Introducción
En los últimos años en Argentina los estudios históricos sobre las bibliotecas populares y, en general sobre las bibliotecas, se incrementaron notablemente en cantidad y calidad.1Se publicaron algunos libros, capítulos en compilaciones dedicadas a temas culturales o literarios, aparecieron varios artículos, otras tantas ponencias y, también, se iniciaron tesis de grado y posgrado sobre el asunto.2En síntesis, después de mucho tiempo y de algunos muy buenos trabajos realizados en la década de 1990 bajo el prisma de la historia social,3 pero sobre todo de aproximaciones más o menos sistemáticas y de resultados dispares e inconexos unos de otros, hoy disponemos de un corpus de indagaciones a partir de las cuales es posible extraer unas primeras conclusiones a nivel conceptual y metodológico.4 Entre ellas, hay dos observaciones que sirven como punto de partida al tema de este escrito.
La primera remite a la producción social y cognitiva de las bibliotecas populares y obreras y, por lo mismo, a la exigencia que requiere recapitular, clasificar, ordenar e interpretar el archivo que testimonia la historia de las bibliotecas. Una clasificación inicial puede indicarse del siguiente modo: de un lado, se extienden los vestigios que dejaron a su paso los que supieron hacer las bibliotecas: actas de comisiones directivas, registros de lectores, estadísticas de préstamos, reglamentos, estatutos, memorias de gestión, libros de contabilidad, planos, fotografías, publicaciones, muebles y objetos de decoración. Las fases materiales y simbólicas impresas en esas presencias aluden a una representación de lo que fueron y lo que quisieron ser. De otro, se ubican los testimonios producidos por el Estado, en sus diferentes jurisdicciones: leyes, decretos, reglamentos, protocolos, informes de inspección, inversiones de distinta índole (subsidios, libros, viáticos, etc.), estadísticas de bibliotecas, censos, revistas de la especialidad, eventos, audiciones de radio. En términos generales, el Estado se relacionó con las bibliotecas populares y obreras mediante la elaboración de una malla procedimental generadora de conocimiento y haceres de y sobre bibliotecas, que a su tiempo y alternativamente permitió alentar, controlar, direccionar, condicionar. Finalmente, se encuentran unas producciones discursivas que, por una parte, refieren a intenciones testimoniales o ficcionales, como las notas periodísticas o los fragmentos que pueden hallarse en memorias biográficas o escenas literarias; por otra, atañen a la profesionalización progresiva del saber sobre bibliotecas y se expresan en polémicas, artículos de revistas, ensayos y monografías. La reunión de esta bibliografía constata la emergencia de un campo bibliotecario que, al expandirse, modificó las prácticas y los ritmos en estas organizaciones.
La colección de esos documentos, cuyo valor reside en la reunión que le otorga significado y en el poder de evocación que sustentan, remite a la institución social de la biblioteca, en el sentido que una parte de la tradición filosófica francesa del siglo xx le dio al término institución, es decir, no como organización singular o conjunto de tales, sino como la sucesión de acontecimientos de potencia durable que funda una experiencia social sobre la cual se asientan otras que le son venideras y que solo en ella adquieren significado.5 En Argentina, la fundación de la Biblioteca Pública de Buenos Aires en 1810 significó un pasaje elemental: la disposición pública de un conjunto de obras que, con anterioridad, se encontraban en manos privadas o bajo la administración de la Iglesia Católica. Esa transformación, que no era un hito aislado en el contexto bibliotecario internacional, contaba con unos antecedentes muy modestos en cuanto a emprendimientos que tuvieran como objetivo el uso público del libro.6 El efecto de biblioteca que se generó desde entonces se mantuvo en el horizonte de las ideas culturales de la élite letrada, aunque durante medio siglo los alcances de la medida no se multiplicaron ni rebasaron el sector social que le había dado origen. En 1870 ese estancamiento comenzó a cambiar. Y este cambio fue brusco, radical: a partir de una ley de fomento que dispuso el Estado nacional se crearon cerca de cien bibliotecas populares, distribuidas entre las distintas provincias del país.7 Si es dable señalar que muchas de esas creaciones finalizaron una vez que el mismo Estado retiró las subvenciones en 1876, es legítimo sostener que durante este interregno se produjo un fenómeno de institución, es decir, la inscripción de la biblioteca en el espacio público y en el imaginario social.8 El siglo xx proporcionó experiencias sociales de muy distinto cariz ideológico, político y cultural. Aun cuando muchas de las organizaciones consideradas de modo singular tuvieron trayectorias zigzagueantes y, en ciertos casos, devenires trágicos; aun cuando el Estado no acompañó en la manera que la demanda social lo exigía; aun cuando la industria cultural puso a disposición de las personas más y más productos para ocupar el tiempo libre; la resultante de esa prolongación en el tiempo creó un consenso bibliotecario y de lectura que superó las posiciones antagónicas que esa pluralidad de anclajes diferenciales supuso.9
Los testimonios de archivo respaldan, entonces, el proceso de institución social de las bibliotecas y los sucesivos momentos que corresponde afiliar como efectos de prolongación. Entre la variada gama de documentos que es posible recabar, se propone a continuación examinar un número acotado de fuentes que, se espera, sean representativas de todo un período y de todo un fenómeno que asoció la noción de biblioteca a la producción social de un discurso público sobre la lectura. Esta construcción relacionó y activó, alternativamente, dos fases o resortes de un mismo proceso pedagógico: en primer término, favoreció la elaboración de una moral sobre la lectura, tangible en la formación de juicios de discernimiento sobre lo bueno y lo malo, lo sublime y lo abyecto, lo adecuado y lo impropio, y que hizo posible la reunión en un mismo campo de posiciones diferentes, de izquierda a derecha del arco ideológico; en segundo lugar, alentó la objetivación de un conocimiento sobre el espacio bibliotecario, el orden de los libros y los ritmos institucionales, con una inflexión progresivamente creciente en la profesionalización del bibliotecario como un agente capaz de garantizar esa moral de la lectura y ese orden técnico y espacial.
