Encuesta sobre Nueva Historia Intelectual

Carlos Altamirano / Paula Bruno / Peter Burke / Mariana Canavese / Gabriel Cid / Horacio Crespo / Francois Dosse /
Alexander Gallus / Juan Guillermo Gómez García / Aimer Granados / Martin Jay / Andrés Kozel / Gilberto Loaiza Cano /
Carlos Marichal / Maria Elisa Noronha de Sá / Alexandra Pita González / Christophe Prochasson / Horacio Tarcus / Enzo Traverso*


Cuestionario

Carlos Altamirano

Paula Bruno

Peter Burke

Mariana Canavese

Gabriel Cid

Horacio Crespo

François Dosse

Alexander Gallus

Juan Guillermo Gómez García

Aimer Granados

Martin Jay

Andrés Kozel

Gilberto Loaiza Cano

Carlos Marichal

Maria Elisa Noroha de Sá

Alexandra Pita González

Christophe Prochasson

Horacio Tarcus

Enzo Traverso

Cuestionario

1. ¿Qué entiende por historia intelectual y qué es lo que considera que distingue esa práctica de otras aproximaciones, como la historia de las ideas, la historia de los intelectuales, la historia social de la cultura, etc.?

2. ¿En qué medida el marxismo, o algunas de las escuelas o las formas de entender el marxismo, ha nutrido la formación de la historia intelectual, o bien el marxismo in toto ha quedado inscripto en la tradicional historia de las ideas?

3. ¿En qué medida encuadró sus investigaciones en la historia intelectual y cuáles fueron sus principales obras de referencia en el área?


Carlos Altamirano
Centro de Historia Intelectual, Universidad Nacional de Quilmes (CHI, UNQUI) / Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), Argentina.
https://orcid.org/0000-0001-8528-5460

1. Creo que lo que distingue a la historia intelectual es que los hechos de que se ocupa son hechos de discurso. Puede también decirse que la historia intelectual se ocupa de la producción de significados y de su circulación en determinados contextos históricos, siempre que no se olvide que en esos mismos contextos hay con seguridad otros modos de producir significados. Desde mi punto de vista la historia intelectual no tiene como objeto todas las formas de simbolización que se despliegan en la vida social. Para delimitar más la perspectiva que suscribo añadiría que la historia intelectual tiene su terreno propio en la producción escrita de significados y, en el caso de las sociedades modernas, en la órbita de lo impreso, cuando la autoridad intelectual ya no está en el Libro, sino en los libros. Por lo que acabo de señalar, es evidente que la historia intelectual no puede sino interesarse y beneficiarse de los conocimientos que provienen de la historia social de la cultura. Esto me remite a la cuestión de la historia de los intelectuales, que constituyen la “clase cultural” de las sociedades occidentales modernas. En mis trabajos he tratado de hacer empalmes entre historia intelectual y la historia de los intelectuales en la Argentina y otros países de la región latinoamericana.

2. Sin duda, de manera expresa o implícita pero reconocible, el pensamiento social de Marx ha nutrido, como dice la pregunta, algunos desarrollos de la historia intelectual. Ahora bien, para que los “usos” de Marx rindieran frutos han tenido que nutrirse también de otras fuentes. Para ilustrar lo que quiero decir voy a valerme del ejemplo que ofrece Raymond Williams. En Marxismo y literatura el reconocimiento al legado de Marx en la comprensión del mundo social es expreso. Pero, tanto por la sociología de la cultura que esboza como por la teoría literaria que expone en su libro, se ve también que juzga insuficiente el legado que procede del marxismo para el estudio de esos dominios. El repertorio de nociones que propone para el estudio de la práctica literaria muestra igualmente que hallaba esa insuficiencia en lo que dicha práctica tiene de específico. Creo que ésta es también una enseñanza para la historia intelectual. Cosas parecidas podría decirse de la obra de Pierre Bourdieu, quien enseñó a pensar las actividades simbólicas con la ayuda de las ciencias sociales. En esa obra se entretejen diferentes tradiciones, ella recoge lo que Bourdieu juzga adquisiciones de la tradición que procede de Marx y de la que procede de Weber, de Durkheim y del estructuralismo de Levi-Strauss, etc.

3. Si echo una mirada retrospectiva, diría que lo primero que escribí dentro de lo que después iba a identificar como historia intelectual fue un breve artículo sobre la historia de la literatura de Ricardo Rojas y que apareció hace muchos años en la revista Punto de vista. Creía que ese ensayo se inscribía dentro del campo de la crítica literaria, que fue en el que hice mis primeras investigaciones. En cambio, si pienso ya en términos de una labor proyectada en el marco de la historia intelectual, lo primero fue el estudio “Peronismo y cultura de izquierda (1955-1965)”, que se publicó originalmente en un cuaderno de la Universidad de Maryland en 1992. Francamente no creo que lo que escribí desde entonces como ejercicios de historia intelectual puedan considerarse “obras”. Escribí ensayos y artículos sobre historia intelectual argentina y latinoamericana. Agrupé algunos de ellos en libros (por ejemplo, mi último La invención de Nuestra América), otros fueron partes de libros en que no era el único autor (como Argentina 1910-2010, editado por Roberto Russell) o fueron estudios preliminares a una selección de textos (Bajo el signo de las masas, 1943-1973), o se publicaron en revistas.


Paula Bruno
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
(CONICET), Argentina.
https://orcid.org/0000-0003-2877-617X

1. Considero que la historia intelectual es un campo de estudio amplio en el que conviven formas de trabajo, referencias y decisiones metodológicas personales. Las opciones transdisciplinares son frecuentes entre quienes optamos por esta perspectiva de análisis. Creo que hay ya toda una camada de historiadores que, al mismo tiempo y sin demasiados conflictos aparentes atiende a las formas de pensamiento, las ideas y las manifestaciones culturales, mientras da cuenta e historiza los contextos sociales y materiales. Celebro, además, que vayan quedando atrás los polos que ritmaron por décadas los estudios ligados a fenómenos y manifestaciones intelectuales como vida/obra, texto/contexto, internalismo/externalismo, ideología/pensamiento.

A la hora de abordar indagaciones de historia intelectual, creo que lo más recomendable, como han señalado varios referentes de generaciones anteriores, es asumir que las fronteras disciplinares pueden ser fluidas y que en su interior pueden convivir —con más o menos éxito— la historia de las ideas, los estudios literarios, la historia del pensamiento, la historia de las mentalidades, la historia conceptual, la historia de la ciencia, la historia social de las ideas, la historia cultural de las ideas, la historia social de los intelectuales, los estudios biográficos y la sociología de los intelectuales, entre otras opciones. Estas denominaciones, por su parte, son siempre útiles para armar programas de cursos universitarios y para enseñar corrientes historiográficas. Sin embargo, en ocasiones, esas mismas etiquetas no nos ofrecen las herramientas que necesitamos para abordar algunos objetos de estudio.

Creo, en suma, que la historia intelectual es una caja de herramientas y que cada uno de nosotros se sirve de las que le resultan más nutritivas. En suma, más que sugerir distinciones, creo que es de mayor utilidad para ciertas indagaciones pensar en diálogos y puentes entre perspectivas.

2. Considero que la obra Marxismo y literatura, de Raymond Willimas, fue un parteaguas para que ciertas líneas del marxismo puedan ser puestas en diálogo con la historia intelectual. Toda una generación se nutrió de esa obra para, por ejemplo, poner bajo la lupa nociones de superestructura y de ideología que no otorgaban demasiadas posibilidades a los especialistas. A su vez, creo que en ese libro todavía hay propuestas que siguen siendo productivas y sugerentes, como las que se encuentran en la sección “Dominante, residual y emergente”, que cada tanto releo.

En el contexto argentino, por su parte, creo que el hecho de que referentes de historia intelectual como Oscar Terán, Carlos Altamirano, Beatriz Sarlo y Horacio Tarcus hayan tenido cercanías con algunas modulaciones del pensamiento marxista tuvo una repercusión contundente en las maneras en las que hacemos historia intelectual varios de los especialistas que estamos en una franja etaria comprendida entre los 35 y los 50. Creo que ellos han construido un puente que hemos transitado y que nos ha conducido a otras perspectivas.

3. Ante esta pregunta trato de ser cuidadosa para no dar una respuesta idealizada. Puedo señalar que mis principales obras de referencia provienen de espacios de producción muy diferentes. Ya mencioné en la respuesta anterior a autores argentinos; además de ellos, considero referentes a Adrián Gorelik, Elias Palti, Jorge Myers, Eduardo Zimmermann, Mariano Plotkin, Sylvia Saítta y Claudia Gilman. Entre los autores italianos me han resultado siempre de máximo interés los mircrohistoriadores (Levi y Ginzburg), y otros, como Luisa Passerini y Mario Isnenghi; en la década de 2010 comencé a leer los textos de Sabina Loriga y me parecieron muy valiosos. Entre los autores de habla inglesa, y sobre todo en los años de mi formación, me fascinaron las propuestas de Natalie Zemon Davies, J. G. A Pocock, y Quentin Skinner, que empezaban a ser conocidas y traducidas al español en la década de 1990. Más tarde me adentré en la lectura de autores como Stefan Collini, Terry Eagleton y Howard Becker, y todos ellos me resultaron de gran interés. Entre los franceses, desde ya, me interesaron desde temprano las propuestas de Christophe Charle y Jean-François Sirinelli. Autores españoles comencé a leer en los últimos 10 o 15 años, y me parecen interesantes los aportes de Anna Caballé, Isabel Burdiel, José Álvarez Junco y Javier Moreno Luzón. Entre los especialistas que producen en México, siempre he seguido con atención las publicaciones de Carlos Marichal, José Antonio Aguilar Rivera, Rafael Rojas, Erika Pani, Liliana Weinberg, Pablo Yankelevich, Laura Suárez de la Torre y Susana Quintanilla. Entre mis contemporáneos, por último, son los colegas del Centro de Historia Intelectual de la Universidad Nacional de Quilmes y del CeDInCI, con los que comparto intereses e iniciativas, los que han publicado los libros que fui leyendo en la última década con mayor expectativa. Tengo también la fortuna de intercambiar lecturas y consejos con colegas como José Zanca, Maximiliano Fuentes Codera, Ricardo Pasolini, Alexandra Pita González y otros, y siempre me resulta nutritivo conversar con ellos para pensar de manera dinámica en los problemas de investigación que afronto.


