María Virginia Castro, A propósito de Néstor Perlongher, Correspondencia
PDF

Palabras clave

Néstor Perlongher
Correspondencia

Resumen

A propósito de Néstor Perlongher, Correspondencia, Buenos Aires, Mansalva, 2016, 251 pp.

Las cartas enviadas por Perlongher entre los años 1976 y 1992, de las cuales ya habíamos tenido oportunidad de leer aquellas remitidas a su amigo Osvaldo Baigorria entre 1978 y 1986 en Un barroco de trinchera (Mansalva 2006), fueron compiladas y anotadas por la investigadora Cecilia Palmeiro y publicadas en abril de 2016, por la misma editorial. Contra la ambición que trasunta el título (“Correspondencia”) es justo señalar que no se trata de todas las cartas escritas por Perlongher entre los años mentados, sino las conservadas a lo largo del tiempo por una copiosa red de colegas, conocidos y amigos. La lectura del conjunto da una imagen polifacética del autor de Austria-Hungría. El que escribe es, qué duda cabe, un escritor, pero también un activista de la disidencia sexual, un tesista doctoral acosado por los protocolos académicos y su propio tedio, un antropólogo, un cronista del desbunde y el paisaje brasileros, un latinoamericano estrepitosamente infeliz en la llamada “ciudad luz”, y un místico ocasional. También, a partir del 26 de noviembre de 1989, cuando Perlongher —en una carta a su íntima amiga Sara (“Sarita”) Torres— confiesa la aparición de aftas en su lengua, las misivas comienzan a participar de manera creciente del subgénero “crónica del sidario” practicado por, entre otros, Pedro Lemebel (y felizmente perimido con la aparición del cóctel en 1996 que hizo del HIV una enfermedad crónica tratable).

Dos cartas intercambiadas entre Reinaldo Arenas y Néstor Perlongher presentes en la antología de Palmeiro remiten precisamente al rasgo fragmentario del género epistolar que mencionábamos arriba, que, junto con su carácter de instrumento de comunicación escrita, dialógica y diferida entre espacios distintos (Cfr. Barrenechea 1990) ya debería ser aceptado como su tercer “invariante genérico”. En efecto: las respectivas familiaridades y confesiones que salpican estas dos misivas conservadas (de Arenas a Perlongher, con fecha del 16/11/1984, de Perlongher a Arenas, con fecha del 10/10/1985) nos habilitan a hipotetizar que son, apenas, esquirlas de un intercambio tanto más extenso, hoy perdido. En otras palabras: el género epistolar es siempre indicial. No hay “correspondencias completas” (así como no existen las “obras completas”), sino simplemente “cartas (conservadas)”: vestigios de una gigantesca red de sociabilidad que, como una crisálida, envuelve a cada individuo —por misántropo que éste haya sido, por poco dado a socializar con sus pares— y sólo la muerte puede romper.

Y no sólo disponemos de “restos” —en el sentido de “ruinas”— para inferir esta construcción dialógica total, sino que, en tanto lectores avisados, nunca deberíamos olvidar el hecho de que la mayor parte de las veces los epistolarios que llegan a nuestras manos han debido atravesar una serie de cribas y censuras —por parte de su productor directo, o bien de sus herederos y albaceas, o bien por parte del editor responsable de “hacer libro” de un puñados de cartas— previamente a la instancia de publicación.

Lo señalado nos lleva una segunda consideración poco menos que crucial al momento de abordar las cartas remitidas por agentes que son escritores profesionales, que participan —aunque no completamente— del universo de los “epistolarios de los hombres ilustres” (denominados así en oposición a los llamados “epistolarios ordinarios” que tanto fervor han suscitado entre los defensores de la “nueva historia”). Tal como lo señalaba Laura Fernández Cordero en un trabajo publicado en el n° 14 de Políticas de la Memoria, las cartas nos obligan a reconsiderar ese tramposo hiato interior-exterior (en alguna de sus versiones más remanidas: público-privado, individual-social). En efecto: las “cartas de escritor” siempre se envían —como las de los “hombres ilustres”— teniendo como horizonte un destino público y la posteridad. No son una mera excrecencia de la vida íntima ni un reflejo de la interioridad ni la periódica reafirmación de un pacto epistolar (el secreto) entre dos seres que nosotros como lectores vendríamos a violentar, sino —en el caso específico de los escritores— el espacio per se de enunciación del “proyecto escriturario” y un laboratorio estilo. Al respecto, podría afirmarse de manera quizá algo temeraria que, habida cuenta de la cantidad de epistolarios de hombres de letras que fueron a imprenta desde fines del siglo XVIII, hoy en día la “carta de escritor” es un género literario consolidado, con sus reglas y sus grandes modelos. En el caso de Perlongher, es claro el gesto de estar escribiendo para “la posteridad” cuando, luego de pasar al ordenador como herramienta de escritura, afirma solemnemente en una carta a su amiga Beba Eguía que “Ahora todo lo que escriba quedará registrado para siempre en el disco duro”.

Pero las “cartas de escritor” no son sólo un género literario, sino también campo de acción y de estrategia. De manera prototípica, en ellas se habla del aspecto más crasamente material del quehacer literario: con qué dinero y cómo solventar una publicación, dónde y con quién editar, a quién pedir una contratapa o un subsidio. También en ellas se trafica información sensible: se piden y otorgan direcciones postales de terceros más poderosos (como editores, directores de revistas en las cuales se pretende publicar, o pares ya consagrados). Se tejen alianzas, se rinde pleitesía, se conspira. Las cartas enviadas por Perlongher en la era predigital frecuentemente están acompañadas por pedidos urgentes de revistas y libros. El poeta y antropólogo se desespera porque no le llegan ejemplares de las revistas con las cuales colabora, ni los diarios donde aparecen reseñados sus libros. Escribe desde el Brasil pero —porque las bases no están, como ocurre hoy, “en línea”— daría lo mismo estar sobre un iceberg en el Polo Norte, ya que depende de sus amigas más fieles —Beba Eguía y Sara Torres— para que ellas busquen y le envíen por correo postal las bases en formato papel de, por ejemplo, la beca Guggenheim, que finalmente ganará. Last but not least, las misivas de escritores son el espacio típico de la lectura compartida. Perlongher envia fotocopias y ejemplares de sus libros; recibe y comenta títulos de, entre varios, Reinaldo Arenas, Tamara Kamenszain y Ricardo Piglia. Casi siempre, estas “lecturas compartidas” aparecen regidas por la lógica del don.

Más allá de la considerable cantidad de destinatarios que aparecen en esta antología, sobresalen sin duda las cartas enviadas a quienes seguramente fueron las dos amigas más fieles de Perlongher: Sara Torres y Beba Eguía. En ellas, el estilo neobarroso típico de Perlongher se vuelve dicharachero y límpido. Las frases aparecen escritas sin cálculo, descarnadas, animadas por la ternura filial, un despotismo dulce, los escarceos del chisme, la música de la conversación. Perlongher cuenta con ambas y solamente con ellas para tener casa y comida cada vez que visita Buenos Aires, para que rueguen por su salud, para que se alegren verdaderamente por sus logros académicos y literarios y se apiaden de sus fracasos (sólo amorosos). La mera exhumación de estas cartas, que se recortan del todo como una bella joya de fantasía, justificaría la aparición de este libro, que celebramos.

María Virginia Castro
(CeDInCI/UNSAM)

 

PDF

Descargas

La descarga de datos todavía no está disponible.