Núm. 20 (2020): Políticas de la Memoria

“La historiografía del movimiento obrero
latinoamericano está delimitada por
dos presupuestos teóricamente discutibles.
Por un lado, al ver su desarrollo a través del
prisma de la ‘Modernidad’, se recurre a
un conjunto de variables indicativas
económicas que refuerzan empíricamente
la idea de un continuo industrial progresivo.
Por otro lado, la ‘modernidad’ a nivel
político se expresa en el ascenso
progresivo de la clase obrera y de la
sociedad según sean las formas y
grados de participación política.
El tránsito lineal e irreversible de lo
prepolítico a lo político o la cristalización
de una serie continua de lo
tradicional-autocrático-democrático
signan las opciones de esta
historiografía obrera paradigmática”.

Ricardo Melgar Bao,
El movimiento obrero latinoamericano.
Historia de una clase subalterna
,
Madrid, Alianza, 1988, pp. 18.


 

La historia de las izquierdas: Viejos y nuevos desafíos

Si bien el movimiento anarquista, el movimiento socialista y sus familias políticas se habían convertido en objeto de la indagación histórica muy tempranamente en la Argentina gracias a la labor de historiadores militantes como Diego Abad de Santillán, Jacinto Oddone y Sebastián Marotta, su incorporación a los estudios académicos data del último medio siglo. En las décadas de 1970 y 1980 las izquierdas emergen en los estudios académicos— pensemos por ejemplo en El anarquismo y el movimiento obrero en Argentina, la obra clásica de Iaacov Oved, de 1978— aunque todavía subordinadas a las historias del movimiento obrero.

La Biblioteca Política Argentina que dirigió Oscar Troncoso desde 1983 para el Centro Editor de América Latina acompañando (y al mismo tiempo alimentando) el despertar de la vida política después de siete años de dictadura militar, ofreció un amplio catálogo de estudios sobre las izquierdas, donde predominaban todavía los historiadores militantes de las décadas anteriores (Jacinto Oddone, Alicia Moreau, Oscar Arévalo, Leonardo Paso, Norberto Galasso), a los que se habían sumado nuevas obras provenientes del periodismo y el ensayismo político (Emilio J. Corbière, García Costa, Hugo Gambini, Dardo Cúneo, etc). De todos modos, esta colección le abrió espacio a una nueva generación de historiadores profesionales del movimiento obrero y de las izquierdas que vieron aparecer allí sus primeras obras (Juan Carlos Torre, Hugo del Campo, Mónica Gordillo, Edgardo Bilsky, Ricardo Falcón, Arturo Fernández, Dora Barrancos, entre muchos otros). En colecciones paralelas a la de Troncoso aparecieron también los primeros trabajos de Cristina Tortti y de Juan Suriano, y se reeditó la Historia del Movimiento Obrero en fascículos dirigida por Alberto Pla.

Fueron pocos los investigadores que perseveraron en la historia obrera durante las décadas de 1980 y 1990, cuando ese campo conocía un reflujo tanto a nivel local como global. Algunos ensayaron estrategias de renovación temática y metodológica (Hugo del Campo con sus estudios sobre la corriente sindicalista, Juan Carlos Torre con los sindicatos peronistas, Mirta Lobato con las mujeres obreras, Leandro Gutiérrez con la cultura obrera, por mencionar sólo algunos casos). Paralelamente, la historia obrera clásica era sostenida a contracorriente por dos centros independientes, CICSO y PIMSA. En contrapartida, una verdadera oleada de producción sobre las izquierdas tuvo lugar durante los últimos 20 años. Con el nuevo siglo, “las izquierdas” ingresaron por derecho pleno en el campo académico.

En años posteriores, en un principio empujadas por la efervescencia de la “historia reciente”, decenas de jóvenes investigadores desarrollaron tesis de grado y posgrado que excedieron el universo de las organizaciones armadas de la nueva izquierda, abordando diversos momentos y figuras del anarquismo, el socialismo, el sindicalismo, el antiimperialismo, el comunismo, el antifascismo, el trotskismo, el maoísmo, el guevarismo y las más diversas familias políticas de las izquierdas argentinas. Los últimos veinte años vieron sucederse coloquios y congresos sobre las izquierdas, obras individuales y colectivas, colecciones editoriales, revistas especializadas, ediciones de fuentes, centros de documentación, programas de investigación colectiva y un sinnúmero de manifestaciones que, finalmente, terminaron por convertir a “las izquierdas” en objeto de la investigación histórica con plena legitimidad académica. Si en la década de 1970 los investigadores profesionales consagrados al estudio de las izquierdas se contaban con los dedos de una mano, medio siglo después constituyen un campo que moviliza varias decenas de investigadores.