Peter Burke
Universidad de Cambridge, Gran Bretaña.
https://orcid.org/0000-0002-2471-0141

1. Uso el término “historia intelectual” como una suerte de paraguas que cubre diversas aproximaciones históricas, incluyendo la tradicional “historia de las ideas” asociada a Arthur Lovejoy; la tradicional “historia del pensamiento” (filosófico, político, económico, histórico, religioso, etc.); la “historia intelectual” asociada a John Pocock y Quentin Skinner; la “historia de los conceptos” asociada a Reinhart Koselleck; y, añadiría, la “historia de las mentalidades colectivas” asociada a Lucien Febvre y Marc Bloch. Todas estas aproximaciones ponen el foco en el pensamiento mismo mientras que la historia de los intelectuales pone el foco en los pensadores y la historia social de la cultura se preocupa de artefactos y prácticas así como del pensamiento que subyace a ellos. Otras aproximaciones relacionadas son la historia de la ciencia y la historia del conocimiento. Todas estas distinciones tienen sus usos, pero los historiadores vienen recogiendo la advertencia de no limitarse a una única aproximación, dado que cada una alienta algunas perspectivas al tiempo que desalienta otras.

2. Naturalmente, una aproximación marxista pone el foco en la historia social del pensamiento/ideas, incluyendo a los “portadores” de las ideas (los intelectuales) y al rol de las ideas en la sociedad. Gramsci es obviamente una figura central aquí. Otra es Karl Mannheim, uno de los fundadores de lo que llamó la sociología del conocimiento, a pesar de que sería mejor describirlo como un cuasi-marxista. Tradicionalmente, los marxistas vieron a las ideas como parte de la “superestructura” social, determinada por la “base” económica, o como “ideología”, un arma de las luchas políticas. En ambos casos rompieron con el marco tradicional de la historia del pensamiento. Marxistas posteriores como Lucien Goldmann y Raymond Williams asumieron una posición más sutil, pues atribuyeron algún grado de autonomía a las ideas y a las personas que formularon o emplearon esas ideas.

3. Comencé mi carrera como investigador en historia de la historiografía, mi tesis doctoral llevó el ambicioso título de “Nuevas tendencias en la historiografía europea, 1500-1700” (1961), pero en la práctica se centró en Paolo Sarpi y su círculo. Mi director en Oxfort fue High Trevor-Roper. Él me puso en contacto con Arnaldo Momigliano, a quien reconozco como mi mentor en esa fase de mi carrera.

Luego de finalizar el doctorado, ingresé como lector en la nueva e interdisciplinaria Universidad de Sussex (1962). Descubrí intereses comunes tanto con filósofos como con sociólogos y creé una maestría en Historia de las Ideas. Poco después, algunos de nosotros (Michael Moran en Filosofía, Donald Winch en Economía, John Burrow y yo en Historia) tomamos el coraje suficiente para fundar un grupo. Discutimos cómo llamarnos, “historiadores de las ideas” o “historiadores intelectuales”, y elegimos el segundo porque, como remarcó Burrow, tenía la ventaja de insinuar que los historiadores que no pertenecían al grupo eran historiadores “no-intelectuales”. Por entonces mis referentes centrales eran Momigliano, Mannheim (cuyo énfasis en el contexto, tanto social como intelectual, me impresionaba), Febvre (que enfatizaba las mentalidades) y Lovejoy (cuya aproximación consideraba, y aún considero, más sutil que lo reconocido por Skinner). Luego escribí un artículo sobre “La idea de decadencia de Bruni a Gibbon” que atrajo la atención de Koselleck y fui invitado a Bielefeld; allí tomé conciencia de la Begriffsgeschichte. Estoy de acuerdo con el enfoque del grupo sobre las redes de ideas o conceptos. Sin embargo, dado que doy clases sobre el Renacimiento italiano e investigo en ese campo, me percibo más como un historiador cultural en la tradición de Burckhardt (con mucho más énfasis que Burckhardt en la historia social de la cultura, incluido el arte). Asimismo, me desplacé de la “alta” cultura a los estudios sobre la cultura popular y otros tópicos que exceden el marco de la historia intelectual.


Mariana Canavese
CeDInCI / Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), Argentina.
https://orcid.org/0000-0002-7612-1314

1. Como la entiendo, la historia intelectual trabaja sobre las significaciones y se pregunta sobre la producción de sentidos. Lo hace a partir del estudio de la producción y circulación de discursos, en una acepción amplia: analiza sus condiciones de posibilidad, las operaciones y los soportes que los acompañan, sus transformaciones, sus efectos político-culturales, las acciones que habilitan; incorpora la dimensión subjetiva de una concepción extendida de lo intelectual, que no se restringe a las elites letradas; reconstruye prácticas intelectuales que permiten pensar luchas interpretativas; disputa cánones de lectura y sentidos políticos.

Participa así de una serie de desplazamientos que se hicieron lugar en las últimas décadas (de la influencia a la recepción y los usos; de las grandes obras a géneros antes considerados menores; de las figuras consagradas a procesos culturales que visibilizan la centralidad de profesorxs, editorxs, traductorxs, librerxs, periodistas, militantes, etc.). En ese cambio de eje, que va de la soberanía del autor a la de lxs lectorxs, la historia intelectual promueve una radical historización de las ideas para pensar los problemas de su producción, circulación y recepción como prácticas activas que intervienen en nuestras sociedades. Encuentro que adquiere ahí también toda su relevancia la reflexión sobre las asimétricas condiciones de legitimación mundiales (una geopolítica de la circulación de bienes simbólicos y culturales), incorporando el papel que juegan recursos económicos e institucionales y en un sentido fundamental que advierte lo que de mercantilización de las ideas tiene su circulación internacional.

La historia intelectual atiende, de tal modo, a diversas escalas de análisis y múltiples operaciones de contextualización (políticas, sociales, culturales, lingüísticas, materiales, etc.). Es por eso, como yo la entiendo, un área de límites borrosos que se nutre de distintas perspectivas, inquietudes y recursos de investigación (la hermenéutica, el análisis del discurso, los estudios de traducción, literarios, culturales, del impreso, la nueva historia social, política, cultural, la sociología de la cultura y de los intelectuales, la filosofía política, etc.). Un campo de estudios que se quiere abierto y plural en sus aproximaciones y estrategias no tiene sencilla la tarea de diferenciarse de otros, y se modula en intercambios, convergencias y tensiones. No pienso que de la historia de las ideas la separe una escisión tan drástica ni tan precisa, pero sí que sus divergencias dan cuenta de campos de estudio diferenciados, con discrepancias teóricas y metodológicas, y que a falta de un debate franco acerca de sus continuidades y rupturas persiste cierto malestar en los modos de entender ese vínculo. Me parece que las premisas de las que parte la historia intelectual y que mencioné rápidamente al inicio, con la importancia dada a la interpretación de los discursos en la historia como punto de partida, quizás podrían considerarse una diferencia específica. En cambio, las interacciones y necesidades mutuas entre la historia intelectual, la historia de los intelectuales, nominaciones como la historia cultural o social de las ideas, me resultan más evidentes, o al menos utilizo elementos de esas aproximaciones sin preocuparme por su procedencia. En todo caso, me gusta pensar en una historia intelectual “hospitalaria”, recuperando ese atributo que José Sazbón le daba al analizar el régimen discursivo del Manifiesto.

2. Yo no sé cómo se hubieran producido ciertas preguntas y reconfiguraciones de estos estudios sin las contribuciones del marxismo renovado, así como del posestructuralismo; sin la hibridación con las lecturas de los diversos marxismos latinoamericanos; sin las discusiones críticas con el marxismo, incluso. Distintas formas —no anquilosadas, no ortodoxas— de entender el marxismo, ciertas orientaciones abiertas, nutrieron desarrollos en historia intelectual, en términos de la crítica, de la confrontación con posiciones dominantes, de la producción de interpretaciones fundamentales sobre la cultura política e intelectual.

Entiendo que nuevas formas de pensarla se producen en articulaciones con la historia de las izquierdas. ¿Qué sería la historia intelectual sin los estudios que, en las últimas décadas, se han producido sobre nueva izquierda, anarquismo, socialismo, comunismo, trotskismo, sobre el reformismo universitario, el antifascismo o el peronismo revolucionario? Y también, ¿cómo no pensar la importancia del análisis sobre los modos en que circularon, fueron leídas, interpretadas, usadas esas ideas, esas prácticas, en una región en que los marxismos participaron activamente en la cultura política? Así como los marxismos, sus fisonomías latinoamericanas, sus distintos usos, moldearon preguntas fértiles para la historia intelectual; del mismo modo, la historia intelectual planteó al estudio sobre los marxismos nuevas cuestiones que alimentaron a su vez otras elaboraciones, incidiendo en la crítica a las miradas dogmáticas, normativas y unívocas de la propia “doctrina”.

Pienso en las contribuciones que implican para estos estudios propuestas como las de Perry Anderson, Raymond Williams, Walter Benjamin, E. P. Thompson, Antonio Gramsci, Louis Althusser; en los trabajos que desde Argentina llevaron adelante José Aricó, Oscar Terán, José Sazbón, Beatriz Sarlo, Carlos Altamirano, Horacio Tarcus, Elías Palti. Las prácticas y discursos que estudiamos se articulan sobre relaciones sociales, o como decía Christophe Prochasson, los textos son creaciones sociales que cumplen una función social en un momento dado. Los desarrollos que desde el marxismo permiten trascender las lecturas deterministas e incorporar las dimensiones simbólicas dialogan con una historia intelectual que integra diversidad de géneros y sujetos, que advierte lo que las interpretaciones tienen de campo de batalla y se pregunta por la producción de efectos de sentido, que se interesa por debates e intervenciones que inciden en las formas de pensar los procesos de emancipación y cambio social, y que pretende visibilizar espacios, redes y mediaciones donde inciden desigualdades de distinto tipo. Por eso considero que la historia intelectual tiene también la tarea de articularse con intervenciones que permitan pensar horizontes de transformación, problematizar la función intelectual, el lugar y los efectos de las propias prácticas.

3. Diría que he trabajado un poco desprejuiciadamente tomando aspectos diversos (de los problemas y las propuestas de la historiografía en la última parte del siglo pasado, de la sociología de la cultura y de los intelectuales, del análisis del discurso, los estudios del libro y la edición, el marxismo británico, el posestructuralismo), pero claramente la historia intelectual es el campo que me ofreció las herramientas fundamentales para pensar a partir de los usos de las propuestas de Michel Foucault. En mi caso, las orientaciones de Horacio Tarcus y de Roger Chartier, así como sus propias investigaciones, fueron medulares. Con otras perspectivas (Lila Caimari, Fernando Devoto, por mencionar sólo unas) fui ampliando un campo de diálogos. Una breve nota bibliográfica incluiría los trabajos de Hans Robert Jauss, herramientas desde la hermenéutica y la historia conceptual (Hans-Georg Gadamer, Reinhart Koselleck). Entre los abordajes en la región, las obras de Aricó, Sazbón, Terán, Altamirano, Palti; las perspectivas de Adrián Gorelik y Jorge Myers; los problemas abiertos por formulaciones como las de Juan Marichal y Roberto Schwarz; los trabajos de recepción de ideas que encontré, por ejemplo, en Jorge Dotti, Hugo Vezzetti, Graciela Wamba Gaviña. Ciertas propuestas de Michelle Perrot, Martin Jay, Anthony Grafton, François Dosse, Jean-François Sirinelli, Christophe Prochasson, Robert Darnton, Quentin Skinner, Mijaíl Bajtín, Pierre Bourdieu, Peter Burke, Umberto Eco me permitieron afianzar posiciones. Fragmentos y diálogos imaginarios con formulaciones de Foucault, Althusser, Anderson, Alain Badiou, Gilles Deleuze, Roland Barthes, Jorge Luis Borges, me han acompañado a lo largo de los años.


