Resumen
A propósito de Enrique Condes Lara, Atropellado Amanecer: el comunismo en tiempos de la revolución mexicana, Puebla, México, BUAP, 2015, 569 pp.
El “amanecer” del comunismo mexicano se encuentra expuesto en la más reciente obra de Enrique Condes Lara. Autor conocido por su trabajo sobre los últimos años de vida del Partido Comunista (PCM) y por una amplia trilogía sobre las estrategias de la represión en México, Condes Lara entrega ahora un voluminoso texto donde expone, sobre la base de investigación documental y bibliográfica amplia, sus principales argumentos de interpretación del fenómeno comunista en México, así como las derivas que éste tuvo a lo largo de sus primeras tres décadas de vida. La amplia constelación de señales que ofrece permite realizar una evaluación crítica de su trabajo, que sin duda alguna, será un referente en investigaciones futuras.
Comenzaré señalando las dos hipótesis más importantes, que a mi parecer, se juegan en el entramado del texto. La primera de ellas versa sobre el carácter eurocéntrico del marxismo-leninismo y su poca o nula posibilidad de comprensión de las sociedades no europeas (una imposibilidad de ser “traducido” a otros contextos). Dicha clave interpretativa explicaría para nuestro autor la debilidad del movimiento comunista mexicano al momento de enfrentarse con herramientas inadecuadas al entendimiento de la sociedad. La segunda de ellas versa sobre el proceso de recepción del comunismo no como movimiento político (que estaría encarnado en el PCM), sino en las instituciones creadas al calor de la revolución mexicana.
Condes Lara efectivamente se despega de toda una corriente de interpretación que ha querido dar un giro de tuerca más sobre el tema del eurocentrismo pues, desde su punto de vista, Marx, Engels, los teóricos de la socialdemocracia y hasta Lenin, tuvieron un horizonte plenamente occidental, europeo y “civilizatorio”. Contrario a una amplia gama de investigadores (ausentes en las referencias) que han relativizado el tema de la visión centralmente europea de Marx, observando la potencialidad de los atisbos a propósito de las sociedades no europeas o no plenamente capitalistas, insiste en esta línea de investigación: el empeño por demostrar la ceguera de Marx les impide observar desarrollos en el mismo autor clásico y en un marxismo periférico que ha andado largo camino sobre las vías no desarrollistas y no progresistas —que rechazan la linealidad de la historia y apelan a la pluralidad del tiempo histórico— de la historia.
Posterior a esta intervención teórica, Condes Lara expone las principales coordenadas que dan nacimiento al México moderno. Se trata de la parte más voluminosa del libro y que conecta la interpretación del hecho histórico con los elementos que dan origen al nacimiento del comunismo. Este último aspecto también es tratado por el autor, haciendo uso de la ya abundante bibliografía que existe, tanto “oficial” como alternativa. Quisiéramos centrarnos en lo que nos parece el capítulo más importante de la obra que ahora comentamos.
Así, pues, consideramos que el capítulo central del libro es el titulado “Cómo se filtró el marxismo-leninismo en las instituciones de la pos revolución”, el cual cierra el trabajo. Se trata de un análisis en distintos niveles en donde se juegan los principales puntos problemáticos de la interpretación que se derivan de las hipótesis antes señaladas. El autor comienza por el análisis de la prensa nacional y las constantes equivocaciones que comunicaban de manera cotidiana a propósito de la revolución rusa, sobre el destino de sus dirigentes y el posible futuro de su proyecto. Luego, de manera muy detallada ensaya la manera en que los líderes de la revolución de los años veinte trataron de entender el fenómeno ruso: Plutarco Elías Calles, Álvaro Obregón y otros pasaron pronto a ser intérpretes del “bolchevismo”, generando un discurso sumamente ambiguo en donde el socialismo y el capitalismo convivían a merced de ser rechazada la figura del bolchevique y con ello se enunciaba la posibilidad de un régimen que fuera una “tercera vía” a la mexicana, alejada de ambas ideologías. El papel de Basilio Vadillo y de don Jesús Silva Herzog en tanto que primeros dos embajadores en la URSS fue crucial para la élite de la revolución mexicana, al ser ellos los encargados de transmitir señales más fidedignas de lo que acontecía en la lejana Rusia bolchevique. Otras figuras importantes señalaron la impronta de la revolución rusa: José Vasconcelos, Narciso Bassols e incluso el político Gonzalo N. Santos. Sin embargo el punto crucial —escasamente tratado— se da cuando un grupo de intelectuales que rodea la cúpula del poder en el periodo del general Lázaro Cárdenas, impulsa la transformación del partido “de la revolución” estableciendo relaciones estrechas con las poderosas centrales obreras y campesinas: un extraño fenómeno en el que las tendencias corporativas y el discurso socialista y obrerista queda encapsulado en una ideología nacionalista cuyo abanderado es el naciente Estado, que pasa a ser el “sujeto” de la transformación social y de la búsqueda de justicia. Aunado a ello se debe sumar una cantidad inconmensurable de estudiantes y profesionales que además de estar condicionados por las coordenadas políticas de la época, tomaron cargos de responsabilidad de fundar y hacer funcionar las más variadas instituciones del Estado pos-revolucionario, hecho inédito hasta ese momento en la América Latina.
