Juan Guillermo Gómez García, A propósito de Andrés López Bermúdez, Jorge Zamalea. Enlace de mundos. Quehacer literario y cosmopolitismo (1905-1969)
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Colombia

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A propósito de Andrés López Bermúdez, Jorge Zamalea. Enlace de mundos. Quehacer literario y cosmopolitismo (1905-1969), Bogotá, Universidad del Rosario, 2014, 584 pp.

La tesis doctoral de Andrés López Bermúdez que se publica bajo este título, constituye una contribución (casi) conclusiva, de mérito excepcional, en los estudios de la historia intelectual colombiana. La biografía intelectual sobre el escritor bogotano Jorge Zalamea Borda, nacido en el marco de la Plaza de una Bogotá al principio del siglo XX, como atada a las más rancias tradiciones señoriales, y muerto sesenta y cinco años después, en medio de una sociedad que había experimentado los más profundos cambios pensables en este lapso, es una radiografía apasionante del hombre, del oficio del escritor, de la sociedad que lo hace posible y trata de negarlo, de la situación límite, en los más diversos escenarios públicos en los que actúa y desea vehementemente influir con sus escritos, con su fuerte personalidad moral y sus armas asociativas.

La tesis doctoral de Andrés López hace parte ya de las biografías intelectuales más destacadas, como Andrés Bello: la pasión por el orden de Iván Jaksic, Vida de Sarmiento de Allison Williams Bunkley, Un escritor entre la gloria y las borrascas: vida de Juan Montalvo de Galo René Pérez, Horizonte humano: vida José Eustasio Rivera de Eduardo Neale-Silva, La introducción del pensamiento moderno en Colombia. El caso de Luis E. Nieto Arteta de Gonzalo Cataño, o Gabriel García Márquez, una vida de Gerald Martins —llena de exotismos.

Jorge Zalamea, tal como queda retratado en la investigación de López Bermúdez en sus múltiples facetas, es el hombre del cambio, el escritor que afronta la vertiginosa transformación de una sociedad —de la sociedad señorial a la sociedad de masas—, que sueña dirigir a la luz de sus ideales liberales y que se empeña en enfrentar con todos sus vicios, traumas y rémoras. El problema de este empeño biográfico, primer escalón de una historia intelectual, no es tanto motivar al lector a seguir un periplo vital cumplido y ejemplar —la llamada “ilusión biográfica”—, sino el de ver los quiebres y discontinuidades de la vida “heroica” de un escritor en medio del abrupto cambio que se opera en los moldes convencionales de la época en que nació, dominados por la reacción conservadora ultramontana de Miguel Antonio Caro y compañía (1885-1930).

Hoy no es difícil a los colombianos imaginar esa sociedad parroquial dominada por una élite cerrada, pagada de sus privilegios reales, virtuales o sobre todo fingidos, que domina una masa de mestizos que vivían o vegetaban literalmente en la miseria, corroída por la ignorancia, la desnutrición y la sífilis (el 70% la padecían). La Atenas Suramericana era todo lo contrario que consagró el ultraconservador santanderino Marcelino Menéndez y Pelayo. Era en verdad una cloaca, mal iluminada, sin alcantarillados, insegura.

Pero al margen, o por encima de esta masa social, estaba la otra sociedad minoritaria, compuesta casi toda de blancos —se estimaban hispano-descendientes—, que se cultivaban desde la infancia en la casa y colegios particulares en el dominio del latín, las literaturas clásicas y españolas del Siglo del Oro, que observaban las normas éticas del catolicismo estrictamente, y seguían los consejos de Rafael María Carrasquilla en Ensayo sobre la doctrina liberal —versión nacional del furibundo libro de Félix Sardá y Salvany El liberalismo es pecado. En esta cima social, como señorito bogotano, nació Zalamea, pero no ha de morir adscrito a su origen social y a la orientación dominante de su clase —como suele mayoritariamente suceder.