Gabriel Cid
Instituto de Historia, Universidad San Sebastián, Chile
https://orcid.org/0000-0001-7174-8014

1. La pregunta es compleja, en tanto considero que el campo de la historia intelectual no sólo es múltiple, sino también amplio y polimorfo, en tanto admite diferentes sensibilidades y diversos énfasis. Más que una definición precisa sobre qué es la historia intelectual, me inspira aquello que describía John Burrow como su objetivo: el esfuerzo por recuperar qué significaban las cosas que decían las personas del pasado y cómo eran interpretadas por su auditorio. Algunas metáforas contribuyen a iluminar este esfuerzo, pues en ese sentido la historia intelectual se asemeja a la labor de un traductor entre culturas —la actual y la del pasado— o a la de un explorador que desentraña mundos llenos de suposiciones y creencias lejanas a las nuestras. En esto, me parece que la diferencia más importante de la historia intelectual es con la historia de las ideas. Lo que distingue a la historia intelectual de esta es una atención más cuidada por la historización del léxico de la política, la difuminación de la antinomia entre discurso/realidad y un esfuerzo por rebasar su reducción a un puñado de “grandes obras”. Respecto a otras vertientes, no creo que las diferencias sean tan claras. En mi propia trayectoria como historiador intelectual he cultivado la historia conceptual, en otras he prestado atención a intelectuales concretos, o a la circulación social de ideas a través de soportes como las revistas. Así, creo que las fronteras con otros enfoques deberían ser porosas y dialogantes.

2. En mi caso, tiendo a ser poco tributario de dicha perspectiva, en buena medida por el desdén tradicional con que ésta miraba a los cultores del campo de las ideas. Su comprensión de la ideología como un elemento ya distorsionador, o que encubre “lo real”; la distinción maniquea entre la realidad y el discurso, o su visión del lenguaje e ideas como meros reflejos espontáneos de las condiciones materiales, un epifenómeno sin otra relevancia que dar cuenta de los intereses de un determinado grupo social, son elementos que más que construir puentes con la historia intelectual, los han cortado.

3. Creo que los problemas históricos rebasan siempre los marcos teóricos y metodológicos pulcramente construidos y nítidamente deslindados. Los fenómenos históricos son por naturaleza indóciles a sus intentos de domesticación por la teoría. Por lo mismo, tiendo a ser un defensor de la heterodoxia metodológica en el campo de la historia intelectual. Así, para algunos problemas, creo que la historia conceptual —desde el enfoque de Koselleck— tiene un mayor rendimiento interpretativo; mientras que, para otros casos, el enfoque contextualista de Cambridge es más sugerente y provechoso. En cualquier caso, una aproximación informada y plural a este campo de estudios debería salir de la dicotomía “Heidelberg vs Cambridge”, que tiende a ser estéril. Además, los enfoques disponibles no se agotan ahí. En este sentido, reconozco y valoro la inspiración de otras perspectivas, como la historia conceptual de lo político, al estilo de Pierre Rosanvallon o Claude Lefort; la noción de “discurso social” de Marc Angenot, o la de “ideopraxia” de Lucien Jaume o el análisis morfológico de las ideologías propuesto por Michael Freeden, entre otros. Para el caso iberoamericano, mi deuda intelectual y formativa más grande es con Javier Fernández Sebastián, el director de la red Iberconceptos, cuyos trabajos constituyen una referencia indispensable para quienes nos interesamos en el siglo XIX hispanoamericano.


Horacio Crespo
Universidad Autónoma del Estado de Morelos, México.

1. La historia intelectual se desarrolla básicamente sobre tres ejes de indagación empírica y de conceptualización. El primero, las condiciones materiales de la producción intelectual y, por supuesto, también de su circulación y recepción. En segundo lugar, el tejido organizativo del campo intelectual: grupos, redes, instituciones, soportes, sistema de valoraciones. Por último, el tercero, está referido a las interrelaciones de los intelectuales con otras esferas de la práctica social, tal como la cultura y la política, para mencionar dos ámbitos privilegiados de atención. Sensiblemente, en nuestro medio, se ha desarrollado mucho menos el interés por el campo de las ciencias exactas, física y naturales y la tecnología, en el camino iniciado por Robert K. Merton con su Science, Technology and Society in 17th-Century England (1938) y proseguido con enorme creatividad e influencia por Thomas Kuhn.

Entiendo que esta forma de concebir la historia intelectual, con un vasto campo de intereses y problemas de investigación, desdibuja un tanto sus contornos y diferencias con otras prácticas, tales como la sociología de los intelectuales y la historia social de la cultura, o la historia social de la ciencia y la tecnología, pero ese tipo de distinciones cuasi normativas (que tienen inclusive reminiscencias escolásticas) no deben preocupar demasiado.

Creo que el esfuerzo de delimitar un campo específico de trabajo y objetos de estudio, crear referencias disciplinarias propias, establecer una genealogía y acentuar la personalidad distintiva de la historia intelectual tuvo que ver con el establecimiento de una “escuela” o “corriente” que ha tenido una gran importancia y una gran productividad, tanto en Argentina como en América Latina, y ha incidido mucho en la renovación de los estudios historiográficos relacionados con la cultura y, por supuesto, con los intelectuales como segmento social específico. Esto debe reconocerse como un gran logro.

Lo más importante en cuanto a esta delimitación de la historia intelectual fue distinguirse y plantear una relación crítica respecto de la vieja “historia de las ideas”, señalando su lógica abstracta y el mundo etéreo en el que se movía. Y también una cierta distinción con la sociología de la cultura en tanto la historia intelectual no persigue construir modelos generalizadores de intelección, sino que como toda historiografía elabora conceptualizaciones a partir del trabajo inductivo con investigaciones empíricas. El “caso por caso” permite alcanzar muy buenos niveles de aprehensión de la complejidad de los fenómenos intelectuales y de la cultura. El tributo por pagar es el relativismo inherente a todo historicismo, y me parece que no se ha hecho demasiada reflexión crítica respecto de esta característica. Otra consecuencia, no deliberada ni postulada pero detectable, es una posible distorsión respecto a acentuar excesivamente el protagonismo de los intelectuales en la sociedad y en la política, en desmedro de otros actores sociales.

2. El marxismo nutre la historia intelectual, a partir de su preocupación fundamental por la materialidad social y la relación dialéctica que se desarrolla con la conciencia. Eso en términos muy generales, pero decisivos. Luego vienen las mediaciones, la cuestión crucial para evitar las concepciones y prácticas dogmáticas, dicho de otra manera, el pensar dialéctico. Y en ese plano, creo que el fundamental aporte del marxismo a la historia intelectual proviene de Gramsci y lo que podríamos llamar el “marxismo italiano”. La enorme cantera de conceptos, apreciaciones críticas, desarrollos empíricos muy penetrantes, tipologías, en fin, esa inacabable riqueza que es la materia viva de los Cuadernos de la cárcel, que en esencia son los borradores y fragmentos de una gran obra sobre los intelectuales, el gran proyecto de Gramsci para sostener su vida en prisión. Junto con ella, también una fuente importante para la reflexión marxista en esta temática, la concepción de Togliatti sobre los intelectuales, que permea toda la sociedad, su permanente atención sobre la dinámica de los intelectuales y las relaciones vivas entre los intelectuales, la cultura y la política, iniciada en sus Lecciones sobre el fascismo (1935) y que caracterizó y dio forma a la acción político-cultural del Partido Comunista Italiano bajo su dirección. Un venero importante de reflexiones y conceptualizaciones sobre la producción material de la cultura, su organización social y su decisiva influencia en la política. También debo resaltar el extenso trabajo de los historiadores marxistas italianos en materia de lo que podríamos considerar historia intelectual, tal como la planteamos más arriba, visible en una revista como Critica marxista y en Studi Storici del Instituto Gramsci, fundada en 1959 y presente todavía.

3. Las referencias en el área son múltiples, los trabajos de Oscar Terán, Carlos Altamirano, Adrián Gorelik, Horacio Tarcus, Ricardo Melgar Bao, y muchos otros, son insoslayables, así como la larga serie de aportaciones valiosas de numerosos autores en sucesivos números de la revista Prismas. Y, por supuesto, el magisterio singular de las obras de Tulio Halperín Donghi en este campo. No puedo omitir, sin embargo, una lectura de hace ya muchísimos años que fue absolutamente importante para mí. Me refiero al espléndido libro de Lucien Fevbre, El problema de la incredulidad en el siglo XVI. La religión de Rabelais, de 1947. Hace ya tres cuartos de siglo que aparecía esta obra fundacional, que anuda la “vieja” historia de las ideas, la llamada historia “de las mentalidades” e, indudablemente, elementos centrales de lo que ahora identificamos como “historia intelectual”, que ya expresé anteriormente, en una anticipación notable. Dibuja allí un horizonte historiográfico amplísimo en estas materias con el que me identifico plenamente y, además y sustantivo, uno de los libros que mayor placer intelectual me ha proporcionado. Un auténtico clásico, de aquellos que abren el panorama definitivamente, de un rigor y erudición incomparables, que rompen las contenciones disciplinarias, y al que siempre deberíamos regresar o, al menos, al que yo siempre regreso.

Por último, pero seguramente no el menos importante, el recuerdo siempre presente y por completo formativo, de José Aricó. Además de su magisterio permanente en muchos aspectos, en el terreno preciso al que se dedica esta reflexión debo decir que su noción de “historia contextual” tal como lo desarrolla en Marx y América Latina es una base muy importante para la edificación de la historia intelectual latinoamericana, que aplica y desarrolla en otro libro que se mueve entre el registro autobiográfico y la construcción historiográfica, La cola del diablo. En ambos, en un registro absolutamente original, Aricó establece los puentes necesarios entre la “historia de las ideas” y el contexto político y social en interacción dinámica con los intelectuales, ya sean colectivos o personalidades individuales. Otra referencia fundamental.


François Dosse
Université Paris-Est Créteil / Institut d’Études Politiques (IEP), Francia.