El repliegue de la historia obrera tradicional dejó libre un espacio de visibilidad para el despliegue de las fuerzas y los movimientos de las izquierdas mismas, independiente de su peso mayor o menor dentro del movimiento obrero. Asimismo, los cuestionamientos a la historia política tradicional fueron desplazando el interés desde la dimensión institucional de los partidos políticos (los congresos, el comité central, el programa, la línea política) a una historia centrada en las diversas manifestaciones de la cultura de izquierdas, como los procesos de subjetivación militante, la construcción de los liderazgos y los roles de género, la división militante entre trabajo manual y trabajo intelectual, la circulación de impresos, los cursos de formación, las lecturas canónicas y las prohibidas, el rol tenso de los intelectuales al interior de las organizaciones políticas, la dimensión comunicacional de la prensa y de las revistas, la lucha por la conquista militante del espacio urbano; el rol de la música colectiva y de la gráfica en la construcción de un imaginario de izquierdas; el rol de los exiliados, los viajeros, los congresistas, los emisarios en la construcción de redes nacionales, continentales e internacionales que permitieron exceder el nacionalismo metodológico de los estudios sobre la “izquierda argentina”.

El CeDInCI, fundado en 1998, se instaló justamente en esa encrucijada historiográfica. Para recelo de muchos “ortodoxos” de la antigua historia obrera (a medias profesional, a medias militante), la “cultura de izquierdas” estaba inscripta, incluso en plural, en su propio nombre. De modo que el CeDInCI fue desplegando a lo largo de sus 22 años de vida un programa historiográfico en el que perdían peso y legitimidad el análisis de los programas y los pronunciamientos en los que el historiador trataba de encontrar una mayor o menor correspondencia con la “realidad”, privilegiando la dimensión de la experiencia militante en toda su complejidad, las dinámicas y los conflictos inherentes a los grupos humanos, el estudio de los procesos de construcción simbólica, los rituales y las ceremonias militantes y toda la dimensión imaginaria de la cultura de izquierdas. La antropología, el psicoanálisis, la sociología, el socioanálisis, la teoría política, el marxismo crítico, la teoría feminista y los estudios de género fueron los principales aliados en esta estrategia de repensar la historia de las izquierdas, declinada en plural, a la luz de la historia social de la cultura.

Resistiendo la “desviación culturalista” de este programa, la antigua historia militante logró conquistar cierto espacio dentro del universo académico. Mantuvo hasta donde pudo la centralidad de la historia obrera, sustancializando las clases sociales e hipostasiando la dimensión del conflicto. Abordó la trayectoria de las izquierdas tal como habituaba a hacerlo el Comité Central: según su capacidad para llevar la conciencia verdadera a la clase obrera, lo que se traduciría en su mayor implantación en tales o cuales gremios. La historia de los intelectuales de izquierda fue escrita según su mayor o menor capacidad de inclinar su cerviz frente a la dirección política. La cultura, en tanto que nivel de la superestructura, fue pensada en términos del “frente cultural”, un espacio que debía ser atendido oportunamente, sin amplificarse más allá de que lo que Engels ya había dejado establecido. La historia de una corriente política de la izquierda era entendida como la historia de su capacidad para implantar bastiones en el movimiento obrero con vistas a la revolución. Aunque apelara más de una vez a citas de autoridad de Gramsci, la política era concebida en términos de “asalto” o de “guerra de maniobras”, antes que como “guerra de posiciones”. Por eso esta perspectiva produjo sobre todo historias endógenas del socialismo, el comunismo o el trotskismo donde las disputas hegemónicas entre las fuerzas sociales aparecen apenas esbozadas en un evanescente telón de fondo. Enormes esfuerzos de meritoria investigación en hemerotecas y archivos se han visto malogrados por esta matriz empobrecida de historia social y política desde la cual la construcción hegemónica, que empieza justamente más allá del plano corporativo de la organización obrera, no puede ser siquiera pensada. En esta literatura están ausentes incluso las categorías mismas que permitirían aprehender la historia de las izquierdas en toda su complejidad, en su densidad y en su drama histórico.

Estos modos de concebir y narrar la historia de las izquierdas están en el centro de las objeciones que formula Roy Hora en “Izquierda y clases populares en la Argentina, 1880-1945”, un ensayo sumamente estimulante y provocativo aparecido hace pocas semanas en la revista Prismas.

