Nuestra tía abuela Natalí
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Palabras clave

Marcelo M. Benítez
Frente de Liberación Homosexual (FLH

Resumen

Nuestra historia está llena de silencios, ya lo hemos dicho tantas veces, de borrones, de confusiones.

Nuestra historia ha sido escrita en partes médicos y expedientes policiales. 

Pero (a la vez) tenemos una historia oral tan rica como las lenguas mismas que la han mantenido viva. Y con besos y escupidas la hemos ido transmitiendo durante generaciones y degeneraciones.

 

En las vías de un tren, tras las bambalinas de un barcito, en la espesura de un baño público, por ahí recorre como tejiendo nuestra historia desviada. ¿Qué es lo que se olvida y qué es lo que permanece en nuestra memoria?

 

Hay momentos dolorosos que aunque sean significativos, una parte nuestra decide olvidar. La memoria entonces se transforma en un ejercicio constante, en un esfuerzo, en una disciplina, en un arte. Hay un gesto, un momento, un instante en que un niño trolizón decide que aquel volante que encontró de una agrupación gay anónima en un baño público a los 13 años y se metió al bolsillo era un tesoro y no basura. Y sin saberlo comenzaría un largo recorrido por la memoria y la mariconez. ¿Por qué recordamos lo que recordamos?

 

El trabajo de Juan Queiroz respecto al archivo es trabajo de hormiga tejedora, pero es también un trabajo de amor y ternura. Y no la ternura pensada como una estética artificiosa representada por un oso de peluche con collar de púas o texturas blandas y colores pasteles. No. Juan plantea una ternura que es capaz de ver en lxs otrxs heridas y no enemigos, de ver historias y no excusas, de ver personas y no posibles formas de reeditar la muerte o la vida de un otrx.

 

Escondida en mi madriguera durante la pandemia le abrí mi ventana, a él que genuinamente veía en mi trabajo una belleza que en ese momento ni yo mismo podía ver del todo. 

Hablamos durante horas a kilómetros y metros de distancia, sin habernos tocado.  Hablábamos sobre el trabajo del archivo, sobre su historia, sobre la mía, sobre mi abuela y la suya, los cafés en Belgrano y las misas en Estación Central, las estampitas de santos, las revistas pornográficas de los 80, las Nexo de los 90, las teteras, nuestros amores, los miedos al contagio, los otros contagios, sobre Chile y el FLH, sobre la Lola Puñales, sobre la Hugo, sobre Bianca, sobre nuestro mundo, sobre la casa en calle Paraná, sobre la malvadisima trinidad de Eros, sobre Natalí. 

Natalia Sedova era la esposa de Trotsky, pero también el nombre de guerrilla de Marcelo Benítez. Juan habla de Marcelo con amor, le llama Natalia, Natalí, y abre heridas que muchas mariconas compartimos. ¿Con qué revolución soñaba Benítez, tan hosca y compleja, en sus últimos años?

 

El 20 de julio del 2022 Juan Queiroz llamó a Marcelo Benítez para desearle un feliz día del amigo. Pero Marcelo no le contestó. 

El día anterior habíamos estado hablando sobre qué hacer con las imagenes de maricones anónimos tomadas por médicos, policias y psiquiatras. 

Hablamos acerca del humor como sobrevivencia. La fotografía también como otra forma de sobrevivir en el tiempo, posando como la diva que se les prohibió ser. 

 

—Pero desde el punto de vista del archivo: ¿no es poco ético? —me pregunta Juan—. Estoy un poco en contradicción porque las fotos de las UMAP, son de maricas que están posando, pero fueron sacadas en un contexto de horror, están posando y riéndose, pero es un poco fuerte, viste. 

¿Y qué hacemos con esas fotografías? ¿Qué hacemos con esas historias en este contexto en que estamos plagadas de imágenes? 

Esa es la primera de muchas  preguntas que nos plantea Juan sobre ética y humanidad en el archivo.

Una pregunta con una profunda carga de humanidad. Que nos hace al menos parar un segundo y revisar nuestras prácticas archivísticas. Hasta hoy no tengo una respuesta, tal vez no es necesario tenerla del todo.

 

Juan vuelve a llamar a Marcelo, pero nadie responde. Rápidamente, Juan se pone un abrigo y maneja rápido para llegar a Avellaneda. 

Muchas veces Juan me habló de Marcelo, como quien habla de una tía a la que cuida.
Una tía a la que todas las demás sobrinas dejaron de ver, pero ella insiste en visitarla, en conversar con ella, en llamarla para los días especiales, porque aunque el orgullo se lo impida decir, a esa tía algo huraña le importan esos detalles, y mucho. 