1. ¿Qué es ese oscuro objeto llamado “historia intelectual”? Desde hace mucho tiempo, la historia lineal de las ideas, que abarca de modo exclusivo la esfera del pensamiento, está puesta en cuestión. Ese cuestionamiento lo formuló en especial el historiador de la filosofía Martial Guéroult, profesor del Collège de France a partir de 1951. Propuso una solución para evitar que la historia de la filosofía decaiga y termine absorbida por la psicología, la sociología y la epistemología, como mera ciencia auxiliar. Mediante su enfoque de historiador, Guéroult procura encontrar y restituir “la presencia de cierta sustancia real en cada filosofía […]. Es esto esencial (la filosofía misma) que, volviendo los sistemas dignos de una historia, los sustrae del tiempo histórico”.1 Por tanto, su enfoque histórico pretende negar la temporalidad, la diacronía, la búsqueda de filiaciones, la génesis de los sistemas. Aparece aquí uno de los elementos característicos del paradigma estructuralista, la atención dirigida esencialmente a la sincronía, a pesar de que en el caso de Martial Guéroult esta orientación no debe nada a Saussure. Guéroult justifica de ese modo el interés de las monografías, pues la estructura a la que accede es la singular de un autor, de una obra asida en su coherencia interna. Guéroult renuncia a detectar allí una estructura de las estructuras, en cambio se dedica a “investigar cómo cada doctrina se constituye a través y en medio de la complejidad de sus estructuras arquitectónicas”.2 Para él, los sistemas filosóficos son esencias intemporales y su grandeza radica en la solidez de su estructura: “Es necesario pues sustituir la noción de sistema falso por la de sistema inconsistente, carente de realidad y de tensión interna suficientes para vivir; para resistir al poderoso impulso de la historia, y, en lugar de ser engullido por ella, poder incorporarse a ella de manera definitiva”.3 Tomar una obra de filosofía en tanto tal, en su singularidad y recortarla de modo ficticio de sus raíces, de su aspecto polémico, para describir mejor la coherencia interna, el encadenamiento de los conceptos, detectar sus lagunas y contradicciones, tal es el método que Guéroult aplica a Fichte, Descartes y Spinoza. Al mismo tiempo, es el tiempo histórico el que decide mediante una selección que sólo preserva las obras suficientemente consistentes.

Por su parte, la historia tradicional de las ideas, que venía ofreciendo una simple exposición cronológica del juego de influencias de un autor a otro, fue reemplazada poco a poco por una emergente historia intelectual. Pero, ¿cuál es el grado de autonomía de ésta? ¿Es pertinente intentar naturalizar un objeto “intelectual” señalado como invariante a través del tiempo, cuantificado y confinado en un lugar fijo? Estas cuestiones aún permanecen ampliamente abiertas, pero me parece, siguiendo el modo en que las analiza Foucault, que lo esencial no reside tanto en el objeto como en las relaciones instituidas y en los procedimientos de objetivación, así como en las inscripciones concretas de las prácticas y de las formaciones discursivas.

Al haber tomado como campo de investigación la historia de una escuela de historiadores —la de los Annales—, la historia de un paradigma —el estructuralismo—, y dos itinerarios biográficos —el de Ricoeur y el de De Certeau—, de ningún modo pretendo haber construido con esta trilogía escuelas/Paradigmas/Biografías un nuevo modelo de lo que puede ser una historia intelectual, la cual se ha enriquecido, en el último periodo, con muchos otros puntos de vista que no me parecen verdaderamente antinómicos ni contradictorios con mi propio enfoque, sino simplemente diferentes.

De la misma manera en que he abordado el estructuralismo en su acepción más vasta, me parece que se puede encontrar en Carl Schorske una definición muy amplia de lo que puede ser la historia intelectual: el historiador “pretende ubicar e interpretar temporalmente el producto cultural en un campo en el que se produce la intersección de dos rectas. Una es vertical o diacrónica, y con ella se establece la relación de un texto o un sistema de pensamiento con expresiones anteriores de la misma rama de la actividad cultural […]. La otra es horizontal o sincrónica, y permite analizar la relación del objeto intelectual estudiado con lo que surge en otras ramas u otros aspectos de la cultura en la misma época”.4 Valiéndose de las enseñanzas del momento estructuralista, Schorske conjuga con el enfoque diacrónico el sincrónico de la lógica endógena de un momento, de un corte en el tiempo a partir de su transversalidad. El intento de ensamblar esas dos dimensiones sería el objeto mismo de la historia intelectual en tanto aspiración. La definición de historia intelectual que dio Robert Darnton es igualmente ambiciosa: “La historia de las ideas (el estudio del pensamiento sistemático, por lo general en los tratados filosóficos), la historia intelectual propiamente dicha (el estudio del pensamiento informal, los climas de opinión y los movimientos literarios), la historia social de las ideas (el estudio de las ideologías y de la difusión de las ideas) y la historia cultural (el estudio de la cultura en el sentido antropológico, incluyendo las cosmovisiones y las mentalités colectivas)”.5 Con justo título, Darnton preconiza un haz multidimensional en el que hace trabajar en conjunto la lógica propia de las ideas, la vida intelectual y la política cultural, considerando así a esa historia no como un dominio particular, sino como un elemento integrante de una historia total de las formas del pensamiento y de sus prácticas.

A propósito de la definición de “intelectuales”, se registra una oscilación constante entre una concepción sustancialista que tiende a asimilar a los intelectuales con un grupo social particular y una forma de nominalismo que los ubica ante todo por su compromiso en las luchas ideológicas y políticas. En el uso de esta noción de intelectual operan tres registros. En primer lugar, el registro social que se apoya en una definición funcionalista, que divide el trabajo en manual, de un lado, e intelectual, del otro. En segundo lugar, el registro cultural está a la base de una definición culturalista que limita el medio intelectual a las elites creativas; éste se corresponde con una visión romántica de la sociedad. En tercer lugar, el registro político retoma la aparición de la noción en el contexto de la Revolución Francesa, y luego en el del caso Dreyfus, como designación —inicialmente peyorativa— de los “hombres de letras” atacados en tanto portadores de ideas desconectadas de lo real.

En el último tiempo, el dominio de la historia intelectual ha tendido a emanciparse como un campo de investigación específico, autónomo de las disciplinas de la sociología y de la historia, ubicado en la intersección entre la historia política, social y cultural. Se trató durante largo tiempo de un dominio proscrito: en los sesenta y setenta la larga duración y la historia serial dominaron de manera excluyente. La historia intelectual fue considerada como demasiado próxima a lo individual, a lo biográfico y a lo político, objetos estos desvalorizados por la historia académica. Este “pequeño mundo íntimo” —según la fórmula propuesta por Sartre el día siguiente a la muerte de Camus, el 7 de enero de 1960— o Small World —según la novela de David Lodge— resultaba impropio para los recortes estadísticos y las largas series cuantitativas.6 Fue relegado irremediablemente a un impresionismo incapaz de transformarse en objeto científico. Es más, los límites del grupo de los intelectuales parece tan borroso y tributario de los registros de análisis adoptados que el objeto se vuelve inasible. A este descrédito se suma un interés mayor por los fenómenos masivos a expensas de los grupos de élite, según el programa definido por François Simiand en 1903, cuando llamó a la tribu de los historiadores a derribar a sus tres ídolos: el ídolo biográfico, el cronológico y el político. Hay que esperar a un periodo reciente para ver emerger en Francia un interés por esa historia de los clercs que tiene la doble limitación de inscribirse en el tiempo corto de la política y de ser descalificada en tanto simple renovación de una historia tradicional de las ideas según la cual “Esto es culpa de Rousseau…” o “Esto es culpa de Voltaire…”. Ese descrédito es, por otro parte, un fenómeno francés, pues “fuera de Francia, ser historiador de las ideas no implica una indignidad nacional”7 como señala François Azouvi, quien en una bella exposición muestra que Foucault —de quien se pensó que todo su trabajo se había orientado a combatir la historia de las ideas— continuó, de hecho, ese enfoque. En efecto, Foucault define su proyecto como una arqueología del saber que proclama distinguirse de las inconsistencias de la historia de las ideas. Esa arqueología se caracteriza por dos rasgos: por reconstruir la historia desde sus márgenes, sus costados, y por ser una “disciplina de las interferencias”.8 Foucault proclama, pues, una ruptura radical con la vieja historia de las ideas que se restringe al nivel de lo manifiesto, lo consciente, de lo dicho: “La descripción arqueológica es precisamente abandono de la historia de las ideas, rechazo sistemático de sus postulados y de sus procedimientos, tentativa para hacer una historia distinta de lo que los hombres han dicho”.9 Ahora bien, ¿qué son las formaciones discursivas según Foucault sino justamente todo lo que desborda los marcos disciplinarios de las ciencias constituidas y que se halla inscrito en textos de naturaleza diferente, como los textos jurídico-políticos, las expresiones literarias o las reflexiones filosóficas, en el “intersticio de los discursos científicos”?10 Esos conjuntos interdiscursivos, estos regímenes de interpositividad, convergen, de hecho, con la principal característica de la historia de las ideas tal como es practicada “a cara descubierta”11 en el extranjero, como modo de abordaje que descompartimenta los conjuntos disciplinares: “La historia de las ideas no es una disciplina para quienes tienden fuertemente a las divisiones”,12 escribe Lovejoy, quien en el pasado había creado el “Club de la historia de las ideas”, y Jean Starobinski concibe la historia de las ideas como un “entretejido”.13 Esta es la definición de la historia de las ideas que retiene como fecunda François Azouvi, quien define pues este dominio como vinculado a la construcción de un hecho cultural global: “El hecho cultural global designa el dominio en el que la historia de las ideas crea sus recorridos, diseña sus itinerarios; recorridos e itinerarios a los que les es propio transgredir las fronteras disciplinares”.14

2. Los contornos de mi proyecto de historia intelectual se me han hecho evidentes de forma retrospectiva: a la manera de Monsieur Jourdain, hacía historia intelectual sin saberlo. El juego de construcción propuesto —escuelas, Paradigmas, Biografías— no fue previsto como un plan que sería desarrollado a lo largo del tiempo siguiendo un modo lineal de prospección de cada uno de los casilleros constituyentes de lo que podría ser una historia intelectual. Todo lo contrario, una serie de discontinuidades desestabilizantes y de “rupturas instauradoras” fueron jalonando ese recorrido. Sería vano investigar los resortes esenciales que escapan tanto a quien escribe como a su lector. Se conocen, particularmente después de Freud, los límites del ejercicio de introspección y más recientemente los de toda posición desde afuera y arriba. A esas ilusiones, Michel de Certeau oponía siempre un “Así no es”, con el que relanzaba el cuestionamiento, pues no hay otro punto de interrupción mas que aquel, último, de la muerte. Sólo hay aristas y crestas a recorrer a partir de las variaciones de una perspectiva sin cesar movilizada por nuevas modalidades.

