A propósito de Enzo Traverso, Melancolía de Izquierda. Marxismo, historia, memoria, Buenos Aires, Siglo XXI, 2018, 416 pp.
La historia de la melancolía es tan vieja como la melancolía misma. La izquierda, como pensamiento político y eventualmente estético es más reciente, pero igualmente antigua. A la inversa, la conjunción de una con la otra –de la melancolía con la izquierda– es flamante, sus rasgos son más contemporáneos. La novedad reside entonces en retomar esas dos nobles tradiciones cuando no parecen estar en su mejor momento. Lejos de esas sensibilidades, la figura triunfadora de nuestra época es la del emprendedor, la de la proactividad. Esta es la época de los emprendedores, incluso en el arte y en la literatura. Es la época de los proyectos, de la pragmática, de los cronogramas de trabajo (deberíamos prestarle mayor atención a la moda de las series, comics, films sobre zombis. El zombi es el lado B del emprendedor, una cámara oculta que accede a su intimidad). La época del emprendedorismo llama la abolición de la melancolía. Como a las drogas, a las que se prohíbe porque atentan contra la eficiencia laboral, la melancolía funciona como un palo en la rueda del espíritu de época.
Vayamos un momento hacia atrás. Si se observa Melancolía –el grabado de Durero de 1514, sobre el que Traverso escribe varias páginas notables–, ¿qué vemos? Solo una mujer (acompañada de un perro y un putto, el mediador entre la esfera terrenal y celestial). La obra –mucho más compleja que esta sucinta descripción– ha dado cabida a múltiples interpretaciones. Esta es la que a mí me interesa: el melancólico está solo. Al contrario, el interés del libro de Traverso reside en colocar a la melancolía como parte de un movimiento colectivo. No es cualquier melancolía, es la melancolía de izquierda. ¿Es entonces Melancolía de izquierda, un libro optimista, pesimista o incluso melancólico, como indica el título? Todo a la vez. En todo caso es un ensayo lateral a los intereses centrales de la obra de Traverso –del nazismo y las tradiciones judías a la pregunta por la historia y la memoria–, pero que a la vez se interceptan con ellas de un modo subterráneo, radial. Traverso es un historiador e intelectual, preocupado por la deriva reaccionaria de nuestra época (entre ellas la del propio judaísmo: El final de la modernidad judía. Historia de un giro conservador es otro de sus libros notables) y, por oposición, también atento a la cultura de izquierda a la que pertenece. De la izquierda entendida como un conjunto de derrotas y fracasos. Pero también de luchas impostergables, antes y ahora (ahora más que nunca). En la desembocadura de esa tradición, la melancolía por lo que pudo ser y no fue, por lo que estuvo a punto de ser y no llegó a serlo, por lo que llegó a ser traicionando lo que debió haber sido, forma ya parte del bagaje intelectual del pensamiento emancipador. La melancolía, pensada bajo el signo de Saturno, no es el spleen, tampoco la depresión, ni mucho menos la resignación. Es la tradición oculta que templa el ánimo para los combates del presente.
Se puede rastrear la novedad de Traverso en diversas esquirlas de la producción francesa reciente. Recuerdo un número de Lignes dedicado al “Odio de la nostalgia” (Nº 35, octubre de 1998. “Haine de la nostalgie. Irréductibilité politique de l’art”), en la que Jean-Luc Nancy define a la época del odio a la nostalgia como la que “corta la palabra a la palabra”. Es decir, la época que deja a la izquierda sin palabras. Sin palabras incluso para expresar la melancolía. Más cercano en el tiempo, son los libros y proyectos curacionales de George Didi-Huberman...Traverso..menciona..muy elogiosamente la lectura que Didi-Huberman realiza de El acorazado Potemkin, que lo lleva, unas páginas más adelante, a una conclusión cercana a la de Nancy: “El discurso normativo actual que postula la democracia liberal y la economía de mercado como orden natural del mundo, estigmatiza las utopías del siglo XX y no deja ningún lugar para la melancolía de izquierda. La toma simplemente como culpable”. La frase está escrita en la última página del libro. No es casual: comprender a la melancolía como parte del recorrido de la izquierda (“como una sombra que sigue los pasos de la revolución”) es una conclusión política. O más aún: una tarea política. Dar visibilidad a esa “tradición oculta”, retomando los términos de Hannah Arendt, se vuelve imperioso para cualquiera de las nuevas formas que adquiera la izquierda.
Las nuevas formas que toma la izquierda es un asunto importante para Traverso, porque con él comienza el libro. Y también con un diagnóstico oscuro sobre “los nuevos movimientos (…) que proclaman que ‘otro mundo es posible’”. El problema reside en que “no pudieron, a diferencia de otras generaciones huérfanas que los precedieron, inventarse una tradición”. La condición de la izquierda hoy es la de ser doblemente huérfana: huérfana como resultado de las derrotas del siglo XX, huérfana por no poder inventar su propia tradición, es decir, su propia melancolía. Un principio de constelación se establece cuando Traverso cita la idea de Erri de Luca según la cual “a diferencia de Marx, no compara la revolución con el asalto al cielo, sino más bien con el descenso al mundo subterráneo de los muertos”. Y luego a Judith Butler, quien casi con un lejano eco lacaniano, lo resume de otro modo: “se trata del efecto transformado de la pérdida”.
No en Lacan, por supuesto, pero sí en los términos de Freud, Traverso encuentra una de las frases más potentes para ir al grano de la cuestión: “Se podría definir a la melancolía de izquierda como el resultado de un duelo imposible: el comunismo es a la vez una experiencia terminada y una pérdida irremplazable, en una época en la que el fin de las utopías impide la separación del ideal perdido así como la transferencia libidinal hacia un nuevo objeto de amor”.
Damián Tabarovsky
A propósito de Horacio Tarcus, La biblia del proletariado. Traductores y editores de El Capital, Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2018, 128 pp.
Apresentar a circulação e difusão da mais importante obra de Karl Marx na língua espanhola foi o desafio enfrentado por Horacio Tarcus. Sua expertise no tema, sua experiência em bibliotecas e arquivos, seus sólidos conhecimentos da História do Livro e sua erudição já bastariam para garantir o sucesso da investigação.
A estrutura do livro parece simples. Apresenta a edição prínceps do texto, as edições alemãs, as primeiras traduções, as versões ao espanhol, os resumos populares e a presença atual de O Capital no mundo hispano-americano. Mais de 50% da obra é dedicada ao terceiro capítulo em que se narra o périplo de tradutores e editores que produziram as versões ao espanhol.
O autor apresenta com cuidado e respeito os tradutores de O Capital desde Correa y Zafrilla, o pioneiro argentino Juan Justo, Wenceslao Roces, Vicente Romano, Manuel Sacristan, Cristian Fazio até a mais ousada e bem-sucedida tradução feita pelo uruguaio Pedro Scaron. Descreve tiragens, capas, formatos dos livros, edições, a trajetória dos editores e dá uma atenção ainda maior para as disputas entre os tradutores. Tarcus traz curiosidades como o sociólogo colombiano Erick Pernett Garcia que teve a paciência de escrever um livro de mais de trezentas páginas em que listou 504 erros tipográficos ou de tradução de Wenceslao Roces.
Tarcus se utiliza com maestria dos paratextos editoriais. Para esclarecer alguma edição ele recorre ao manuseio das obras e à sua experiência como bibliófilo. Um exemplo está relacionado à ofensiva cultural do Partido Comunista Argentino nos anos 1950. Cartago, editora ligada aos comunistas, lançou uma edição de O Capital em 1956. Fechada pelo Governo Frondizi, reimprimiu a obra em 1960 sem nenhuma informação que indicasse se tratar de uma nova edição. Tarcus nos informa que a segunda tem formato menor e “tapas de cartoné color marron”. Ademais, acompanhava a nova edição um índice de temas.
Embora pareça algo simples, apenas um pesquisador que vai além da leitura da bibliografia e dos catálogos e une a investigação com a frequência de muitos anos a livrarias, alfarrábios e bibliotecas pode ter a sensibilidade que Tarcus possui para os detalhes de um exemplar ou de uma edição. O traço mais marcante de Tarcus é a capacidade de combinar a fortuna crítica, os tradutores, o movimento editorial e a conjuntura política de cada período da difusão de O Capital.
Para a América Latina (e Argentina em particular) a cultura marxista floresceu com mais força nos anos 1960 e isso determinou sucessivas iniciativas editoriais que refletiam as posições das casas editoriais, dos partidos políticos e a eclosão dos vários marxismos na Europa. Desde a Revolução Russa até 1967 O Capital teve 167 edições em 18 idiomas. A editora Dietz, de Berlim Oriental, imprimira mais de 300 mil cópias.
Somente naquele momento os tradutores e editores puderam levar em conta que O Capital era um projeto de uma obra inacabada e sujeita a decisões que poderiam romper o padrão editorial de três volumes estabelecido por Engels. Para isso contribuiu a edição das Oeuvres de Marx por Maximilien Rubel e, na Argentina, a tradução de O Capital pelo uruguaio Pedro Scaron. Entre as inovações discutidas por Tarcus destaca-se a mudança do consagrado termo plusvalia por plusvalor (Mehrwert).
No Brasil essa polêmica só apareceu cerca de quarenta anos depois quando a Boitempo Editorial de São Paulo lançou a terceira tradução brasileira de O Capital. A editora tem realizado um importante trabalho de publicação das obras de Marx e Engels diretamente do alemão, embora a nova tradução esteja longe de ser superior às anteriores. O novo tradutor escolheu o termo mais-valor em português (plusvalor).
Uma outra coincidência com a Argentina do início dos anos 1970 é que a nova edição brasileira incluiu a advertência que Althusser escreveu à edição da Garnier – Flamarion de 1969. O auge do marxismo estruturalista no Brasil também ocorreu dos anos 1960 até meados dos anos 1970. A publicação do texto de Althusser na edição brasileira quarenta anos depois daquela edição argentina não é um acaso e sim a volta da influência do marxismo estruturalista sobre alguns intelectuais brasileiros no início do século XXI.
Cada grupo que organiza uma tradução como a de O Capitalpode ter suas inclinações políticas, como a pesquisa de Tarcus revela frequentemente: uma edição alemã de 2009 da Anaconda trouxe um prólogo de Karl Korsh de 1933, por exemplo.
No clímax do althusserianismo “La autorizaccion ya no provenía de Moscú, sino de Paris. No la garantizaba el Instituto Marx-Engels-Lenin, sino el pequeño circulo de la rue d´Ulm”, como escreve Tarcus com fina ironia. Raul Sciarretta (1922-1999), o tradutor argentino que verteu aquela edição francesa, foi um “professor socrático de pequeños grupos extrauniversitarios. Esquivo a la escritura, proclive a la oralidad, fue el filósofo secreto de dos generaciones argentinas de epistemólogos e psicoanalistas”. O próprio Scaron reagiu com ironia àquela edição e escreveu que não havia feito referência à tradução de Sciarretta porque ela só compreendia os capítulos I a IV da obra de Marx, “precedidos de una introducción teórica de Louis Althusser en la que recomienda ‘dejar deliberadamente de lado, en una primera lectura’, los capítulos I-III. Hemos seguido su consejo”.
Tarcus não esconde uma admiração pela equipe que publicou O Capital por Siglo Veintiuno: Jose Aricó, Miguel Murmis e Pedro Scaron. Segundo ele, ali se confluíram três tradições de esquerda: o comunismo, o socialismo e o anarquismo, respectivamente. Scaron antecipou problemas que só depois da nova MEGA (Marx-Engels Gesamtausgabe) foram enfrentados pelos tradutores. A título de exemplo, a nova edição brasileira do Volume II de O Capital incluiu algumas (e não a totalidade) das variantes dos manuscritos de Marx deixadas de lado por Engels, mas segundo a escolha arbitrária daquilo que o tradutor considerou mais importante reproduzir.
Ao final da leitura do livro de Tarcus percebemos que por baixo da organização simples dos capítulos há um movimento complexo. As edições que se sucederam no tempo traziam a marca de uma cultura operária letrada. O Capital era uma “bíblia” laica que permitia muitas leituras, assim como a Bíblia cristã permitiu o aparecimento de numerosas seitas religiosas. Era um texto ao qual se recorria para autorizar esta ou aquela política. Mesmo os homens e mulheres militantes que nunca o leram ouviram as suas palavras: mercadoria, jornada de trabalho, exploração, mais valia…
Aquela cultura operária de livros, jornais e folhetos populares do início do século XX desapareceu. É certo que o livro impresso permanece e a juventude redescobre sua importância para organizar novos grupos de esquerda. Mas um mundo transtornado pela Revolução Informática, pela globalização, financeirização, pela automação e fragmentação do processo produtivo e, especialmente, da própria classe trabalhadora, não exige nova forma de leitura de O Capital?
Não por acaso a pesquisa de Tarcus termina com a apresentação dos resumos de O Capital. O que demonstra a vitalidade de um livro que circula em vídeos, aulas, leituras em voz alta, excertos, quadrinhos e, no Japão, até em mangá. Por outro lado o próprio texto alemão, como o autor escreve, se transforma e se revela como um palimpsesto com os múltiplos rascunhos reescritos por Marx. O livro de Horacio Tarcus é também uma bela homenagem a editores e tradutores que ao longo de 150 anos se esforçaram para difundir a obra seminal de Marx: “la Biblia del proletariado”.
Lincoln Secco
Universidade de São Paulo
A propósito de Lincoln Secco, A Batalha dos Livros. Formação da Esquerda no Brasil, Cotia, Ateliê Editorial, 2017, 237 pp.1
Lincoln Secco es docente de Historia Contemporánea en el Departamento de Historia de la Universidade de São Paulo (USP) desde el 2003. Su abanico de temáticas cuenta con una amplitud razonable. En la maestría, investigó la recepción de las ideas de Antonio Gramsci en la realidad brasileña. Tal empresa resultó en la publicación del libro Gramsci e o Brasil. Recepção e difusão de suas ideias —una especie de estado del arte de las apropiaciones del pensador italiano en el país. En el doctorado, de un estudio circunscripto a la Historia de las Ideas, se desplazó hacia un análisis político-social de la crisis del imperio colonial portugués. El emprendimiento, del cual derivó la publicación de dos títulos —A Revolução dos Cravos e a Crise do Império Colonial Português en 2004 y 25 de abril de 1974. A Revolução dos Cravos en 2005— fue prontamente reemplazado por otros intereses. Desde entonces, el docente de la USP se dedica, principalmente, al estudio del marxismo y de las izquierdas, a partir de abordajes circunscriptos a las construcciones conceptuales, así como de investigaciones dedicadas a las expresiones de esas corrientes políticas como fenómenos sociales. El trabajo más reciente de Lincoln Secco se ubica en esa segunda vertiente. La obra aquí reseñada es una investigación sobre la historia editorial de las izquierdas brasileñas, publicada en 2017. En gran medida, se trata de un intento de desmenuzar los caminos textuales del proceso de circulación de ideas.
Los cinco capítulos de A Batalha dos Livros se organizan a partir de una referencia diacrónica-cualitativa. Cada pasaje se concentra en un período en el cual el autor pudo identificar la configuración de una calidad editorial específica dentro de las izquierdas. Todo el proyecto es constituido desde un prisma histórico que tiene como baliza al final del siglo XIX y el principio de la segunda década del siglo XXI. El estudio tiene como enfoque principal, aunque no único, los proyectos editoriales y las publicaciones del Partido Comunista Brasileiro (PCB). Sin embargo, en el primer capítulo se dedica a un momento anterior a la existencia soviética, mientras que el último se enfoca en el período post-dictatorial brasileño, cuando las izquierdas se encontraban ya hegemonizadas por el Partido dos Trabalhadores (PT) y el PCB pasaría por un proceso de profunda crisis y marginación.
El primer capítulo, “Primeiras Impressões (1830-1919)”, se propone a analizar el contexto editorial de las izquierdas hasta las primeras iniciativas que resultarían en la fundación del PCB en 1922. Algunos autores habían explorado la historia de los impresos de ese período, pero lo hicieron, en general, de forma poco detenida, ya que sus objetos de estudio dominantes eran, o bien la historia de las ideas socialistas, o bien la historia del movimiento obrero brasileño. Desplazándose en la primera vertiente, uno de los pioneros fue Vamireh Chacon, quien, en su História das Ideias Socialistas no Brasil, extendió su investigación hasta las comunidades indígenas que, con su forma de organización igualitarista, habrían sido una expresión de la prehistoria del socialismo en el país. Estas formas rígidas de análisis, en general inspiradas en el libro Socialismo Científico e Socialismo Utópico de Friedrich Engels, lentamente irán siendo abandonadas en favor de abordajes más refinados.
En la perspectiva de la historia del libro y la edición, Secco enfrenta algunas particularidades de la realidad brasileña. La recepción del marxismo en Brasil posee temporalidades distintas, en comparación con la vecina Argentina. Hasta 1922, se registraba una hegemonía de las ideas anarquistas dentro del movimiento obrero brasileño. Las expresiones de influencia socialdemócrata eran en general practicada por inmigrantes alemanes en su lengua materna, conformándose como un grupo muy refractario entre los migrantes que vinieron al país. Secco se encuentra, por lo tanto, con un período marcado por la proliferación de diversos núcleos anarquistas que prácticamente no han dejado materiales escritos, dificultando la construcción de un corpus de análisis. La historia es un proceso de selección de información y buena parte de los textos producidos por esos militantes pasaron por el tamiz del silenciamiento, sea de forma activa por medio de la represión estatal, sea por la sencilla acción del paso del tiempo que deteriora el papel. De este modo, existe cierta dificultad para abordar las dimensiones textuales de tal período. Las fuentes referentes a ese momento se originan fundamentalmente de dos archivos, con material cualitativamente muy rico. Se trata de los acervos de Astrojildo Pereira y Edgard Lauenroth, disponibles respectivamente en la Universidade Estadual Paulista (UNESP) y la Universidade de Campinas (UNICAMP). Cabe aclarar que existe un esfuerzo por parte de investigadores en buscar, poner a disposición y estudiar nuevos acervos.