Jorge Zalamea llega al mundo el año en que el general Rafael Reyes sube a la presidencia. La pesadilla de la Guerra de los Mil Días y la pérdida de Panamá requerían una reconducción de la nación. Esa presidencia quiso conciliar los términos de los feroces odios bipartidistas y tomar conciencia de que, ante el poderío norteamericano, había que jugar con las cartas de unas reformas decisivas, por encima de los partidos. La nación colombiana a principios del siglo XX estaba literalmente destrozada y amenazada seriamente de seguirse fragmentado. Quizá el signo de este cambio lo refleja, en el plano intelectual o campo que más nos incumbe, la aparición de la Revista Contemporánea, dirigida por Baldomero Sanín Cano, o el libro del general Rafael Uribe Uribe Por la América del Sur.

Jorge Zalamea, nos lo recrea Andrés López, nace en un caserón de la Plaza de Bolívar, de cuatro pisos, “pretenciosamente moderno”. Él mismo poeta nos recuerda su balcón, luego cómo desde allí veía un árbol que se semejaba un velero. Niño privilegiado, desde muy temprano Zalamea se asomó al universo de la lectura. La fantasía infantil fue estimulada por las aventuras de Emilio Salgari y la saga de Pinocho. La figura de Chaplin también suscitó su asombro. En el colegio fundó un periódico.

La primera incursión pública de Zalamea a la vida literaria fue como integrante de Los Nuevos. El grupo literario —en que participaron los Lleras Camargo, León de Greiff, Luis Tejada, Luis Vidales, Rafael Maya o Germán Arciniegas— se pretendió nuevo frente a los Centenaristas y crearon la revista Los Nuevos (1925). Las lecturas representativas, que nos anota el investigador López Bermúdez, son Maurrás y Barrés, Gide, Valéry, Rimbaud, Mallarmé, que en todo caso no aseguraba una cohesión de ideas o un propósito definido.

La heterogeneidad de la agrupación hizo posible que allí también figuraran Silvio Villegas, Jorge Eliécer Gaitán, Gabriel Turbay y Darío Echandía —muchos de los cuales vendrían de la provincia a la capital—, que serían los protagonistas de ideas, sucesos y corrientes totalmente opuestas en la vida pública en las décadas siguientes. Como dice López Bermúdez quizá solo Zalamea y De

Greiff fueron los dos escritores que supieron mantener más firme, en las décadas posteriores, la jerarquía y los anhelos renovadores estéticos de la agrupación literaria Los Nuevos.

De mayor interés es, para el lector hoy, el primer periplo de Zalamea como artista vagabundo por Centroamérica, México y España. La ruptura juvenil con la parroquial Colombia, lo lleva a Costa Rica y Guatemala. Ese primer viaje, pues, esa asignatura del intelectual —que desde el Wilhelm Meister de Goethe— le resulta constitutiva en su formación: es el viaje a tierras lejanas, donde conoce otras gentes, otros intelectuales y otras mujeres, es decir, los insumos fundamentales de una cultura más ampliada. El joven apasionado Jorge Zalamea inicia así tempranamente el viaje que le fue posible a Baldomero Sanín Cano solo viejo, a José Eustasio Rivera solo para morir en Nueva York, a J. A. Osorio Lizarazo para servir a Perón y Trujillo, o se le negó a Tomás Carrasquilla por quiebra o a Miguel A. Caro —tal vez por empecinamiento anacrónico.

El viaje de Jorge Zalamea es tratado aquí no como episodio turístico, sino precisamente como lo que es: una institución intelectual. Es el viaje que nos libera de los prejuicios o que debe contribuir a ello. Para la época —y quizá hasta hoy— era una institución para los privilegiados que generalmente lo usaba, según lo recuerda Ángel Rama, para echarse definitivamente a perder. El viaje es en Zalamea lo que fue para Bello, Bolívar, Sarmiento, Montalvo, Rubén Darío, Martí, Joaquim Nabuco, González Prada, Picón Salas o Alfonso Reyes, es decir, la ocasión de aprender, abrir horizontes intelectuales, ponerse al tanto de experiencias inéditas e inusitadas, en todo caso, imposibles de vivir en nuestro estrecho medio. El viaje es en Zalamea, como es aquí tan profusa y seriamente documentado, la prueba de fuego para definir una vocación prematura y sentar las bases de una actividad literaria de gran significación para Colombia.