Este ejercicio de autoreflexión fue definido por Pierre Nora bajo el vocabulario de ensayos de ego-historia.15 En tanto no se la concibe como un sustituto de una práctica psicoanalítica, la compilación realizada por Pierre Nora constituye un material sumamente útil para quien quiera reflexionar sobre la historia. Me ofreció la oportunidad de expresar lo que pensaba en 1988.16 Ya en aquel entonces la consideraba como

una pieza en la construcción de una historia intelectual más amplia, más que como un objeto construido en sí. Estas retrospecciones individuales permiten que surja en carne y hueso la historia de una generación, la historia de una comunidad de historiadores que transciende tanto la pertenencia a la corporación como las elecciones más enfrentadas. Se diseñan los grandes topoi de una conciencia histórica.17

Lo que se me aparece a la distancia en mi propio recorrido es, como para todos, una mezcla de dos formas de identidad de sí, formas que Paul Ricoeur distingue disociando el idem del ipse. Si bien las mutaciones históricas atravesadas suscitaron inflexiones sensibles, la búsqueda intelectual permanece animada por un deseo que remite a cierta constante de intuiciones iniciales puestas en movimiento. Respecto del plan de posiciones defendidas en el campo intelectual, la noción de sentido, del sentido de la existencia, está en el centro del trabajo que realicé, al punto de volverse redundante: “El imperio del sentido”, “Los sentidos de una vida”… Con esta insistencia reciente —que, por otra parte, coincide con un topos hoy devenido dominante— intento significar una pérdida, una ausencia, un abandono, el de un sentido direccional, de un telos que, si sólo aparece explícito ocasionalmente en mis trabajos, estuvo siempre implícito hasta 1989. Hasta entonces —volveremos sobre ello—, la elección de la disciplina histórica se inscribía para mí en esa problemática. Estaba convencido de que había un sentido de la historia cuyo ritmo había que acelerar, tarea correspondiente a cada generación y de la que el historiador debía poner a la vista el motor. La referencia actual a la noción de sentido no tiene el mismo significado. Intenta expresar el hecho de que el actuar y el decir humanos son portadores de un sentido emergente del que las ciencias humanas tienen que dar cuenta. Esto no supone ningún telos, sino una aproximación hermenéutica al otro en el espacio y en el tiempo. Sostuve en mi artículo de Le Débat que pertenecía a una generación que no tuvo que hacer el duelo que realizó la generación precedente, la de la posguerra: muchos de los historiadores que fueron parte de esa generación pasaron por el Partido Comunista Francés (François Furet, Denis Richet, Jacques Ozouf, Emmanuel Le Roy Ladurie, etc.) y quemaron el objeto de su adoración. Hoy puedo notar, al contrario, hasta qué punto mi generación debió realizar un verdadero trabajo de duelo con respecto a lo que fue para muchos nuestra identidad política, la de nuestra juventud, nutrida por una convicción inquebrantable en un mañana mejor, consagrábamos todos nuestros esfuerzos a adecuar la historia al inminente gran ocaso.

Fue necesario “conformarse con” la muerte de esta esperanza escatológica al ritmo de los descubrimientos de lo que ocultaba. En un ataque polémico, Pierre Viansson-Ponté condenó a esos “niños malcriados”, esos “pobres gatitos desorientados”, a propósito de los ataques a los nuevos filósofos.18 En efecto, fue necesario vivir esos años como huérfanos y redescubrir otras vías de esperanza. El difícil camino que seguí fue el del trabajo de catarsis, de anamnesis, para a la distancia someter a crítica aquello que fue objeto de creencia y así captar los límites y sus aporías evitando sucumbir a los famosos giros de 180º que conoce en general la vida intelectual francesa. Retomando aquí la bella metáfora de Michel de Certeau, podría decirse que los libros que he escrito son un poco una “sepultura para la muerte”, una manera de honrar el pasado que coloca las “ilusiones del pasado” en su lugar, para que no regresen a asediarnos sin que lo sepamos. Este duelo abre paso a un nuevo devenir que se nutre de las posibilidades de nuestro presente y es el resultado de un juicio prudencial en situación.


Alexander Gallus
Universidad Tecnológica de Chemnitz, Alemania
http
s://orcid.org/0000-0001-5521-1954

1. Lo representativo de una historia intelectual —como entiendo a esa aproximación académica— se concentra en la descripción de las prácticas intelectuales que están integradas a un contexto social, lingüístico, institucional, cultural e histórico. El objetivo es, en primer lugar, volver comprensibles esas formaciones intelectuales. La historia intelectual examina las interrelaciones dinámicas entre diferentes formas de conocimiento y su correlación con las prácticas sociales, políticas, económicas y culturales. Son de gran importancia los ambiguos patrones de pensamiento y sus roles, los actores intelectuales y sus polémicas, así como los discursos sobre cuestiones específicas o las redes generacionales.

La historia intelectual se ve a sí misma como un campo de investigación interdisciplinario. Pone en conversación diferentes temas —sobre todo de historia y ciencia política, pero también sociología y estudios literarios—. Para mí es particularmente importante usar la historia intelectual para combinar de modo fructífero la historia de las ideas y la historia contemporánea a fin de acercar la brecha entre la historia “imaginada” y la historia “real”. En mi opinión, una historia de las ideas puramente analítico-textual, que se deslice de libro a libro, no tiene futuro.

2. No puedo advertir ninguna influencia particularmente fuerte de las tradiciones marxistas de pensamiento en este caso. Lo que me parece más importante a mí de ese contexto es Antonio Gramsci con su concepto de “hegemonía cultural”. Después de todo, en el caso de la historia intelectual, no hay una discusión sobre las verdades eternas y su validez atemporal. Más bien, es una cuestión de luchas interpretativas descubiertas y del terreno ganado frente a las ideas políticas y los actores y —con Gramsci— de interrogación por las formas de “hegemonía cultural”.

Gramsci puso mucha atención en la posibilidad de revolucionar las mentes. Y los intelectuales jugaban un rol central en ello. Gramsci enfatizó el vínculo cercano entre los “intelectuales orgánicos” y el respectivo grupo social en el que habían crecido. Asimismo, la relación entre teoría y práctica fue importante para él. Esperó que los intelectuales orgánicos tuvieran una relación de por vida con una tarea educativa y de intervención. Estos son principios guía que pueden combinarse bien con las consideraciones de una Nueva Historia Intelectual.

3. Como subrayé en la respuesta a la primera pregunta, mi investigación está fuertemente influenciada por perspectivas de la historia intelectual. Estoy interesado particularmente en las últimas investigaciones sobre la historia de las ideas alemanas de los siglos XX y XXI que revisan las redes intelectuales concretas así como las convenciones del lenguaje hablado y del político. Lo que me interesa son las “ideas en contexto”. Esta palabra clave ya muestra que considero extremadamente valiosos los impulsos metodológicos de la escuela deCambridge y de Quentin Skinner en particular. Además, las consideraciones de Reinhart Koselleck sobre la “historia conceptual” me parecen importantes. Recientemente, los historiadores contemporáneos abrieron nuevas perspectivas en historia de las ideas. Dentro del mundo germano-parlante, sólo podría mencionar la opus magnum de Axel Schildt sobre el tipo de “intelectual mediático”.


Juan Guillermo Gómez García
Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín, Colombia.
https://orcid.org/0000-0002-2118-385X

Las preguntas que se hacen precisan una discusión colectiva que quizá rebasan la mera aproximación que forzosamente y al vuelo se podría dar en esta ocasión y que me permito dar de un modo más bien coloquial y hasta en ocasiones anecdótico…

1. La praxis de la llamada historia intelectual, en efecto, se remota a diversas fuentes de las ciencias sociales y humanas de décadas pasadas. Recuerdo muy bien una conversación hace unos años (no recuerdo si en casa) con el profesor Gilberto Loaiza Cano. Con su humor nunca carente de acidez, me dijo que él hacía investigaciones, desde la pionera sobre Luis Tejada y luego sobre Manuel Ancízar, y que tras muchas vicisitudes le dijeron que eso se llamada historia intelectual. Como discípulo indirecto de Jaime Jaramillo Uribe, quien había publicado el libro canónico entre nosotros El pensamiento colombiano del siglo XIX, aparecido en 1964 y destinado al Fondo de Cultura Económica (que al final no encontró cabida en la colección de Leopoldo Zea), y como discípulo directo del (ese sí agrio, sin el más leve sentido del humor) Renán Silva, autor del también canónico Los ilustrados de la Nueva Granada, 1760-1808, Genealogía de una comunidad de interpretación (2002), el profesor Loaiza ha venido activamente haciendo parte de la comunidad de la llamada historia intelectual colombina, al menos desde el primer Congreso que organizamos (el GELCIL) en Medellín en 2012.

Pero esta inserción a la corriente activa de la historia intelectual en Colombia se construyó con otro antecedente que subyace a un anecdotario muy propio de nuestra vida universitaria. Revisados por el GELCIL los dos volúmenes de Historia de los intelectuales en América Latina de Carlos Altamirano, para redefinir a la luz de una mayor actualidad nuestra vocación investigativo-universitaria, nos encontramos con la sorpresa de que Colombia, justamente, estaba invisibilizada en esos dos volúmenes, no existían pues históricamente los colombianos para la historia intelectual del continente. “Mosquiados”, como decimos en estas montañas, decidimos invitar al maestro Altamirano a presidir el Primer Congreso del 2012, como respuesta a su vacío protuberante. Luego, nos explicó la causa de él y nos convenció: es decir, corroboramos que en nuestro medio colombiano hablar de intelectuales, era tan enojoso o inactual como hablar de la virginidad de la madre de Dios.

Con este primer contacto con la academia latinoamericana fuimos refinando hasta el presente los temas y métodos de la historia intelectual, que nosotros habíamos asumido de la obra crítica y ensayística de Rafael Gutiérrez Girardot. Como discípulos del gran polemista colombiano, radicado desde 1950 en Europa y profesor de la Universidad de Bonn, desciframos las primeras letras de la historia intelectual a partir de su libro Modernismo (1982) (que había aparecido simultáneamente a La ciudad letrada de Ángel Rama, y que sólo la muerte del uruguayo evitó la discusión que prometían estos dos gigantes de la crítica continental) y sobre todo Temas y problemas de una historia social de la literatura hispanoamericana (1989) y El intelectual y la historia (2001).

Sólo lentamente y entre un diálogo fluctuante, que ahogaban cien tareas pueriles universitarias, pudimos ir descifrando las diferencias metodológicas (que al fin también se siguen entrecruzando) que van de la convencional historia de las ideas de Leopoldo Zea y la colección que salió en Fondo de Cultura Económica bajo este sello de identidad continental (cuyos contenidos tienen mucho de historia de los intelectuales e historia intelectual, al paso, si miramos Las ideas en la Argentina en el siglo XX de José Luis Romero), la historia de los intelectuales (que privilegia nombres-tipo más que circuitos de conocimiento y su socialización múltiple, en el sentido de Simmel) y propiamente la historia intelectual, cuya dinámica investigativa se puede observar muy claramente en el libro de reciente aparición Redes intelectuales y redes textuales, coordinado por Liliana Weinberg en el IPGH y UNAM. Hay una comunidad de profesores y estudiantes en Colombia que han visto en el campo abierto, de cruces de caminos interdisciplinares de la historia intelectual, un punto de encuentro, de llegada o salida, para sus intereses personales. Tenemos aquí nombres como Rafael Rubiano, Carlos Rivas, Luz Ángela Núñez, Diego Zuluaga, Andrés López, Germán Porras, Juliana Vasco, Sandra Jaramillo Restrepo (que cito al vuelo, omitir no es ofender) y otros más jóvenes que han nutrido la discusión y contribuyen a esta “work in progress”.

