Victoria Ocampo

Resumen

Aunque es quizás la escritora argentina más retratada del siglo XX, no hay fotos de Victoria Ocampo durante el último tramo de su vida. Celosa de las inigualables imágenes de juventud y madurez que le procuraron los pintores de moda del smart set europeo y los más destacados fotógrafos contemporáneos, Ocampo se resistió sistemáticamente a ser retratada en el final. Cuenta Sara Facio que a comienzos de los años setenta le pidió en varias oportunidades que le permitiera tomarle algunas fotos, a lo que Ocampo se negó de un modo categórico e implacable hasta el último día. Admiradora de su obra literaria, la fotógrafa lamentó especialmente que no aceptara participar de Retratos y autorretratos, el primer libro de escritores que publicó, junto a Alicia D’ Amico, en 1973. Aun cuando el proyecto del libro debió resultarle atractivo —las fotos se publicarían precedidas por la reproducción de la firma y de un texto autobiográfico de cada uno de los escritores invitados— Ocampo, que para ese momento superaba ya los ochenta años, se mantuvo inflexible en su resolución de no integrar la antología. “[…] no creo ser [mal educada] al decirle que por nada de este mundo me dejaría fotografiar.” “Persiste mi repugnancia a dejarme fotografiar”, le escribía a Sara Facio, mientras con humor le sugería que, en lugar de su imagen, utilizaran la de un busto que le había hecho un escultor alemán, especialista en animales.[1] Para excusarse de esa negativa y sobre todo para que Facio no creyera que se trataba de una decisión arbitraria y circunstancial, tomada simplemente en su contra, solía mencionarle los nombres de muchos otros fotógrafos muy conocidos a los que se había negado antes. “Hoy detesto que me fotografíen. Veo una cámara apuntándome y me dan ganas de pegar. […] Te juro que me revienta que quieran fotografiarme. Mirá mis fotos anteriores y ¡abstenete!”.[2] La situación la irritaba sobremanera. Su cólera era la respuesta espontánea a un requerimiento que amenazaba resentir las intenciones y propósitos que habían impulsado su carrera literaria desde el comienzo. Como Florentina Ituarte, la hermana de su bisabuela que al envejecer mandó a descolgar todos los espejos de su casa, Ocampo quería preservar la imagen que había tenido hasta determinada edad. Sabía desde la desaparición de Steerforth, el amigo de David Cooperfield, que lo que la muerte tiene de “más devastador es que comienza antes de llegar, en plena vida”.[3] Fiel a la creencia de los autobiógrafos tradicionales, confiaba en las posibilidades retóricas y gráficas de conjurar sus efectos, dejando establecido cómo se la debería recordar en adelante.

https://doi.org/10.47195/17.49
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