serán la belleza y la extemporaneidad dos de sus mayores virtudes?
Al repensar el significado del texto […] preferimos concentrarnos sobre el espíritu de este libro-clave, cuya gestación y escritura exhiben un amor firme y exasperado, y al cual el tiempo, además de la experiencia estética que su frecuentación siempre depara, añade vigencia y lozanía. Diestro alquimista, nuestro autor trasmutó sus intuiciones en tensa inquietud y ésta en belleza perdurable.9
Mucho de lo que él expresa aquí sobre Martínez Estrada es también aplicable a su propia obra, hecha de páginas inquietantes y escrita siempre en años crispados por una desesperanzada esperanza y por profundas interrogaciones. Tensa inquietud y belleza perdurable.
De modo que en efecto mi padre se esforzó siempre por poner en diálogo pensamiento y ciencias sociales, antropología, sociología, economía e historia de las ideas, y a ello añadió dos preocupaciones más: una la necesidad de impulsar la historia de la ciencia en América Latina, y otra la necesidad de repensar la historia de la educación. Hizo otra operación terriblemente disruptora y heterodoxa cuando releyó la historia de la educación y de la ciencia a partir de categorías económicas, pensando en “modelos”, con una sabiduría económica y política que adquirió en su etapa cepalina, cuando vivió de cerca la génesis de la teoría de la dependencia y el subdesarrollo, en la última etapa de Frei y toda la etapa de Allende.
Considero entonces que a la luz de los temas del presente congreso es posible comprender más a fondo las preocupaciones de mi padre. Contextualizar, entender las condiciones sociales e individuales de producción de las ideas, atender al querer decir de los textos y al diálogo entre las ideas (con quién está hablando un autor, con qué línea de pensamiento está polemizando), así como atender a la inscripción de todo quehacer intelectual en un diálogo con lo social que enriquezca su comprensión, esto es, poner siempre en contexto las preocupaciones y las discusiones, en el sentido más profundo. Y para ello hacer un trabajo de reconstrucción histórica, cultural, social, intelectual de dichos contextos.
Para que no quede una impresión errónea de la relación de mi padre con América Latina ni se lo tome por “europeísta”, considero que el detonante de su curiosidad intelectual está anclado en su experiencia argentina y se vio ampliado hacia América Latina, en su voluntad por entender a su país como parte de un todo mayor, y de allí que su aporte a la historia intelectual latinoamericana sea fundamental, con su relectura, y casi diría en muchos casos redescubrimiento, de autores como Bartolomé de Las Casas, Simón Rodríguez, Juan María Gutiérrez, Domingo Faustino Sarmiento, Andrés Bello, los pensadores de la independencia, Bernardo de Monteagudo, Manuel Belgrano y desde luego Mariano Fragueiro, pensador económico olvidado, así como su admirado José Carlos Mariátegui, modelo del trabajador intelectual y del crítico implacable. Fue también un acucioso estudioso de etapas históricas y procesos sociales, aunque siempre, como su amigo José Luis Romero, se preocupó por formular preguntas al pasado desde la situación del presente, en busca no sólo de la recuperación de la historia sino del hallazgo de respuestas que contribuyan a la comprensión del presente y a la acción transformadora de la sociedad en que vive el historiador.
¿Habría encontrado algún eco del materialismo escéptico de Lucrecio en una de las canciones que más lo emocionaba y que solía escuchar sentado al lado de mi madre, en un disco que había traído del Chile de Allende, y hacía sonar una y mil veces en el viejo tocadiscos de casa? Se trataba de una canción de Violeta Parra:
Gracias a la vida
que me ha dado tanto…
Una celebración de la existencia, a la manera de Lucrecio, cifrada en un materialismo militante a la vez que en un radical respeto por la vida: la manifestación de un profundo amor por la naturaleza de las cosas.
* Centro de Investigación sobre América Latina y el Caribe, Universidad Nacional Autónoma de México, México. https://orcid.org/0000-0002- 7006-7812. Texto presentado en el Primer Seminario Internacional “Diálogos entre la antropología y la historia intelectual”, México, UNAMUAM- INAH, del 17 al 19 de septiembre de 2019.
1 Mucho es lo que mi padre contribuyó a edificar en el ámbito de la filosofía, con la publicación de Ciencia griega de Benjamin Farrington, La ciencia de la lógica de Hegel, traducida por Rodolfo Mondolfo, la Historia de la Filosofía de Paolo Lamanna y el Vocabulario filosófico de André Lalande, este último en colaboración con Oberdan Caletti.
2 Veamos como ejemplo el caso de la publicación de la obra del gran antropólogo culturalista de origen alemán refugiado en los Estados Unidos, Franz Boas, Cuestiones fundamentales de antropología cultural, trad. de Susana W. de Ferdkin, Buenos Aires, Lautaro, 1947, que cuenta con una “Advertencia” de Gregorio Weinberg y que fue el primer libro de Boas traducido al español. Su título original en inglés fue The Mind of Primitive Man (1ª ed. 1938, 3ª ed. corregida 1943). Se reeditó en Buenos Aires en 1964, por Solar/Hachette, dentro de la colección “Dimensión de los problemas”, con estudio preliminar de Abraham Monk, profesor adjunto de antropología cultural en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, cuando el texto estaba ya incorporado a las bibliografías y programas universitarios.
3 Gregorio Weinberg, “Prólogo [a la primera edición castellana]”, en La mentalidad primitiva, Buenos Aires, La Pleyade, 1972, p. 10.
4 Véase François Dosse, La marcha de las ideas. Historia de los intelectuales, historia intelectual (1ª ed. en francés 1993), trad. de Rafael F. Tomás, Valencia, PUV, 2006.
5 En el catálogo de la exposición leemos, respecto de Lévy-Bruhl, lo siguiente: “His theses made the unthinkable in dualistic categories thinkable for a whole generation of European intellectuals: A reality beyond ideational thought, beyond the grammar of subject and object, and beyond substances and things. Later, in a copious self-critique, Lévy-Bruhl attempted to rescind the dichotomy between modern and pre-modern thought that was inscribed in the categories of the pre-logical. The concept of participation served as the starting point for numerous artists and theorists—particularly within surrealist circles, as well as for Carl Einstein—in developing a new understanding of the art experience beyond representation”. Neolithic Childhood. Art in a False Present, correspondiente a la exposición llevada a cabo en Berlín entre el 13 de abril y el 9 de julio de 2018. Diponible en línea: https://www.hkw.de/media/en/texte/pdf/2018_1/programm_2018/neolithische_kindheit_manual.pdf
6 Vere Gordon Childe, Qué sucedió en la historia (What happened in History? (1ª ed. en inglés 1942), Buenos Aires, Lautaro, 1942 y Leviatán 1960, trad. de Elena Dukelsky y estudio preliminar de Gregorio Weinberg.
7 Eli de Gortari, “Cultura arqueológica y cultura antropológica”, en Suplementos del Seminario de problemas científicos y tecnológicos, México, Dirección General de Publicaciones, UNAM, 1955-1959.
8 Gregorio Weinberg, “Estudio preliminar” a Qué sucedió en la historia, op. cit., pp. 10-12.
9 Gregorio Weinberg, “Liminar”, en Ezequiel Martínez Estrada, Radiografía de la pampa, edición crítica, Leo Pollmann (coord.), Madrid, Archivos, 1991, pp. XV y XVIII.