En cuanto a los documentos propiamente dichos, y al considerar la clasificación inicial, se toman como referencia para el análisis dos tipos de registros. Por una parte, unas memorias y unos discursos elaborados por distintos funcionarios de la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares entre 1915 y 1939.10 Por otra, un grupo heterodoxo de ensayos y notas de carácter prescriptivo, que insisten en la relación entre la biblioteca, la lectura y el bibliotecario. Se destaca, por sobre otros documentos, un folleto, un proyecto de ley y una monografía, todo escrito por Ángel Giménez,11 un reconocido dirigente socialista y uno de los principales promotores de las bibliotecas obreras.12 El carácter sistemático de los estudios de Giménez y su filiación política son imprescindibles a los efectos comparativos. Asimismo, se recurre a testimonios recuperados por investigaciones recientes, que sirven al objeto de conocimiento del presente artículo.
Con todo, se espera brindar una perspectiva panorámica de la época que reúna a un mismo tiempo las claves iniciales para poder avanzar en la delimitación de un campo de estudio que, junto con otros aspectos que eventualmente puedan integrarse, permita producir un conocimiento sobre los discursos bibliotecarios de la lectura en Argentina.
El discurso bibliotecario sobre la lectura
El discurso sobre la lectura o, con más exactitud, el discurso bibliotecario sobre la lectura en Argentina tiene su origen en Domingo Faustino Sarmiento. Los sentidos fuertes de su propuesta, es decir, los que jalonan otras significaciones posibles, no se alejan demasiado de aquellos que Anne-Marie Chartier y Jean Hébrard reconocieron para Francia por la misma época,13 al referirse específicamente a las construcciones republicanas sobre la lectura como bien cultural y a las bibliotecas populares como dispositivos, es decir, como una red que asociaba a un mismo tiempo el orden de los libros, unas modalidades de sociabilidad, una civilidad y una voluntad disciplinaria.14 En 1870 en Argentina este último componente se expresa, no como una ráfaga de recomendaciones y amonestaciones (aunque algo de esto hubo, desde ya), sino más bien como un esfuerzo por representar la imagen de una biblioteca en lo social. Progresivamente, y en la medida en que esta necesidad quedó satisfecha, el carácter de ese discurso viró hacia nuevos problemas, identificados a su turno bajo el examen moral o desde una perspectiva sociológica y política, enfocada en este último caso en la cuestión, fundamental para la élite de la época, de la cohesión social frente a la amenaza de la disgregación por efecto de la inmigración y las ideologías de izquierda que habían arribado con ella. Un elemento y otro marcaron el porvenir de la primera mitad del siglo XX.15
Existe un hecho incontrastable para considerar ese período: en 1908 se restituye luego de casi cuatro décadas la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares, en su articulado de 1870 pero con un nuevo decreto reglamentario.16 La escasa bibliografía de la que se dispone, en general de carácter introductorio, leyó este fenómeno como una reacción conservadora ante la proliferación de bibliotecas alentadas desde las izquierdas.17 Esta hipótesis, que aún deberá corroborarse, reviste de la potencia suficiente como para hacer crecer las indagaciones, en especial para evaluar los posicionamientos en el campo de los discursos bibliotecarios sobre la lectura.
Una primera dimensión para juzgar dicha hipótesis es el carácter refractario del relato público de la Comisión Protectora en relación con las culturas de izquierda. La publicación de las memorias de gestión de 1915 y 1916 dejan testimonio de dicha posición. Cuando, por ejemplo, los funcionarios a cargo explicaron la introducción de lo que por entonces se conoció como “Bibliotecas elementales”, una innovación administrativa que los facultaba para fundar establecimientos sin esperar que la sociedad civil demandara su presencia, argumentaron que la medida estaba orientada a fomentar la lectura en los pueblos y los barrios donde hiciera falta estimular la presencia del libro y construir hechos literarios y científicos. El objetivo era, desde ya, alentar la formación de las personas en cuanto al desenvolvimiento de la vida práctica con obras de carácter técnico, pero, por sobre todas las cosas, esos libros estaban pensados para cultivar la faz moral e intelectual de la sociedad, porque de otro modo, consideraban, el pueblo degeneraría en un “organismo anormal o incompleto”. Este esquema expositivo de matriz positivista, que insistía en las distinciones entre los aptos para creer y los aptos para arbitrar, no se privaba tampoco de explicitar, en una clara referencia a las culturas de izquierda, una preocupación juzgada como superior: “defender nuestras fronteras de elementos extraños, portadores de sentimientos y modalidades no siempre armónicos con el interés de la nacionalidad”.18
Diez años después, ya producido el sisma político internacional que significó la Revolución Rusa para el ámbito de las izquierdas y la cultura burguesa, el presidente de la Comisión Protectora, autor de las palabras citadas precedentemente, actualizó su posición con estas estas ideas en ocasión de la fundación de la biblioteca popular número mil:
La aristocracia moral e intelectual superior es absolutamente necesaria, y, si se desdeñan o alteran los factores, la barbarie de abajo destruye, en irrupción violenta, todas las conquistas adquiridas en siglos de lucha y de sacrifico, para llegar, en definitiva, al despotismo de la ignorancia, cuyo exponente fiel es el “soviet” ruso, que consagra tiranías más duras y situaciones más míseras para los inferiores, encadena a los obreros en sindicatos o en asociaciones de carácter medioeval, que son la negación absoluta de la libertad de trabajo, y suprime la “individualidad”, base de la libertad civil, para que domine la omnipotencia irresponsable y absurda del Estado.19
Al finalizar la década del treinta ese espíritu permanece intacto en la Comisión Protectora, aun cuando se produjo un cambio de dirigentes. Juan Pablo Echagüe, nuevo presidente, era un intelectual de mayor relieve que sus predecesores y, por lo mismo, logró distinguir en sus discursos públicos cierta admiración por el sistema de bibliotecas que se había formado en la rusia soviética de los fundamentos políticos que sostenían el dispositivo. Así, por ejemplo, luego de brindar algún elogio, subraya: “Quisiéramos ver a las bibliotecas para obreros, desprovistas de todo matiz político e ideológico, actuar como puros agentes educadores y de nacionalización”.20 Ese actuar puro —que de puro no tiene nada—, refuerza y prolonga el papel de la biblioteca popular como elemento reactivo de las culturas de izquierda y, en particular, contra las bibliotecas y los círculos de lectura que fomentan esas pretendidas desviaciones y que, al ocupar un espacio entre las instituciones que procuran hacerse del tiempo libre de las personas, compitieron por el público lector al que también se lanzó la Comisión Protectora.