En este capítulo, Secco tiende más a reproducir parte de la bibliografía existente sobre el tema, articulando con la cuestión editorial, que a presentar nuevas informaciones. Hay algunos intentos interesantes en estudiar las prácticas de lectura de los grupos anarquistas y de los académicos que exploraron la bibliografía socialista, en línea con los trabajos de Robert Darnton. Este desafío analítico atravesará todo el libro, en tanto este capítulo es construido como una especie de contrapunto con la sección siguiente, cuando se expone el salto cualitativo de la situación editorial e intelectual dentro del movimiento obrero, con el declive de la hegemonía anarquista.
El segundo capítulo, “Bajo el Komintern” constituye una reedición ampliada de un texto publicado en la compilación Edição e Revolução. Por lejos, este es el pasaje más importante de la obra, ya que presenta todo el aparato conceptual que servirá de allí en adelante para analizar “el problema histórico” que se encuentra detrás del estudio: la construcción, el intercambio y el desmantelamiento de la hegemonía ideológica de la lectura comunista del marxismo en Brasil. La obra circunscribe un período extremadamente relevante de este proceso. Se trata del momento entre la fundación de la primera organización llamada Partido Comunista no Brasil en 1922 y el establecimiento de una mayor unidad ideológica en la década de 1940, cuando las influencias anarquistas fueron superadas.
El impacto de la Revolución Rusa fue significativo en tierras brasileñas: la Primera Huelga General de Brasil y la Revolución Rusa ocurrieron de forma concomitante. Los trabajadores brasileños, incluso con poca información sobre Europa del Este, se sintieron motivados por lo que sucedió en territorio ruso, incitando a la escalada de su movimiento, constituido principalmente en torno a la carestía que asolaba el país. No obstante, al mismo tiempo que prestaron atención a Moscú, mantuvieron un desconocimiento de la forma de actuación política de esos actores. Esta circunstancia llevaría a estos militantes, acostumbrados a las formas de acción anarquista, a tener una serie de fricciones con las directivas propuestas por Moscú en el intento de establecer vínculos orgánicos con los soviéticos.
Una de las tensiones más graves entre las partes tuvo lugar en territorio europeo. En 1922, el delegado comunista brasileño enviado al Cuarto Congreso de la Internacional Comunista (IC), Antônio Bernardo Canellas, se desentendió con León Trotsky debido al desencuentro de posiciones sobre quién debería ser aceptado (o no) en los partidos comunistas. El enviado, a cargo de obtener el reconocimiento del PCB como miembro de la IC, terminó fracasando en su trabajo, y la organización simplemente fue inscripta como simpatizante. Tras este evento, Cannelas sería expulsado, en lo que sería el inicio del alejamiento de los exponentes anarquistas del PCB.
Buscando abordar conceptos que puedan dar cuenta del proceso de homogeneización ideológica, Secco entendió al Partido Comunista como una organización pedagógica, es decir: como una institución que constituye mecanismos volcados hacia la promoción de la unidad político-doctrinaria. En este sentido, atribuye una relevancia especial a las fuentes escritas, como periódicos y revistas, folletos, volantes, ya que serían los instrumentos fundamentales para la construcción de la unidad interpretativa. En gran medida, establece una herramienta que intenta capturar la intersección entre los textos y los lectores en una comunidad política. En el caso del capítulo, al igual que los líderes del PCB, recibiendo directivas de Moscú, gradualmente conformaron la concepción comunista dominante en el partido y, en gran parte, de la clase obrera organizada, diluyendo a los referentes anarquistas que habían predominado hasta el momento.
El tercer capítulo, “La hegemonía comunista”, contempla el período entre el final del Estado Novo (1937-1945) y la transición de los años 1950 y 1960. Circunscribe, por lo tanto, el momento histórico de mayor influencia del PCB en la realidad brasileña. Nunca el partido había estado tan consolidado en términos estructurales e instrumentales. Hasta 1945 había persistido un cierto carácter amateur en su estructura; la ausencia de un editor oficial fue probablemente la mayor representación de esta característica. Después de este período, se llevó a cabo una importante profesionalización, con la creación de un conjunto de editoriales del partido (Vitória, Horizonte y Leitura) y la construcción de un equipo ampliamente dedicado a diversas actividades ideológicas.
Para ese entonces, el país atravesaba un proceso de modernización económica, junto con el avance de las tasas de alfabetización, que generaron un contexto propicio para ampliación del público lector. Fue durante la Cuarta República (1945-1964) que Brasil se convirtió en el país más industrializado de América Latina, convirtiendo las pautas obreras de los comunistas en agendas más presentes. La victoria de la Unión Soviética contra los nazis reforzó una percepción positiva hacia los rusos, al menos en ese primer momento. Se configuró así una coyuntura favorable para el predominio interpretativo de los comunistas, aunque nunca pudo ser absoluto. La proscripción del PCB el 7 de mayo de 1947, que había sido legal desde 1945, fue ciertamente un golpe para su relevancia, pero no dinamitó su influencia cultural e intelectual.
El capítulo explora el momento de mayor riqueza editorial de los comunistas brasileños. Una infinidad de textos de izquierdas, balizados desde la perspectiva comunista, fue puesta a disposición del público tanto por editoriales del partido como por sus simpatizantes. Varios intelectuales y artistas participaron en este proceso; Jorge Amado y Graciliano Ramos, dos de los escritores más importantes, son ejemplos de ello. En gran medida, Secco se enfrenta a un complejo sistema intelectual. Obviamente, no da cuenta de toda su dimensión; tema que obligaría un libro aparte y no tan sólo un capítulo. Por cierto, ese no era su objetivo principal. Su objetivo es esbozar las principales características editoriales del momento, revelando datos importantes. Entre ellos, algunos muy interesantes: el precio relativamente bajo y el tamaño expresivo de las carreras de la editorial comunista Vitoria; la existencia de un corte de género dentro de la colección de publicaciones; la maduración del debate teórico marxista que se ha desarrollado en algunas revistas.
El siguiente capítulo, “La hegemonía compartida”, trata sobre el proceso de pérdida de la hegemonía de la interpretación marxista del PCB, que empezó a configurarse principalmente después de las denuncias de los crímenes de Stalin en el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, hacia febrero de 1956. Este fue el marco inicial de una serie de fisuras que socavaron el predominio pecebista y configuraron una coyuntura más rica de ediciones. En este proceso emergieron autores que hasta entonces eran poco explorados en el país, como Rosa Luxemburgo y Antonio Gramsci, entre otros.
Dentro y fuera del PCB, aparecieron otras organizaciones que exigieron sus propias interpretaciones y formaron sus propios proyectos editoriales. Las diversas rupturas por las que pasó el PCB minaron su poder de difusión, al perder fondos de la institución y militantes. El surgimiento y fortalecimiento de un marxismo universitario constituyó una tradición de lectura muy distinta a las de las formas partidarias. Así, el “centralismo editorial que caracterizó el período anterior” se fue disipando, mientras se configuraba, en su lugar, una polisemia interpretativa.
En 1964, se produjo un duro ataque para el país y para los comunistas. Se puede considerar que el ataque también se proyectó contra la lectura e interpretación marxista ya que, a partir de entonces, se volvió peligroso cargar literatura de izquierda. Hasta entonces había una tendencia hacia la multiplicación de los polos de publicación, pero a partir de abril de 1964, la dictadura restringe varias publicaciones y comienza a perseguir a los autores. Esta situación revela un recorte temporal explícito que se organiza en el capítulo: el golpe de estado marca el final de un período de amplia libertad editorial, que sólo se recuperaría veinte años después. Las casas editoriales vinculadas a los partidos fueron desmanteladas y las comerciales fueron controladas de manera rígida, si bien continuaron lanzando obras marxistas cada tanto. Es interesante que en ese momento apareciera en Brasil la primera edición de El Capital desde la iniciativa de la Civilização Brasileira. Este suceso revela algunos matices de la represión, que a menudo estaba más centrada en los actores que en los textos que consumían.
Los años dictatoriales fueron profundamente críticos para los comunistas. Aunque no optaron por la lucha armada, varios de sus miembros fueron perseguidos por el Estado. Estas condiciones adversas constituyeron una coyuntura para que las lecturas desde la izquierda tuvieran que tomar formas solapadas. Secco se enfrenta al resguardo de estas condiciones. La lectura que previamente podía realizarse en sindicatos se tuvo que ocultar. Probablemente el único lugar público en el que se podían leer autores como Karl Marx y Lenin era la universidad y aún con cierto riesgo. La circulación comercial de los libros marxistas se hizo más rara, ocupando algunas librerías específicas. El acto de copiar libros asumió un papel importante para aquellos que mantuvieron el interés en este tipo bibliográfico. En resumen, se destaca un período en el que se suprimió en gran medida la dimensión pública del libro de la izquierda.
El libro se cierra con el capítulo “Autonomía”, el más breve de todo el estudio. El período contemplado es aproximadamente entre el final de la dictadura y el año 2013. Se mencionan y bosquejan someramente los editores y las revistas creadas en ese momento. El capítulo ofrece una imagen interesante de cómo las publicaciones estaban relacionadas con una serie de movimientos políticos dentro y fuera del PT, pero muy poco exploradas. Se arma una red con indicativos, si bien la proximidad histórica ciertamente ha obstaculizado la obtención de información más sustancial. De todas maneras, el capítulo aporta un primer y original abordaje que podrá retomarse en un trabajo con mayor densidad en el futuro.
Algo interesante sobre este capítulo es que fue redactado bajo la influencia de las manifestaciones de 2013. Este evento es de fundamental importancia para lo que se ha configurado en Brasil en los últimos años. Es un tour de force en el país que vio el ascenso al poder de la extrema derecha en ese momento. Precisa diversos acontecimientos coyunturales, prestando atención a un cierto florecimiento de publicaciones anarquistas y al eco de la derecha. Se dispone, así, un autor que está atento a lo que ocurría en el país y buscaba en el estudio histórico la problematización de su tiempo. Proceso que, a veces más o menos evidente, revela algunas de las tensiones virtuosas del oficio del historiador y de la propia historia.
A Batalha dos Livros de Lincoln Secco es un trabajo de significativo aliento e importancia. Moviéndose en la tradición de la historia editorial de las izquierdas en Brasil, donde se destacan los trabajos de Edgard Carone, Secco realiza una síntesis interpretativa de ese campo de estudios. Hasta entonces, ninguna obra había intentado cumplir con tal pretensión en el país, hecho que probablemente indica la maduración de esa forma de investigación en la academia brasileña. La obra cuenta con una amplia capacidad descriptiva, pero peca en diversos aspectos, careciendo de profundizaciones. También vacila a causa de algunos problemas factuales, precisando así de correcciones, señaladas por Dainis Karepovs en su reseña publicada en Perseu. La gran virtud del libro consiste en la original periodización y en la forma en cómo trabaja las prácticas de lectura en las izquierdas. Ciertamente, a partir de su publicación, A Batalha dos Livros constará en la bibliografía especializada sobre el tema ofreciendo, por un lado, un punto de partida fundamental para el entendimiento del tema y, por otro, como una mirada analítica y conceptual privilegiada.
Luccas Eduardo Maldonado
USP
A propósito de Gustavo Sorá,Editar desde la izquierda. La agitada historia de Fondo de Cultura Económica y Siglo XXI, Buenos Aires, Siglo XXI, 2017, 296 pp.
Gustavo Sorá logra abrir la matrioshka de la historia editorial latinoamericana. Editar desde la izquierda en América Latina muestra las pequeñas grandes historias en la historia general de la edición en el mundo. Señala de forma fehaciente la importancia mundial que la edición en español tuvo en el siglo XX, ya que, logra conjugar –si bien no de manera explícita- diversos procesos históricos con el relato particular de dos casas editoriales: el Fondo de Cultura Económica y Siglo XXI editores, centrándose en la figura del editor Arnaldo Orfila Reynal y la impronta que dejó en el mundo editorial de México, Argentina y España. La cronología que utiliza el libro es algo difusa ya que abarca un periodo que va aproximadamente de 1934 a 2005.
Haciendo honor al estudio realizado por Gustavo Sorá, el libro que aquí comentamos, da cuenta de un contexto intelectual específico y el apoyo de una red que gravitan e incentivan el estudio de las editoriales como una problemática político-intelectual. Para entender la afirmación realizada anteriormente conviene tomar en cuenta que Siglo XXI Argentina actualmente es dirigida por Carlos E. Díaz, hijo del emblemático editor Alberto Díaz, éste último fue gerente comercial de la editorial Siglo XXI Argentina de la que nos habla Sorá en su libro, como se señala en la página 254. Asimismo, no es fortuito que el libro aquí reseñado aparezca en la colección Metamorfosis, la cual, es dirigida por el historiador Carlos Altamirano, quien ha sido pionero en el estudio de los intelectuales desde su trinchera en la Universidad de Quilmes y al ser director de los dos volúmenes señeros de Historia de los intelectuales en América Latina publicados en 2008, en el cual, también colabora Sorá. La importancia intelectual de Altamirano se puede leer en la página 231 del libro reseñado, al considerarlo como una parte importante de la red de académicos e intelectuales de la Argentina. Así, Sorá deja evidencia explícita de una red intelectual que se ha formado y consolidado en diversos proyectos alrededor del estudio de la edición, por sólo citar dos ejemplos: el EDI-RED con sede en España, del que es parte Sorá; y el grupo intelectual argentino de académicos especializados en el estudio de las connotaciones políticas en el mundo de la edición.
Sorá presenta la hipótesis de que “los estudios sobre el libro y la edición en Hispanoamérica no pueden recortarse por culturas o mercados nacionales. Deben combinar escalas locales, nacionales y transnacionales”. De esta manera, las diferentes fuentes que utiliza son tan variadas como el mismo proceso de edición, sobresaliendo el uso de fotografías, tanto de personajes relacionados a la historia del libro (autores, editores, trabajadores), anuncios de ventas, portadas de libros y sellos de las casas editoriales. Además, emplea la correspondencia, entrevistas y catálogos editoriales, demostrando que las fuentes para escribir sobre editoriales son tan amplias como la imaginación del investigador. En este sentido, el autor en varias ocasiones recurre de manera sobresaliente a los catálogos editoriales para rastrear información relevante sobre las ideas e intenciones de diversas colecciones o proyectos editoriales, por ejemplo, el capítulo tercero está dedicado a la colección “Tierra firme” del FCE, y en el capítulo quinto también se muestran y analizan en cuadros parte del catálogo de Siglo XXI editores de 1967 y de 1971. Un aspecto por considerar para futuras ediciones consiste en exponer de manera completa la información de los catálogos editoriales como los traductores de algunas obras, el número exacto de impresiones y reimpresiones, entre otros datos que pueden ser de interés para futuras investigaciones.
El libro de manera formal está dividido en nueve capítulos más una introducción y una conclusión. Sin embargo, internamente pueden apreciarse cuatro subdivisiones: las cuales abarcan una introducción del trabajo, una segunda centrada en el Fondo de Cultura Económica y la labor de Daniel Cosío Villegas, una tercera dedicada a la labor de Arnaldo Orfila Reynal y sus proyectos editoriales y, finalmente, una narración y reflexión de la nueva Siglo XXI Argentina. Es así que el libro a lo largo de los nueve capítulos narra en primer lugar la fundación del FCE, el contexto histórico, político y social en el que vivió Daniel Cosío y Villegas. En el segundo capítulo se centra de manera general en el FCE destacando que en este capítulo se muestra el perfil de la editorial al mismo tiempo que se destaca la figura de Orfila. En el capítulo tercero se analiza la colección Tierra Firme y los intentos de americanizar la editorial, resaltando la traducción de autores brasileños. El capítulo cuarto da un vuelco cronológico situando al lector a principios del siglo XX describiendo el contexto histórico en el que se desenvolvió Orfila en la Argentina y sus vínculos con México. El capítulo quinto se centra en la fundación de Siglo XXI editores en México; el sexto muestra los vínculos con España olvidando mostrar los otros proyectos editoriales que Siglo XXI tuvo en Latinoamérica, por ejemplo en Colombia. El capítulo séptimo demuestra el intercambio epistolar entre Julio Cortázar y Orfila en la edición de La vuelta al día en ochenta mundos. El penúltimo capítulo se centra en los orígenes y labor editorial de Siglo XXI Argentina. Finalmente, el último capítulo nos trae al siglo XXI actual y señala las vicisitudes de la edición contemporánea.
Un aspecto que es señalado por primera vez en este tipo de estudios es la importancia de ver al libro “como formador de culturas y revelar estructuras sociales”, así pues, el autor muestra los diversos mecanismos de edición de libros entre los que conviene señalar el papel de los agentes, editores, autores y la red de personas asociadas a la labor editorial. Sin embargo, me gustaría retomar que Sorá pone acertadamente un acento en el rol de las mujeres como protagonistas de parte de la historia editorial en este periodo histórico. Este aspecto queda claro, al abordar la figura de Laurette Sejourné, quien además de ser la esposa de Arnaldo Orfila Reynal tuvo un papel importantísimo en la creación de vínculos editoriales entre Siglo XXI y los editores tanto americanos como europeos.
Hasta aquí he señalado las virtudes del libro, sin embargo, existen algunos aspectos que conviene repensar. Por ejemplo, al abordar en la página 172 la “Renovación de los campos editoriales, pese a la violencia”, Sorá descuida la fecha exacta de la aparición de la editorial Era, mencionando que esta casa editorial inició operaciones en 1967, tal dato es inexacto, ya que Ediciones Era comenzó actividades en 1960 creando una alternativa real respecto al FCE de Orfila Reynal, compitiendo por los autores y sus publicaciones. Sin embargo, esta relación es algo confusa ya que además de competencia existió una fraternidad entre los proyectos editoriales, pues en un inicio existió un gran apoyo material, intelectual e incluso físico de Orfila Reynal con los socios fundadores de Era. Otra omisión en el libro se aprecia en el momento en el que Siglo XXI Argentina cambia su papel de distribuidora a editora y no se relatan las interrelaciones de las casas editoras uruguayas con las argentinas, en este sentido falta investigar más el nombre de Pedro Scarón quien tuvo una gran injerencia en el proyecto de Siglo XXI Argentina, en especial en la colección de los Cuadernos de Pasado y Presente, de la que al parecer era también creador y editor junto a José Aricó. Si bien, Horacio Tarcus en La biblia del proletariado. Traductores y editores de El Capital aborda a este personaje, considero que investigarlo más mostraría los vericuetos editoriales que vivió Siglo XXI no sólo en la Argentina sino también en México, España y demás sucursales.