Considero que lo que va de la historia de las ideas a la historia de los intelectuales son acentos metodológicos sobre una indagación central, a saber, el papel de la inteligencia en el destino secular de las naciones latinoamericanas, antes y sobre todo después de su Independencia.

Recuerdo, aquí también al paso, una reseña que se hizo hace poco sobre Halperin Donghi en que el reseñista (olvido el nombre) asegura que el historiador argentino aportó una imagen renovadora de la historia política continental del siglo XIX al incluir a los intelectuales como agentes dinamizadores de la vida histórica y configuradores de las instituciones políticas y las estructuras sociales. Creo así que metodológicamente la audacia era discutir entre nosotros (lo había hecho también Jorge Basadre en Perú, problema y posibilidad mucho antes y Sergio Bagú en su ensayo Acusación y defensa del intelectual) contra el marxismo ortodoxo (leninista) que hace forzoso depender las ideas de la infraestructura económica, como si ellas fueran una imagen fantasmal y sin vida propia, sin sello de identificación dinámica. Sin duda, también el marxista atenido a los textos puede recordarnos que Marx sentenció que ni la religión ni el Estado tenía historia propia. Pero la historia del siglo XX puede haber reajustado el aserto tajante. La historia intelectual, sin duda, también se ha nutrido de los estudios culturales, al menos creo, de la exposición clásica de Estudios culturales (1983), el libro referencia de Stuart Hall, del que también podemos seguir aprendiendo mucho.

Así la historia intelectual se nutre de esas fuentes, se dinamiza, sobre todo a partir de un diálogo universitario, de una red base/fluctuante a la vez, que nos acerca y nos aleja por temporadas y nos acerca por prácticas y eventos que van asentando los cimientos de una tradición histórica larguísima, unas instituciones que vamos renovando y una praxis que estamos haciendo viva, y deseamos que no desfallezca.

2. Sin duda y qué duda cabe considerar el marxismo como una base metodológica mancomunada, con las variables y “desviaciones” que podemos advertir, con una confianza dispuesta a aceptar los desafíos epistemológicos del caso. Por supuesto Lukács es fuente teórica para debatir el destino del papel de la inteligencia, aun en el supuesto de ver en este el autor de El alma y las formas, pero también de Historia y conciencia de clases. Quien no logre entrever la trama metodológica entre estas dos obras, aparentemente dispares, puede donar su dotado cerebro a los experimentos de la “inteligencia artificial”. Pero, al igual que en Lukács, podemos ver en el sociólogo Karl Mannheim (discípulo de Max Weber) otra fuente metodológica para la historia intelectual, en particular sus Ensayos sobre la sociología de la cultura, muy en particular su ensayo “Sobre el problema de la inteligencia” y “El pensamiento conservador”, que es una respuesta metodológica a la no menos brillante Política romántica de Carl Schmitt. Pero es sin duda Walter Benjamin (mucho más claro y conciso que Theodor W. Adorno) una fuente muy recomendable para establecer los temas, problemas y métodos de una historia intelectual nutrida de fuentes marxista. Sería de suma utilidad retomar y hacer un seminario en conjunto del apartado “Teoría del conocimiento, Teoría del Progreso” de la Obra de los pasajes (volumen 1) que tenemos a la mano por Abada ediciones. Allí hay justamente un pasaje que dice que: “Marx ha dejado expresamente en sus escritos esa trama causal que se produce entre la economía y la cultura”.19 Una historia de las ideas (y naturalmente una historia intelectual) comprende que la relación de las ideas genera “una trama causal”, es decir, una relación “entre economía y cultura”, pero que ésta no debe mostrar propiamente que las ideas y los intelectuales (como expresión de la cultura) se originan en la economía “…sino cuál sea la expresión de la economía en su cultura”. Pero Benjamin o Mannheim pueden seguir abriendo brechas enormes para los estudios de la historia intelectual, quizá algunos preteridos como son las relaciones entre la historia intelectual y los medios de comunicaciones (los mass media), sobre todo en un momento en que los llamados influencer dominan masivamente el debate de las ideas, la circulación de valores culturales emergentes, etc., y que se cuentan sus seguidores por miles de miles.

3. Mi último libro, Rafael Gutiérrez Girardot y España, 1950-1953, puede dar respuesta aproximada a esta pregunta. Fue el resultado de una larga y laberíntica investigación biográfica, centrada en un episodio germinal y reducido temporalmente sobre el ensayista, crítico literario y filósofo colombiano.20 El interés sobre ese paso por la España franquista ya había llamado la atención a Carlos Rivas Polo en su tesis doctoral, pero a partir de esa indagación deseé explorar fuentes, temas y problemas que pudieran lograr obtener una mejor comprensión de los asuntos que me habían interesado. El episodio por sí mismo, la estadía de un becario colombiano en el Colegio guadalupano de Madrid, se podría tomar como una minucia con visos de insignificancia para la cultura intelectual latinoamericana, y quizá el mismo título puede sugerir o sospechar esa micro-dimensión.

Estudiar la vida de un becario durante tres años en una institución marcada por la impronta del franquismo se convirtió, sin embargo, en un aventura biográfico-intelectual muy fecunda. Esta indagación me presentó cuestionamientos que me condujeron a laberintos incesantes durante casi una década. Parecía en principio un desperdicio de energía y recursos ir una y otra vez a Madrid, escarbar en los archivos de esa institución (que reposan en el AECID) para ir corroborando en ese despliegue un cosmos sumamente sugestivo. Se trataba en primer lugar de preguntar por la existencia de una institución colegial, que parecía ser una restauración de la era gloriosa de la España pre-borbónica, y que se proyectaba para todo el continente hispanoamericano posbélico (es decir, para el momento en que Franco es rehabilitado internacionalmente) como pieza maestra de la hispanidad andante.

De este modo, el paso a seguir fue empezar a desenredar la pita que conducía al gran Desastre de 1898, en que la herida de la pérdida naval de España con los Estados Unidos liberó a una intelectualidad preñada de angustias nacionalistas. El interrogante patético de Ortega y Gasset “Dios mío ¿qué es España?” subyacía a un orden del discurso nacional histórico-filosófico, a contrapelo de la Europa protestante, ilustrada y positivista. Este asunto de la historia de las ideas de la España de la primera fase del siglo XX me obligó a la lectura aplazada de autores, de Ramiro de Maeztu, Ángel Ganivet y Miguel de Unamuno a José Ortega y Gasset y Pedro Laín Entralgo.21 En estos autores descansa una clave ideológica que derivó en la casi inagotable discusión de la Hispanidad, que posteriormente retomó Franco como política cultural para la América Latina, subcontinente amenazado por el peligro comunista. Más aún: para una Colombia en que ese peligro inminente se demostró, sin sombra de dudas, con la muerte del líder Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, asesinado en un mediodía tras el que fue incendiada y asqueada nuestra capital y puso en jaque la estabilidad del régimen conservador. El culpable: la mano larga del temible Komintern.

Así, pues el becario Gutiérrez Girardot se benefició de las buenas relaciones diplomáticas entre dos dictadores, el fanático español y el fanático local, Laureano Gómez, que compartían el mismo desvelo por salvar estas naciones del flagelo soviético. El joven Gutiérrez Girardot, sea dicho en favor de él, carecía de los medios de subsistencia y de los logros académicos para seguir sus estudios universitarios (quebrado y prácticamente fuera de la universidad), y su ida a Madrid fue una verdadera tabla de salvación. La vida cuasi monástica del Colegio madrileño parecía contradecir el subsuelo estudiantil que animaba a sus discípulos, lejos del dogma méxico-mariano que lo institucionalizó. La documentación que logré escarbar, en efecto, contradice los resultados intelectuales del aprendiz colombiano. Si este creyó encontrar el ambiente cuajado de “falangismo”, más bien se encontró con una atmósfera intelectual muy variada, rica y estimulante.

Su más impactante experiencia fue con la figura del filósofo Xavier Zubiri, en cuyos seminarios privados (como se sabe Zubiri había colgado las sotanas y esto le había costado la cátedra universitaria) tuvo la ocasión privilegiada de encontrar un genuino maestro. La exigente exegesis del material filosófico tratado con una penetración y conocimiento de la filosofía occidental de primera mano (en las lenguas clásicas y moderna de los textos discutidos) no tenían paragón en los países hispanoamericanos. Esta sola experiencia determinó un giro a su formación intelectual. Pero esta formación del periodo madrileño se amplificó con su relación con el poeta Luis Rosales, director de la revista Cuadernos hispanoamericanos. Allí tuvo ocasión de hacer su tarea de menuda “artesanía” escritural. Sus pequeñas notas informativas, sus reseñas de la actualidad bibliográfica y revisteril del ámbito latinoamericano (reseña por ejemplo la revista Imago mundo de José Luis Romero), sus abrebocas al hilo de sus lecturas de Henríquez Ureña o Alfonso Reyes, sus primera traducciones del alemán, realizadas con una obstinada frecuencia, delatan ya al profesional de las letras, al intelectual atento a su entorno y sobreproyectan tempranamente el complejo y vasto horizonte humanístico (literario, filosófico, histórico, sociológico) del futuro catedrático de hispanística en la Universidad de Bonn.

El clima de cordialidad pan-hispanoamericana le abrió, comparativamente, la ruta a la obra del mexicano Alfonso Reyes, a su admiración devota, y la ocasión de publicar su ensayo La imagen de América en Alfonso Reyes. Estos dos episodios marcan un punto de inflexión irreversible en su personalidad intelectual, expresión de una vida activa madrileña (retando el prejuicio del ambiente político sofocante) que se enriqueció en la vida nocturna. La taberna (el Madrid nocturno) fue un epicentro en que se urdió la amistad con los hermanos Goytisolo. Los cursos de verano en la Universidad Menéndez Pelayo en Santander, ocasión de conocer al librero hispano-argentino Pancho González, con quien funda en 1953 editorial Taurus. El Colegio Guadalupano, en fin, fue un hormiguero de posibilidades que se enriquecieron en el tiempo: sus relaciones con Ernesto Mejía (especialista en Rubén Darío), Gonzalo Sobejano (profesor de hispanística en Columbia University), el poeta Pepe Valente…

Subyace y presupone esta comunidad, por su naturaleza viajera y cosmopolita, para mantenerse comunicada, la praxis epistolar. El universo epistolar de Rafael Gutiérrez Girardot con sus amigos guadalupanos es un distintivo de su vida académica posterior, de su proyección profesoral, que se mantuvo durante los siguientes cincuenta años. La carta era memoria viva de esa inolvidable experiencia madrileña, pero actualización apasionada y vigencia de esa relación. El legado epistolar con los españoles se acerca a la cifra de cuatrocientas piezas, en que se destaca el intercambio con Francisco Ayala, Enrique Gómez Arboleya, José Luis Aranguren, José Agustín y Juan Goytisolo, Pedro Laín Entralgo, Antonio Lago Carballo (director del Colegio), Luis Rosales, Pepe Valente, Gonzalo Sobejano, Julián Marías, José María Valverde… sólo para referir los nombres de personalidades que conoció en estos años aurorales.22 Bastaría agregar a este inventario somero de los relacionamientos del joven becario colombiano con el mundo español de su época, que en Editorial Taurus publicó, en la colección Cuadernos, dos títulos suyos: En torno a la literatura actual y la traducción de Carta sobre el humanismo de Heidegger.