Hora parte de un hecho incuestionable: la incapacidad de las izquierdas históricas para romper cierto “techo de cristal” pues “rara vez superaron el 10 % de los sufragios en elecciones libres y competitivas”. Y si bien su ensayo aborda el ciclo histórico que concluye en 1945, no sería difícil proyectar esta constatación, con los ajustes del caso, sobre la segunda mitad del siglo XX. El fondo de esta dificultad hegemónica no se debería tanto a problemas de “incomprensión” de las dirigencias políticas de izquierda (el elitismo de los socialistas, el frentismo oportunista de los comunistas o el sectarismo de los trotskistas, por poner algunos casos) como en la capacidad integradora del “país más capitalista y moderno de América Latina”. Incluso los historiadores de las izquierdas más reconocidos —José Aricó, Ricardo Falcón, Juan Suriano— habrían subestimado los alcances del potencial integrador de un mercado de trabajo que, signado por los altos salarios en términos comparativos a escala internacional, la capacidad de ahorro, el progreso ocupacional, la movilidad social ascendente e incluso la incorporación a las filas de las clases propietarias, había modelado en la experiencia de los trabajadores un horizonte de progreso que se habría erigido en un “obstáculo formidable” para la radicalización de sus demandas. A esa experiencia en el mundo laboral habrían venido a sumarse otras dimensiones de la integración social, política y cultural como el crecimiento del sistema de salud pública, el aumento de la alfabetización y la expansión del sistema público de educación así como el carácter liberal de la Constitución nacional con su reconocimiento a los diversos credos y cultos, con su libertad de prensa, de opinión y de asociación, a los que vino a añadirse la apertura del régimen político a partir de 1916.

Contra el arraigado retrato de una sociedad expulsiva que habría nacido de un sobredimensionamiento del ciclo que se abre con la Ley de Residencia y que alcanza su clímax en la Semana Trágica de 1919, o del que se abre con el golpe militar de 1930, Hora nos devuelve la imagen de una República abierta a acoger a las sucesivas oleadas de perseguidos de Europa, desde los communards de 1871 hasta los republicanos españoles de 1939, pasando por los socialistas expulsados por las leyes de Bismark e incluso por los anarquistas italianos de fines del siglo XIX (pp. 56-57).

El autor no desconoce, desde luego, los momentos represivos del Estado sobre los trabajadores, pero los considera “poco significativos” (p. 57) en términos relativos (comparados con otras experiencias a un lado y otro del Atlántico), además circunscriptos a momentos excepcionales (1902, 1910, 1919, 1920-21, 1930, 1943) y focalizados en actores políticos particulares: el anarquismo entre 1902 y 1921, el comunismo entre 1930 y 1945. Por fuera de estas circunstancias accidentales, “la evidencia histórica indica que, en repetidas ocasiones, las autoridades mediaron en los conflictos entre capital y trabajo, a veces a solicitud de los propios asalariados”, antes incluso que los radicales llegaran al gobierno (pp. 57-58).

El ensayo de Roy Hora tiene el mérito indiscutible de cuestionar los alcances interpretativos de ciertos relatos endógenos fundados sobre todo en las propias fuentes partidarias, ofreciendo un cuadro histórico en el que las izquierdas son reconsideradas dentro del abanico de posibilidades de organización, movilización y transformación social que ofrecía una formación social determinada. Al mismo tiempo, pone sobre el tapete los supuestos de buena parte de los estudios de historia de las izquierdas que concebían a las condiciones para el despliegue de un proyecto inspirado en el deseo de cuestionar el orden sociopolítico como una suerte de invariante histórica, colocándolas de ese modo por fuera de la historia humana. En este relato alternativo, las clases no aparecen sustancializadas ni definidas a priori, sino que se constituyen sobre una experiencia colectiva que, en última instancia, se asienta en las peculiaridades del capitalismo argentino. Buscando explicaciones más allá de los errores programáticos o los aciertos interpretativos de las izquierdas, el ensayo se desplaza del análisis del registro discursivo para inscribirse en el plano de las condiciones económicas, sociales y políticas en que se forjaran las clases populares bajo el influjo de un proyecto de impronta moderada y laborista, y en el que sólo en circunstancias históricas específicas se sintieron atraídas por los discursos impugnadores del orden establecido.

Las dificultades de las izquierdas en erigir un partido de clase con arraigo de masas no se derivaban entonces de las otrora llamadas “condiciones subjetivas” —las concepciones políticas de las fuerzas de izquierda— sino de las propias “condiciones objetivas” que ofrecía la Argentina de la primera mitad del siglo XX: una “sociedad sin rígidas fronteras de clase y cuyas jerarquías se hallaban sometidas al efecto disolvente de la movilidad social y ocupacional”, en la que “la cultura asociativa trabajó en contra de la aspiración a construir una subcultura obrera autónoma — sindicato, club social y deportivo, biblioteca y centro cultural— como la que forjaron las experiencias socialdemócratas europeas más exitosas” (p. 57).