Nuevas ventanas de oportunidad respecto a investigación quedan al terminar de leer este importante libro, por ejemplo, en el ámbito sentimental la obra reseñada transmite cierta añoranza del pasado en el mundo de la edición. Aspecto que en general todos los personajes que vivieron en aquellos años comparten en entrevistas, siendo un campo de investigación aún por explorar: la melancolía político-editorial. Si bien todos estos proyectos editoriales tuvieron una importancia política considerable, algunos de los personajes utilizan la memoria selectiva al recordar los “buenos” momentos y tratar de ocultar o no ahondar en las riñas políticas, económicas o personales de los personajes involucrados. En este sentido, la labor del investigador sería contrastar fuentes, recopilar datos y no absorber el relato que todo tiempo pasado fue mejor. Por ejemplo, a lo largo de diversas transcripciones que el autor realiza sobre las entrevistas con los editores se puede apreciar una nostalgia al pasado, presuponiendo que la actividad editorial de hoy en día no puede tener el mismo efecto que en aquellos años, lo cual aún no puede ser probado empíricamente.
A manera de conclusión, estamos ante una obra que desfragmenta un mundo complejo en el que política y edición se unen, la cual sin duda nos abre la mente para considerar que aún hoy en día la cultura de izquierdas debe ser ampliamente difundida y, sobre todo, discutida.
José Carlos Reyes Pérez
Instituto Nacional de Antropología e Historia, México
A propósito de Sophie Nöel, La edición independiente crítica. Compromisos políticos e intelectuales, Córdoba, EDUVIM, 2018, 212 pp.
En las últimas décadas, partiendo de los estudios de Pierre Bourdieu sobre los editores en Francia, del trabajo de John Thompson sobre los capitales circulantes o de los más recientes análisis de Gilles Colleu sobre el “editor independiente de creación”, del libro de Magalí Rabasa sobre la edición alternativa y la circulación del libro “orgánico” en los movimientos sociales, hasta del más reciente análisis de Hernán López Winne y Víctor Malumián sobre el sector editorial independiente en América Latina, investigadores de múltiples disciplinas y aparatos teóricos han desarrollado y discutido conceptos e ideas que apuntalan el desarrollo de la denominada “edición independiente”.
El libro de Sophie Nöel, investigadora y socióloga francesa, entra en esta tradición, en el intento de construir un objeto al mismo tiempo que se lo analiza, mediante un análisis sociológico y un retrato del campo editorial francés a comienzos del siglo XXI. Los debates sobre autonomía, autogestión, reconocimiento simbólico, en su relación con los procesos de mercantilización de la cultura y denegación de la economía, son los temas sobre los que la autora se mueve para delimitar, construir y analizar su objeto de estudio. Partiendo de una idea de editor y editora celosos de su catálogo —editor al que se le atribuye una coherencia entre prácticas y temáticas editadas—, la figura de editor “independiente crítico” que se analiza en esta oportunidad es una figura que desde un comienzo se define compleja y situada en un punto paradójico del campo de la edición, “en la intersección de los sectores universitario, militante, erudito y de consumo masivo” (p. 10).
El contexto, como describe al comienzo, es el de una escena de la edición mundial que desde finales de la década de 1980 se encuentra ligada a movimientos y procesos de concentración y racionalización que se dieron a partir del surgimiento de conglomerados industriales internacionales, que confluyó con el surgimiento del movimiento de editoriales independientes. La autora se centra particularmente en los editores franceses de Ciencias Sociales cuyas publicaciones muestran una marcada ligazón con la crítica social. Estos editores serían similares a aquellos denominados “independientes”, pero orientados por un compromiso político y creadores de estructuras editoriales heterodoxas: tanto emprendimientos marginales como pequeñas empresas profesionalizadas.
Lo que se analiza con mucha riqueza en este estudio es que esa distinción entre dos lógicas de edición —una ligada a lo comercial, y otra más cercana a diversas formas de independiente o autónoma— no se realiza desde un punto de vista dicotómico. Por el contrario, Nöel se restringe a ciertos casos que le permiten construir la complejidad desde las experiencias concretas, explorando la contradicción de que estos editores ocupen una posición fuerte en el campo de las legitimidades del campo pero son y están dominados en el plano económico. Representan una porción minúscula del mercado —además de tener falta de medios, autoexplotación y dependencia del Estado—, pero al mismo tiempo denotan una gran importancia intelectual y política.
Así, en las tres partes del libro se va realizando un minucioso análisis de la identidad de las editoriales, de sus producciones a través del estudio del catálogo, y por último, de las características sociales de sus directores responsables. Sobre estos diversos planos se estructura el trabajo de Nöel, una fotografía de las prácticas que pueden observarse en el paradójico y complejo centro de una de las industrias culturales contemporáneas en la que se revela la existencia (y persistencia) de pequeñas estructuras alternativas cuya identidad es la resistencia a la mercantilización y la radicalidad política.
La primera parte sugiere la pregunta de cómo se puede ser un editor independiente crítico a partir de articular los debates existentes y centrándose en las formas de acceso al campo y de posicionamiento en él. Allí diferencia los proyectos analizados de aquellos de los años 60 y 70, presentándolos como una nueva generación pero vinculados con la edición política de décadas anteriores. Ubica a la Guerra de Argelia como el hito que marcó a este campo, haciendo converger literatura erudita y literatura política. Este modelo encarnado en Seuil y De Minuit representa “el modelo dreyfusiano del compromiso intelectual” (p. 33), en el marco de una modificación del campo cultural francés por un contexto de crecimiento económico, de aumento de la matrícula universitaria y de aparición del “libro de bolsillo”. Luego de un período de decadencia, hacia la década del 90 la autora registra un resurgimiento de la edición crítica, ejemplificando con Raisons d´agir, de Pierre Bourdieu, zona a la que le dedicará el libro. Tal vez lo central es un ejercicio sociológico riguroso en el cual registra y sistematiza estas editoriales surgidas entre 1985 y 2009, planteando dos grandes ejes, el erudito y el político, en función de lo que considera cuatro grandes zonas delimitadas: el polo militante, el polo universitario crítico, el polo público general y el polo de vanguardia. Un aspecto saliente de su análisis que es preciso recuperar es el rol que tiene la traducción como recuerdo para la construcción del catálogo.
La segunda parte propone un acercamiento a la dimensión económico/financiera de la actividad editorial de estos editores, quienes sostienen una actitud de resistencia a la mercantilización de la cultura. En esta sección la autora explora no solamente el papel del Estado, las librerías independientes y redes de asociaciones, sino que también indaga el “otro” lado del discurso de la “denegación” del interés financiero de estos actores: la autoexplotación y lo que llama “el trabajo ilimitado”. Concretamente, se centra en el caso de los editores críticos de Gran Bretaña.
La última parte del libro está orientada a trazar las trayectorias de los editores a fin de caracterizar aquello que la autora denomina “bohemia militante e intelectual”, abordando las características sociales de los individuos que encarnan la “edición crítica”, reconstruyendo quiénes son, cuáles han sido sus trayectorias, y qué representaciones se hacen de su trabajo. A partir de allí, y en base a la clasificación de sus capitales económicos y sociales (heredados) y escolar (adquirido), construye cuatro tipos ideales: “Falsos autodidactas”, los “Herederos”, los “Becarios” y los “Verdaderos autodidactas”.
El estudio de Nöel, central para dialogar con todos aquellos textos que problematizan el campo o zona de la edición “independiente”, presenta en definitiva un interrogante: ¿Se puede ser un editor crítico? En el análisis minucioso que despliega, aunque los editores retratados se definan por publicar textos contra el orden dominante o contra los cánones, no se ofrecen respuestas al interrogante, sino que se plantea este dilema desde múltiples aristas. Estas muestran la condición contradictoria de la identidad de estos proyectos, siendo una pieza fundamental para abonar a la comprensión de un fenómeno mundial: la existencia de estructuras editoriales autoproclamadas independientes cuya organización y políticas editoriales tienen vinculación con las temáticas que editan.
Daniela Szpilbarg
CIS/IDES – CONICET
A propósito de Granados Aimer y Sebastián Rivera Mir (coords.), Prácticas editoriales y cultura impresa entre los intelectuales latinoamericanos en el siglo XX, México, El Colegio Mexiquense, 2018, 284 pp.
Como es sabido, desde los años ochenta han proliferado los estudios sobre el libro y la edición desde distintas aristas de análisis. Bajo el prisma de lo que se ha denominado el “giro material”, los libros en circulación descubren una trama subyacente que es necesario reconstruir y analizar. Como ha advertido Roger Chartier en El mundo como representación. Historia cultural: entre práctica y representación (1995), no hay texto por fuera de sus lecturas y de su materialidad: desde las estrategias editoriales hasta las imposiciones del taller (y, agregamos, del soporte digital). En este campo, el libro que nos ocupa aporta un panorama latinoamericano de las prácticas editoriales en redes transnacionales, en itinerarios personales y en encarnaduras materiales, demostrando la tensión en la que habitan los proyectos culturales, entre las dinámicas del mercado y las urgencias de la política.
En su diagramación, la compilación de Rivera Mir y Granados traza un recorrido en la historia del libro y la edición en América Latina en tres estaciones: política, literatura y revistas. Aunque también pueden visualizarse otros anclajes posibles: por un lado, dos nodos epocales: la primera mitad y los sesentas-setentas del siglo XX; y por otro lado, distintos espacios geográficos: principalmente México, Argentina y Chile, aunque en proyección transnacional. A partir de estos anclajes, el libro teje una reconstrucción metodológica —Chartier, McKenzie, Darnton— para un objeto que requiere un profundo trabajo de archivo, donde la edición implica sociabilidades, política, mercado, redes, etc., donde el editor es un tipo específico de intelectual. De este modo, una de las virtudes del libro es expresar la compleja —y no siempre evidente— consistencia a partir de la cual la cultura explica un plano sustancial de la actividad política.
La primera contribución es de G. Sorá y se centra en la editorial Siglo XXI. A partir del recorrido por los avatares de sus filiales argentina y mexicana, complejiza la identificación de Siglo XXI con su figura más descollante, insertando a Orfila Reynal en una red de interdependencias. Desde una “sociología del modo de organización”, su texto discute aportes metodológicos para la historia de la edición. Los catálogos son leídos aquí como espacios de trabajo “donde cohabitan trayectorias sociales y condiciones de poder disímiles” (p. 22). En sintonía temática, le sigue el trabajo de J. Carlos Reyes Pérez, que aborda la filiación de Siglo XXI con la editorial mexicana Era a partir de su vínculo con la nueva izquierda, probando a partir de cartas, catálogos y traducciones los contactos temáticos entre las dos empresas.
El texto de Sebastián Rivera Mir “La difusión del marxismo en tiempos convulsos” reconstruye el itinerario de un personaje complejo, “un agente incómodo”, que pasa de ser miembro de la Confederación de Trabajadores de México a la CIA. La figura de Rodrigo García Treviño, impulsor de la editorial América, encarna la triple articulación de editor, político e intelectual. En un exhaustivo trabajo de archivo, Rivera Mir extrae las implicancias de aquella articulación y repone las operaciones que apuntaron a controlar las lecturas y la recepción de las obras a través de prólogos, marcas, apéndices y bibliografía. Al mismo tiempo, el autor echa luz sobre una criatura compleja: el lombardismo y además, su no menos compleja relación con el PRI.
En la última contribución del bloque “Edición, ideologías y política”, Adriana Petra realiza un valioso aporte a la historia de la edición en el comunismo argentino a partir de la editorial Problemas —fundada en 1939— y la figura de Carlos Dujovne. Este análisis, nutrido de valiosas fuentes —archivos policiales y judiciales— demuestra la compleja relación entre la editorial y el partido, la cual distó de resolverse en la ecuación autonomía-heteronomía. Un catálogo minuciosamente reconstruido por la autora evidencia que Problemas no se redujo a la difusión doctrinal y traspasó los límites partidarios.
El segundo bloque, “Edición literatura y escritores”, se abre con el artículo de Isabel de León Olivares “Reeditando las letras de América: las prácticas editoriales de Rufino Blanco Fombona”. El aporte se centra en las redes transnacionales de una empresa que apuntó a difundir autores latinoamericanos más allá de las fronteras del continente. Desde la correspondencia, los diarios, las conferencias del venezolano Fombona la autora demuestra cómo la editorial América, vigente entre 1915 y 1933, fue en sí misma una operación de intervención cultural. Para contrarrestar los “dislates” que se publicaban entonces en Europa sobre la literatura americana, Fombona —personaje con una biografía novelesca: del consulado en Ámsterdam a la cárcel— encarna un momento histórico de profesionalización del editor. A partir de las redes del personaje, la autora repone las facetas de la edición: prologuistas, traductores, compiladores y críticos literarios, así como los espacios de sociabilidad, formación y sustento que gravitaron como condiciones de posibilidad de la editorial.
En “El escritor y el mundo de la edición: la experiencia literaria de Alfonso Reyes”, Aimer Granados aborda los modos en que el escritor opera como editor, aún de sus propios textos. En efecto, el artículo ilumina la importancia que Reyes otorgó al “circuito” en el que, como afirma Robert Darnton, “se transmiten mensajes que se transforman en el camino, a medida que pasan del pensamiento a la escritura. De esta a los caracteres impresos y de allí de nuevo al pensamiento”. Finalmente, cierra la sección un artículo de Diego Zuluaga sobre el profuso intercambio entre A. Rama y R. Gutiérrez Girardot para dar forma a la edición de La utopía de América de P. Henríquez Ureña.
La tercera sección del libro se centra en las revistas como espacios de condensación de la actividad editorial y cultural. Abordar este tipo de publicaciones como plataformas de intersección y cruce de líneas temáticas e itinerarios intelectuales permite distinguir la multiplicidad de voces, las redes y polémicas que operan en el campo de la edición. El artículo de J. D. Murillo se titula “Testigos encubiertos de la transformación. Las revistas gráficas y el espacio editorial sudamericano a comienzos del siglo XX” y atiende un objeto novedoso: las revistas gráficas; acercándose a la materialidad en una de sus más concretas acepciones: los trabajadores de la imprenta y el papel. A partir del análisis de las revistas, Noticias Graficas chilena y Éxito Grafico argentina, las cuales articularon diversos intereses asociados a los oficios gráficos —trabajadores y empresarios— Murillo recrea un escenario histórico marcado por el crecimiento de la industria editorial y la organización política de los obreros del rubro, a lo que suma la dimensión transnacional de sus redes. La reconstrucción histórica se teje así armoniosamente con el objeto, iluminando sus aristas más proteicas, es decir, la imbricación entre las prácticas intelectuales y su materialidad.
La sección de revistas se completa con una contribución sobre los objetivos programáticos de las revistas chilenas Babel, Claridad e Índice, vigentes durante la primera mitad del siglo XX y por último con un trabajo de G. Gaona sobre las redes evangélicas en Colombia a partir de un corpus de publicaciones periódicas.
En su conjunto, y a partir del variado abanico de casos considerados, el libro aquí reseñado constituye un aporte sustancial a la historia del libro y la edición y más ampliamente a la historia cultural del continente. Como ha destacado Dosse en La marcha de las ideas (2007), se vuelve necesaria una complementación entre una lectura externalista e internalista del texto. El libro compilado por Rivera Mir y Granados contribuye en esta dirección, evidenciando que la edición conlleva una resignificación del texto, que se vincula estrechamente a su contexto político y social.
Mariana Bayle
CeDInCI-UNSAM
A propósito de Carlos Illades, El marxismo en México. Una historia intelectual, México, Taurus, 376 pp.
Aparecido en 2018, El marxismo en México. Una historia intelectual cierra el ciclo de un conjunto de publicaciones que el historiador Carlos Illades ha venido presentado en la última década. Arrancando con Las otras ideas: el primer socialismo en México y teniendo su continuación en La inteligencia rebelde, fue acompañado de presentaciones panorámicas de la izquierda mexicana en De la social a Morena y más recientemente en El futuro es nuestro: historia de la izquierda mexicana. A lo largo de estos últimos años, Illades ha enfatizado en el pasado reciente y en buena medida aún vivo, tanto de la izquierda mexicana como del marxismo entendido como la producción específicamente teórica de una opción política. El texto que ahora reseñamos opera como cierre de este largo proceso.
No es casual que durante el último año el historiador mexicano haya decidido ampliar sus estudios sobre la izquierda mexicana y sus contornos teóricos. Ello remite al indudable cambio de situación que se dio a partir del primero de julio del año 2018, donde finalmente la izquierda mexicana ha logrado acceder al gobierno del Estado, abriendo con ello nuevos escenarios de disputa, aún no suficientemente comprendidos —y quizá muchas veces incomprensibles— para la intelectualidad crítica. Este significativo cambio en la esfera política está dotado de su propia lógica, sin embargo, es importante destacar que ocurrió en el marco de tres motivos de movilización de la memoria política. Primero, el sesenta aniversario del movimiento ferrocarrilero —que mostró los límites del corporativismo y los alcances del autoritarismo—; segundo el cumpleaños cincuenta del movimiento estudiantil de 1968 —que desafió al presidencialismo— y, aunque menos conmemorado, los treinta años de la insurgencia ciudadana alrededor de la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas en las elecciones de 1988. Cuál si hubiese sido trazado por algún designio teleológico o alguna astucia de la razón, el 2018 cierra el círculo de la democratización, por la vía de la arremetida popular en las urnas, en medio de una crisis social que en su profundización ha lacerado al cuerpo social en su totalidad. Los aportes del historiador son parte del intento de comprensión de la raíz diversa que supone el cambio de gobierno del año 2018.