En algunos pasajes de sus discursos Echagüe se esfuerza de sobremanera al procurar cerrar, a su modo, ese hiato entro lo popular y lo obrero. Pero es claro, también, que es consciente del limitado poder de presunción que guardan sus textos. Para él, como para los funcionarios anteriores, las aspiraciones quedaban supeditadas a la inversión que pudiera obtenerse del Estado para expandir el sistema de bibliotecas sin depender de la iniciativa asociacionista, que para entonces era una tradición. No obstante, la Comisión Protectora no solo se topó con la realidad presupuestaria al momento de dar con los cómos adecuados de una política bibliotecaria de lectura, sino que además se encontró con sus propias impericias para formular lineamientos que rompieran con las apelaciones nacionalistas más inmediatas u obvias, como la insistencia en el plano discursivo en la promoción de libros de historia y geografía argentina, o en el plano operativo la compra de obras de autores nacionales y la reedición de los clásicos del xix.
Un segundo parámetro a través del cual se puede analizar y juzgar la hipótesis que propone la restitución de la Comisión Protectora como una reacción conservadora a la proliferación de las bibliotecas alentadas desde las culturas de izquierda y, más allá de esta cuestión, evaluar también las tensiones que ponen a punto aquellos que se disputan la legitimidad en el campo bibliotecario de la lectura es, con todo rigor, la delimitación de las diferencias y las oposiciones que entre un polo y otro quedaron establecidas. En este contexto, Nicolás Tripaldi observó que los anarquistas se mantuvieron al margen de la política estatal inaugurada en 1908. Y esto, tal vez, por varias razones: en primer lugar, cuando la Comisión Protectora efectivamente comenzó a funcionar de forma operativa, la época de apogeo del anarquismo argentino estaba llegando a su fin, según la delimitación clásica establecida por Juan Suriano;21 en segundo término, entre el carácter abiertamente represivo que sostuvo el Estado hacia estos grupos y, también, la naturaleza refractaria que ellos mantenían respecto de la organización estatal hace difícil, sino imposible, considerar a priori alguna forma de colaboración armónica. En un contexto hostil, entonces, los anarquistas encontraron serias dificultades para lograr establecer locales perdurables,22 según la lógica que exige la biblioteca, hecho que no obturó la formación de espacios de lectura menos fijos y ritualizados de lo que sugieren las representaciones arquetípicas de estas instituciones en el imaginario social. En este sentido, un ensayo reciente de María Eugenia Sik muestra, a través de una minuciosa recuperación de artículos en distintos diarios (todos con anterioridad a 1908), cómo la concepción bibliotecaria del anarquismo procuró generar, ante todo, un consenso sobre el valor sociocultural de la biblioteca para los obreros.23 Las voces que recupera la autora remiten a los jalones principales del discurso sarmientino que asocia a un mismo tiempo lectura y biblioteca con las ilusiones de un buen porvenir. Entre ellos, se destaca la férrea oposición de los dos modelos bibliotecarios de la Argentina, que también refieren al destino último de las inversiones del Estado en esta materia: uno relativo a la cultura científica y, por lo mismo, minoritaria; el otro vinculado con la cultura popular u obrera y, por lo tanto, mayoritaria. En la mitad de la década de 1870 Sarmiento atacó a Vicente Quesada por sus intentos —finalmente fructíferos— por constituir la Biblioteca Pública de Buenos Aires como un espacio exclusivo para personas dedicadas a las letras y las ciencias.24 Tres décadas después, un articulista de La Protesta, bajo el seudónimo de Roque Arcadio, combatió con similares argumentos a Paul Groussac por mantener ese rumbo, ya con la biblioteca convertida en una institución Nacional luego de la federalización de Buenos Aires. En este plano, entonces, se extienden elementos para pensar las complejidades, los acercamientos y las dispersiones en los usos y las apropiaciones de los discursos bibliotecarios sobre la lectura, en lugar plantear la cuestión en términos de rupturas, tal como podría presumirse de forma inmediata o ingenua ante posiciones radicalizadas.25
Nicolás Tripaldi también indicó que el socialismo mantuvo, no sin fricciones, una actitud de acercamiento hacia la Comisión Protectora, propiciada por la cuestión más obvia de los subsidios, pero también por las nociones de transformación progresiva de la cultura y la sociedad que amplios sectores del socialismo compartían. Esta idea de los acuerdos con fricciones tiene un principio de comprobación en los informes de inspección generados por la Comisión Protectora. Ayelén Fiebelkorn trabajó, en este sentido, un interesante intercambio que se produce de 1919 a 1925 entre los inspectores estatales (Manuel Borton primero, y Albarracín después), los miembros de la Comisión Directiva de la biblioteca popular Vicente Tomaso (principalmente en la figura de Juan Tadei), y el propio presidente de la Comisión Protectora, Miguel Rodríguez.26 La autora narra la historia de esas idas y venidas y, con ella, una parte de la historia de la propia biblioteca, que había sido fundada por miembros del Partido Socialista de La Plata, y cuyo nombre homenajeaba al compañero muerto en febrero de 1918 tras un enfrentamiento callejero con militantes radicales. De esta investigación se obtiene tres certezas que sirven a la hipótesis que es objeto de análisis. La primera constatación que surge está dada por el intercambio mismo, es decir, el hecho de que haya existido una inspección apoya la idea según la cual los socialistas procuraron aproximarse a la Comisión Protectora para usufructuar las subvenciones. La segunda comprobación que se extrae es la discrepancia que se extiende entre los inspectores y el presidente de la Comisión Protectora. La cuestión no deja de resultar llamativa. Los varios informes lapidarios de Borton que recoge Fiebelkorn transmiten, por sobre todas las cosas, un sostenido desprecio por la condición política y obrera de la biblioteca, tangible también en las lecturas que se disponía para los lectores. Contrariamente a toda presunción —guiada por ese discurso refractario que se indicó con anterioridad—, el propio Rodríguez amonestó a su inspector por no ceñirse a las condiciones técnicas de inspección, esto es, las cualidades del local, los horarios de apertura adecuados, la disponibilidad del préstamo domiciliario de libros, etc.. Una tercera confirmación se obtiene al revisar las intervenciones de los miembros de la Comisión Directiva de la biblioteca, que debieron esforzarse para no quedar presos de las opiniones Borton: unas veces remitieron sus descargos a Rodríguez para que éste interceda —como en efecto lo hizo—; otras, lo hicieron mediante decisiones drásticas, como lo indica el cambio de nombre de la biblioteca, que a partir de 1921 pasó a llamarse Alborada.