No es difícil adivinar aquí la actualización de algunas hipótesis avanzadas en la obra obra ya clásica de Leandro Gutiérrez y Luis Alberto Romero, Sectores populares, cultura y política. Buenos Aires en la entreguerra (1995). Pero las hipótesis de Gutiérrez y Romero son radicalizadas con el apoyo de una serie de investigaciones de sólido nivel académico que fueron abriéndose paso a lo largo del último medio siglo para constituirse en lo que Eduardo J. Míguez ha denominado la “nueva ortodoxia revisionista”. Es así que Roy Hora puede sustentar su argumentación no sólo en su considerable obra previa sino en la abundante producción de la tradición historiográfica en la que se inscribe —y que remite a los nombres de Roberto Cortés Conde, Ezequiel Gallo, Eduardo J. Míguez, Hilda Sabato, Pablo Gerchunoff y Lucas Llach, entre varios otros, así como a figuras provientes de otros espacios, como Natalio Botana o Luis Alberto Romero. La “reacción neoclásica” (como la llamó el propio Cortés Conde) terminó por constituir una escuela (en el sentido amplio del término) cuyas primeras obras nacieron a comienzos de la década de 1960 en el espacio del IDES y en las últimas décadas, a medida que iba arrojando el lastre del cepalismo y estilizando su teoría de la modernización, se fue asentando sobre todo en el ámbito de la Universidad Torcuato Di Tella y en la de San Andrés.

El ensayo de Hora, más allá de señalar matices sutiles en torno a las interpretaciones de autores como Aricó, Falcón y Suriano, tiene por blanco implícito ese conjunto de estudios sobre las izquierdas que “suelen mirar el problema del lugar político de las clases laboriosas con los ojos sesgados de los impugnadores del sistema. Enfocados en los momentos de crisis antes que en los más frecuentes y extendidos de normalidad, suelen apoyarse en relatos sobre la organización obrera que sobreestiman la importancia de sus grupos disidentes, entonces minoritarios, y en la prensa militante que promovía sus reclamos. En este sentido, esa literatura ofrece un ejemplo típico de los sesgos de interpretación nacidos de una selección parcial de la evidencia documental, amén de más interesada en la retórica de combate que en las prácticas concretas y el contexto más amplio en que se desplegaba la acción colectiva” (p. 56).

La crítica es certera y la polémica que viene a abrir es sin lugar a dudas auspiciosa. Difícilmente se podría estar en desacuerdo con una perspectiva que invita a desustancializar las clases sociales en pos de una concepción relacional de las fuerzas sociales y que convoca a pensar los alcances y los límites de las corrientes políticas no sólo en el juego de su propio campo sino también en sus propias condiciones materiales-sociales de existencia. Pero el marco histórico que ofrece como alternativa corre el riesgo equivalente de las corrientes que impugna, aunque en un sentido opuesto. Es que frente a los relatos históricos construidos sobre los momentos de crisis, Hora levanta un modelo alternativo focalizado “en los más frecuentes y extendidos de normalidad”. El punto de partida es el año 1880, donde no aparecen trazas de “acumulación primitiva”, violencia constitutiva, pillaje, apropiación, trabajo forzado ni “campaña del desierto”. El capitalismo argentino y su modelo liberal parecen haber nacido inmaculados. Es significativo que el autor no se proponga pensar la historia argentina conforme una dialéctica de crisis recurrentes y ciclos de normalidad siempre provisorios, sino como un proceso de inserción internacional, modernización capitalista e integración social exitosos en el mediano plazo, al menos hasta el inicio de la “decadencia argentina”. A la inversa de las perspectivas que critica, en este relato funcionalista del proceso histórico el conflicto social no sólo es excepcional sino que queda rebajado al rango conceptual de mero accidente histórico.

Frente al “luchismo” de ciertas perspectivas ciegas a los momentos de negociación, no deja de ser oportuno recordar que en 1902, mucho antes de las experiencias de diálogo y negociación entre Estado y trabajadores que ensayará el gobierno radical de Hipólito Yrigoyen, incluso dirigentes anarquistas como Constante Carballo y Francisco Ros podían ingresar a la Casa Rosada a dialogar con dos poderosos ministros de Estado. Sin embargo, resulta poco convincente la secuencia posterior que ofrece Hora como ilustración de sus tesis —la asamblea de estibadores que no refrendó el acuerdo de sus líderes, la humillación que afectó el prestigio de los ministros, la imagen de debilidad que ofrecía el propio presidente Roca ante la oposición— que terminaría por explicar el estallido de la primera huelga general de la Argentina (noviembre de 1902) y a la sanción de la Ley de Residencia ese mismo mes como el resultado de un encadenamiento (evitable) de accidentes. En la comprensión de este proceso han desaparecido las condiciones materiales invocadas en la argumentación central —manifiestas en los reclamos de los distintos gremios que se fueron escalonando a partir de las demandas iniciales de los estibadores, que pedían cargar bolsas que no superaran los 65/70 kilos. ¿Es posible que circunstancias perfectamente plausibles como la “humillación” de los ministros o la necesidad de Roca de demostrar firmeza hayan derivado en la sanción de una Ley votada en forma express por las dos cámaras que venía a violentar nada menos que la sacrosanta Constitución liberal de 1853, y que se mantuvo vigente durante más de medio siglo, desafiando hasta el año 1958 los sucesivos intentos de derogación? Como diría el viejo Hegel: pequeñas causas, grandes efectos.1 La huelga misma aparece en el relato como un hecho accidental que podría haberse evitado si los actores se hubieran comportado conforme a su racionalidad esperada, de no ser por el “influjo indebido” que los anarquistas ejercían “sobre el común de los trabajadores”. Pero el ejemplo muestra exactamente la situación inversa: son los líderes anarquistas los que negociaron con el gobierno mientras que fue la asamblea de los estibadores la que los desautorizó. Desde luego que puede estudiarse la racionalidad propia de las huelgas de masas, pero es muy difícil, sino imposible, pensar la dinámica de acumulación de demandas materiales y simbólicas propias de los grandes procesos colectivos desde la teoría del racional choice.