Illades ha realizado la elección de un marco interpretativo que puede ser considerado exitoso, al tiempo que también dicha perspectiva sugiere registros importantes para la crítica. Optando por recorrer la vía de la denominada “historia intelectual”, una forma de practicar la disciplina que ha ganado terreno en los últimos años, el historiador presenta una cartografía para entender las principales discusiones que la intelectualidad sostuvo durante buena parte del siglo XX. Esta situación tiene una razón de ser ante la transformación del lugar social del intelectual en el capitalismo contemporáneo, que ha desplazado sus capacidades en el debate público y lo ha convertido en un opinólogo inofensivo, en un showman mass mediático —algunos más exitosos según lo indica la vara de la actual vida en red social— o en el peor de los casos en un académico universitario, limitado en su acceso a las editoriales y de nula posibilidad de que su voz se escuche en los pasillos del poder. El intelectual en el capitalismo ha dejado de tener las condiciones para intervenir en la coyuntura, pasando a registrar u opinar sobre hechos de los cuales no dispone más que de su intuición. Como ha reflexionado Shlomo Sand sobre este personaje de la vida moderna, sólo ha hablado el mismo intelectual y en los tiempos neoliberales la extensión del currículum ha destronado a la importancia de la obra. Esta situación ha sido radicalizada en el caso del intelectual marxista, que ha perdido ese espacio de conformación de identidad y de aprendizaje continuo que fue el partido —o la “organización política”— y con ella sus formas de expresión: la prensa, la discusión interna y la revista teórica. El tratamiento del intelectual como un objeto de disquisición genealógica no es, por tanto, un capricho, sino la constatación de radical transformación de su fisonomía.
Así, Illades establece un conjunto de anclajes a partir de los cuales organiza las producciones de quienes a nombre del marxismo produjeron una variedad significativa de discursos a lo largo del siglo XX. Como toda historia nacional, la especificidad termina venciendo a cualquier pretensión de universalidad abstracta y, en este caso, ello se muestra con claridad a partir de la emergencia de la “ideología de la revolución mexicana” y de la construcción de un Estado que contuvo, mediatizó y organizó al conjunto social. Este dato es el que organiza la forma en la que los intelectuales en general y los marxistas en particular, lograron posicionarse en el debate político. De un costado tuvieron a la revolución mexicana, con un Estado aparentemente todopoderoso, que logró construir instituciones y modernizar a la sociedad; por el otro, el ordenado despliegue capitalista que terminó de conformar una sociedad moderna con sus desgarros constitutivos, pero deudora siempre de la estatalidad y sus cuantiosos recursos. En medio de ambos procesos, una misma problemática: la ausencia de independencia de los grupos y clases subalternas que en su andar construyeron organizaciones condenadas a la crisis y la marginalidad o bien, momentos de lucidez y rebeldía que fueron castigados con severidad por el poder que aspiraba al paternalismo.
Es la falta de capacidad de autodeterminación de los conjuntos sociales a los que apelaba el marxismo la que explica en gran medida las vicisitudes de la práctica de ese discurso. Así, esta corriente, expulsada de los sindicatos y del mundo del trabajo, encontró en ideólogos nacional-populares como Lombardo Toledano una expresión positivista y teleológica; al tiempo que permitió que el exilio español (con un Adolfo Sánchez Vázquez o Wenceslao Roces) desarrollara una cierta perspectiva crítica al interior de las universidades y de proyectos editoriales de amplias proporciones. No fue sino hasta la década de los sesenta, después de profundas crisis, que la izquierda en su conjunto pudo desprenderse de la ideología de aquella revolución y en donde los grupos subalternos, particularmente la clase obrera nacida del seno de la modernización pos-revolucionaria, lograron producir resquicios de independencia, aunque sus expresiones fueron minoritariamente socialistas y mayoritariamente nacionalistas-revolucionarias.
Es en este último segmento donde la intervención de Illades aparece con mayor claridad dispuesta a partir de los abordajes teóricos muy específicos, anteponiendo la figura del individuo devenido en intelectual enmarcado en determinadas condiciones de producción a partir de problemáticas compartidas. Asistimos a la sistematización de la filosofía de la historia de Carlos Pereyra al estudio del mundo campesino de Roger Bartra; de la historización del capitalismo de Enrique Semo al escudriñamiento del cardenismo por Arnaldo Córdova; de la teorización de la clase intelectual por Enrique González Rojo a los debates sobre la cultura sostenidos por Bolívar Echeverría tras los sucesos de 1989, por mencionar sólo algunas de las temáticas. Todo ello, de nuevo, en una época de agitación en donde los partidos —especialmente el comunista, corazón de la izquierda— abandonaban la marginalidad y emprendían la nada sencilla tarea de disputar la noción de democracia. El marxismo mexicano de esa segunda mitad de siglo transitó por todas las vías imaginables, fue althusseriano pero también gramsciano, leyó minuciosamente El Capital y utilizó los Grundrisse para explicar el pasado y cuestionar el estatuto universal del “modo de producción”; recurrió a las filosofías hegeliano-marxistas de Gyorgy Lukács, Karel Kosik o Adam Schaff, pero también a las renovaciones encabezadas por Perry Anderson, mantuvo diálogo con el marxismo de los economistas norteamericanos y negoció entre la ardua tarea de apropiarse del “consejismo” en una zona del planeta donde el campesino seguía siendo alma de movilizaciones. El marxismo fue variopinto, multiforme y en el caso de México, además, plurinacional.
Las críticas al texto pueden recorrer distintos niveles y sugerir enfoques diversos. En un primer momento, sin embargo, debe reconocerse que desde que Elí de Gortari publicó en el año 1957 en la revista comunista Liberación la primera reseña histórica del marxismo en México, poco se había avanzado. Una serie de “historias” de dicha corriente latinoamericana habían rondado lugares comunes, sin profundizar en la diversidad. Así, esta obra es la primera que se aproxima a reconstruir por una vía la historia del marxismo, camino importante, pero no el único.
Ello ha motivado preguntarse, en las condiciones de una sociedad como la mexicana, qué es lo que debe entenderse por marxismo. Mirando la obra reseñada aparece, sobre todo, como la práctica situada de individuos con nexos más o menos fuertes con la política, cuestión esta que ha sido enfatizada en entrevistas posteriores. Libros, editoriales, revistas y debates académicos son los que ocupan gran parte del terreno, un marxismo de aula en un tiempo donde la politización pasaba por las universidades de manera obligada. Otras vertientes han querido reconstruir la raíz diversa del marxismo, aquellas que se encuentran en la estética, en el muralismo, en el congreso partidario, en el documento político, en la revista clandestina, en el poema, en la película o en la canción; todavía sin la sistematicidad de la perspectiva intelectual. Estas son las que fueron vitalizadas por el magisterio normalista, por los comunistas en su militancia partidaria, por el estudiante devenido guerrillero; este es más bien el marxismo del círculo de estudio, podríamos decir. En una historia multiforme, Illades entrega un plano significativo dejando aún tramos importantes por explorar.
Decía Sánchez Vázquez que la crítica era la cortesía del pensador (para él, el filósofo). No puede sino reconocerse el esfuerzo titánico que ha realizado el historiador, recientemente admitido como integrante de la Academia Mexicana de la Historia. Y es que, aunque la historia de los otros marxismos está aún por construirse, lo cierto es que el momento propiamente intelectual queda delineado en sus principales contornos y con no pocos momentos de detalle. En este término sólo habría que reconocer ausencias como las de los múltiples exilios (¿hasta qué punto los “gramscianos” sureños descubrieron a José Carlos Mariátegui en México?) que produjeron obras excepcionales. Además de Bolívar Echeverría, al que se hace referencia en varios momentos, también estuvieron René Zavaleta Mercado o Enrique Dussel, quienes aportaron significativamente. Igualmente, la ausencia de Armando Bartra es notoria.
Como escribimos, el contorno ha quedado delineado. Tenemos la primera aproximación que reconoce el estatuto específico de la teoría, su “autonomía relativa”, es decir el reconocimiento de sus formas de operación y reproducción. Y es que esta “autonomía” tan poco común en la región es producto de un país en el que la clase obrera fue mediatizada y organizada por un aparato estatal que presumía su legítimo origen en un hecho armando, creando un hiato entre el movimiento obrero y las perspectivas marxistas. Las y los trabajadores, en cuanto clase, se encontraron—como el resto de la sociedad— la mayor parte del tiempo contenida en una camisa de fuerza y cuando lograron liberarse optaron por otras vías distintas a la socialista. Ese otro marxismo —categoría prestada de Alberto Híjar— del que hablamos antes fue igualmente periférico y débil y sólo tuvo momentos de irrupción en periodos focalizados. La producción teórica se encuentra mayoritariamente en esfuerzos político-editoriales, en debates intelectuales que buscaron profundizar el conocimiento de una trayectoria histórica o bien, en quienes desentrañaron el último recoveco del texto marxiano para descifrarlo en toda su riqueza. Todo ello nos demuestra que en tanto corriente política e intelectual, el marxismo no se encuentra más allá de la realidad que lo habita y, para el caso mexicano, esta se encuentra sobre determinada por la presencia del Estado y su ideología.
Siguiendo el recorrido de la trayectoria del historiador mexicano, tan consciente del papel del intelectual en la vida pública y de la evaluación mesurada que este debe realizar para poder intervenir en la coyuntura, no cabe duda de que este más que un cierre es el inicio de un sendero que, quienes lo acompañan en su trabajo común, seguramente seguirán explorando.
Jaime Ortega
UNAM
A propósito de Alejandrina Falcón, Traductores del exilio. Argentinos en editoriales españolas: traducciones, escrituras por encargo y conflicto lingüístico (1974-1983), Madrid / Fráncfort del Meno, Iberoamericana / Vervuert, 2018, 268 pp.
En tiempos de híper-especialización en la producción de conocimiento, cualquier trabajo que pretenda avanzar a través de un enfoque interdisciplinario, según parece, debería apelar no tanto a matrices cognitivas de grandes disciplinas a secas, sino a desarrollos de ámbitos ya especializados y mixturados. Por lo tanto, si el libro de Alejandrina Falcón combina aproximaciones propias de estudios literarios, traductológicos, históricos y sociológicos, lo hace con éxito sólo a partir de su incursión en tres áreas puntuales de estudio: “la investigación académica sobre exilio político en la Argentina y América Latina; los estudios de traducción con perspectiva descriptiva y sociohistórica; y los estudios sobre el libro y la edición que adoptan una escala de análisis transnacional” (p. 12). Tal es, sin dudas, uno de los industriosos logros de Traductores del exilio.
Por supuesto, esta múltiple inscripción conlleva una identidad disciplinaria que se debate productivamente entre perspectivas propias de la historia cultural, el comparatismo literario y traductivo en el in-between de dos naciones, el análisis de discurso (particularmente de la denominada “discursividad exiliar”), el marxismo cultural —y el marxismo no tan cultural, sino aquel preocupado por las condiciones concretas de producción y reproducción de la clase trabajadora— y la sociología de orientación bourdieusiana, con distintos momentos en que cada una de ellas prevalece sobre las otras pero que, sólo elaboradas en conjunto y en conjunción, llevan a la investigadora a sacar una plusvalía teórica a su objeto de estudio. De todas formas, para quienes precisan el sosiego de las rotulaciones definitorias, hallamos una opción consignada casi al pasar, cuando Falcón se posiciona y enuncia desde una “sociología histórica de la cultura” (p. 37).
Tal como consigna la autora en su primera formulación, su libro “puede leerse como una contribución a la historia cultural del exilio argentino en España y como un estudio sobre las prácticas de traducción e importación literaria en el campo editorial hispanoamericano de las últimas décadas del siglo XX” (p. 11). Esta declaración pone en evidencia cierta área de vacancia en torno a la presencia de trabajadores latinoamericanos en el ámbito editorial español, particularmente en el contexto de la transición democrática posfranquista. Así, la investigación contempla voces, opiniones y posturas de figuras hoy en día reconocidas, como Juan Martini y Marcelo Cohen, aunque también trae a cuenta nombres de agentes prácticamente invisibles —y por completo desconocidos para quien escribe estas líneas—, como los de, entre otros, Mario Sexer, Alberto Sperrati, Ernesto Frers, Juan Manuel González Cremona y Pablo Di Masso (este último, por cierto, autor de alrededor de doscientas novelas por encargo, bajo el seudónimo de Rocco Sarto). De este modo, la investigadora apela a casos testigo para ilustrar sus argumentaciones, pero lo que realmente le interesa es la configuración de una biografía colectiva y la confrontación con un modo de concebir y ejercer los estudios literarios como destello que da más brillantez a los ya iluminados, si se nos permite la metáfora lumínica. La propia autora lo plantea con rigurosidad y precisión: “[a]l rescatar escrituras marginales e indirectas, como las escrituras seudónimas por encargo y la traducción editorial, mi intención última ha sido promover una reflexión sobre las condiciones de producción literaria en el exilio que nos permita trascender los enfoques circunscritos a figuras de notables y visibilizar prácticas dominadas en la jerarquía de las prácticas literarias” (p. 12).
El itinerario expositivo nos sensibiliza con respecto a una importante variedad de elementos y relaciones; sin ser exhaustivos, recapitulamos algunos de ellos: la visibilización de escrituras indirectas y otras prácticas habitualmente opacas para los estudios literarios (como la seudotraducción, es decir, la presentación de un texto nuevo como si fuera una traducción de otro presuntamente previo pero que, en verdad, no existe); las tensiones entre autonomía y heteronomía literarias y traductivas (y que refuerzan el alejamiento de una forma de entender la literatura y su estudio como la defensa de un reducto autónomo regido por principios endógenos meramente estético-literarios); los conflictos lingüísticos en torno a las variedades regionales de la lengua española (en taxativa confrontación con toda concepción centralista que indique que las variedades regionales representan una suerte de “degradación” idiomática); las interpretaciones de las metáforas de la discursividad exiliar (y el fino análisis discursivo con que Falcón desmonta y analiza críticamente ideologemas propios de dicha matriz, como la figura de los exilios cruzados o la máxima universalista según la cual “el escritor es siempre un exiliado”); las redes de sociabilidad, las trayectorias de los agentes y las condiciones concretas de venta de fuerza de trabajo (no invisibles, como muestra la autora, pero sí motivo de pugnas, debates, procesos de institucionalización y agremiación, etcétera); o las dinámicas de importación literaria y la circulación internacional de literatura (como, por ejemplo, aquellas traducciones hechas originalmente en la Argentina y reempleadas para la Serie Novela Negra de la Editorial Bruguera).
Vale la pena reivindicar el mérito metodológico de la investigadora, pues combina entrevistas en profundidad con agentes significativos (la sección de agradecimientos da una pauta del trabajo de largo aliento, con contactos reiterados tanto con individuos involucrados directamente como con familiares y allegados), detalladas revisiones de fuentes hemerográficas (que atraviesan un amplio arco de publicaciones periódicas, pasando tanto por revistas culturales como por periódicos de gran tirada: Controversia, Camp de l’Arpa, El Viejo Topo, Quimera, La Vanguardia o El País) y puestas al día con la bibliografía crítico-teórica (que incluyen no solo minuciosas lecturas e interpretaciones de las fuentes, sino también elaboraciones a partir de otros aportes teóricos, como, por ejemplo, la posición de Falcón sobre las implicancias de la traducción en una mediación entre las formulaciones de Bernard Banoun y José Francisco Ruiz Casanova).
Como comentamos antes, hoy en día la interdisciplina posiblemente no puede pensarse como cruce de grandes disciplinas sino, más bien, como conjunción de áreas específicas de investigación. En este sentido, el libro de Falcón pone en evidencia cierto carácter vetusto de las macro-matrices de conocimiento. Por un lado, asesta un nuevo golpe a los estudios literarios entendidos —si se nos permite la metáfora a propósito del libro en cuestión— como control nacional migratorio que protege a una reducida población de obras y sujetos encumbrados (reducida población que, por lo general, conforma el canon de cualquier sistema literario nacional y que se erige como el principal insumo de los estudios literarios). Por otro, si retomamos la posible auto-etiquetación del trabajo como “sociología histórica de la cultura” (p. 37), deberíamos añadir que Traductores del exilio le propina un cordial sacudón a la sociología, pues constituye una gran prueba que reactualiza aquella opinión de que los mejores estudios de sociología de la literatura en la Argentina provienen del esfuerzo intelectual de investigadores formados en estudios literarios, mal que le pese a los sociólogos.
Hernán Maltz
UBA-CONICET
A propósito de José Luis de Diego, Los autores no escriben libros. Nuevos aportes a la historia de la edición. Buenos Aires, Ampersand, 2019, 242 pp.
Determinar la existencia de un campo académico, como es el caso de los estudios sobre el libro y la edición, no es tan difícil: basta identificar un número significativo de investigadores dedicados a un área temática en particular una serie de grupos y programas de estudio aunados bajo un mismo tema general pero con intereses y perspectivas distintas, la renovación periódica de la discusión en torno a las aproximaciones, los límites y la naturaleza misma del objeto de estudio, la realización de encuentros académicos regulares especializados, alguna forma de publicación, cursos de grado o posgrado, y, podríamos añadir, conexiones internacionales. Más arduo, sin embargo, es reconocer el momento en que un área deviene un campo. Si tuviéramos que hacer ese ejercicio en el caso de los estudios del libro y la edición en Argentina, seguramente nos toparíamos con dos acontecimientos clave: la publicación en 2006 de la obra colectiva Editores y políticas editoriales en Argentina (FCE), y la realización del Primer Coloquio Argentino de Estudios sobre el Libro y la Edición (CAELE) que tuvo lugar en La Plata en 2012. Y descubriríamos de inmediato que tras ambos se encuentra el nombre de José Luis de Diego. Aquel libro lo lleva como director y es resultado de su equipo de investigación en la Universidad Nacional de La Plata, y el Coloquio lo tuvo como su principal promotor y coordinador.