Las diferencias y las oposiciones entre la Comisión Protectores y las formaciones socialistas son, con todo, mucho más sutiles que aquellas que se pueden observar con relación a otras expresiones culturales de las izquierdas. En buena media, este fenómeno se explica por la producción discursiva sobre las bibliotecas proveniente del socialismo, representada de forma excluyente por la figura de Ángel Giménez. Sus primeras ideas quedaron expresadas en Nuestras Bibliotecas Socialistas, un folleto de 15 páginas publicado en 1918. Allí están, en germen, todos los elementos que hacen posible considerar los vínculos entre las bibliotecas populares y las bibliotecas obreras, es decir, todo aquello que las impulsa a construir discursos y captar lectores.
En Giménez no se observan, por supuesto, los efectos de superficie que se identifican con la Comisión Protectora con relación a la lectura, esto es, las sentencias negativas sobre la inmigración y la corrupción ideológica, el extravío del ser nacional o el riesgo latente de la disolución de la sociedad como tal. No obstante, al aislar los fragmentos de textos en los que Giménez habla de los libros, los juicios morales sobre la lectura aparecen en términos similares a los que emplea la Comisión Protectora, no tanto porque remitan al mismo horizonte cultural de obras, sino porque se recuestan en un procedimiento metodológico que consiste en separar al lector popular u obrero del poder de elección. Se produce entonces un efecto dóxico en el campo bibliotecario de la lectura, que acepta tácitamente que hay que conducir a las sensibilidades lectoras por la buena senda, más allá de lo que signifique la buena senda.27 Lo que está claro, y Giménez lo dice de forma explícita, es que el circuito comercial del libro representa todo lo que es abyecto, con exclusión de unas recomendaciones que se permite hacer. Lo barato cuesta caro, dice el autor, y enseguida señala un puñado de autores: Carolina Invernizio, Carlota Bráemer, Joaquín Belda y hasta el propio Eduardo Gutiérrez, responsables todos de las “novelas triviales, malas, las policiales o las pornográficas”. Giménez brinda nombres porque no se dirige en su folleto a los lectores en general, sino que les habla a esos socialistas que se encargaron de fundar casi doscientas bibliotecas, desde Río Negro a Jujuy, desde Entre Ríos a la Rioja. En este breve texto la selección aparece siempre como la operación fundamental de la biblioteca socialista, la que tamiza todo aquello que es posible leer y deja solo lo que es bueno leer. Incluso, sugiere apostar por algunas colecciones de editoriales y, al hacerlo, desplaza doblemente el acto de elegir la lectura de la potestad del lector de hacerlo, porque ya no es ni siquiera el compañero de espacio que está circunstancialmente en la biblioteca el que puede pensar mejor el catálogo, sino un editor experto, profesional, el que designa y agrupa lo que es dable leer. “Cultura Argentina”, “Biblioteca Argentina” y “Biblioteca Blanca” son, entre otras, algunas de las alternativas garantizadas, a bajo precio, de buenos libros.28 Años más tarde, en 1932, estas posiciones se afirman en Nuestras Bibliotecas Obreras. La obra no solo amplía de forma considerable los conceptos que esbozó en 1918, sino que además tiene un nuevo aire: ya no solo se trata del público socialista —como indicaba el título del folleto—, sino de salir al encuentro de un lectorado más amplio, el mismo por el que da batalla el Estado y otras formaciones de izquierda.
El conocimiento biblioteconómico como parte del discurso sobre la lectura
Identificados los tópicos que oponen y diferencian los discursos bibliotecarios sobre la lectura y reconocida, también, la acción dóxica que se produce entre los concurrentes del campo al escoger destinos contrarios, el segundo elemento que refuerza ese discurso se expresa como técnica, es decir, como el conocimiento sobre el espacio de la biblioteca, el orden y el ritmo que lo regula, y con la profesionalización del bibliotecario.
Durante la segunda mitad del xix lo que se tiene en materia pedagógica en estos asuntos es muy poco y nada sistemático. La antigua Comisión Protectora había hecho circular, como era la costumbre, modelos de estatutos societales y reglamentos de bibliotecas populares. La nueva Comisión Protectora no publicó nada similar hasta 1921, cuando aparece Libros y Bibliotecas. En este documento se replica la metodología de antaño, al reproducir un modelo de reglamento y otro de estatuto. Agrega, como novedad, unos ejemplos de fichas de préstamo y una serie de informes breves sobre la desinfección de libros. Como resulta previsible, este acto, a cincuenta años de la salida del primer Boletín de las Bibliotecas Populares, era muy poca cosa.29 En especial, al reparar en los textos que por entonces ya estaban en circulación, como El Bibliotecario Práctico, de Juan Túmburus.30 Tiempo después, en 1926, se edita Libros y Bibliotecas, ahora como revista. La publicación alcanzó 3 números (en dos volúmenes), pero no agregó nada nuevo en términos técnicos. Hubo que esperar hasta la llegada de Echagüe en la década de 1930 para disponer de algún material tangible. El relanzamiento del Boletín de las Bibliotecas Populares contó con algunas secciones específicas sobre el manejo técnico y el orden institucional, pero el valor pedagógico de estas notas fue escaso.