Zalamea entabla en ese primer periplo viajero fuertes amistades en México con Xavier Villaurrutia, Jaime Torres Bodet, Carlos Pellicer o Gilberto Owen —particularmente con este. Tras retornar a Colombia de este viaje desde agosto de 1925 a abril de 1927, se decide a publicar su primera obra El regreso de Eva, que “le tomó ocho años de trabajo”. No gozó, con todo, esta pieza dramatúrgica de aceptación. Zalamea, como contrapartida, se consagra a la crítica literaria, con un ánimo profesional casi inédito en nuestro medio —a excepción de Sanín Cano o Carlos A. Torres.

Viaja a España —quizá agotado del medio provinciano— a finales de ese mismo año. Allí va a cimentar su personalidad intelectual y su obra literaria. La estrecha amistad con el poeta, universalmente reconocido, Federico García Lorca, es parte del inventario de esos años en la Península. Lo es también su labor como traductor del inglés, francés e italiano, seguida con interés puntual. Zalamea traduce a Joseph Conrad o D’Annunzio. Se esconden sus traducciones bajo el nombre de Ricardo Baeza, quien gozaba de gran prestancia en la escena literaria peninsular y gracias a ello puede cobrar más.

Pero fue sin duda la amistad con García Lorca, quien le dedica su “Poema de la soleá, tierra seca”, una fecunda ocasión en el curso de la consolidación de la personalidad literaria de Jorge Zalamea en tierras españolas. Esta amistad, anota López Bermúdez, fue “entrañable y afectuosa”, el mismo poeta bogotano lo llama “el mejor de mis amigos”. La correspondencia íntima entre ambos —en que se intercambia penas, pesares y proyectos líricos— y los testimonios de contemporáneos certifican la especial relación que los unía. También esta amistad mantuvo y amplió el amor de Zalamea por el teatro. En la estancia de España, que se prolonga hasta 1932 fecha en que es nombrado diplomático en Londres hasta 1934, Jorge Zalamea contrae nupcias con la bella, inteligente y a la postre trágica Amelia Costa.

Este cargo diplomático, cuyas funciones parecen difusas —¿qué hace en realidad un agregado cultural?—, le permite intercambiar favores, por ejemplo con Germán Arciniegas, de cuyo libro El estudiante de la mesa redonda, recibe cincuenta ejemplares que distribuye entre sus amistades españolas, como Unamuno, García Lorca, Ortega y Gasset, Recasens Siches, etc. También hace leer a su amigo García Lorca La marquesa de Yolombó de Carrasquilla, quien a decir del mismo Zalamea, “quedó deslumbrado”. Arciniegas a su vez distribuyó en Bogotá, como compensación, el folleto De Jorge Zalamea a la juventud colombiana.

Este segundo periplo viajero, concluye en 1934. Zalamea había ya absorbido la sustancia cultural de Europa que lo habilitaba como un gran conocedor de espacios literarios, de ideas, corrientes en América Latina y Europa. Tenía 29 años y se alistó en las filas de la alta burocracia del gobierno de López Pumarejo —el único en el siglo XX que ensayó y puso en práctica políticas modernizadoras a una elite sustancialmente retrograda, de inmensas injusticias y fuertemente aferrada a los dogmas católicos— y colmó así uno de sus sueños de hombre de letras.

Los servicios, como intelectual comprometido, en el gobierno de la “Revolución en marcha”, como se conoce este periodo, cuyo impulso se concentró entre abril y diciembre de 1936, se resumen en su participación en la Comisión de Cultura Aldeana, de la que surgió su monografía El Departamento de Nariño: esquema para una interpretación sociológica; y en sus cargos en la Secretaría del Ministerio de Educación y de la Presidencia de la República. La relación con el curtido líder liberal López Pumarejo —había nacido en Honda en 1886— fue definitiva para asumir el rol distintivo en el marco público nacional: Jorge Zalamea como un combatiente de las ideas liberales de renovación social. La puntual realización que lo distinguió y que fue para Zalamea permanente motivo de satisfacción: la colaboración en la creación de la Universidad Nacional de Colombia, hito decisivo en la vida universitaria y académica del país —la vieja Universidad Nacional de 1867 de Manuel Ancízar había prácticamente dejado de existir bajo la Regeneración.