El interés por la historia y sociología del libro y la edición en Argentina no empieza con de Diego. Antes se encuentran los trabajos de Domingo Buonocuore, Jorge B. Rivera, Adolfo Prieto, Leandro de Sagastizábal y Beatriz Sarlo, por mencionar sólo los más conocidos. Y de forma paralela, los textos de Horacio Tarcus, Patricia Wilson y Gustavo Sorá. Pero es con la publicación de Editores y políticas editoriales en Argentina que se sientan las bases para un programa general de trabajo. A partir de su aparición se multiplicaron las investigaciones monográficas y se ampliaron las discusiones teóricas y metodológicas. Por su parte, el Coloquio funcionó, y continúa funcionando (en 2018 alcanzó su tercera edición con 110 ponencias y un crecimiento notable de participantes extranjeros), como organizador de la conversación y como un estímulo importante para la ampliación de la agenda académica.
Desde este punto de vista, el último libro de José Luis de Diego puede ser leído como parte de su trabajo de reflexión sobre el desarrollo de este campo de estudios, de sus problemas y límites, así como de su voluntad constante de empujar el horizonte de investigación un poco más allá. En ese sentido, Los autores no escriben libros. Nuevos aportes a la historia de la edición, publicado en 2019 por Ampersand, reúne seis textos que funcionan como una ampliación de los once estudios que conforman La otra cara de Jano. Una mirada crítica sobre el libro y la edición, su libro inmediatamente anterior también publicado por Ampersand en 2015. La hipótesis que organiza su nueva obra se encuentra en el título mismo: si los autores no escriben libros, entonces quiénes lo hacen. En los ensayos y estudios que componen el volumen, de Diego despliega todas las armas de la sociología y la historia a su alcance para demostrar que el vínculo entre autor y obra no es directo ni mucho menos transparente. Que ese vínculo, blindado por el encantamiento reproducido y reforzado por escritores y teóricos, no sólo debe ser problematizado, sino que es susceptible de análisis empírico. En cada uno de sus capítulos de Diego nos ofrece un ángulo distinto y complementario para descubrir y abordar el sistema de estructuras, actores y procesos que media entre autor y obra, y que permite (o impide) que un texto se convierta en ese objeto discreto que llamamos libro.
Los autores no escriben libros combina entradas de orden teórico-metodológico, estudios eruditos sobre capítulos particulares de la historia editorial y literaria argentina y del ámbito de lengua castellana, y reflexiones sistemáticas acerca de las transformaciones contemporáneas del mercado editorial y los modos en que estos cambios afectan los modos de producción, circulación y consumo de libros.
El ensayo que abre el libro, “Editores, políticas editoriales y otros dilemas metodológicos”, propone una reflexión teórica en torno a cinco “alternativas dilemáticas” que, de manera más o menos explícita, atraviesan al conjunto de las investigaciones contemporáneas sobre el libro y la edición: editores/políticas editoriales, libro/edición/lectura, nacional/mundial, disciplinario/interdisciplinario, y cuantitativo/cualitativo. En pocas páginas, el texto recorre y sintetiza parte de los aportes más significativos de autores clave como Roger Chartier, Robert Darnton, Pascale Casanova, Franco Moretti, Martyn Lyons y Gisèle Sapiro. Y al hacerlo ofrece un balance y una guía para emprender nuevas investigaciones. Sin embargo, de Diego no pretende entregar al lector una teoría unificada y aplicable a cualquier caso. De hecho, subraya que la posibilidad de resolver las tensiones entre claves analíticas a priori opuestas no reside en su convergencia abstracta, sino en el estudio específico de casos.
Si el primer ensayo traza las formas externas de abordaje al mundo de los libros y de sus productores, el segundo cambia radicalmente el ángulo y se adentra en las formas en que la literatura describió y narró a los editores. Desde Balzac a Aira y Vila-Matas, pasando por Max Aub, Adolfo Castañón, Daniel Pennac y Haroldo Conti, “Editores en la literatura” recorre una galería de personajes que le sirven para revelar tanto los prejuicios y juicios que los propios escritores esbozaron acerca de esa suerte de socio y enemigo con los que estaban condenados a convivir, como los modos históricos que asumió la figura del editor a lo largo de más de dos siglos. Este movimiento hacia el interior de los libros evidencia la productividad heurística del punto de vista de los propios escritores para conocer mejor las transformaciones históricas de estos agentes, y, por extensión, del mercado del libro en su conjunto.
La segunda parte del libro se compone de cuatro estudios. El capítulo que lo abre, “Redes intelectuales y proyectos editoriales en América Latina”, propone trascender las fronteras nacionales a través de la más amplia geografía latinoamericana. Y para hacerlo se vale de la noción de redes intelectuales, con la que vuelve a anudar la producción y circulación material del libro con los productores intelectuales, con sus convicciones y proyectos políticos, en este caso latinoamericanistas. Pero a diferencia del modo más tradicional de considerar la actividad editorial en la historia intelectual, que la suele subsumir a los objetivos y prácticas políticas e ideológicas de un individuo o una organización, aquí el objeto libro gana en espesor al ser abordado como un ámbito en sí mismo, con toda la complejidad social y económica que le es propia. En el camino que propone se superponen nombres decisivos de la historia cultural de la región: Fondo de Cultura Económica, Ercilla, Sudamericana, Monte Ávila, la Biblioteca Ayacucho, Siglo XXI, Eudeba, y Centro Editor de América Latina. El siguiente capítulo cambia de escala y nos invita a explorar con detenimiento la trayectoria del editor Santiago Rueda y la conformación de su catálogo. El trabajo opera en dos sentidos. Por un lado, relata la experiencia de un sello que, pese a guardar un lugar central en la historia literaria e intelectual de lengua castellana, había sido poco estudiado (aunque eso parece estar cambiando, pues además de este capítulo, en 2019 la editorial Tren en Movimiento publicó Santiago Rueda. Edición, vanguardia e intuición, de Lucas Petersen, con prólogo del propio José Luis de Diego). Por el otro, funciona como modelo de análisis del proceso de conformación de un catálogo.
El quinto trabajo del libro plantea un nuevo desplazamiento analítico. En este caso concentra la atención en un período específico, fines de los sesenta, para examinar la edición de literatura en Argentina. El lapso tomado no es caprichoso. Durante esos años, que son también los del auge del Boom latinoamericano, los autores de la región y, especialmente, los argentinos ganan peso en los catálogos nacionales. Este proceso, explica de Diego, estuvo estrechamente asociado con la progresiva pérdida del mercado español y la apuesta, necesaria, por el creciente público argentino. En pocas páginas y sobre la base de un relevamiento muy sólido, el autor muestra el vínculo directo, aunque evitando siempre reducir uno a otro, entre condiciones de mercado y los criterios que guían la selección de títulos. Finalmente, el último trabajo visita uno de los tópicos más relevantes de la actualidad para comprender, nuevamente, la relación entre creación literaria y cambios en el mercado editorial. Esto es, los efectos del proceso de concentración editorial sobre las formas de producción y circulación literaria en Argentina. A través de fuentes y datos muy diversos, de Diego traza un cuadro de conjunto que ilumina tanto las lógicas de la elevada y rápida rentabilidad que persiguen los grupos editoriales concentrados, como las apuestas literarias e intelectuales de las editoriales emergentes.
Si hace tiempo que los editores dejaron atrás su obstinación por la invisibilidad, por hablar solo a través de su catálogo, dando paso a la multiplicación de libros de memorias y entrevistas, los estudiosos del mundo editorial dieron un paso más al convertirlos en uno de sus objetos dilectos, en una puerta de entrada privilegiada para la comprensión de la dinámica cultural de una sociedad. Al igual que sus trabajos anteriores, el nuevo libro de José Luis de Diego es un ejemplo acabado de ese ejercicio.
Alejandro Dujovne
IDES-IDAES-CONICET
A propósito de Graciela Salto, Joaquín García Monge / Samuel Glusberg Epistolario 1920-1958. Circulación y mercado editorial en América Latina, La Plata, Biblioteca Orbis Tertius / CeDInCI, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad Nacional de La Plata, 2019, 161 pp.
La publicación de un epistolario como el que se lee en este libro abre posibilidades al conocimiento. Por ello, que las cartas estén disponibles en un Centro como el CeDInCI, Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas en Argentina, cuyos impulsores, desde hace años, se ocupan de atesorar y ordenar documentos vinculados con los idearios de izquierda constituye en sí mismo un primer paso para el acceso de los investigadores al archivo. También, que la Biblioteca Orbis Tertius se ocupe de habilitar este tipo de publicaciones implica un acicate para la edición ordenada de este tipo de materiales. Particularmente, la publicación anotada de las cartas que leemos en el libro de Graciela Salto denota un trabajo con varios y diversos archivos, como lo muestran las notas que se incorporan luego de cada una de las cartas. Esos agregados de información minuciosa recuperan el contexto, aclaran lagunas y aseguran el sentido para un lector que, por supuesto, no es el esperado en su producción original. La reunión y lectura de estas cartas del fondo Samuel Glusberg permiten a la autora hacer visibles ciertas formas de religación intelectual en América Latina, en especial, entre Centroamérica, con epicentro en Costa Rica y el Cono Sur con sede en Buenos Aires y luego en Chile, a partir de la mudanza de domicilio de Glusberg al país trasandino. En este sentido, la autora señala: “Los intereses que unieron a estos dos activos partícipes en el campo cultural se condensan en la edición y circulación de publicaciones orientadas a la formación de públicos a escala continental. Entre Argentina, Costa Rica y Chile intercambiaron decenas de cartas que exhiben los avatares de su dilatada relación y, también, las diferentes perspectivas y posiciones asumidas en las encrucijadas de su tiempo” (p. 14). Esta perspectiva desde la cual se aborda la investigación se consolida con un anexo en el que se listan todas las colaboraciones de Samuel Glusberg, tanto con el nombre real como con el pseudónimo de Enrique Espinoza, en Repertorio americano, la revista que durante cuarenta y nueve años – entre 1919 y 1958– dirigió y publicó Joaquín García Monge en Costa Rica. Así, las menciones en las cartas de las colaboraciones tanto de parte del propio Glusberg como de su entorno argentino se corroboran con las notas publicadas en la revista y evidencian la materialidad del intercambio en ese mercado editorial latinoamericano incipiente.
El libro consta de un estudio preliminar, de una descripción acerca de la procedencia de los textos y advertencias sobre el criterio de edición, del epistolario organizado en tres bloques cronológicos: 1920-1928, 1930-1934, 1936-1958 y de un anexo que consiste en dos listas de las colaboraciones de Samuel Glusberg en Repertorio americano, entre 1926 y 1958, una con el nombre real y otra con el seudónimo, organizadas por orden cronológico.
El estudio preliminar se inicia con una descripción del contexto de expansión operada en América Latina de la cultura del impreso, desde fines del siglo XIX, “a través de la circulación de publicaciones de bajo costo que llegaban a gran cantidad de lectores gracias a una notable red de distribución en kioscos, puestos callejeros e, incluso, enclaves rurales” (p. 9). En ese marco y con la aclaración de que las características que esa expansión editorial ha tenido en cada país del continente son particulares y específicas, se presenta a los actores del intercambio: Joaquín García Monge (Desamparados, 1881-San José de Costa Rica, 1958) y Samuel Glusberg (Kishinev, 1898-Buenos Aires, 1987) o Enrique Espinoza, seudónimo que utilizaba para firmar algunos de sus artículos. Esa presentación consiste en reseñar la profusa labor editorial que cada uno de estos intelectuales desarrolló en sus respectivos espacios de actuación; el primero en Costa Rica, aunque vivió y estudió en Chile en su juventud, y el segundo en Buenos Aires y también en el país vecino, puesto que residió allí largo tiempo, desde 1936 hasta 1973: “decide instalarse en Santiago con la intención de encontrar un entorno menos hostil y más familiar” (p. 28).
La estructura interna de este apartado replica la organización dada al epistolario, es decir, se divide en tres partes. La primera se titula: “Los inicios del intercambio editorial: 1920-1928”. En la correspondencia de este período, la autora lee un intercambio de impresos, entre ambos intelectuales, para la distribución y venta de los ejemplares, producto de las empresas editoriales que ambos habían promovido. Se refiere, por ejemplo: “al envío de Ediciones Selectas desde Buenos Aires, a la compensación con ejemplares de El Convivio desde San José y a la fijación del oro estadounidense como la moneda de intercambio” (p. 15). También, en las misivas de este período, la autora advierte, por un lado, una relación intelectual además de comercial: “demuestran cierta afinidad intelectual y un repertorio de lecturas en común” y por otro, aparece el tópico de la solicitud de colaboraciones, que “muestra la creciente asimetría entre los dos polos editoriales” (p. 16). Las colaboraciones que viajaban no eran solo del propio Glusberg, sino también de otros, como es el caso de Leopoldo Lugones, cuya relación con García Monge databa de una década atrás. En este período, según la lectura que la autora realiza de las cartas, “el intercambio se afianza con una corresponsalía en Buenos Aires que atiende Leonardo Glusberg, hermano de Samuel, y un aumento progresivo de los libros, folletos y artículos que se distribuyen en una y otra parte ” (p. 19).
La segunda parte lleva el título: “La asociación transnacional de editores: 1930-1934” y se inicia con una reflexión respecto de la precariedad económica en la que ambos intelectuales desarrollan sus empresas editoriales ya que resulta un acicate para un proyecto de asociación ideado por Glusberg al inicio de la década de 1930: “un semanario ‘inter-americano’ con múltiples editores y lugares de publicación” (p. 21). Tal iniciativa no se materializó o por lo menos, la autora no ha podido documentar la publicación de algún número de ese proyectado semanario. En cambio, encuentra que, a pesar de los problemas económicos para una empresa interamericana, Glusberg continúa con la idea y logra que su par costarricense elabore un proyecto de “hacer una versión del Repertorio Americano ‘para uso argentino’” (p. 23). Tampoco ese proyecto se concreta, solo se editan “cuatro números de la revista de homenaje a la Argentina” (p. 24).
En el intercambio de correspondencia de este período, la autora percibe que García Monge y Glusberg exhiben dos perfiles muy diferentes en cuanto a sus estilos de afrontar las empresas editoriales: el del costarricense es la persistencia y el del argentino la agilidad en las propuestas que, sin embargo, perduraban escaso tiempo.
Resulta de interés el relevamiento, en las cartas de este período, de las posiciones políticas de ambos intelectuales, en relación con el exilio de Trotsky, en México, y las discusiones acerca del régimen estalinista y también respecto de la República Española. La adhesión de Glusberg “a un trotskismo libertario que se acentúa en los años de su estadía en Chile”, “la falta de sintonía [que] exhibe un distanciamiento paulatino. [Y] García Monge profundiza su encierro en el Repertorio” (p. 29).
La tercera parte del estudio preliminar aborda las cartas del último período y tiene como título: “Interferencias en la actividad editorial: 1936-1958”. Salto manifiesta que en estas cartas se agudiza el distanciamiento entre ambos: “Los desacuerdos se centran en la orientación política del Repertorio y también en el diseño gráfico de la publicación. Para él [Glusberg] son dos aspectos de un mismo problema” (p. 30). Y expone con detalle su radicalización y militancia anti estalinista. García Monge, por su parte, accede a “los pedidos de adherir a diferentes causas políticas [que] llegan siempre desde el sur” (p. 32). En este período, según la autora, los motivos que hegemonizan el intercambio se refieren a los problemas económicos para solventar Repertorio y a la falta de colaboraciones. Una cita que extrae de una de las cartas de García Monge de 1940 resulta muy reveladora: “Ud. lo haya fácil; yo difícil, porque no tengo dinero. Gratis no quieren colaborar los mayores en las letras. Llevo 20 años de esperarlos. Uno que otro, Ud. lo sabe; los demás, ni recortes de prensa. Yo busco y cojo esto o aquello” (p. 35). Esas misivas le permiten a la autora entender cómo se completaban los contenidos de las sucesivas ediciones de las revistas de la época; señala al respecto: “El procedimiento de apelar al recorte y al fragmento era frecuente en la mayoría de las publicaciones de la época, pero en el Repertorio Americano constituyó una estrategia tan frecuente y reiterada que su uso permite explicar, en gran medida, la permanencia de la publicación durante tantos años” (p. 36).
El estudio preliminar se cierra con algunas conclusiones que se desprenden del análisis de las cartas referidas a “la existencia de redes de producción, distribución y comercialización de libros, folletos y revistas entre América Central y el Cono Sur desde los primeros atisbos de una industria editorial” (p. 39).
A continuación, como adelantábamos arriba, se lee el apartado “Procedencia de los textos y criterios de esta edición” que expone justamente los detalles del archivo, es decir, la cantidad de cartas, su localización y algunos avatares de la búsqueda que muestran lo obturado por la pérdida o porque aún no ha sido hallado.
A partir de allí, el libro reúne el Epistolario que consiste en la edición de las 34 cartas conocidas que Joaquín García Monge y Samuel Glusberg intercambiaron entre febrero de 1920 y abril de 1958. La edición de esas cartas, como también adelantábamos, está organizadas según los tres períodos detallados en el Estudio preliminar y no se reduce a la transcripción sino que cada una de ellas habilita un aparato de notas al pie que contienen aspectos paratextuales (tipo de papel, si contiene membrete, si está mecanografiada o manuscrita, etc.), información histórica (de América y de Europa) y contextual. Entre las más valiosas aparecen las referidas a los círculos de intelectuales, quiénes los integraban y qué actividades desarrollaban. También puede leerse información económica (qué valores en dinero se manejaban por los libros, las revistas o los folletos) y, sobre todo, información referida a la labor editorial de ambos intelectuales. Todo ese acopio de datos habla de un minucioso trabajo de archivo que no se reduce a las cartas publicadas en el libro, sino que muestra una búsqueda, por ejemplo, en la colección de Repertorio. También se incluyen aspectos relativos a otros emprendimientos editoriales como los títulos publicados a través de la colección El convivio de García Monge o a los detalles de BABEL de Glusberg, por citar los más evidentes. Cada dato que se pone en relación aparece respaldado por la fuente correspondiente.