Mucho más didáctica fue la tarea de Ángel Giménez. El folleto citado precedentemente brinda un ABC de la biblioteconomía en seis páginas bajo una pregunta sencilla: “¿cómo organizar una biblioteca?” El mobiliario, la colocación de libros en el estante, la encuadernación y el canje, el inventario, el fichero, el catálogo metódico, la mesa de lectura, las donaciones y los préstamos son, en conjunto, los puntos indispensables que los centros socialistas debían considerar. Tres aspectos, entre esta serie, fueron acompañados con ilustraciones para ampliar su fuerza pedagógica. La primera imagen, corresponde a una ficha de cartulina, de 8x13 centímetros, en el que aparecen datos bibliográficos: en la parte superior, inventario y número de notación; en el centro, el encabezamiento por autor y más abajo el título de la obra; finalmente, en el sector inferior, el pie de imprenta y la descripción física. La segunda ilustración remite al fichero propiamente dicho, es decir, al cajón rectangular donde se coleccionaban las tarjetas, ordenadas de forma alfabética por autor o título, o bajo la notación temática. Una figura y otra refuerzan la representación imaginaria de la biblioteca, distinguiéndola así de otras formaciones institucionales irregulares. La última figura es antigua: se trata de un señalador para entregar a cada lector que lleva un libro a domicilio. Además de la fecha de entrega y algún otro dato de rigor, este papel traía consigo unas máximas elaboradas por Sarmiento sobre cómo debía leerse y cuidarse un libro, aparecidas por primera vez en 1845, cuando publicó en Chile el primer volumen de una colección sobre divulgación científica que quedó trunca.31 En estas notas Sarmiento alertaba al lector sobre la inconveniencia de ponerse el libro en la boca, de mojarse los dedos para pasar las páginas o doblar las hojas como marca de la última lectura. Con todo, en el contexto de 1845 estos apuntes funcionaban como una guía para un lectorado con escasa relación simbólica y material con el libro, o al menos eso es lo que indica esta representación. Y es por esto mismo que llama la atención la insistencia de Giménez en el uso de esta guía (la volvió a publicar en Nuestras Bibliotecas Obreras, de 1932), aunque no fue el único, en tanto que la Comisión Protectora la incluyó, por ejemplo, en el documento de 1921. De manera que es difícil discernir si hay una disputa en el empleo de Sarmiento, si las máximas aún tienen algún sentido de actualidad en las décadas del veinte y del treinta, si se está en presencia de un discurso voluntarioso pero poco profesionalizado o, más bien, si se trata de todo esto junto.
En rigor, la noción de hacer la biblioteca es, durante las primeras décadas del siglo xx, un saber generalista. Con excepción de las discrepancias y los avatares de la documentación y los proyectos bibliográficos, que alcanzaron desarrollos notables en sus encarnaciones conceptuales y metodológicas de corte universalista, latinoamericanista o panamericanista,32 el conocimiento sobre la organización propiamente dicha de las bibliotecas se identificaba con la prolongación de unas pautas elementales, dirigidas por lo regular a la preparación de instituciones populares u obreras (según desde la perspectiva empleada para designarlas). No es por otra razón que la Asociación Nacional de Bibliotecas acompañó sus encuentros con exposiciones de materiales para equipar los archivos y las bibliotecas, donde se presentaban, por ejemplo, modelos de estantes, ficheros, mostradores, mesas, lámparas, cajas y biblioratos, entre otra infinidad de útiles de conservación y limpieza.33
El nivel de complejidad, el carácter de las expresiones y el tono empleado por los autores que generaron alguna forma de conocimiento biblioteconómico remite a las funciones asignadas al bibliotecario y a su formación como profesional especializado. En este plano las declaraciones solemnes y las expresiones de deseo fueron, por cierto, mucho más numerosas que sus concreciones. Hubo que esperar hasta 1937 para contar con el primero de muchos cursos de biblioteconomía que se dictaron en el Museo Social Argentino a cargo de Manuel Selva primero, y por sus discípulos después. Y, aun así, se trataba de una instrucción elemental.34 Hasta entonces, todo lo que una persona podía conocer sobre una biblioteca debía aprenderlo leyéndolo. Por supuesto que hay antecedentes frustrados. En la ciudad de La Plata Luis Ricardo Fors ofreció a las autoridades provinciales un plan de formación para los propios empleados de la Biblioteca Pública de Buenos Aires (posteriormente, Biblioteca Pública de la Universidad) y para todos aquellos que quisieran obtener una formación en el área. El plan de trabajo estaba asociado a la cultura humanista, con incursiones en las técnicas que el propio Fors había desarrollado para catalogar el fondo de la biblioteca.35 Pero este programa nunca se formalizó. Tampoco tuvo éxito el proyecto de ley que en 1908 fue presentado por Ponciano Vivancco en el Congreso de la Nación con la idea de crear una escuela de bibliotecarios y archiveros.36 Una suerte similar corrió en 1922 el plan de estudio algo inconsistente elaborado por Ricardo Rojas para preparar bibliotecarios en la Universidad de Buenos Aires.37 Antes que Selva, el único curso del que se tiene algún dato concreto es el que dictó Federico Birabén en 1909 sobre el uso del sistema de Clasificación Decimal Universal y la redacción de fichas.38 Aun cuando esas intentonas hubieran funcionado, todos los esfuerzos estaban orientados con más o con menos a dominar el sistema de información científica y humanística que por entonces comenzaba a experimentar una expansión del caudal documental. Pero el circuito popular de la lectura necesitaba otra cosa. Durante el Segundo Congreso Nacional de Bibliotecas Argentinas y Salas de Lectura que organizó la Asociación Nacional de Bibliotecas en 1910 se mocionaron reclamos de profesionalización.39 La Asociación juzgaba que el personal técnico y administrativo era incompetente y escasos. Por lo tanto, toda la prédica del “amor a la lectura” —un verdadero latiguillo de la época y de casi todo lo que es, en sí mismo, el discurso bibliotecario de la lectura— se desvanecía junto con toda pretensión de orden y buen funcionamiento. Inicialmente, la Asociación se conformó con exigir títulos de Maestro Normal y Bachiller como requisito mínimo, formación que se podía ampliar con posterioridad mediante algunos cursos de la especialidad. La insistencia en estos tópicos en los Congresos de Bibliografía e Historia de 1916 y el Congreso de Archiveros y Bibliotecarios de 1922 confirman que durante más de una década nada de lo que se había pregonado había llegado a buen puerto. Las bibliotecas continuaban en manos inexpertas.