Entorno a la construcción de la Ciudadela Universitaria o Ciudad Blanca, creada en 1936 con el diseño del arquitecto y urbanista alemán de la Escuela de Bauhaus, Leopoldo Rother, se formó una batalla campal de ideas. Mientras la Iglesia y El Tiempo se opuso —lo que no obsta que Eduardo Santos haya ayudado al jesuita Félix Restrepo a conseguir la sede de la Universidad Javeriana, pilar anti-liberal o anti-lopista— a la creación de la Universidad Nacional y argumentan ateísmo o despilfarro, Zalamea mantuvo firme su defensa de la educación pública superior.

Al tiempo que cumplía sus funciones públicas, Zalamea no desaprovechó para promocionar su obra, difundirla en América Latina en Perú con Luis Alberto Sánchez, en Chile con Pablo Neruda, en Argentina con Victoria Ocampo. Fue esta deslumbrante actuación pública, en un escenario encendido de pasiones políticas, trampolín para su figuración literaria y ocasión para su fama literaria.

La década de los cuarenta es para Zalamea más bien época de tertulias y debates literarios. En ellos se destaca su defensa de la agrupación poética Piedra y Cielo, en cuya cabeza se pone Eduardo Carranza. Publica su “ensayo filantrópico” como lo califica Andrés López El hombre, náufrago del siglo XX, y sobre todo son sus intensos y no menos duros —afectivamente: se suicida su mujer— años como embajador en México, a partir de 1943 durante el segundo periodo presidencial de López Pumarejo. Entra Zalamea allí en contacto con el connotado ensayista Alfonso Reyes, para quien gestiona la Cruz de Boyacá, y con Daniel Cossio Villegas, el director del Fondo de Cultura Económica, con quien diseña un listado de posibles obras colombianas que no van a ser, a la postre, publicadas —la no publicación de autores colombianos en el Fondo confirma el aislamiento cultural del país en esas décadas decisivas de modernización urbana y rezago político atávico. Publica la edición mexicana de La vida maravillosa de los libros. También son años de cocteles y excesos de bohemia, de angustia existencial.

El papel que cumplió Jorge Zalamea, años después, tras su retorno de Embajador en México, luego del asesinato de Gaitán y la amenaza del ascenso del obseso franquista Laureano Gómez al poder, que tenía los visos de una hecatombe del proyecto liberal, cobra el aspecto de una lucha abierta, de vida o muerte. Zalamea fue en los años oscuros de las dictaduras de Mariano Ospina Pérez —cierra el congreso en 1949 y militariza buena parte de las poblaciones colombianas que da origen a un cadena de violencia que aún no ha concluido— la voz de la disidencia. Fue perseguido, estigmatizado, encarcelado. Tuvo que dar el paso de huir del clima asfixiante del país, dominando por la mal llamada Violencia: era esta una maquinaria de terrorismo de Estado, impulsada y profundizada directa y abiertamente por Laureano Gómez para borrar de la fase de la tierra colombiana el liberalismo y restaurar una Cristilandia a sangre y fuego.

En Buenos Aires como exiliado, se topa Jorge Zalamea, en realidad, por intermediación del poeta de filiación comunista Luis Vidales, con el altísimo cargo diplomático-cultural de Secretario del Consejo Mundial por la Paz (CMP). El CMP, instituido en 1949 tras la Segunda Guerra Mundial, era una organización pro-soviética destinada a promover las alianzas entre los pueblos, fomentar la paz mundial y servir de plataforma para el intercambio de artistas e intelectuales de todo el mundo, doctrinaria o afínmente afectos al régimen de Moscú.