El libro cierra con una “Bibliografía comentada” en la que se listan los textos publicados por Glusberg en Repertorio americano, con su nombre real y con su pseudónimo Enrique Espinoza. Ese anexo también ofrece información valiosa de la situacionalidad de cada texto publicado y del debate o intercambio que implicaba.
Una reflexión obvia para quien ha leído este trabajo consiste en considerarlo de inestimable valor para futuras investigaciones en el campo de la circulación editorial y de la historia de la lectura en América Latina, ya que se encuentran en él datos y relaciones confrontados con el archivo disponible hasta el momento.
Diana Moro
A propósito de Santiago Roggerone ¿Alguien dijo crisis del marxismo? Axel Honneth, Slavoj y las Žižek nuevas teorías críticas de la sociedad, Buenos Aires, Prometeo, 2018, 440 pp.
Escrito en lenguaje claro, con una prosa fluida, Santiago Roggerone acomete en esta obra una doble tarea. La primera es lo que podríamos denominar una “estado de la cuestión” de la situación del marxismo en particular y de las teorías críticas en general en el albor del siglo XXI. Desde una atalaya construida con los sólidos postes del “realismo intransigente” de Perry Anderson, Roggerone ausculta el panorama de manera descarnada, sin velos bien-pensantes. De este intento emana un diagnóstico crudo, duro por momentos, pero sumamente realista. Pero no se trata solamente de observar “lo que hay”. En las páginas de este libro hay una búsqueda de atisbar “lo que podría haber” afincado en el talante insumiso y siempre movido por una pulsión militante de Daniel Bensaid. Con el doble prisma andersoniano/bensaidiano, Roggerone recorre con calma textos y contextos, para brindar un esbozo de explicación de la crisis del pensamiento de izquierdas vinculándolo con la crisis del sistema capitalista. Una situación, para decirlo con sus propias palabras, que puede ser considerada una paradójica transmutación: una crisis del marxismo considerada por muchos como terminal (cuando no definitiva) luego del desmoronamiento de la URSS, que devino en una crisis del capitalismo que lo confronta ante una necesaria o muy posible bifurcación ante la imposibilidad de continuar la reproducción en sus propios términos. Con todo, Roggerone se desmarca rápidamente de cualquier visión catastrofista: de la crisis del capitalismo no se deduce necesariamente que lo que habrá de sucederle sea el socialismo o siquiera un sistema mejor que el del capital. Desde esta paradójica situación, y agregando a su doble perspectiva analítica un trasfondo menos elaborado, pero claramente presente de condimentos lacanianos, la obra nos propone elaborar el duelo del marxismo mediante la melancolía como condición de posibilidad (del propio duelo), aunque no como punto de llegada: una de las premisas fundamentales del libro que aquí reseñamos es “que lo que se tenga que caer se caiga”.
Asumiendo una situación de encrucijada (en consonancia con la visión de Ariel Petruccelli, prologuista del libro), la obra expone y analiza los puntos ciegos y las problemáticas de la tradición marxista, sin renunciar a ella. Sintiéndose cómodo en lo que concibe como el universo de los “miles de marxismos”, Roggerone expone pacientemente sus puntos de vista, en dialógica y cálida polémica con las perspectivas posestructuralistas o posmodernas. Alejado del espíritu de capilla, los argumentos son expuestos de manera clara y reflexiva, de manera respetuosa, pero sin concesiones. La primera parte culmina con una valiosa, aunque algo sesgada, cartografía de los marxismos intelectuales en los mundos pangermánico, latino y anglosajón. La segunda parte se ocupa de dos autores contemporáneos, tan sobresalientes como discordantes: Axel Honneth y Slavoj Žižek. Al margen de las obvias diferencias entre ambos –en cuanto a origen, perspectiva política, estilo literario y posición en el campo intelectual–, parece haber un buen motivo para estudiarlos conjuntamente y en paralelo. Ambos proponen una serie de revisiones y desarrollos teóricos desde premisas que bien podríamos considerar hegelo-marxistas. La influencia hegeliana (y marxista) en cada uno de ellos es, sin embargo, no sólo desigual sino incluso por momentos discordante. Roggerone se encarga muchas veces de indicar esto, si bien no en todas las ocasiones en las que resultaría pertinente. En el caso de Honneth, es la dialéctica hegeliana del reconocimiento la que se halla en los cimientos de su concepción. Sobre estas premisas, el heredero de Habermas y, por extensión, de la tradición de la prestigiosa “escuela de Frankfurt”, considera que los instrumentos teóricos que hubieran permitido alcanzar los objetivos originales del Instituto se hallaban en las obras de pensadores vinculados a la institución, aunque de una manera marginal, periférica o subordinada, como Neumann, Krichheimer, Benjamin o Fromm. Junto con ellos, señala Roggerone, Honneth incorpora importantes elementos provenientes de Michel Foucault, un pensador tan eminente como tradicionalmente olvidado por los autores vinculados o identificados con el Instituto en las décadas precedentes.
Roggerone constata y expone con detalle el giro hacia el reconocimiento desarrollado a lo largo de la carrera intelectual de Honneth. Analiza con cuidado la recepción que el mismo ha tenido y las polémicas que ha generado, característicamente el intercambio con Nancy Fraser. ¿Coincide con dicha perspectiva o, cuando menos, se siente a gusto con ella? No del todo. Aunque ¿Alguien dijo crisis del marxismo? es en lo sustancial un texto destinado a estudiar el pensamiento de otros autores antes que a exponer el propio, entre líneas se pueden deducir, al menos, los trazos gruesos del pensamiento de Roggerone. Y en este campo parece claro que le seduce mucho más el equilibrio entre redistribución y reconocimiento que propone Fraser, que la primacía del reconocimiento reivindicada por Honneth. Paralelamente, la moderación política de este último no armoniza bien con las preferencias de Roggerone, quien en este caso se siente más próximo al radicalismo de Žižek, el otro autor al que está dedicado el libro.
Si la perspectiva filosófica de Honneth podría ser considerada como un liberalismo crítico relativamente moderado, cuyos vínculos con el marxismo son más genealógicos que sustantivos, la obra de Žižek encarna por el contrario un radicalismo más afín al espíritu marxiano y marxista: la lucha de clases (concebida, por cierto, como antagonismo pertinaz, antes que como proceso histórico) como realidad insoslayable, la lógica del capital como ordenadora de las contradicciones contemporáneas, el comunismo como horizonte. En síntesis, una crítica radical de todo lo existente, poco complaciente con el sentido común de la época, los cánones políticos establecidos y los prejuicios a la moda.
El largo capítulo dedicado a Žižek expone largamente el pensamiento de este autor, rastrea sus polémicas (se destacan sus intercambios con Laclau y Badiou) y analiza sus puntos ciegos. Pero ello no significa que se expongan pormenorizadamente todas las obras del autor tratado, siguiendo un estricto orden cronológico y desmenuzándolas con lujo de detalles. Por el contrario –y lo mismo es válido para el capítulo dedicado a Honneth–, la lectura que esta obra nos propone es sesgada. Esto no significa necesariamente que sea arbitraria. Se trata de una selección de temáticas orientada por los núcleos problemáticos indicados en la primera parte del libro. Desde otros interrogantes, desde luego, desde disímiles problemáticas, el tratamiento dado a los mismos autores podría e incluso debería haber sido otro. Exegéticamente fiel (en la medida en que la exégesis puede ser fiel), la lectura de Roggerone es una lectura que privilegió ciertos textos, ciertos problemas, ciertas tensiones de la obra de los autores aludidos. No es un estudio intensivo de sus respectivas trayectorias en sí mismas, cuanto un estudio de ciertos problemas en la medida y la forma en que aparecen en Honneth y en Žižek. De tal cuenta, el pensamiento de Roggerone mismo aflora más bien leyendo entre líneas qué textos elige tratar –y en cómo los aborda– antes que por medio de explícitas afirmaciones.
El talante de Žižek parece encajar mejor con la propia perspectiva de Roggerone. Así, glosándolo en tono inconfundiblemente aprobador, Roggerone escribe: “¿Qué deberíamos hacer en momentos como los que hoy nos toca vivir, entonces? No desesperar, en principio. Habría que evitar tanto el embelesamiento melancólico, nostálgico-narcisista, como la aceptación cínico-realista” (p. 375). Todo un manifiesto, podríamos decir, que en lenguaje žižekiano (y por consiguiente lacaniano), reafirma la perspectiva andersoniana.
Mediante esta perspectiva, con la que se abre y se cierra esta obra, Roggerone nos propone una vuelta a Marx desde Hegel. Al recapitular las razones por las que aunar en una misma obra a Honneth y a Žižek, escribe: “(…) ambos son intelectuales públicos, preocupados por intervenir en los problemas candentes del presente, que asumen la crisis del marxismo como tal y apuestan por el reconocimiento de la crítica. A esto se suma que, en mayor o menor grado, uno y otro comparten el interés por temas como los del (pos)estructuralismo francés, el psicoanálisis, etc. Hay un tópico, sin embargo, que hermana a sus empresas como pocos. Nos referimos, por supuesto, a Hegel. De hecho, podría decirse que, en términos generales, las obras de Honneth y Žižek suponen por igual una vuelta a (y de) Hegel. (p. 385). Pero no se trata de una vuelta sin más. Se trata de una vuelta a (y de) Hegel que nos invita a retornar al punto desde el que partió Marx: la crítica implacable de todo lo existente. Pero este regreso, propone Roggerone, entraña transformar a Marx, antes que sólo interpretarlo.
Andrea Barriga
IFDC “Luis Beltrán”
A propósito de Karl Schlögel, Terror y utopía. Moscú en 1937, Barcelona, Acantilado, 2014, 999 pp.
En su monumental Terror y utopía. Moscú en 1937, Karl Schlögel no escapa a la tendencia que actualmente predomina en los estudios sobre Rusia y la Unión Soviética: la revisión del estalinismo y sus derivas. Sin embargo, el historiador alemán se distingue porque en su obra lo hace desde una perspectiva tan original como fascinante. Partiendo de la teoría bajtiniana de los cronotopos, el libro describe las transformaciones que sufrió la capital soviética durante el decisivo año de 1937 a través de la reconstrucción de una constelación de tiempo, lugar y acción que los contemporáneos ya experimentaban como históricamente significativa. En ese sentido, y como no podía ser de otra manera, una de las grandes apuestas del libro es escritural. Si la historiografía sigue estando a merced de la narrativa, como se sostiene en el prólogo, la construcción de una “narrativa de lo simultáneo” se plantea como un enorme desafío para exponer aquello que los sujetos percibieron como un todo integrado pero que la especialización profesional separó en fragmentos. El libro supera el desafío con creces y tal vez ese sea uno de sus mayores logros. Los otros están relacionados con el modo en el cual las diversas temáticas abordadas se enlazan con las problemáticas fundamentales de la Unión Soviética.
Una de ellas, y tal vez la más significativa, es la cuestión de la modernidad. El libro acuerda con la idea de que el estalinismo fue la instancia en el cual Rusia finalmente se modernizó, aunque la interpretación no parece tomar partido por los modernistas ni por los neo-tradicionalistas, las posiciones hoy en pugna en el debate historiográfico. Por el contrario, el texto parece estar más cerca de lo que Michael David-Fox ha definido como “modernidades enredadas”, en tanto y cuanto hay una búsqueda por internacionalizar los estudios rusos y dar cuenta no solo de los paralelos o discontinuidades respecto de la modernidad occidental sino también de las mutuas apreciaciones e interacciones producidas a través de las fronteras. En ese sentido, los acontecimientos relatados forman parte de un proceso que es singular pero no original. Aquí debemos resaltar también el esfuerzo del libro por rescatar las dimensiones sociales, económicas y estéticas de la modernidad soviética, dejando de lado las posiciones que se centraban únicamente en el Estado. La influencia del ya clásico estudio de Marshall Berman es más que significativa, sobre todo cuando Schlögel reconoce para el caso ruso la existencia del componente que el sociólogo norteamericano consideraba central para pensar la experiencia de la modernidad: la combinación en dosis iguales de fascinación y temor.
A su vez, el libro de Schlögel se suma a los estudios que sitúan a la Unión Soviética dentro del contexto más amplio del sistema mundo y que explican cómo este condicionó su desempeño tanto interno como externo. En ese sentido, la historia de Moscú del año ‘37 es parte de la europea y no una anomalía bizarra en el devenir del mundo. Si, por ejemplo, se analiza el desempeño económico de la dirigencia soviética en los decisivos años ’20, se puede ver que la toma de sus decisiones dependió más de las transformaciones económicas mundiales que del poder supremo de Stalin o de la ideología marxista. El libro se encarga de resaltar esta cuestión en toda su complejidad, como se advierte especialmente en los capítulos dedicados al cine, a la música, a la arquitectura o a la industria automotriz. Los vínculos culturales y económicos entre la Unión Soviética y el resto del mundo son más intensos y usuales de lo que habitualmente se supuso y Moscú es uno de los tantos escenarios en donde transcurre la historia mundial. Esta cuestión se observa, incluso, en capítulos que en apariencia son más locales, como el dedicado al terror o a los grandes juicios.
A pesar de todos estos logros, al finalizar la lectura queda la sensación de algunos desbalances. Si bien el libro se propone analizar lugares públicos, como las estaciones de trenes o los mercados negros, esos espacios tienen un lugar menor en el relato, si es que se asoman alguna vez. Por el contrario, el único espacio público que aflora, la Plaza Roja, es un espacio oficial en donde los ciudadanos solo aparecen para ejecutar los rituales estatales. Casi no hay voces de la gente común, ya que las fuentes principales, a pesar de la pluralidad y originalidad de algunas de ellas, son en su mayoría diarios, eventos públicos y otros productos culturales de la elite. Por otra parte, llama la atención que no se le diera más lugar al espacio utópico por excelencia que fuera construido por esos años: el Metro de Moscú. A la par de los rascacielos, fue uno de los elementos que marcó tanto el ritmo de la modernización como el del sueño comunista. Finalmente, la descripción de los acontecimientos no viene acompañada de una argumentación que les otorgue una explicación de sentido. Si bien el autor explícitamente rechaza tal objetivo en el prólogo, creemos que la incorporación de un esbozo de explicación global hubiera colaborado en una mejor comprensión de los eventos allí narrados. Estas ausencias, sin embargo, no eclipsan los enormes logros de una titánica empresa como es Terror y Utopía.
Para finalizar, volvemos al principio. En la brillante elección del título, Schlögel no solo expresa en un lugar de privilegio la decisión metodológica de circunscribir los resultados de la investigación al ámbito territorial de las fuentes analizadas sino que también pone de manifiesto el peso relativo que esa ciudad y ese año tuvieron –y tienen aún– dentro de la historia y la cultura rusas. Es muy común la utilización del par binario Moscú/San Petersburgo para explicar conductas o cambios políticos y culturales. Moscú es, dentro de esa construcción, el espacio de lo tradicional, lo religioso y lo auténtico, es decir, la Rusia profunda. San Petersburgo, por el contrario, es el lugar de lo moderno, lo secular y lo artificial, vale decir, Europa. En su libro Schlögel opera un cambio de sentido interesante: trasporta los valores tradicionalmente asociados a la capital imperial hacia Moscú e invierte la ecuación, poniendo en cuestión no solo la efectividad de esa construcción sino también los mitos asociados a ella. Respecto del año, la elección es también un acierto. Los ciudadanos soviéticos no solían utilizar la frase gran terror para hacer referencia a los peores años estalinistas. Preferían decir 1937 e incluso algunos optaban por el más lacónico ‘37. Pero todavía hoy ese año funciona como palabra clave para hacer referencia a las catástrofes del estalinismo, sus métodos y sus efectos. Para comprobarlo, solo basta pararse en un momento de impacto internacional: la detención de las integrantes de Pussy Riot que invadieron el partido final del Mundial de fútbol de 2018 jugado en la capital. Todavía en el estadio Luzhnikí, esperando su traslado, uno de los guardias lanzó sobre las detenidas una frase demoledora: “a veces deseo estar en el año ‘37”. Su significado pasó desapercibido para casi todo el mundo, pero ese breve episodio puso de manifiesto hasta dónde el Moscú de 1937 fue, y sigue siendo, un parteaguas para la sociedad rusa.
Martín Baña
UBA/UNSAM/CONICET
A propósito de Ezequiel Adamovsky, El gaucho indómito. De Martín Fierro a Perón, el emblema imposible de una nación desgarrada, Buenos Aires, Siglo XXI, 2019, 267 pp.
Desde muy temprano, la figura del gaucho parece haber fascinado a generaciones de argentinos: de todos los personajes de la pampa fue el gaucho quien se convirtió rápidamente en una referencia ineludible de la cultura nacional. Testimonio de esto es la ubicuidad que parece tener en distintas manifestaciones culturales tanto plebeyas como letradas; lo encontramos en las artes plásticas, en la música, en las artes escénicas y en la literatura. Es en este último campo en donde el Martín Fierro se erige como arquetipo de argentinidad. Este emblemático texto, producido por un miembro de la élite criolla, tuvo la particularidad de existir simultáneamente en la oralidad del público popular analfabeto y entre los letrados, quienes lo reconocieron —no sin controversia— como el hecho fundante de la literatura argentina. Las aventuras del gaucho Martín Fierro y los ecos que lo acompañaron cristalizan, además, un fenómeno cultural completamente original y duradero como es el criollismo en el Río de la Plata. No es extraño entonces que haya despertado el interés de los académicos. Entre las múltiples aproximaciones dedicadas a este fenómeno cultural se destacan, ya como clásico, el texto de Adolfo Prieto, aunque podríamos mencionar también a Halperín Donghi, Sarlo y Altamirano, así como Ludmer, entre otros. El libro de Adamovsky se inscribe en este campo de intereses, incorporando a una temática muy visitada una serie de interrogantes renovados. De las múltiples aristas que propone el libro nos centraremos en aquellas hipótesis y cuestiones metodológicas que, consideramos, dan cuenta de manera más acabada de los interrogantes que sustentan el estudio.