Por su parte, la Comisión Protectora no insistió demasiado en estos asuntos hasta la llegada de Echagüe. La memoria publicada en 1917 expresó como necesidad la profesionalización técnica de la inspección, e insinuó la posibilidad de establecer una escuela de bibliotecarios. Una cosa y otra eran, en rigor, indispensables para sostener un sistema de bibliotecas con aspiraciones nacionales y de cierto estándar de calidad. Las falencias derivadas de esa ausencia son tangibles, por ejemplo, en las discrepancias y las arbitrariedades en los informes de inspección que analizó Ayelén Fiebelkorn –y que fueron reseñados con antelación–. De manera que, en este reinicio de la intervención estatal, el dilema de la formación de los bibliotecarios para la Comisión Protectora no recayó tanto sobre el problema de los puestos de trabajo, sino más bien en la construcción de un saber estadístico y disciplinario sobre el uso de los espacios y los recursos.
En la década del treinta la preocupación por el bibliotecario aparece con más fuerza entre la literatura del campo. Juan Pablo Echagüe y Ángel Giménez, cada uno dedicado a su público y en el contexto de la competencia que mantuvieron en el campo de las bibliotecas, trazaron el mismo horizonte de expectativas. Uno y otro construyeron la imagen del bibliotecario sobre dos sentidos fundamentales. De un lado, reunieron todo aquello que es, propiamente, la instrucción técnica necesaria para inventariar el material, armar un catálogo, elaborar un sistema de préstamo, conservar adecuadamente los libros, administrar los ingresos y los egresos del establecimiento, etc.. De otro, dispusieron los saberes culturales imprescindible para orientar las colecciones y, por sobre todas las cosas, al público lector. Esta formación fue, para ambos, de carácter enciclopédico. Echagüe, sin embargo, fue un poco más allá al proponer incorporar, en sintonía con la moda de la época, la psicología al estudio de los comportamientos de los lectores y la sociología para la elaboración de tipologías. Ambos autores, en definitiva, presentaron al bibliotecario como una garantía de un sistema de lectura pública en vías de profesionalización.
Conclusiones
Al finalizar este ensayo, es necesario retener tres conclusiones:
En relación con los antecedentes bibliográficos, si bien se reconoce un aumento progresivo de las investigaciones dedicadas al análisis de las bibliotecas populares y obreras, el discurso sobre la lectura elaborado por los bibliotecarios durante las primeras décadas del siglo xx es un área de vacancia. En ese contexto, se procuró elaborar un objeto de estudio a partir de unas fuentes conocidas y otras poco exploradas para trazar un primer panorama que, con posterioridad, deberá incorporar nuevos documentos, en especial aquellos que fueron producidos por las propias bibliotecas.
Por lo tanto, el recorte efectuado en este ensayo recorre la producción discursiva de quienes, desde lugares privilegiados en el campo bibliotecario, alentaron la formación de una pedagogía de la lectura montada sobre las bibliotecas populares y obreras. Ese conocimiento, aun cuando fue promovido desde posiciones antagónicas, generó un efecto dóxico, es decir, un acuerdo tácito sobre aquello por lo que merecía la pena luchar. En este caso, la formación del lectorado popular u obrero, según las instancias de nominación. Dos elementos fueron objeto de preocupación para los agentes de la época. Primero, la producción de juicios sobre la lectura, que involucró a su turno la delimitación de un horizonte cultural de preferencia y otro frente al que presentar resistencia. Así, por ejemplo, la Comisión Protectora repudió sistemáticamente desde el plano discursivo todo aquello que provenía desde las izquierdas, aun cuando en la práctica contribuyó al desarrollo de las bibliotecas alentadas por militantes socialistas. Segundo, la aparición de un consenso discursivo que se extendió sobre la faceta técnica que impone y emerge al mismo tiempo que la noción de biblioteca. Esto es: desde todos los puntos de vista ideológico e institucional, se intensificó y profesionalizó de manera progresiva pero constante el criterio biblioteconómico, el que impone un orden, un ritmo y un modo de habitar el espacio, que ya no pudo concebirse más como la reunión de libros para pasarse de mano en mano y de vecino a vecino –como definió la idea de biblioteca popular la Comisión Protectora del siglo xix–. Sostenerse en el espacio público con un discurso sobre la buena lectura implicó, para los que participaron de esas elaboraciones, pensar también en cómo hacerlos operativos en ausencia de un bibliotecario o bibliotecaria hecha en un aula.
Próximas investigaciones pueden ocuparse de profundizar cada uno de esos tópicos y observar, por ejemplo, la incidencia del positivismo y el nacionalismo en la producción de este discurso bibliotecario de la lectura o, también, analizar de forma detallada la construcción de la técnica biblioteconómica. Dominar este conocimiento se requiere para avanzar, como quedó dicho, sobre la apropiación que en cada biblioteca se hizo de él.