Esta institución-beca guadalupana, que se despliega en los ámbitos de formación profesional, humanística y en ese caso en proyectar a sus estudiantes a ganar una imagen integral del mundo hispánico y relacionarse entre ellos como miembros de una elite dirigente, determina un tipo de estudiante o mejor de joven consciente de una misión de liderazgo, de distinción (en el mismo vestir y actuar social), basada en relaciones de poder político y sobre todo de poder académico. Una conciencia pues de exigente superioridad intelectual, un arraigo a una tradición histórica y una desenvoltura en la trama de las relaciones estrechamente construidas. Una comunidad pues intelectual de aspiración pan-hispánica.

No encuentro mejor reflexión sociológica para este entramado que la categoría de “superposición de círculos” de Simmel, de la “república de los sabios”: “… unión semi ideal, semi real, de todas las personalidades que coinciden en un fin tan general como el conocimiento y que pertenecen a los más diversos grupos, por los que se refiere a la nacionalidad, intereses personales y especiales, posición social, etc.”23

Dicho en breves líneas, esta indagación sobre Gutiérrez Girardot impuso desafíos metodológicos diversos, que incluían un examen de las ideas sobre el hispanismo en la lacerada España post 98, un rastreo de las fuentes de la política cultural de Franco tras la Segunda Guerra Mundial y su giro en 1948 al ser reconocido como adalid del anti-comunismo para las repúblicas hispanoamericanas (esto implicó revisar las relaciones internacionales Colombia-España en los archivos correspondientes), una inspección in situ de los documentos existentes del Colegio Guadalupano (que se mantiene parcialmente en reserva), un rastreo de la producción publicada por el ensayista en múltiples revistas españolas de la época, un acopio epistolar de las cartas con los españoles, una búsqueda de perspectivas metodológicas, especialmente sociológicas, que nos llevaron de Simmel y Mannheim a Barthes y Dosse.

Los tres años de estadía de Gutiérrez Girardot en España fueron fecundos, un punto de llegada de la Colombia hecha pedazos por la Violencia, y un punto de partida para su posterior ciclo alemán, hasta su fallecimiento en mayo del 2005. La beca obtenida para hacer una investigación sobre Borges (publicada como Jorge Luis Borges: ensayo de interpretación) en el Instituto Iberoamericano de Gotemburgo y la siguiente beca para estudiar filosofía en Heidelberg cierran sus “años de formación”. Con Heidegger visita durante tres años (1954-1957) los seminarios sobre la Lógica de Hegel (seminarios privados, pues el autor de Ser y Tiempo había sido desvinculado de la Universidad de Heidelberg por sus graves compromisos con el nacionalsocialismo como rector de esa institución) y emprende sus estudios doctorales sobre Quevedo, bajo la dirección del romanista Hugo Friedrich (autor de una biografía excepcional sobre Montaigne y de los libros Estructura de la lírica moderna y Tres clásicos de novela francesa. Stendhal, Balzac y Flaubert), tesis doctoral que, en forma inusitada, concluye en Poesía y prosa en Antonio Machado.


Aimer Granados
Universidad Autónoma Metropolitana, Cuajimalpa, México.
https://orcid.org/0000-0002-8274-8324

1. “Producción, circulación y recepción” de textos me parece que son nociones clave para responder a la pregunta ¿qué se entiende por historia intelectual? Efectivamente, cualquier “idea” o texto que se someta al análisis de estas tres entradas tiene la posibilidad de ser aprehendido, de tal forma, que dé cuenta de una dinámica de las ideas en términos de una “nueva historia intelectual”. Me parece que tales nociones dan la posibilidad no solamente de estudiar las motivaciones, las intenciones y los objetivos de diferentes actores sociales: por una parte, los que producen ideas así como por los interesados en recibir, leer, indagar, preguntar, estudiar, criticar o analizar estas ideas, e igualmente por aquellos otros actores sociales encargados de editar, traducir, vender, acopiar y distribuir textos. De esta manera, me parece, el investigador, además, tiene la posibilidad de recoger y estudiar diferentes contextos de enunciación, circulación y apropiación de los textos. Atrás de estas nociones de “producción, circulación y recepción” de textos encuentro que las ideas y los textos que las contienen tienen una interminable marcha, “la marcha de las ideas” dirá el historiador francés François Dosse. Con lo cual se quiere expresar que las ideas nunca están “fuera de lugar”, sino que más bien en un proceso de constante apropiación/reapropiación evolucionan hacia diferentes contextos, temporalidades, objetivos y utilidades.

No quisiera dejar de lado un lugar más o menos común para los que nos hemos dedicado al estudio de la historia intelectual. Tiene que ver con que este subcampo historiográfico debe plantearse en un cruce interdisciplinar que implica a la filosofía, la antropología, los estudios literarios, la sociología, la historia social y la historia cultural.

2. Me parece que los marxismos heterodoxos a partir de mediados del siglo XX dinamizaron esta corriente de pensamiento social y político. Desde esta perspectiva por supuesto que el marxismo como sistema filosófico ha experimentado una “marcha de ideas” muy prolífica que definitivamente ha nutrido la historia del pensamiento y particularmente la nueva historia intelectual. En nuestro medio académico latinoamericano los estudios de Horacio Tarcus para la Argentina y Carlos Illades para México en torno a cómo ha cambiado el marxismo, sus tendencias, sus intelectuales orgánicos, sus revistas, sus periódicos, sus medios académicos, sus diferentes recepciones muestran cómo, efectivamente, los marxismos y especialmente sus diferentes recepciones y apropiaciones han contribuido notablemente a los estudios en torno a una “nueva historia intelectual”. En la práctica, en la praxis, la llamada “Nueva Izquierda Latinoamericana” sentó posiciones, que definitivamente dinamizaron no solamente la praxis del marxismo sino también su evolución como sistema de ideas.

3. Especialmente el encuadre que he dado a mis investigaciones en torno a la historia intelectual tiene interés en la materialidad de los textos, particularmente en el formato de revistas y en cómo estas materialidades revisteriles permiten la formación de redes intertextuales y, en complemento a ello, cómo las revistas permiten estudiar tramas intelectuales. El espacio-tiempo en el cual esta perspectiva de investigación me ha interesado estudiar ha sido el período comprendido entre 1850 y 1950. El punto de partida espacial ha sido México, con una cierta mirada hacia América Latina.

Algunas de las obras de referencia en el campo de la historia intelectual que me han ayudado a perfilar una línea de estudios son las siguientes: François Dosse, La marcha de las ideas; Michel Foucault, La arqueología del saber; John G. A. Pocock, Virtud, Comercio e Historia. Ensayos sobre pensamiento político e historia en el siglo XVIII y Pensamiento político e historia. Ensayos sobre teoría y método; Quentin Skinner, Visions of Politics y Reason and Rethoric in the Philosophy of Hobbes; Pierre Bourdieu, Intelectuales, política y poder; Reinhart Koselleck, Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos; Pierre Rosanvallon, Por una historia conceptual de lo político; Robert Darnton, La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa; Roger Chartier, El mundo como representación. Historia cultural: entre práctica y representación; Hans-Georg Gadamer, Verdad y método; AA. VV. Historia de los intelectuales en América Latina, 2 tomos, bajo la dirección de Carlos Altamirano. Los autores latinoamericanos son: Liliana Weinberg, Paula Bruno, Alexandra Pita González, Fernanda Beigel, Ricardo Melgar Bao, Carlos Illades, Elías Palti, Carlos Altamirano, Horacio Tarcus, Jorge Myers, Gilberto Loaiza Cano, Carlos Marichal y Gustavo Sorá.


Martin Jay
Universidad de California en Berkeley, Estados Unidos.
https://orcid.org/0000-0001-7219-8544

1. Siempre desconfié de la vigilancia a los límites de la historia intelectual, y encontré valiosas perspectivas en varias de las alternativas que la pregunta sugiere que podrían diferenciarse. Cada una, a su modo, provee una rectificación a la aplicación celosa de las otras como una aproximación normativa exclusiva de nuestro campo. En mi compilación más reciente, Genesis and Validity: The Theory and Practice of Intellectual History, publicada el año pasado por la University of Pennsylvania Press, argumenté que la historia intelectual se ubica en el cruce donde se encuentran la contextualización y la trascendencia. Es decir, es un espacio discursivo en el que el imperativo de la larga duración que coloca a las ideas en sus contextos de origen y de recepción, reduciéndolas, a su vez, a expresiones que reflejan esos contextos, encuentra la demanda, no menos convincente, de abordar a las ideas, o al menos a algunas de ellas, como potencialmente válidas y capaces de convencernos de su plausibilidad. Por su sensibilidad a esta tensa intersección, los historiadores intelectuales pueden contribuir en los debates teóricos contemporáneos y también pueden ser cronistas de los del pasado. Son capaces de ser las voces críticas del presente así como los guardianes de nuestra memoria de las voces críticas —o afirmativas— de quienes nos precedieron.

2. El marxismo, en sus formas más creativas, fue siempre más allá de una cruda sociología de las ideas que reduce los pensamientos a meras expresiones de las formaciones sociales ya constituidas, tales como las clases, los grupos sociales, los círculos de artistas o las escuelas de eruditos. Además, cuestionó la reducción de las ideas a las trayectorias biográficas o a las luchas psicológicas de sus creadores. En mi propia práctica, estimé el valor intrínseco del pensamiento crítico para trascender sus orígenes y desafiar el status quo. Pero, al mismo tiempo, recogí las advertencias contra una elevación idealista de las ideas como un campo de pensamiento incorpóreo, que no podría ser tocado por las preocupaciones materiales, a pesar de que nosotros las definimos. Es decir, el marxismo sirvió performáticamente como un caso ejemplar de la tensión entre génesis y validez que contribuye al dinamismo tan creativo de nuestro campo. O al menos así se dio cuando fue autocrítico de sus propias premisas y resistió la tentación de abordar las ideas como meros ecos superestructurales de las fuerzas subestructurales.