La racionalidad del comportamiento de aquellas franjas de los obreros migrantes que acompañaron la experiencia del radicalismo primero y del peronismo después es perfectamente comprensible. También la de aquellos que lograron ascender rápidamente en la escala social y alcanzaron altos grados de integración social, política y cultural, adhiriendo incluso a la ideología liberal, en alguna de sus variantes. Pero no debería ser difícil concebir una voluntad de transformación radical del orden social por parte de los que, en la división del trabajo, les tocó acarrear bolsas de 100 kilos en sus espaldas, ni de los que trabajaban 14 horas diarias, ni de los cientos de miles o incluso de los millones de “perdedores” que pagaron los costos de la modernización argentina. El riesgo de pensar la historia “desde el lugar de los impugnadores del sistema” cede aquí su lugar a otro riesgo (sobre el que la historiografía contemporánea suele ser mucho más indulgente): pensar la historia con los ojos sesgados de los integradores del sistema.

Roy Hora es convicente al mostrar los límites de los relatos convencionales de historia de las izquierdas autocentrados en su propio despliegue y documentados con sus propias fuentes, pero la productividad historiográfica del modelo tan sólidamente funcionalista que ofrece como alternativa genera toda una batería de interrogantes. Enfatizando los ciclos de normalidad por sobre las crisis, los procesos de integración sobre los de exclusión, el consenso sobre la violencia, la negociación sobre el conflicto, el modelo histórico que ofrece invierte más que supera aquel que vino a impugnar. Las condiciones de posiblidad de la izquierda quedan pues acotadas a la emergencia accidental de un conflicto de clase, para terminar clausurándose una vez que el error se corrige, el conflicto desaparece y el sistema retorna a las rutinas de la normalidad.

En su esquema, quizás podrían comprenderse el fracaso ineluctable del anarquismo más allá de 1912 o los límites insalvables de corrientes como el sindicalismo revolucionario en sus años de mayor radicalidad, el trotskismo (o el clasismo de la décadas de 1960 y 1970, si lo proyectáramos sobre el período posterior), pero difícilmente podría explicarse la imposibilidad de las corrientes más reformistas (el socialismo, o el comunismo desde 1935 en adelante) en franquear el “techo de cristal”.

En este modelo, la ideología que mejor corresponde a la racionalidad de los actores no es otra que el liberalismo. ¿Cómo pensar desde allí fenómenos ya no de la magnitud de las grandes huelgas generales, sino procesos culturales como la tradición antiimperialista de las izquierdas? No tendrían otro interés que el de ideologías de la desviación, en definitiva funcionales a ese latinoamericanismo dependentista que llevó a la Argentina a apartarse de su inserción “en el mundo”. Incluso los empeños de las izquierdas por realizar el “programa mínimo” habrían derivado en los altos costos laborales y en el déficit público que aún hoy continuarían gravitando en el corazón de la decadencia argentina. Queda flotando la pregunta si las izquierdas son siquiera pensables desde esa perspectiva, donde sus vertientes más radicales aparecen desplazadas al cuadro de una anomalía, y las izquierdas reformistas reducidas a una astucia de la razón liberal.

Colectivo editor

 

La Guerra Fría en América Latina y el diálogo académico Norte/Sur

“La historia mundial no existió desde siempre,
la historia, como historia mundial, es un resultado”.

Karl Marx, “Introducción”,
Fundamentos de la Crítica de la Economía Política (1857).


En el actual panorama académico, donde escasean las auténticas polémicas, acaba de iniciarse una sobre la Guerra Fría Latinoamericana que nos obliga a revisar los aciertos y límites de ese nuevo campo de estudios. En marzo de 2019 el historiador Gilbert Joseph, expresidente de la red estadounidense más importante de historia latinoamericana, la Latin American Studies Association (LASA), publicó en la revista inglesa Cold War History, órgano de la London School of Economics, un balance historiográfico titulado “Border crossings and the remaking of Latin American Cold War Studies”. Tres números después, la revista publicó la respuesta polémica del joven historiador chileno Marcelo Casals. Su cuestionamiento del balance de Joseph se tituló “Which borders have not yet been crossed? A supplement to Gilbert Joseph’s historiographical balance of the Latin American Cold War”. A ello Joseph respondió en el mismo número con “The continuing challenge of border crossing: a response to Marcelo Casals’ commentary”.2 Tres piezas polémicas que avivan la discusión sobre las condiciones sociohistóricas de la emergencia de esa historia mundial que refiere Marx en la cita del epígrafe.