Referencias bibliográficas
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Documentos consultados
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* Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales. UNLP-CONICET
1 Una versión previa de este artículo fue presentada en el III Coloquio Argentino de Estudios del Libro y la Edición (Buenos Aires, 2018), bajo el título: “Saberes sobre bibliotecas y saberes sobre la lectura. Elaboraciones discursivas durante las primeras décadas del siglo XX”.
2 Marcela Coria, “Las políticas de lectura de la Comisión Nacional Protectora de Bibliotecas Populares (1933-1955)”, proyecto de tesis de doctorado, FAHCE-UNLP, La Plata, 2017. Ayelén Fiebelkorn, “Sociabilidades platenses en movimiento: bibliotecas populares frente al desafío de la cultura de masas en entreguerras”, proyecto de tesis de doctorado, FAHCE-UNLP, La Plata, 2017.
3 Ricardo González, “Lo propio y lo ajeno: Actividades culturales y fomentismo en una asociación vecinal, Barrio Nazca (1925-1930)”, en D. Armus (ed.), Mundo urbano y cultura popular. Estudios de Historia Social Argentina, Buenos Aires, Sudamericana, 1990. Leandro Gutiérrez y Luis Alberto Romero, “Sociedades barriales y bibliotecas populares”, en Sectores populares, cultura y política: Buenos Aires en la entreguerra, Buenos Aires, Sudamericana, 1995. Ricardo Pasolini, “Entre la evasión y el humanismo. Lecturas, lectores y cultura de los sectores populares: La Biblioteca Juan B. Justo de Tandil, 1928-1945”, En Anuario IEHS, n° 12, Tandil, 1997. Nicolás Tripaldi, “Origen e inserción de las bibliotecas obreras en el entorno bibliotecario argentino: fines del siglo XIX y primer tercio del siglo XX”, en Libraria: Correo de las Bibliotecas, vol. 1, n° 1, 1997.
4 Para un estado de la cuestión, remito al dossier “Bibliotecas populares y obreras en los siglos xix y xx. Libros, lectura y sociabilidad”, publicado en diciembre de 2018 en la revista colombiana Historia y Espacio (vol. 14, n° 5). Entre los trabajos que componen el número, el autor de este artículo presentó una revisión bibliográfica exhaustiva de la literatura sobre el tema en Argentina. El dossier puede consultarse en: https://historiayespacio.univalle.edu.co/index.php/historia_y_espacio/issue/view/656
5 Maurice Merleau-Ponty, La institución. La pasividad. Notas de cursos en el Collége de France (1954-1955). La institución en la historia personal y pública, Buenos Aires, Anthropos, 2012.
6 Alejandro E. Parada, Los orígenes de la Biblioteca Pública de Buenos Aires: antecedentes, prácticas, gestión y pensamiento bibliotecario durante la revolución de mayo, Buenos Aires, Instituto de Investigaciones Bibliotecológicas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 2009.
7 Javier Planas, Libros, lectores y sociabilidades de lectura. Una historia de los orígenes de las bibliotecas populares en Argentina, Buenos Aires, Ampersand, 2017.
8 Bronislaw Baczko, Los imaginarios sociales: memorias y esperanzas colectivas, Buenos Aires, Nueva Visión, 1999.
9 Profundizo cuestiones relativas a la emergencia del campo bibliotecario en: “Producción y circulación del saber en la historia del campo bibliotecario argentino”, en Información, cultura y sociedad, n° 40, Buenos Aires, 2019, pp. 53-68.
10 Comisión Protectora de las Bibliotecas Populares, Bibliotecas populares. Memoria de la Comisión de Bibliotecas Populares correspondiente a los años 1915 y 1916, Buenos Aires, Rosso, 1917. Comisión Protectora de las Bibliotecas Populares, Libros y Bibliotecas, Buenos Aires, Rosso, 1921. Comisión Protectora de las Bibliotecas Populares, Libros y Bibliotecas: acción interna, año 1, n° 1, 1926. Comisión Protectora de las Bibliotecas Populares, La Biblioteca Popular Nro. 1000, Buenos Aires, Publicación Oficial, 1925. Juan Pablo Echagüe, Libros y bibliotecas, Buenos Aires, Comisión Protectora de Bibliotecas Populares, 1939.
11 Ángel Giménez, Nuestras Bibliotecas Socialistas: notas y observaciones, Buenos Aires, Rosso, 1918. Ángel Giménez, Nuestras Bibliotecas Obreras: notas, observaciones, sugestiones, Buenos Aires, La Vanguardia, 1932. Ángel Giménez, Bibliotecas Públicas. Proyecto de ley presentado en septiembre de 1937, Buenos Aires, La Vanguardia, 1937.
12 María Eugenia Sik, “Ángel M. Giménez, bibliotecario. Apunte para una historia de las bibliotecas obreras en Argentina”, II Coloquio Argentino de Estudios sobre el Libro y la Edición, Instituto de Antropología de Córdoba, Córdoba, 21, 22 y 23 de octubre de 2016.
13 Anne-Marie Chartier y Jean Hébrard, Discursos sobre la lectura: 1880-1980, Barcelona, Gedisa, 1995.
14 Nelson Schapochnik presentó una conceptualización similar en “Livros e leitura para o povo: ascensão e decadência da Bibliotecas Populares no Império Brasileiro, 1870 – 1889”, en Historia y Espacio, vol. 14 n° 51, Cali, 2018.
15 Javier Planas, Libros, lectores y sociabilidades de lectura. Una historia de los orígenes de las bibliotecas populares en Argentina, Buenos Aires, Ampersand, 2017.
16 Ministerio de Instrucción e Instrucción Pública, Decreto sobre bibliotecas populares de 3 de julio de 1908 y mensaje explicativo, Buenos Aires, Talleres Gráficos de la Penitenciaría Nacional, 1908.