El autor se acerca a la cuestión del criollismo haciendo foco en el criollismo popular y en la figura del gaucho. Considera que se trata de una figura privilegiada para pensar el problema de la construcción de la nación, de la etnogénesis de un nosotros argentino, las tensiones y conflictos que este proceso implica y su proyección en la mediana duración. Como muy temprano demuestra Adamovsky, pensar a la nación a través del gaucho trajo consigo una multiplicidad de problemas.
Con esa hipótesis como guía, el libro incorpora una multiplicidad de elementos. Creemos que dos líneas de trabajo deben ser destacadas por lo incisivo de las preguntas que las orientan y por el abundante caudal de fuentes consideradas. En primer lugar, el lugar activo de los sectores populares dentro del fenómeno criollista; entendidos no simplemente como consumidores sino como productores de sentidos, prácticas y narrativas autónomas que implicaron una apropiación muchas veces en contradicción con la apropiación “oficial” de la figura del gaucho. En segundo lugar, los distintos usos políticos de la figura del gaucho desde sus apariciones más tempranas en las guerras de independencia hasta la caída del gobierno de Juan D. Perón.
Retomando la hipótesis de Josefina Ludmer, Adamovsky piensa al criollismo como un punto de contacto entre el mundo letrado y plebeyo posibilitado por la temprana incorporación de las clases populares en la vida política a raíz de las guerras de independencia. Esta tensión entre lo plebeyo y lo letrado –que marcó el origen del género– será la clave explicativa que el autor propone para pensar las variaciones del criollismo a lo largo de los casi cien años que abarca el libro. Es por esta marca de nacimiento que, desde muy temprano, el autor detecta la existencia de dos arquetipos de gaucho. Por un lado, el gaucho matrero enfrentado a la autoridad y a los ricos, amigo de los indios, valiente e independiente. Imagen que circularía profusamente y con cierta autonomía entre los sectores populares en distintos formatos (folletín, circo criollo, carnaval, folklore, entre otros). Por otro lado, distingue los distintos intentos por parte del Estado nacional y los sectores letrados por domesticar a la figura del gaucho, generando un gaucho dócil, católico, respetuoso de las jerarquías. Una figura que, a partir de 1852, existe no en carne y hueso sino en el “espíritu” de la patria. La convivencia conflictiva de este intento de domesticación y su rebeldía, marcarían los devenires y contradicciones de la figura y, con ella, la del fenómeno de étnogenesis argentino. Esta identificación y problematización permite que la figura del gaucho adquiera una densidad nada despreciable.
Si bien el libro de Adamovsky dedica un capítulo a las operaciones que la elite letrada realiza sobre el gaucho, su interés está puesto en el universo del criollismo popular. Gracias a un corpus muy extenso y a la recopilación de un gran número de trabajos especializados, el autor propone una reconstrucción del universo de historias de matreros, de su aparente gran circulación entre los sectores populares y de las formas en que las principales características de estas historias chocan con algunos de los puntos centrales del proyecto de nación que se intenta imponer luego de Caseros.
Este recorrido por el universo del criollismo popular comienza con una operación de restitución centrada en las temáticas y en las modalidades de circulación que adquiere el fenómeno a partir de la identificación de una serie de publicaciones, editores y tramas recurrentes que tuvieron, aparentemente, una gran circulación en el giro de siglo. Con este ejercicio, el autor busca demostrar la potencia del género entre los sectores populares. De esta extensiva labor resulta interesante destacar el volumen de material recopilado y la riqueza analítica que resulta del cruce de manifestaciones culturales diversas como son el teatro, el folletín, el folklore y las performances del carnaval, entre otros. En este punto sería interesante poder pensar cómo estas formas del criollismo popular interactúan o compiten con otros consumos culturales de gran circulación en el período estudiado tales como el teatro español, el fenómeno del tango (que es abordado de manera sumaria), propuestas editoriales apuntadas a los sectores populares como las colecciones de Claridad o la Biblioteca de La Nación, para citar algunos ejemplos. Esta pregunta permitiría contextualizar de manera más precisa el fenómeno, devolviéndole densidad al universo de los consumos populares en el período y complejizar, quizás, la aparente ubicuidad del fenómeno del criollismo popular.
Si bien esta labor es sumamente fructífera, aquello que realmente da densidad al texto proviene de las preguntas que el autor se propone responder a partir de este universo. Es aquí en donde, con mucha destreza, se incorporan interrogantes propios de la historia cultural y política, pensados desde la larga duración. El criollismo interesa en la medida en que dice algo sobre las tensiones que atraviesan la construcción de un nosotros argentino, y el criollismo popular es fundamental para devolver la voz activa de los sectores populares en este proceso. De allí que, con mucho tino, se considere en el análisis de las manifestaciones culturales preguntas sobre la raza, la inmigración, la participación en la vida política y la construcción del estado nación. Para reconstruir la polifonía de voces e intereses que giran alrededor de los problemas planteados por el autor sería muy interesante revisitar y complejizar las aproximaciones que, a la figura del gaucho, producen los sectores letrados identificando quizás solapamientos, prestamos, miradas antagónicas o incluso coincidencias.
Cuando analiza las manifestaciones del criollismo popular, el libro propone un arco temporal novedoso. A diferencia del clásico de Prieto, la datación que propone Adamovsky se extiende hasta la caída del gobierno peronista e incluso propone algunas continuidades a lo largo de casi todo el siglo XX. Este desplazamiento se sustenta en una gran cantidad de evidencia documental y en la lógica propia del objeto que el historiador logra construir.
En un carril paralelo al de la reconstrucción de los contenidos y modalidades de circulación del criollismo popular Adamovsky dedica gran parte de su libro a considerar los usos políticos de la figura del gaucho. Aquí también el arco temporal es amplio, abarcando desde los estallidos revolucionarios de mayo hasta el ascenso del peronismo. El autor pretende demostrar cómo la figura del gaucho ha sido utilizada por distintos espectros políticos para granjear simpatías populares y llamar a la movilización por la defensa de distintas causas. Adamovsky se encarga de demostrar que, a pesar de múltiples intentos en éste sentido por parte de distintas corrientes políticas, el gaucho fue un emblema que logró captar más adhesiones entre el federalismo, el rosismo y el peronismo –corrientes que identifica con lo plebeyo. El autor demuestra el éxito que éstas corrientes políticas tuvieron a la hora de apropiarse de la figura del gaucho y, especialmente, durante el peronismo del Martin Fierro.
Además de atender a los usos que desde las elites políticas propiciaron del gaucho, Adamovsky retoma una de los objetivos metodológicos del libro, esto es: devolver la voz a los sectores populares. Al hacerlo incorpora elementos que devuelven una densidad considerable al fenómeno estudiado. A partir de la reconstrucción de una serie de trayectorias, el autor identifica aquellos usos y apropiaciones puramente populares de la figura del gaucho que, si bien pueden coincidir ideológicamente con las propuestas de sectores letrados, tienen fuentes y modalidades de circulación particulares. Muy interesante y arriesgado es aquí el rescate que el autor hace de la transmisión de memorias populares plebeyas y su aparente materialización en distintos productos culturales, consignas políticas y corrientes académicas.
En el abordaje de los usos políticos de la figura del gaucho, el autor resuelve de manera clara y prolija los intereses que parecen motivar el texto: el rescate de las voces plebeyas y su poder de agencia, y el análisis de la figura del gaucho como espacio de tensiones y disputas.
Ahora bien, sería muy rico que estas disputas entre sectores populares y letrados sean también leídas en el marco de aquella tensión entre espacios centrales y periféricos en la formación de la nación. Tratándose de una figura eminentemente rioplatense se vuelve interesante interrogarla en más profundidad sobre cuestiones vinculadas a la dimensión espacial y las tensiones entre Buenos Aires y el interior en el proceso de construcción del estado-nación. Si bien el autor inicia este camino, cabría preguntarse lo siguiente: ¿Cuál fue la extensión geográfica de este fenómeno en los diferentes momentos propuestos por Adamovsky? ¿Cómo dialoga esta figura con otras figuras plebeyas que puedan aparecer? ¿Cuál es la cronología del proceso de expansión territorial de la figura del gaucho como emblema argentino? ¿En qué momento y a partir de qué mecanismos se produce la diferenciación del gaucho argentino de sus homónimos brasileño y uruguayo?
Valentina Cervi
UNC-PHAC
A propósito de Martín Ribadero, Tiempo de profetas. Ideas, debates y labor cultural de la izquierda nacional de Jorge Abelardo Ramos (1945-1962), Buenos Aires, UNQUI, 2017, 328 pp.
Con Tiempo de profetas, Martín Ribadero invita a sumergirse en el mundo de la “izquierda nacional”, y a recortar dentro de él, a los grupos en los que Jorge Abelardo Ramos actuó como centro productor de ideas e iniciativas político-culturales, y también de empresas políticas. Apelando a las herramientas de la historia intelectual, el autor reconstruye redes y trayectorias individuales y colectivas, ofreciendo a cada paso un minucioso análisis de los debates teórico-doctrinarios en los que los sucesivos grupos, y su mentor, se vieron involucrados. Así, el libro ilustra sobre sus primeras adscripciones en el ámbito del trotskismo de mediados de los años cuarenta y avanza hasta principios de los sesenta, cuando ya ha sido creado el Partido Socialista de la Izquierda Nacional (PSIN).
Uno de los indudables aportes de Tiempo de Profetas consiste en su capacidad para mostrar cómo, en el recorrido de Ramos, la intensa actividad de escritura y las dotes de polemista se mantuvieron siempre ligadas a una infatigable tarea de editor. Con notable destreza, el autor nos lleva, por ejemplo, desde la conformación de su primer grupo y la publicación de la revista Octubre, en 1945, a su posterior relación y unificación —no exenta de diferencias y disputas programáticas y personales— con quienes hacían Frente Obrero. En el seguimiento de ése y otros emprendimientos que le sucederán, además de reponer las ideas, Ribadero traza itinerarios, ubica controversias y observa como una de sus marcas la persistencia de lo que no duda en calificar como un cierto espíritu sectario.
Desde el punto de vista de la “matriz teórico-política”, el autor considera que los grupos vinculados con Ramos encontraron su punto de unificación en la centralidad otorgada a la “cuestión nacional” y en la búsqueda de articulación entre marxismo, antiimperialismo y latinoamericanismo, tópicos que junto con la interpretación del peronismo como “bonapartismo” habrían constituido los “cimientos discursivos”, y la impronta, que permitiría diferenciarlos de otros que le eran contiguos, por caso el de Rodolfo Puiggrós y su publicación Clase Obrera.
Ese punto de vista, y ese conjunto de ideas, habrían quedado claramente expuestos en América Latina. Un país, libro al que Ribadero califica como “ejercicio de imaginación histórica y sociológica” y portador de una serie de temas que luego pasarían a formar parte de la discusión de las izquierdas, cuando a fines de los cincuentas éstas ingresen en su etapa de debates y reconfiguración. En efecto, en ese libro de 1949, Ramos ya había instalado cuestiones tales como las de la relación entre elites y pueblo, el rol de los movimientos nacionales en la construcción de un futuro socialista, y la crítica a los partidos de izquierda —Socialista y Comunista—, a los que hizo plenamente responsables de que la clase obrera hubiese llegado a las vísperas del peronismo sin un “partido de clase”. Fue precisamente a esos partidos a los que dedicó algunos de sus más conocidos “conceptos injuria”, al acusarlos de haber abandonado la tradición latinoamericanista y antiimperialista y haberse aliado a los sectores liberales —tema éste que, además, le proporcionaría cierta audiencia en sectores nacionalistas y católicos.
En ese mundo de las izquierdas, es evidente que la centralidad otorgada a la “cuestión nacional” desde una perspectiva marxista no podía sino ser atractiva para quienes vivían con malestar y culpa la relación de sus partidos con el peronismo: Ramos ofrecía un nuevo punto de vista y nuevas herramientas conceptuales. Sin embargo, y sin disminuir el peso de esa influencia, conviene toma en cuenta que esos grupos abrevaban también en otras fuentes, incluyendo algunas alojadas en sus propias tradiciones —por caso, el viejo latinoamericanismo que las jóvenes generaciones militantes comenzarían a resignificar en términos de nacionalismo revolucionario.
Sobre el final de lo que puede considerarse como la primera parte del libro, el tercer capítulo coloca el foco en el “frente editorial”, y desde allí reconstruye con verdadera pericia el despliegue de Ramos y su grupo a través de Indoamérica, durante los años del peronismo: a través de su catálogo el autor advierte la puesta en marcha de una operación, especialmente intensa a partir de 1953, destinada a disputar la influencia ejercida por el Partido Comunista (PC) en el campo de la izquierda. Tal como se muestra en el libro, este período coincidió con la integración del grupo al Partido Socialista de la Revolución Nacional (PSRN) —en cuyo contexto además se publicaron los semanarios Frente Obrero y Lucha Obrera—, y finalizó con su definitiva ruptura, poco antes del fin del gobierno de Perón.
A lo largo de ese mismo capítulo el autor registra el cúmulo de recursos que Ramos era capaz de desplegar, en particular su notable capacidad para tejer una amplia red de relaciones que le permitiera superar tanto su condición de advenedizo en el campo editorial como los límites derivados de su formación autodidacta. Al mismo tiempo, en ese registro más atento a la trayectoria individual, el autor —lejos de toda mirada apologética— analiza opciones políticas y deja ver ciertas sinuosidades en la trayectoria del personaje, por caso, su llamativo “silencio” ante el triunfo de la “Revolución Libertadora”.
En lo que sigue, Tiempo de profetas habla de los años marcados por el frondizismo y la Revolución Cubana, y da cuenta no sólo de la renovación de los debates en los ambientes de izquierda, sino también de la constitución de un nuevo grupo en torno a Ramos. Ya alejado de los anteriores círculos trotskistas, y junto a Jorge Enea Spilinbergo, en esta etapa Ramos ha logrado vincularse e incorporar a jóvenes intelectuales que, como Ernesto Laclau, Adriana Puiggrós, Ana Lía Peyró o Blas Alberti, se constituirán en piezas por demás importantes a la hora de construir el propio partido.
Si hasta entonces el latinoamericanismo y la caracterización del peronismo como bonapartismo le habían otorgado a Ramos un lugar expectante entre los grupos que se rebelaban contra los partidos de la izquierda tradicional, después de 1959 la “cuestión cubana” complejizó el panorama. Tal como se señala en el libro, una vez pasada la inicial simpatía por la Revolución, Ramos comenzó a manifestar ciertas reservas hacia ella, y sobre todo, una particular preocupación ante el crecimiento de la “variante juvenil del cubanismo”, vale decir hacia grupos que como los expresados por las revistas Situación y Che, estarían intentando “cubanizar” el proceso revolucionario argentino.
En opinión de Ribadero, esa preocupación se relacionaba con una tendencia que Ramos observaba en esos jóvenes: retirarse de la lucha política e ingresar en la de carácter armado. Sin embargo, sus reservas y preocupaciones parecen haber excedido ese motivo, tal como puede apreciarse en un documento producido hacia fines de 1960 por el activo grupo de la “izquierda nacional” que militaba en el Centro de Caseros del PSAV —el mismo que dos años más tarde se escindiría para confluir en el PSIN. En ese documento no sólo se instaba a la dirección “vanguardista” a abandonar la “prédica insurreccional” y a mantenerse autónomo de la “dirección revolucionaria continental”, sino además, a pronunciarse por un “Frente Único Socialista y Peronista” —que excluyera a grupos provenientes de otros partidos, en particular del PC: Ramos y su grupo iniciaban así un camino de conflictos y distancia con la mayor parte de la “nueva izquierda”.
Finalmente, corresponde decir que entre sus muchos méritos, Tiempo de profetas tiene el de haber vuelto plenamente visible lo que su autor nombra como el “gesto de ruptura” de Ramos, y el carácter “anticipatorio” de muchas de las posturas críticas que surgirían desde fines de los cincuenta. Además, ha logrado delimitar claramente el lugar de la “izquierda nacional” de Ramos, y lo ha hecho mediante una minuciosa reconstrucción en la cual tramas discursivas, labor editorial e iniciativas político-organizativas resultan articuladas. Más aún, el autor ha sabido observar la huella de las ideas de Ramos, no sólo en las izquierdas sino también en algunos notables intelectuales de los que fue maestro y compañero.
María Cristina Tortti
UNLP
A propósito de María Moreno, Escribir para conspirar: Panfleto. Erótica y feminismo, Buenos Aires, Random Hause, 2018, 300 pp.
“Un cuaderno” se titula la nota preliminar de Panfleto: erótica y feminismo, el volumen que compila cuarenta y siete artículos de María Moreno —todos y cada uno con su inconfundible aleación de estilo, desparpajo y erudición— publicados a lo largo de treinta años (desde 1988 hasta 2018) en Página/12, La Caja, Babel y Fin de Siglo.
La alusión a “un cuaderno” en lugar de a “un libro”, “una antología”, “una compilación”, “una reedición” o “un archivo”, propone un pacto de lectura cercano —por su ilusión de espontaneidad, experimentación e intimidad— al del diario íntimo, pero con una libertad infinitamente mayor de motivos y formas que las del fluir de la conciencia en torno a las desavenencias de un/a sujeto que escribe. Al mismo tiempo, el significante entra en serie con el ya mítico Cuadernos de existencia lesbiana (1987-1996), que editaron Ilse Fusková y Adriana Carrasco con el objeto de visibilizar “…el obliterado y orillado deseo lesbiano del heterosexual. Gracias a la traducción y difusión de teóricas lesbianas que se preocuparon por analizar la especificidad del mismo…” (María Laura Rosa, Legados de libertad. El arte feminista en la efervescencia democrática, p. 64), donde la propia Moreno publicó fragmentos de sus ficciones.