Desde 1945 y durante más de cuatro décadas, la disputa entre los Estados Unidos y la Unión Soviética por la hegemonía militar, económica, política y cultural dio lugar a lo que lo que se conoce como Guerra Fría, alcanzando también al continente latinoamericano. Joseph, en el balance que dispara la polémica, revisa la producción historiográfica de las últimas dos décadas para detectar los problemas y conceptos que permitieron avanzar en el conocimiento de la “Guerra Fría en América Latina”. Los expertos en relaciones internacionales venían ocupándose del modo en que las dos superpotencias proyectaron sobre América Latina y el resto del “Tercer Mundo” la confrontación que mantenían entre sí. Como subraya Joseph, la actual producción no deja dudas de las limitaciones de ese enfoque ceñido a las políticas exteriores de la Unión Soviética y de los Estados Unidos. Las nuevas reconstrucciones y análisis impiden reducir la historia de la Guerra Fría en nuestro continente al estudio de “una playa cubana”. El fecundo intercambio de ideas que se viene desarrollando entre los estudiosos de las relaciones internacionales y las ciencias sociales permite identificar una “larga” Guerra Fría Latinoamericana, en la que el conflicto entre las superpotencias operó incluso sobre procesos endógenos latinoamericanos, iniciados incluso a comienzos de siglo XX. Asimismo, los cruces entre académicos/as del “Norte global” y del “Sur global” ha dado lugar a innovadores estudios transnacionales que lograron, por ejemplo, precisar la injerencia estadounidense durante 1973 en la destrucción de la democracia chilena y que iluminaron el rol de actores estatales y no estatales en los genocidios perpetrados desde la década del setenta en Guatemala y otros países latinoamericanos. Entre las “fronteras a cruzar” por el emergente campo de estudios se encontraría una mayor indagación de las instancias ideológicas, especialmente del rol de los expertos e intermediarios culturales.

Casals responde a ese balance reconociéndole a Joseph su distancia con los estudios provenientes de las relaciones internacionales que borraban la agencia de los sujetos latinoamericanos, al punto de reducirlos a meras piezas de ajedrez en el juego de las superpotencias. Coincidiendo con Joseph, la historiografía sobre la Guerra Fría logró renovarse tanto por su atención a los flujos multidireccionales en la circulación transnacional de ideas y recursos como por la superposición de estos flujos con los avances y retrocesos de las lógicas imperialistas hacia América Latina. Pero Casals también advierte en el balance de Joseph una reformulada persistencia de ese borramiento de la agencia latinoamericana. Un repaso de la bibliografía que compone el balance de Joseph arroja el siguiente porcentaje: de las 264 obras citadas, el 92% fue publicado en inglés mientras que sólo el 8% apareció en español y no se consigna ninguna obra en portugués. A ello Casals contrapone la sólida base de investigaciones en español que “complementa, complica y a veces desdibuja el consenso explícito e implícito sobre el cual avanza la historiografía de la Guerra Fría”. En primer lugar, los estudios chilenos, uruguayos y argentinos sobre la historia de la cultura de izquierdas y la recepción de sus ideas durante el siglo XIX y XX (como los de Olga Ulianova, Sergio Grez, Gerardo Leibner y Horacio Tarcus) ofrecerían potentes ejemplos de la conformación de actores políticos en la intersección entre recepción de la dinámica global y adaptación a las luchas locales. En segundo lugar, las investigaciones sobre las izquierdas, los populismos y las derechas (como las de Rodrigo Patto Sá Motta, Ernesto Bohoslavsky, Joao Fabio Bertonha, Sthépane Boisard y Ernesto Semán) permitirían identificar otras relaciones y múltiples “zonas de contacto” que matizarían la centralidad de la diputa con los Estados Unidos, o que incluso invertirían la relación de influencia entre los actores latinoamericanos y los europeos, africanos y asiáticos. En tercer término, los estudios sobre historia reciente, aunque centrados en experiencias políticas locales y sin enmarcarse necesariamente en la Guerra Fría o en el protagonismo de los Estados Unidos, contribuyen al análisis de los procesos populistas y de la radicalización político-ideológica extendida a nivel continental. Finalmente, el balance de Joseph omite un libro que sí recupera la amplia bibliografía en español y algo de la editada en portugués y que, según Casals, ofrece una perspectiva distante a la del estadounidense, la Historia mínima de la Guerra Fría en América Latina del italiano Vanni Pettinà, editada en 2018 por el Colegio de México. Pettinà propone que en la Guerra Fría Latinoamericana fue decisiva la intersección de dos rupturas producidas entre 1946 y 1948. Mientras que la “ruptura externa” implicó que los Estados Unidos reordenaran el sistema internacional interamericano con el objetivo de inscribirlo en la batalla anticomunista, la “ruptura interna” afectó a las políticas industrialistas y estatistas latinoamericanas en beneficio de los sectores conservadores de cada país. Los estudios de la Guerra Fría Latinoamericana se encontrarían ante el desafío de precisar, por un lado, el modo en que esas dos rupturas se inscribieron en las situaciones locales y, por otro, el ritmo que imprimieron a los procesos de cambio político, social y cultural. En suma, la referencia a Pettinà y especialmente a numerosas obras editadas en Sudamérica le permite a Casals concluir que si los centros anglófonos dejaran de una vez de ignorar la investigación latinoamericana calificada, sería posible levantar esa clásica barrera lingüística —y sociocultural— que viene obstaculizando el “diálogo intelectual franco” en un nivel de igualdad.