El cargo llegó como caído del cielo y casi por azar. Zalamea no era un comunista —difícilmente se le puede calificar socialista en alguna de sus variantes— pero creía en la dignidad del hombre, en la necesidad de establecer políticas sociales modernizadoras y se autodenominaba anti-belicista; del otro lado, estaba el Congreso por la Libertad de la Cultura, auspiciado por el Departamento de Estado norteamericano y la CIA, en cuyas filas militaba el liberal santista Germán Arciniegas. Para la época en que Zalamea era Secretario de CMP, lo era para CLC el compositor ruso Nikolas Nabokov, quien era apoyado por Robie Macauley, agente de la CIA y editor de Playboy.

Zalamea llega a este cargo por razones difíciles de hilar en una argumentación sólida. Su personalidad literaria se acompasaba por su personalidad política y sobre todo por su moral. Su modelo intelectual era una mezcla de la herencia del poeta modernista, del bohemio y genio poético de Rubén Darío, arrojado al azar de las circunstancias políticas, y el protagonista de un cambio social por medio del estudio social, la propaganda política sólida y el uso de los medios de divulgación más afines a los propósitos de un cambio social más justo y equilibrado.

Por razón de espacio, no podría seguir estas nuevas y muy resonantes actividades de Jorge Zalamea, en la que destacó solo su iniciativa de galardonar con el Premio Lenin de la Paz a su compatriota que más lo merecía, sin duda, Baldomero Sanín Cano. También el mismo Jorge Zalamea, con apoyo de Miguel Ángel Asturias y Pablo Neruda, contribuye a que el poeta bogotano, por lo demás muy corto de recursos económicos y minado por dolencias hepáticas, obtenga ese codiciado premio incluido el alto monto de 28.000 dólares para 1968.

Zalamea fue, pues, poeta, traductor, ensayista, crítico literario, dramaturgo, polemista, sociólogo, editor, periodista, mediador y promotor cultural, diplomático, ministro, conferencista, profesor universitario. También fue bohemio, corresponsal asiduo, activísimo secretario del Consejo Mundial de la Paz, acerbo crítico, intransigente enemigo y militante convencido, como lo insistió no pocas veces, de la causa antibélica. Estas múltiples actividades, y estos simultáneos roles intelectuales y sociales, resultaron no siempre coherentes o consecuentes. Es difícil sino imposible cumplir a satisfacción en tantos frentes, sobre todo cuando los escenarios públicos dominantes son diversos, están en tensiones continuas y sus orientaciones ideológicas cambian súbitamente.

La vida de Jorge Zalamea está tirada por un hilo o hecha de un nudo grueso de dificultades, sobresaltos, ansiedades, crisis, inestabilidades psicológicas. Nunca parece, conforme este formidable retrato de Andrés López Bermúdez, que está lejos de un cuadro psiquiátrico, pero que inevitable da material para ello, estar Zalamea satisfecho con su obra literaria. No está libre de presiones económicas; más bien se encuentra atado a una inseguridad de diversos orígenes, a una cierta ingobernabilidad de los resortes de la existencia que lo lleva a la recurrencia a la vida bohemia, al alcoholismo, al desfogue por amores “ilícitos”. Hay como una tragedia labrada, un sino de incontenibles tintas negras.

Pero hay otro componente en Zalamea. Hay también un impulso ético a toda prueba, un afán inclaudicable de perfeccionamiento artístico, un activismo fáustico por una patria mejor, por un mejoramiento de las relaciones sociales, de las condiciones de existencia de una sociabilidad dominada por el disimulo, la hipocresía, la perversidad. Zalamea luchó contra el fanatismo, sin verse del todo libre de los prejuicios culturales que lo hacía posible y lo estimulaba. Fue machista, fue pagado de sus privilegios —más de su inteligencia que de sus orígenes sociales—, resultó a veces vacilante y repelente, cuando quizá se precisaba más tacto y tino para decidir sobre situaciones inconmensurables. Hubo un signo de inestabilidad, de “mercurialismo” en todo su ser artístico e intelectual.