El solapamiento de los modos de nombrarse que este libro ensaya responde a que la autora elige deslindar la articulación de sentido de sus textos en tres tiempos. El primero: el tiempo de la escritura, inescindible —como en Subrayados— de la estimulación de la lectura, en este caso, de “importaciones teóricas de las feministas de la nueva izquierda que releían en la estructura de la familia en el capitalismo la sevicia del trabajo invisible, de las estructuralistas de la diferencia que inventaban un Freud a su favor y de las marxistas contra el ascetismo rojo” (p. 7). En ese tiempo —al que la autora apela en el presente de la enunciación del prólogo desde una mirada retrospectiva— los textos escritos se aparecen como “hojas de unos cuadernos de aprendizaje dedicados a unas lectoras futuras” (p. 8). Luego, en el tiempo de la circulación, se produce la formalización en el género “artículos”, publicados en distintos medios, poco o mal leídos, según desliza provocadora la autora cuando aclara “no importaba que nadie me contestara…” o “me han ubicado como testimonio de la crónica el giro autobiográfico en la literatura argentina omitiendo un interés que considero todavía el más constante a lo largo de mi vida” (p. 8). Finalmente, en el tercer tiempo, el de la reunión de los textos en formato libro, la denominación vira, con sesgo irónico, a “panfleto”, que también es el título de la última entrada del libro, una pieza maestra que despliega las siete máximas que regirían otros modos —potenciales, imperativos, plurales— de vida: “Seamos naturalmente artificiales”; “Que nuestro nombre sea G.D.C (Gente de cuero)”; “Hagamos la revolución que no sublima nada”; “Que nuestra dieta sea el exceso”; “Nuestro camino está siempre yendo”; “Militemos en ficciones”; “Compañeras, compañeros, compañeres, subansé”.
En este pasaje del Cuaderno de aprendizaje… al Panfleto… podríamos entrever un eco, una alegoría o incluso una puesta en acto de la consigna “lo personal es político” que articuló el feminismo de la liberación femenina, del cual, sin embargo, la autora no deja de medir una distancia que termina salvando gracias a un ardid semejante al que Gayatri Spivak (1987) formuló en términos de “esencialismo estratégico”: “…retoqué poco y nada a pesar del escándalo que me provoca hoy, por ejemplo, descubrir la soltura con que insistía en escribir ‘La Mujer’, aunque lo hiciera con menos intención esencialista que la de macular el lugar común psicoanalítico ‘La Mujer no existe’”(p. 7). De hecho, ya en 1988 había especificado que la afirmación de “otro modo de sentir” (la especificidad de la experiencia sexual de la mujer) no dejaba de tener un simple valor político como en su momento la afirmación de una identidad gay, afroamericana o femenina (p. 16).
Sesgo irónico, decíamos, detenta esa última caracterización —“panfleto”— porque lejos de adoctrinar, cada nota se explaya en diversas formas de des-adoctrinamiento. Así, la autora desmonta los puntos ciegos de una historia de la sexualidad teleológica cuando espeta, por ejemplo, que la sociedad antigua resultó más progresista que los pobres “falócratas posteriores”: “…catorce teólogos de lustre decían que la mujer podía seguir prodigándose caricias a sí misma hasta lograr el orgasmo, una vez que el marido se hubo retirado al otro extremo del lecho dándole la espalda (…) ¿Estaban mejor lesbianizados que los de ahora, todo fuera por la procreación?” (p. 17). O cuando desmitifica a los años sesenta como el epicentro de la liberación sexual: “Los años sesenta fueron unos ladrones de historia, creídos de que representaban la cúspide de la retórica de la chanchada (…) Porque la revolución sexual no ocurrió ni cuando las feministas quemaban corpiños en la plaza pública ni cuando las paredes gritaban ‘prohibido prohibir’, sino cuando el marqués de Sade escribía Los 120 días de Sodoma…” (p. 21). O, también, cuando a contrapelo del sentido común del término “victoriano”, lo aparta de las ideas de hipocresía, represión y culto por las apariencias adosadas por la historia, y argumenta —considerando el testimonio de cartas y diarios— que en realidad se trató de un estilo de vida y de una búsqueda revolucionaria de unir liberalismo político y liberalismo moral (p. 35).
Esa tarea clandestina de des-adoctrinamiento, para escabullirse de los riesgos del positivismo que aún los intentos de desnaturalización enfrentan, ubica a quien escribe como principal destinataria (que llega a llamarse a sí misma “educanda”), como un monólogo interior que repasa un exigente ayuda-memoria y que eventualmente se comparte con un puñado de cómplices iniciadas (Diana Bellesi, Mirta Rosenberg, Laura Klein): “Agregar en el cuaderno Laprida: 1. No debo tomar el falocentrismo teórico por una invitación al viva la pepa que me llevaría a intimidar a otras mujeres con un supuesto saber a través del uso de términos cuyo sentido no he transformado, cuyo valor ignoro así como opera en el paradigma de turno; 2. No debo leer la literatura de las mujeres como si fuera periodismo íntimo; 3. No debo usar la ironía o el estilo naïve para evitar que se me juzgue con dureza debido a la exposición de una semiignorancia o se me disculpe por ello; 4. No debo creer en La Mujer, en las mujeres, como una política común unida por el débil hilo de los derramamientos de sangre; 5. No debo convertirme en un miembro —¿qué hace aquí esta palabra?— de una capilla más y dueña de un espacio atenido a las leyes burocráticas de la cultura.” (p. 57)
De esta manera, la escritura de Moreno esquiva las tentaciones dogmáticas o separatistas y se despega del “feminismo proletario”, del “feminismo prescriptivo”, del “feminismo moral”, del feminismo de “Estado”, del “feminismo de masas”, del ideal de la “buena mujer” individual y completamente emancipada. Y se declara a favor de la “sororidad” (una mismidad que no corresponde a la identidad ni a la identificación, un relato que sostiene la esperanza de no ser uno en una suerte de transición hacia el múltiple cuerpo político); de “conventillear” (escuchar a las amigas, a las vecinas, a las mujeres de la familia, fundar red); del “feminismo solar” (que sospecha en el proyecto de la emancipación femenina un futuro atravesado por el sufrimiento y en el que las mujeres serían “proletarias sobreexplotadas o superwomen depresivas”); del feminismo anal (en el que ya no hay activo/pasivo, hombre/mujer, normal/anormal).
“Elogio de la furia” es el primer artículo con fecha exacta del libro: 2016 (10 de junio). El prólogo alude a este cambio de datación como un detalle no azaroso: “La precisión de las fechas de los más coyunturales puede explicarse como un subrayado de lo que le importó entre 2016 y 2018 a un feminismo renovado y proteico, nucleado alrededor de las consignas del Ni Una Menos, al que creo contestarle desde mi acotada experiencia y dentro de mi generación” (p. 8).
Este punto de inflexión, marcado en el calendario como la historiografía rubrica las grandes batallas, habilita a leer los apuntes mordaces de las primeras décadas de la democracia —en los cuales Moreno logró dramatizar con astucia y gracia el impacto que en ciertas visiones de mundo tuvieron las lecturas de Kristeva, Irigaray, de Beauvoir, de Lauretis, Zambrano, Yourcenar, Colette, Mansfield, Duras, entre tantas— no sólo como un ejercicio teórico-crítico sino como una forma de conspirar.
Ricardo Piglia, leyendo a Roberto Artl, sostuvo que el complot en tanto conspiración es el nudo de la política argentina y que supone la conjura, la infiltración y la invisibilidad pero que también, como práctica antiliberal, implica la idea de revolución, en la medida en que “experimenta con nuevas formas de sociabilidad, que se infiltra en las instituciones existentes y tiende a destruirlas y a crear redes y formas alternativas” (Ricardo Piglia, Teoría del complot, p. 20).
En la plaza de Ni una menos, María Moreno lee una fuerza revolucionaria y una sororidad en acción y simultaneidad, que empezó a gestarse en su bautismo en la Maratón de lectura contra el femicidio celebrada en marzo de 2015 en el Museo del Libro y de la Lengua. En el debate previo a esa acción, Moreno recuerda haber propuesto como práctica de activismo artístico utilizar bolsas de basura (dentro de las cuales suelen aparecer los cadáveres de las niñas y mujeres asesinadas) como símbolo de luto popular y del compromiso porque no haya más ni una menos. La respuesta de algunas compañeras del colectivo (Marta Dillon, Virginia Cano, Marina Mariasch, Máquina de Lavar) se convierte en otro de las anotaciones de esa relación de constante auto-transformación que Moreno establece con el feminismo, ahora como modo de organización: “Se sabe que escribo (…) Esa vez saqué 0 en metáfora. Una furia locuaz y de muchas decidió que había que tirar a la basura esa metáfora (…) Todo bautismo político inventa palabras, las trae del lado enemigo para cambiar su sentido degenerándolo…” (p. 221) Evidentemente, sólo alguien que ha maquinado durante décadas puede ser capaz de una traducción simultánea de transformaciones que exceden la lengua y la relación de la lengua con la vida tal como la conocíamos.
Guadalupe Maradei
UBA
A propósito de Omar Acha, Cambiar de ideas: Cuatro tentativas sobre Oscar Terán, Buenos Aires, Prometeo, 2017, 260 pp.
En diálogo con distintas generaciones, Omar Acha propone una interpretación de la biografía intelectual, la autocrítica teórico-política y el legado de Oscar Terán (1938-2008), como un modo de acceder también a la franja intelectual de izquierda que “acompañó un giro ideológico y cultural de envergadura: el que cavó una fosa entre una democracia liberal-capitalista posterior a 1983 y los años de la revolución” (p. 10). Lo hace a partir de cuatro ensayos en los cuales hila diversos escritos de Terán en una lectura interna que es, a la vez, una recuperación de esos textos.
Encara así un problema significativo para la historia intelectual local, como es el estudio de un grupo en el que se ha cargado la renuncia a la transformación revolucionaria y la subordinación al capitalismo democrático-liberal. Que se proponga, en cambio, que hoy la trayectoria de Terán y su generación es una ocasión para pensar los desafíos de la reconstrucción del “proyecto socialista anticapitalista” y que se abra a intentos por comprender “¿qué fue, entonces, lo que Terán y su grupo de referencia estuvieron desde 1980 sistemáticamente incapacitados de pensar?” (p. 177), lo hace de indudable interés. En este sentido, el libro abona las inquietudes sobre las maneras de pensar, los lugares de enunciación, las dificultades y las críticas al progresismo, que se proyectan también respecto del estado, el autonomismo y la autogestión, la articulación política y la fragmentación movimientista. Se afirma, en términos generales: “La carencia central del progresismo residió en que fue insuficientemente crítico de la trayectoria de las izquierdas durante el siglo veinte. Por eso los valores compartidos fueron los mismos: democracia de partidos, derechos humanos, redistribución moderada de la riqueza, en fin, una sociedad capitalista lo menos injusta posible, sin cuestionar las formas de la política tradicional, sin impugnar como tal la lógica enloquecida del capital, sin controvertir la propiedad privada de los medios de producción, en suma, sin rechazar la existencia de las clases sociales qua clases sociales. (…) Tras una breve ilusión societalista, deseosa de organizaciones intermedias, el discurso estatal con tonos republicanos se impuso” (p. 179).
Aunque inscripto en una experiencia generacional, que queda apenas como telón de fondo de algo que ha tenido y seguramente tendrá otras ocasiones de abordarse en términos de problemáticas más que de individualidades, el itinerario de Oscar Terán aparece como “irrepetible”, excepcional dentro de esas mutaciones intelectuales de los años setenta y ochenta. Una de las tesis centrales es, entonces: “Mientras el Terán maduro se comprendió en ‘ajuste de cuentas’ con su biografía anterior al Gran Miedo de 1976, su obra posterior a 1980 estuvo hasta el final toda ella atenazada por el desacuerdo con el joven Terán, esto es, con el marxismo como verdad y con el fantasma de la revolución. No sostengo de tal manera –dice Acha– que no hubiera ruptura ni sugiero concebir a un Terán maduro encerrado en un mundo de espectros. Me interesa reconstruir con alguna precisión documental los filones en que una mutación ideológica traccionó interrogaciones de una experiencia inolvidable” (p. 10). Se discute hacia el final una “memoria generacional posterior a 1976” que reprocharía a los sesenta la opresión del quehacer intelectual por la intensa actividad política y se sostiene que, para el caso de Oscar Terán, es inadecuada la interpretación de los sesenta y setenta como una época en la que la práctica política vino a desplazar a la práctica intelectual. Omar Acha señala, pues, una “irresolución fundamental” de Terán con esos años (“El desamor por los setenta nunca yuguló la melancolía por (...) las promesas irrealizadas en los sesenta”; p. 166) y un resultado de su posterior autocrítica (“que el pluralismo y el contextualismo, condiciones de posibilidad del cambio de ideas, amenazaron al conjunto de su proyecto intelectual desde mediados de la década de 1990”; p. 164). En medio, con un desarrollo detenido y un análisis erudito de sus textos, se recorre la “metamorfosis intelectual” que va en Oscar Terán del marxismo revolucionario al socialismo reformista, de la filosofía a la historia de las ideas, entre el postmarxismo y la historiografía: desde una muy sugestiva reconstrucción de su producción y su experiencia político-intelectual entre 1965 y 1976 –a través de la convivencia entonces de diversos marxismos y saberes críticos– hasta su tránsito hacia una “historiografía socialista de las ideas” –en una operación que lo integra a una secuencia formada por José Ingenieros, Alejandro Korn y José Luis Romero–, pasando por el derrotero desde el “marxismo en crisis” posterior a 1976 hacia el “postmarxismo por pluralización”, en la forma de una mixtura conceptual de un Foucault nietzscheano con la persistencia de una afinidad althusseriana, en los años ochenta.
Si esto último –por ejemplo y entre otros aspectos– es manifiesto en distintos itinerarios intelectuales latinoamericanos y ha sido estudiado ya en trabajos que le anteceden, lo que Acha sugiere es una lectura más allá de la decepción y la derrota, la nostalgia y la vergüenza propuestas retrospectivamente por el propio Terán en el “ajuste de cuentas” con sus años de juventud. En ese sentido, éste es un libro tenue, de los matices y las ambigüedades: Acha repone, analiza y subraya acertadamente las distintas gradaciones presentes en la imagen que el Terán maduro brindó en sus rememoraciones; por ejemplo, sobre su pasaje al postmarxismo como una ruptura con el marxismo y una sustitución por el foucaultismo. Defiende, en ese caso, que fue más filosófico, más mixturado, menos fascinado. Todo lo cual no elude la estrecha afinidad de Terán, en un momento decisivo, con la lectura de Foucault, sino que la matiza contra quienes, según sugiere, lo ubicarían en el lugar cultural por él mismo indicado, abonando la construcción de “un Terán quizás demasiado estilizado en su rol de introductor de Foucault y en tránsito al postmarxismo” (p. 91).
No es éste el espacio para alegatos sobre si cada cual dijo lo que se dice que dijo; tiendo a desconfiar de lo que se esconde detrás de esas justificaciones cuando se trata de pensar. Lo que tal vez amerite alguna breve mención es la posición de enunciación que incide, claro, en la reconstrucción que se propone. En todo caso, si la trama que liga a estos ensayos es la discusión con los modos de Terán de representarse a sí mismo tanto como con aquellos en que ha sido representado, habría que problematizar cierta pretensión normativa de las correctas interpretaciones para pensar los efectos que produce esa operación. Porque si el debate central es, en verdad, con el propio Oscar Terán, algo de una generación que lee a otra para tomar el lugar cuaja en un diálogo en el que por momentos se confunden los interlocutores y el autor parece devenir el verdadero lector, una suerte de alter ego. El dilema es que, más que abrirse preguntas, pareciera finalmente querer cerrarse un sentido. En ese desconcierto quizás anide la ausencia de una crítica más sostenida, como quien quisiera salvar al padre de tener que matarlo: el procedimiento correctivo y de la buena lectura es, a la vez, la imposibilidad de la verdadera ruptura y el afán de singularidad, en la medida en que establece cómo debe ser leído. De allí la extrañeza que produce un texto que, en lo críptico de su escritura, oculta las razones de su originalidad: cierto forzamiento de lo dicho en otros análisis hace aparecer como novedosas hipótesis que, en ocasiones, no lo son tanto y conduce a una posición que distorsiona el debate de ideas.
Habría que leer sintomáticamente el epílogo “Oscar Terán, yo mismo”, donde se refiere a Terán del modo en que Terán se refería a Ingenieros: un juego de alienaciones y desplazamientos donde hay algo de las contradicciones, el fracaso y las imitaciones, del qué hacer, la muerte y la autobiografía que aparecían en aquel Masotta de “Roberto Arlt, yo mismo”, aquí en la forma de una reescritura, de algún modo, de la escritura de Terán. Así es que este libro no puede dejar de ser un diálogo, un homenaje y probablemente una de las formas de la despedida. Aunque no por ello habría que desplazar también el hecho de que el legado y las claves teranianas están frescas y en todo caso se trata siempre de una operación de interpretación. Decía Piglia que Masotta hablaba de Arlt para decir algo sobre sí mismo.
Con todo, estos aspectos no dejan de alentar una saludable reflexión crítica, teórica, metodológica e historiográfica. El ensayo en conjunto invita a una suerte de estación Terán, esto es, la oportunidad para volver sobre esos años, esa trayectoria, aquellas intervenciones de un intelectual cuyos textos siguen circulando con vitalidad y a quien Jorge Dotti recordaba con la sencillez de un labriego, ajeno a la “pedantería de los esclarecedores de conciencias, los artificios de la retórica demagógica y la rimbombancia del efectismo mediático” (Prismas, 2008, p. 198). Que también sean ajenos a sus lectores.
Mariana Canavese
CeDInCI/UNSAM-CONICET
1 Esta reseña fue traducida al español por el Lic. Lucas Duarte, CeDInCI/UNSAM-CONICET.