En la tercera pieza de la polémica, Joseph revisa las críticas de Casals para proponer que, en realidad, se trata de cuestiones abordadas. En efecto, su balance no realizaría una impugnable selección idiomática, sino que atendería únicamente a las “obras de alto perfil” que marcarían una tendencia por apoyarse en nuevos archivos, renovar las preguntas y ofrecer análisis transnacionales. A la “cuota idiomática” reclamada por Casals, responde Joseph que varias de las obras citadas provienen de autores latinoamericanos que vienen participando de reuniones académicas realizadas en Estados Unidos, Europa o América Latina y que decidieron publicar sus investigaciones en inglés y en revistas del “Norte global” frente al viejo problema de la carencia de un campo editorial en español. Es más, no habría que obsesionarse con una supuesta “narrativa hemisférica hegemónica”, ya que la mayoría de los jóvenes investigadores incluidos en el balance reconocería los problemas que formula Casals.

El historiador estadounidense intenta acordar con el historiador chileno, pero sus omisiones bibliográficas y los efectos en las relaciones académicas siguen allí. A distancia de los estudios de los flujos multidireccionales de la historia global, el reconocimiento de los historiadores latinoamericanos es unidireccional: la única dirección para lograr ese reconocimiento señalaría a los nuevos espacios del LASA. Y ello es confirmado cuando se revisan los tres volúmenes de The Cambridge History of the Cold War, aparecidos en 2010 bajo la coordinación de Odd Arne Westad —a quien Pettinà retoma en el citado libro— y Melvyn P. Leffler. No cabe duda, por un lado, de que es fundamental la apertura y mantenimiento de un espacio de discusión como el LASA para construir un campo con investigaciones de alto perfil y, por el otro, de que las vastas desigualdades globales en el acceso a los recursos académicos ofrecen una convincente explicación de la ubicación estadounidense de ese espacio. Pero reducir las investigaciones de ese tipo a las que circulan —en inglés— en ese espacio implica un escaso reconocimiento a los latinoamericanos, escasez en la que la perspectiva decolonial encontraría una prueba del colonialismo desde el que el Norte viene imponiéndole al Sur su producción y circulación de saber, entre otros órdenes.

Ello nos conduce a la cuestión con que quisiéramos cerrar estas reflexiones. No se trata sólo de ampliar la bibliografía, sino sobre todo de revisar la narrativa que subyace al balance de Joseph para buscar una mayor historización en el estudio del amplio continente latinoamericano. En ese sentido, al registro de “un único proceso con una cronología unificada y definida para toda la región”, la historiadora argentina Marina Franco y la italiana Benedetta Calandra, en La guerra fría cultural en América Latina (Buenos Aires, Biblos, 2012), contraponen la posibilidad de diversas cronologías operantes en distintas regiones. A la circulación latinoamericana del esquema bipolar de la Guerra Fría, el historiador uruguayo Eduardo Rey Tristán, en su colaboración en aquel libro y en otros trabajos, suma la vitalidad que adquirió el esquema bipolar cuando, articulado con el panamericanismo, el antiimperialismo y otras matrices ideológicas previas, dio lugar a una peculiar Guerra Fría Cultural en América Latina. A la presión de las superpotencias sobre la cultura y los intelectuales latinoamericanos, Karina Jannello y Vania Markarian agregan el análisis de la autonomía desde la que intelectuales de distintos países latinoamericanos decidieron incorporarse al Congreso por la Libertad de la Cultura y a otras redes financiadas por la CIA o por los soviéticos.3