 

Juan es quien busca en los álbumes familiares y rescata las fotos de aquella tía que nadie recordaba. Que los demás la consideraban la tía que es solita, no ven que ella es solita. Juan busca en esas historias un rescate propio, es capaz de ver un tesoro, árbol y semilla en donde otros solo ven papeles sucios. 

 

Juan le hablaba a Marcelo de mí, como le hablaba de la Bellucci, de Ivana, de Bianca o de Mil. Con una familiaridad que se ve pocas veces. Que no está sujeta a afectos ficticios vestidos de intereses financieros o de acumulación de capital simbólico, académico o social. 

Juan ha sabido abrazar a todas estas incómodas, mujeres y mariconas tan distintas pero que tienen en común el margen sucio de una ventana mal cerrada, todas esas que estamos siempre a punto de ser olvidadas. Eso hace Juan. Un archivo de vida y no de panteón.  No espera que alguien haya muerto para interesarse en él. Juan hoy no está aquí, pero es el único de todos nosotros que estuvo con Marcelo. 

 

Desde que murió su mamá, Marcelo vivía sola en la misma casa en la que creció. Ahí fue donde se reunió tantas veces la malvadísima trinidad de Eros, me cuenta Juan. 

Juan conoce cada esquina de Buenos Aires, conoce cada rayado en el muro, cada papelito callejero con el número de una puta, cada historia que se esconde entre los  zaguanes y las cunetas. 

—Querida, mirá: aquí en este edificio se hacían reuniones del FLH.  

Miramos hacía dentro con la esperanza de volver en el tiempo y ver entrar a las maricas entre risas clandestinas. 

—En esta esquina repartieron volantes en febrero del 73 —me dice Juan afuera del Florida Garden. 

—En ese bar nos íbamos con Bianca y todas las maricas a desayunar algo después de Bunker. 

 

Wanda o Vanda es el nombre de un género de orquídeas nativas del sudeste asiatico. También es el nombre que Bárbara Bianca LaVogue le puso a Juan Queiroz una noche en el bar El Olmo en la esquina de Santa Fe y Pueyrredón, hace más de 25 años. 

Me gusta recorrer la ciudad con Juan y sentir que Buenos Aires aún no se acaba, que sigue aún más allá de sus fronteras. Que existen subterráneos que aún no se han abierto, esperando quien encuentre sus tesoros. 

 

Juan llegó a la casa de Marcelo por primera vez luego de verlo en el documental Rosa Patria, de Santiago Loza. Natalia apareció de espaldas a la cámara de su amiga Rosa, eran sus nombres de guerrilla.

En ese momento algo conectó la historia de Juan con aquella marica de voz metálica entre penumbras. Juan la buscó y la buscó hasta que la encontró perdida entre cientos de libros comidos por las polillas, periódicos viejos y recuerdos de su madre, el sexo y la política.  Parecía una flor marchita en la estepa rusa.  Pero, desde ese momento, Juan la regó y cuidó, sacó la maleza y se sentó con ella todos los fines de semana durante mucho tiempo. Y florecieron juntas: Wanda comenzó de a poco a reconocerse como un investigador, y a valorar el trabajo de años, y Natalia volvió a ser un lirio rojo del valle en lo alto de su montaña.

 

Juntas descubrieron que aquel vínculo ya existía, que ya hacía años un verano del 84 Wanda había leído a Natalia, “El homosexual y la familia”, en la revista Diferentes, y algo le había atravesado su corazón de marica adolescente. En aquel texto Marcelo hablaba sobre cómo la familia heterosexual solía reaccionar frente a la salida del closet de un hijo homosexual, y fueron esas palabras las que le dieron fuerza para enfrentar a su familia con la noticia.

 

Juan llegó a la casa de Marcelo y la encontró desvanecida en el piso. Con el mate frío en la mesa y el azúcar en el suelo como si fuesen un último ritual. 

Tantas veces las mariconas viejas bordan con telarañas sus miedos, y se preguntan quién se acordará de ellas si un día no despiertan más.  Juan, aquel día del amigo se acordó. 

Hay tantas y tantas maricas que han sido borradas y condenadas al ostracismo o al olvido como Marcelo, como la Hugo, Juan Carlos Vidal o la Flor de Siria. Y a todas ellas Juan les ha dado la dignidad, la ternura y el cuidado que merecen en nuestra historia.

 

Juan Queiroz tomó la memoria de Marcelo Benítez y la plantó en tierra fértil, antes que los jotes persiguieran el olor de la muerte. En su cuerpo plantó una semilla y esa semilla brota para que hoy Marcelo siga vivo entre nosotros.

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