Zalema no fue un hombre de partido, ni liberal ni comunista; o mejor, antepuso siempre su personalidad de artista —un modelo como heredado de la España canovista: pienso en Emilio Castelar o Juan Valera, o quizá del modelo que él mismo experimentó en España con los volubles Unamuno y Azorín a la cabeza— que presupone la superioridad de la inteligencia por encima de todo otro imponderable cultural. Zalamea fue un secreto saint-simoniano, que encontraba en la exaltación pública de la inteligencia, el deseo de figurar en su Parlamento Newton. Este es el punto quizá más problemático de una personalidad sellada, como la de Jorge Zalamea, por una tradición medio-legible. Mitad obra de la tradición del poeta como esteta de la sociedad y otra mitad reformador social gracias a su labor de hombre estético.

En este sentido quizá Sanín Cano, quien nació medio siglo antes, tuvo un sentido de las proporciones más ajustado. Los dos, sin embargo, apenas pudieron reconocer el papel protagónico, no de los movimientos sociales de izquierda radical, sino el papel de la inteligencia radical de izquierda justo en la redefinición del intelectual como figura marginal. Sólo con despecho aceptó, un Ezequiel Martínez Estrada —diez años mayor que Zalamea—, esta situación cuando se decidió a vivir a Cuba en 1961. Pocos años después comprendió que la maquinaria de la revolución cubana devoraba también a sus intelectuales comprometidos; que no había un sitio específico para los intelectuales en la marejada revolucionaria, como no lo había para ese grupo en el mundo burgués desde Baudelaire.

Algo más “románticamente” que Martínez Estrada, Jorge Zalamea siguió insistiendo, pero desde Bogotá, en colaborar para la causa de Fidel Castro. Pero este gesto de compromiso no pasaba de una elegante manera de aceptar que las cosas habían cambiado muy profundamente. Su rechazo a la conquista del poder por las armas fue síntoma de ello o parte de su inteligencia crítica. Zalamea pidió a la juventud universitaria conquistar el poder por la inteligencia en un país más bien de mulas resabiadas. Su defensa a la revolución cubana o su crítica al México ensangrentado de la masacre de Tlatelolco, eran gestos desde la distancia.

En casa sabemos que Jorge Zalamea se peleó agria y justificadamente con el pontífice del Nadaísmo Gonzalo Arango —quizá percibiendo que ese movimiento era un tardío reflejo provinciano de “pour épater le bourgeois”, en el marco de la intensa masificación urbana en un estadio cultural nutrido del catolicismo barroco—, mientras no lo encontramos figurado en esas laberínticas discusiones del marxismo-leninismo que produjo el MOEC, FUAR, ELN, Grupos M-L, MOIR, COR y otro medio centenar de pequeñas organizaciones campesinas, obreras, guerrilleas y estudiantiles, desde mediados de los años sesenta. Ya parecía ser un intelectual de otra generación y su voz, que sonaba en los discos de acetato por millares —hay algo anacrónico en La voz de Jorge Zalamea presenta la poesía ignorada—, poco a poco dejó de tener la pertinencia política que él deseó para su obra literaria.

La investigación doctoral Jorge Zalamea, enlace de mundos. Quehacer literario y cosmopolitismo (1905-1969) fue posible gracias a la circunstancia de que el hijo del poeta bogotano, Alberto Zalamea Costa, pudo obtener en 2007, luego de ser abandonado en un sótano por 38 años, el archivo de su polémico padre. Los numerosos documentos que son tratados en esta investigación, conforme lo confiesa el profesor López Bermúdez, son apenas una parte de la montaña de cartas, papeles y documentos de muy diversa naturaleza historiográfica, encontrados allí. La paciencia para ordenarlos, clasificarlos, analizarlos, y al fin, darles un orden argumentativo fascinante, se contrae a estas casi 600 densas páginas. Sólo quiero reiterar el honor que se me concede al presentarlas ante ustedes.

Es una desproporción conceptual insinuar que Jorge Zalamea Borda estaba esperando a Andrés López Bermúdez para hacerse comprensible. Sin embargo, por pasajes lo sentimos dramáticamente así.

Juan Guillermo Gómez García
(Universidad de Antioquía/Universidad Nacional)

 

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