Finalmente, a la supuesta omnipresencia de la Guerra Fría en los procesos político-culturales latinoamericanos de la segunda mitad del siglo XX, diversos estudios sobre la nueva izquierda y la radicalización católica en América Latina enrostran la circulación y eficacia de ideas de izquierda europeas y tercermundistas. En efecto, como precisaron hace varios años, entre otros, Oscar Terán en el caso argentino, Marcelo Ridenti en el brasileño y Claudia Gilman a escala latinoamericana, las ideas del francés Jean-Paul Sartre y del argelino Frantz Fanon fueron centrales en la radicalización político-cultural de importantes franjas de las clases medias y populares.4 Pero la atención a esta radicalización no desplaza sino que reubica a la Guerra Fría. Fue para contrarrestar al entusiasmo revolucionario abierto por la Revolución Cubana y el tercermundismo que las derechas nacionalistas retomaron el esquema bipolar de la Guerra Fría como legitimación de la represión estatal y paraestatal que marcó la década del setenta de la mayoría de los países latinoamericanos. Otro descentramiento de la Guerra Fría para pensar la cultura política de los países latinoamericanos emerge del renovador programa de estudio de las ediciones comunistas en Brasil y Francia que coordinaron Jean Yves Mollier y Marisa Midori Deaecto y dio lugar a Edição e Revolução: Leituras Comunistas no Brasil e na França (Minas Geraes, Atelie Editorial-Editora UFMG, 2013). Y el descentramiento también se advierte en las investigaciones de Alejandro Dagfal, Hugo Vezzetti y Luciano García sobre el “campo psi” argentino, resultado de complejos flujos ideológicos con Francia y la Unión Soviética.5

En el libro de 2018 destacado por Casals, Pettinà invoca a la historiadora inglesa Tania Harmer para sostener que la historia latinoamericana de la Guerra Fría “sigue esperando a ser escrita”. Son indudables la concentración de los archivos en el Norte global así como las asimetrías entre el Norte y el Sur en cuanto a recursos financieros para investigar y al mercado editorial para difundir las investigaciones. Pero ello no ha impedido el mantenimiento de programas de investigación, la fundación de archivos y la edición de obras significativas. De ahí que tampoco debiera impedir a los historiados anglófonos cruzar las fronteras idiomáticas y socioculturales para recuperar las diversas investigaciones latinoamericanas que permiten descubrir el peso específico que tuvo la Guerra Fría en América Latina.

Adrián Celentano*



* Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Universidad de La Plata. https://orcid.org/0000-0002-8315-5379

1. Para una discusión argumentada y documentada con la historiografía que ha relativizado o acotado la incidencia efectiva de Ley de Residencia y la Ley de Defensa Social (Barry, Zimmerman, Suriano) para considerarlas como el punto de partida de una serie regular de dispositivos de disciplinamiento por parte de la élite, véase el reciente trabajo de Marina Franco, “El estado de excepción a comienzos del siglo XX: de la cuestión obrera a la cuestión nacional”, en Avances del Cesor, vol. 16, nº 20, Universidad Nacional de Rosario, 2019.

2. Gilbert M. Joseph, “Border crossings and the remaking of Latin American Cold War Studies”, en Cold War History, Vol. 19, n° 1, 2019, pp. 141-170; Marcelo Casals, “Wich borders have not yet been crossed. A supplement to Gilbert Joseph›s historiographical balance of the Latin American Cold War”, en Cold War History, Vol. 20, n° 3, 2020, pp. 367-372; Gilbert M. Joseph “The continuing challenge of border crossing: a response to Marcelo Casals’ commentary”, en Cold War History, Vol. 20, n° 3, 2020, pp. 373-377.

3. Karina Jannello, “Los intelectuales de la Guerra Fría. Una cartografía latinoamericana (1953-1961)”, en Políticas de la Memoria, nº 14, 2014, pp. 79-101; Vania Markarian, Universidad, revolución y dólares. Dos estudios sobre la Guerra Fría cultural en el Uruguay de los sesenta, Montevideo, Debate, 2020.

4. Oscar Terán, Nuestros años sesentas, Buenos Aires, Punto sur, 1991; Marcelo Ridenti, O fantasma da revolução brasileira, Sao Paulo, UNESP, 2010 (2005); Claudia Gilman, Entre la pluma y el fusil. Debates y dilemas del escritor revolucionario en América Latina, Buenos Aires, Siglo XXI, 2003.

5. Alejandro Dagfal, Entre París y Buenos Aires. La invención del psicólogo (1942-1966), Buenos Aires, Paidós, 2008; Luciano García, La psicología por asalto. Psiquiatría y cultura científica en el comunismo argentino (1935-1991), Buenos Aires, Edhasa, 2016; Hugo Vezzetti, Psiquiatría, psicoanálisis y cultura comunista. Batallas ideológicas en la Guerra Fría, Buenos Aires, Siglo XXI, 2016.