Algunas de estas tendencias y contradicciones quedaron plasmadas en un proyecto educativo de largo alcance que buscaba sacar al país del analfabetismo y el “atraso” en el que se encontraban. Con espíritu iluminista se proyectó una reconstrucción total de la historia nacional, sin embargo la problematización que se dio entre los “marxistas-leninistas” no sólo partía de dicha matriz ilustrada, sino que avanzaba por senderos distintos. No resulta fortuito ver a los mejores pintores de la época (Diego Rivera, José Clemente Orozco o David Alfaro Siqueiros, los más conocidos) adhiriéndose al marxismo-leninismo y al tiempo retratando la ideología nacionalista que se estaba cimentando desde el Estado y su ideología. Algunos de estos pintores fundarían El machete, el órgano de difusión de ideas más importante del PCM en la época. A diferencia del proyecto educativo iluminista de un José Vasconcelos, los pintores comunistas querían politizar al proletario y al campesino de manera abierta, pero para ello recurrían “a los muros del Estado”.
Sin lugar a dudas los apartados titulados “El marxismo en la vida nacional” son de lo más significativo para entender el argumento de nuestro autor. En ellos se contrasta la historia previa que ha hecho del PCM como una fuerza supuestamente marginal y el impacto cultural e intelectual del marxismo que rebasó las estrechas paredes del aparato partidario que actuaba en su nombre. Paradoja que acompañaría desde el punto de vista del autor, el desarrollo y despliegue de la institucionalidad que construyó “la revolución mexicana”. El argumento es tentador: México, un país que salía de una revolución agraria, observaba la construcción de un Estado afincado en nociones marxistas, aunque sin comunistas en las instituciones del Estado, ni los tenía a ellos como fuerza política que influyera de alguna forma concreta. Dentro de este marco, Condes pone atención a la producción intelectual adscrita al campo de la historia, con marxistas como Ramos Pedrueza, cuyos textos fueron difundidos con amplitud en las escuelas públicas, normales y técnicas. Es decir, que la “interpretación materialista de la historia” codificada por intelectuales mexicanos, era de uso común y extendido en el ámbito educativo en los años treinta, trasmitiéndose de manera permanente y masiva a las y los futuros intelectuales.
Toda esta constelación permite entender el ascenso de una figura como la de Lombardo Toledano, personaje central en la vida política y sindical del México pos-revolucionario. La perspectiva “nacional-revolucionaria” de Lombardo lo llevó a adecuar, en un esquema de interpretación teleológico, el marxismo al despliegue de la revolución mexicana, por lo que no resulta entonces sorprendente que la principal consigna levantada por él fuera “nacionalizar es descolonizar”. La revolución de este país era un escalón más de la lucha del proletariado mundial, su pervivencia era necesaria y obligada, ello quería decir en gran medida que había que fortalecer el aparato estatal nacido al calor de la guerra civil para apuntalar en un futuro lejano la revolución proletaria mundial. La situación histórica mundial favoreció la presencia y centralidad de Lombardo, no sólo dentro del grupo gobernante que comenzó a fortalecerse tras el arribo de Cárdenas a la presidencia, sino sobre todo a partir del respaldo que le dio la Internacional Comunista. Los comunistas quedaron en medio del conflicto, obligados a supeditarse a Lombardo, quien los perseguía y reprimía al seno de la recién fundada Central de Trabajadores de México (CTM) y la Internacional que implementaba la táctica de “Unidad a toda costa” con los elementos “progresistas” del gobierno mexicano. El “browderismo” como corriente colaboracionista que corroía la iniciativa e independencia comunista tomaba su forma en el “lombardismo”. Por lo demás, Condes Lara no analiza la perspectiva del PCM con respecto a Cárdenas ni a Lombardo, lo cual sin duda es una ausencia significativa para la mirada panorámica que pretende ofrecer.