17 Nicolás Tripaldi, “Origen e inserción de las bibliotecas obreras en el entorno bibliotecario argentino: fines del siglo XIX y primer tercio del siglo XX”, op. cit.
18 Comisión Protectora de las Bibliotecas Populares, Bibliotecas populares. Memoria de la Comisión de Bibliotecas Populares correspondiente a los años 1915 y 1916, Buenos Aires, Rosso, 1971.
19 Miguel F. Rodríguez, “Discurso del presidente de la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares”, en Comisión Protectora de las Bibliotecas Populares, La Biblioteca Popular Nro. 1000, Buenos Aires, Publicación Oficial, 1925, pp. 16-17.
20 Juan Pablo Echagüe, Libros y bibliotecas, Buenos Aires, Comisión Protectora de Bibliotecas Populares, 1939, p. 57.
21 Juan Suriano, Anarquistas: cultura y política libertaria en Buenos Aires, 1890-1910, Buenos Aires, Manantial, 2008.
22 Mariana di Stefano, El lector libertario: prácticas e ideologías lectoras del anarquismo argentino (1898-1915), Buenos Aires, Eudeba, 2013.
23 María Eugenia Sik, “La creación de bibliotecas durante el apogeo del anarquismo argentino, 1898-1905”, en Historia y Espacio, vol. 14, n° 51, Cali, 2018, pp. 49-74.
24 Pablo Buchbinder, “Vicente Quesada, la Biblioteca Pública de Buenos Aires y la Construcción de un espacio para la práctica y la sociabilidad de los letrados”, en Aguirre y Salvatore, ed. Bibliotecas y cultura letrada en América Latina: siglos XIX y XX, Lima, Pontificia Universidad Católica, Fondo Editorial.
25 Esta observación debe considerare para examinar otras formas de oposición. Como puede deducirse de las referencias negativas que los miembros de la Comisión Protectora manifestaron en 1925 sobre el soviet ruso, los desarrollos bibliotecarios ligados al Partido Comunista quedaron al margen de la política estatal. Y en sentido inverso, el partido se mantuvo rígido en términos de oponer la biblioteca obrera a la biblioteca popular, a la que consideraban un instrumento que contribuía a fijar la cultura burguesa. Las bibliotecas del Partido Comunista circunscribían su oferta literaria a un selecto grupo de lecturas vinculada con la cultura marxista y, en menor proporción, con las novelas de tintes sociales típicas de finales del siglo XIX. Con el golpe de Estado de 1930 y la persecución del partido, las bibliotecas se vieron forzadas a pasar por un período a la clandestinidad, del que comenzaron a recuperarse de manera progresiva dos años después. Sobre estas bibliotecas, remito a Hernán Camarero, A la conquista de la clase obrera: los comunistas y el mundo del trabajo en la Argentina, 1920-1935, Buenos Aires, Siglo xxi, 2007.
26 Ayelén Fiebelkorn, “Miradas de inspección: las bibliotecas populares del partido de La Plata según los informes de la Comisión Protectora, 1919-1945”, en Historia y Espacio, vol. 14, n° 51, Cali, 2018.
27 Para el concepto campo, remito a Pierre Bourdieu, “Algunas propiedades de los campos”, Campo de poder, campo intelectual. Itinerario de un concepto, Buenos Aires, Montressor, 2002.
28 Sobre las colecciones “Cultura Argentina” y “Biblioteca Argentina”, y sus relaciones con el campo de la lectura y los esfuerzos por construir un canon, remito a Fernando Degiovanni, Los textos de la patria. Nacionalismo, políticas culturales y canon en Argentina, Rosario, Beatriz Viterbo, 2006.
29 Javier Planas, “Hacer las reglas del hacer: concepciones y rutinas en los reglamentos de las bibliotecas populares en la Argentina (1870-1875)”, en Revista de Historia Regional, vol. 19 nº 1, Ponta Grossa, 2014, disponible en: https://www.revistas2.uepg.br/index.php/rhr/article/viewFile/6117/4095
30 Juan Túmburus, El Bibliotecario Práctico, Buenos Aires, La semana médica, 1915.
31 Luis Figuier, Exposición e historia de los descubrimientos modernos, Santiago de Chile, Imprenta de Julio Belin I Cía, 1854.
32 Alfredo Navarrro Menéndez, Guillermo Olagüe de Ros y Mikel Astrain Gallart, “Ciencia, positivismo e identidad en el cono sur: la participación argentina en los proyectos documentales contemporáneos (1895-1928)”, en Hispania, vol. 1, n° 210, Madrid, 2002.
33 Nicanor Sarmiento, Historia del libro y de las bibliotecas Argentina, Buenos Aires, Imprenta Luis Veggia, 1930.
34 Alejandro Parada, “Manuel Selva y los estudios bibliográficos y bibliotecológicos en la Argentina. Tributo a un maestro olvidado”, en Boletín de la sociedad de estudios bibliográficos argentinos, 1997 (separata).
35 Luis Ricardo Fors, “Bibliotecarios y archiveros”, en Boletín de la biblioteca, n° 64/67, 1904.
36 Argentina, Congreso de la Nación, Diario de sesiones de la Cámara de Diputados: 1908, Buenos Aires, Establecimiento Tipográfico “El Comercio”, 1908.
37 Stella Maris Fernández, “La formación profesional del bibliotecario en la Facultad de Filosofía y Letras: 74 años de existencia”, en La investigación, las bibliotecas y el libro en cien años de vida de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires, 1996.
38 Reinaldo José Suárez, “Birabén, precursor de la clasificación decimal y de la enseñanza bibliotecaria”, en Boletín Bibliotecológico de La Plata, n° 1, 1980.
39 La reseña de estos eventos puede consultarse en Nicanor Sarmiento, Historia del libro y de las bibliotecas Argentina, Buenos Aires, Imprenta Luis Veggia, 1930.