Pasemos ahora a las posibles líneas de fuga y dificultades de la lectura del texto que comentamos. El límite de la interpretación global de Condes Lara está evidentemente en la explicación de las razones de la marginalidad del PCM como destacamento organizado de los marxistas: desde su punto de vista se trataba de una incapacidad ideológica para descifrar la realidad del país. La teoría marxista, pensada desde la experiencia europea, era un obstáculo epistemológico, teórico y práctico para entender una nación de raigambre campesina, ubicada en una zona cultural muy distinta, aunque occidental, periférica respecto al lugar desde el que fue formulado en su nacimiento. Este elemento argumental puede ser asediado por distintas vías, pues la misma clave interpretativa de los comunistas era llevada en el plano intelectual por importantes personajes del mundo de la cultura, el arte y la educación, tal como él se esfuerza en demostrar. El marxismo no ingresó y se instaló en México con fuerza por la vía de una cultura comunista, sino a partir de la recopilación ecléctica que hicieron en distintos momentos los pos-revolucionarios que construyeron el Estado. El autor pone énfasis en el proceso ideológico y no en las condiciones concretas en las que se desplegaba el comunismo en tanto movimiento político. No era un problema asociado a una supuesta ausencia de lecturas, un “error” en la visión, ni siquiera un excesivo eurocentrismo, sino a la presencia de un Estado que devoraba y fagocitaba toda ideología revolucionaria, incorporándola de alguna u otra manera en su despliegue institucional. Todo ello sin contar la apenas mencionada represión a la que los comunistas estaban sometidos, que los enfrentaba no sólo al Estado sino también a las organizaciones de la derecha. Fueron el nacimiento y fortalecimiento de un tipo de aparato estatal que capturó los principales resortes de la movilización social los que impidieron un impacto mayor del comunismo en tanto movimiento organizado antes que una ceguera teórica.
Las conclusiones en gran medida presentes en el apartado final titulado “Las instituciones estatales resultantes” son la muestra de las expresiones enunciadas a lo largo del texto. Desde el punto de vista de Condes Lara puede concluirse que la revolución mexicana no apostó a la libertad sino a la justicia, lo cual implicaría una distancia frente a formas liberales dominantes en el mundo occidental. Pero también concluye que dicho proceso social no devino en un fortalecimiento de la noción (también liberal) de ciudadanía y apostó más bien al apoyo de las “masas organizadas”, argumentando de manera tajante que quienes participaban del Estado estaban “en cierta forma influidos por la experiencia soviética”. Esta conclusión expresada en las últimas páginas muestra la matriz teórica desde la que Condes Lara se acerca al fenómeno comunista, pero también a la revolución (la mexicana y las socialistas): la perspectiva liberal. La razón por la cual Condes Lara insiste en que el “marxismo-leninismo” se “filtró” en las instituciones estatales, es justamente que la revolución mexicana no desarrolló una ideología liberal, con ciudadanos libres e independientes, tal como actúa en la ficción occidental dominante. Si México vivió un periodo de autoritarismo, no se debió a un grupo dominante que se apoderó de los resortes principales del poder político, sino a que asimiló la experiencia rusa a las condiciones mexicanas por distintas e intrincadas vías. Las últimas páginas del libro muestran con claridad por qué las hipótesis de Condes Lara parecen tan atípicas: entre el corporativismo autoritario mexicano y la forma soviética, en realidad media por una ideología (“filtrada” en el caso mexicano) que niega la libertad individual, la ciudadanía y otros elementos típicos del liberalismo. Así, el trabajo histórico del autor es sacrificado en el altar de la ideología dominante de nuestro tiempo, que reduce la explotación y expolio de nuestras vidas a un problema de individuos atomizados libres ante el mercado, pero ciudadanos en el “cielo de lo político”, como diría el joven Marx.
Jaime Ortega Reyna
(UNAM)