3. Si tengo que generalizar la trayectoria metodológica de mi propia investigación —lo que no es fácil porque tendió a irse por las ramas—, lo haría del siguiente modo. Inicialmente, con mi tesis doctoral y mi primer libro sobre la escuela de Frankfurt, The Dialectical Imaginatio (1973), se procuró reconstruir lo más fielmente posible el medio y las ideas de los intelectuales que estudié en los modos que ellos hubieran encontrado persuasivos. La suerte quiso que algunos de ellos pudieran examinar mis trabajos y, en general, fueron generosos en sus respuestas, incluso cuando ponía reparos en algunos de sus argumentos. Mi siguiente proyecto sobre Siegfried Kracauer, sobre quien produje varios ensayos que fueron compilados años después en una traducción francesa titulada Kracauer l’exilé (2014); además apareció para la serie Modern Masters mi breve volumen sobre Adorno (1984), fueron escritos con el mismo espíritu de ofrecer una fiel redescripción parafrástica.

Luego comencé a escribir pantallazos más amplios de lo que llamé “las aventuras de los conceptos” o las “semánticas culturales”, que combinaron lo que Koselleck y sus colegas harían famoso como Begriffgeschichte (un término que aún no era de uso común cuando empecé esos trabajos) con un intento de situar los conceptos en sus contextos más amplios, frecuentemente en el nivel nacional. Siguieron varios volúmenes extensos —Marxism and Totality (1984), Downcast Eyes (1993) y Songs of Experience (2004)— en los que intenté encontrar una figura narrativa en el tapiz de conceptos. A pesar de los individuos sobre los que trabajo, en principio debería ser escéptico sobre el patrón general que fui planteando, pues esperaba que, al menos, reconocieran la caracterización que propuse de sus legados individuales. Mi último encuentro prolongado con la escuela de Frankfurt, Reason after its Eclipse (2016), siguió ese modelo y fue reconocido con una respuesta gratificante por uno de sus protagonistas centrales, Jürgen Habermas.

En muchos de mis trabajos más recientes, quizás a partir de The Virtues of Mendacity (2010), comencé a movilizar pruebas provenientes de la historia intelectual para argumentar que lo que esbocé fueron más mis propios menjunjes que redescripciones de las ideas de las personas sobre las que trabajé. Mi proyecto principal actual, que probablemente sea el último, va incluso más allá para proyectar una tradición de lo que llamo “nominalismo mágico” sobre tres paradigmas aparentemente heterogéneos. Aquí el concepto de lo que con suerte intento trazar no existió en los vocabularios de las personas estudiadas, se lo impongo y no puedo estar seguro de que lo hubieran aprobado. El delicado equilibrio entre actividad y pasividad que mantienen los historiadores con sus sujetos estudiados o estudiadas —siempre tácitamente negociado en toda reconstrucción histórica— aquí se vuelca a favor de los últimos.

¿Quién podría ser un modelo de este tipo de lectura “fuerte” del pasado? Una inspiración obvia sería Hans Blumenberg, cuyo trabajo seminal sobre el nominalismo influenció fuertemente en mis consideraciones, a pesar de que no abarcó lo que llamo la variante “mágica”. Blumenberg fue más un filósofo que un historiador intelectual, lo que podría explicar que su agenda de trabajo haya ido mucho más allá de la reconstrucción. Tiendo a ser reacio a medirme con un académico de tal erudición y originalidad, pero presenta un modelo de cómo la historia intelectual puede romper sus límites disciplinares e iniciar una discusión más amplia en las humanidades como una totalidad, un modelo que, a mi modesto modo, trato de emular.


Andrés Kozel
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín | Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), Argentina,
Orcid 0000-0003-0898-2806

1. Considero que la frontera entre historia de las ideas e historia intelectual es difusa. Tiendo incluso a pensar que las dos denominaciones se refieren a una “misma” actividad, y que el conjunto puede englobar también a la historia del pensamiento. Es cierto que hubo quienes propusieron trazar un deslinde entre la “vieja” historia de las ideas y la “nueva” historia intelectual. Aunque las argumentaciones desplegadas en torno a esa cuestión son estimulantes, no estoy seguro de que se trate de un giro copernicano ni de que estemos, necesariamente, ante una superación, dialéctica o no, ni ante un cisma. Tengo la impresión de que la historia de las ideas es mucho más diversa y rica de lo que la historia intelectual en su momento afirmativo señaló. Sin duda lo es en América Latina. Algunos énfasis que la historia intelectual enunció como distintivamente propios y promisorios no estaban ausentes en las prácticas asociadas a la historia de las ideas. Es el caso de la atención prestada a los lenguajes y contextos, así como la disposición a ampliar el corpus y el canon más allá de las figuras más consagradas. De las dos/tres variantes —historia de las ideas, historia del pensamiento, historia intelectual— existen, a mi modo de ver, excelentes exponentes y hay más afinidades de las que pudiera parecer a primera vista. Alguna vez escribí que, en medios como el nuestro, donde es tan difícil construir y sedimentar tradiciones, la gestualidad de la tabula rasa, hasta cierto punto implicada en la metáfora del giro, no parece una estrategia apropiada. Sigo pensando así.

En cuanto a la historia de los intelectuales, estimo que hace más énfasis en el intelectual como actor inserto en una trama de relaciones sociales: al proponerse iluminar estrategias, posiciones, apoyos y tejidos institucionales, redes y circulaciones, la lectura compenetrada de las obras ocupa un lugar menos relevante que en las historias de las ideas, del pensamiento, intelectual. La historia de los intelectuales parece mentar la historia social de los intelectuales, al estilo de la Historia social de la música, de Henry Raynor, quien opta por focalizar menos en los estilos musicales que en el fondo social, político y práctico de la música: “igual que todos, el compositor tiene que ganarse la vida” ―anotó. Este tipo de abordaje presenta zonas de intersección con la sociología del conocimiento, de los intelectuales, del arte. Las modalidades mencionadas se solapan y enriquecen mutuamente, por lo que no es necesario ni conveniente postular contraposiciones ruinosas, para decirlo acudiendo a una útil expresión ricoeuriana.

La historia social de la cultura me parece una perspectiva más amplia, que se vincula con el estudio de las ideologías, las mentalidades y otras dimensiones. En cierto modo, las historias de las ideas, del pensamiento, intelectual son “parte” de la historia social de la cultura, cuyos alcances dependen obviamente de lo que se entienda por cultura ―entendimiento que, en las últimas décadas, ha ampliado su registro de manera estimulante, aunque quizá desmesurada.

De manera que entiendo por historia intelectual algo no demasiado distinto a lo que se entendió y se entiende entre nosotros por historia de las ideas: lectura compenetrada, secuenciada y contextualizada de elaboraciones textuales significativas, atendiendo de manera especial a las problemáticas éticas, políticas y filosóficas implicadas. Esto incluye desde luego el estudio de encrucijadas polémicas y de procesos de recepción/asimilación. Quizá la diferencia más importante entre historia de las ideas e historia intelectual pasa por el ámbito disciplinar desde el cual cada una se ha enunciado ―más cerca de la filosofía en el primer caso; más cerca de la historia o del cruce historia/literatura en el segundo. La disposición a la “ampliación” es discernible en los dos enfoques, que pueden encontrarse en el vasto y relativamente indeterminado espacio del estudio del “ensayo de ideas”. Otra diferencia puede tener que ver, en el caso latinoamericano, con ciertas identificaciones políticas, a veces tácitas, pero muy importantes, toda vez que remiten a filias y fobias que se traducen en puestas de relieve y oclusiones y, por eso, al despliegue de criterios diferenciados en la construcción de referencias y valoraciones, de corpus, cánones y panteones. ¿Es excesivo postular que la tradición latinoamericana en historia de las ideas tiende a presentar “afinidades electivas” con la vindicación de las experiencias nacional-populares y con los liberacionismos, mientras que la tradición de la historia intelectual lo hace con los temas y problemas de una agenda más global? ¿Es excesivo postular que subyacen a esto distintas concepciones de América Latina, de su relación con la modernidad, con Occidente, de su condición civilizacional? Responder de manera adecuada a estas preguntas exigiría emprender investigaciones pacientes y rigurosas; no es mi caso ahora. Solamente indicaré que, a lo largo de mi itinerario, he escuchado numerosas caracterizaciones “cruzadas” de coloración irónico-despectiva. Esa “evidencia”, recopilada informalmente y ad proprium usum, acaso habilite a pensar que las preguntas recién esbozadas poseen una dosis de legitimidad y que, tal vez, lo que se insinúa en ellas sea algo más que meros excesos retóricos.

2. Esta pregunta presenta muy distintas aristas. Una de sus posibles derivaciones queda relativamente tabicada dada mi reticencia, explicada en la respuesta anterior, a cultivar la contraposición entre la “nueva” historia intelectual y la “tradicional” historia de las ideas. Es decir, no me queda mucho margen para responder con un “antes sí” mientras que “ahora no”, o con alguna fórmula semejante. Paso a decir, entonces, todo lo fuerte y claro que sea posible, que considero que el marxismo ha nutrido de manera notable y significativa la formación y los desarrollos de la historia de las ideas y de la historia intelectual y, también, por supuesto, de la historia social de los intelectuales. La condición de “filosofía insuperable de nuestro tiempo” atribuida cierta vez al marxismo puede estar hoy puesta más o menos en entredicho; sin embargo, hay todo un vocabulario y todo un conjunto de problemáticas legados por el marxismo ―con toda la riqueza implicada en sus variantes y polémicas internas― que forma parte del núcleo de estas disciplinas. Los clásicos debates sobre los modos en que se vinculan base/superestructura y ser social/conciencia son parte de ese legado, como también lo es el acento colocado en el interés que eventualmente subyace a toda práctica discursiva, a toda textualización. Es difícil pensar la vida intelectual y cultural prescindiendo de los aportes de Georg Lukács, Karl Mannheim, Arnold Hauser, Antonio Gramsci, Lucien Goldmann, Yuri Lotman, Louis Althusser, Pierre Bourdieu, Marc Angenot, y es ciertamente difícil asimilar estos aportes si se han olvidado a Marx y a los marxismos. Este mínimo inventario podría por supuesto ampliarse, y debería incluir también los intentos de fundamentar aproximaciones al mundo ideológico-cultural concebidas explícitamente como alternativas al enfoque marxista.

En América Latina hubo y hay estudiosos de las ideas que acudieron y acuden a herramientas de raíz marxiano/marxista para estudiar procesos ideológico-culturales relevantes: Ricaurte Soler, David Viñas, Roberto Fernández Retamar, Pablo Guadarrama, a su modo, Françoise Perus y el inventario podría ampliarse bastante. Una cuestión de gran interés para nosotros son las ideas de Marx y de los marxistas sobre América Latina, así como las peripecias de los marxismos entre nosotros; esas tramas también se han abordado acudiendo, en mayor o menor medida, a herramientas asociadas a la tradición marxista. Finalmente, para la historia de las ideas latinoamericanas es de la mayor importancia justipreciar las desafortunadas afirmaciones de Marx sobre Bolívar, materia en la que destaca, sin ser el único, el incisivo estudio Marx y América Latina de José Aricó. Discutir este asunto es discutir no solamente a Marx sino también a Bolívar, y discutir a Bolívar es discutir no solamente al prócer y su pensamiento sino además a la gesta independentista y al modo de caracterizar nuestras sociedades, como lo prueban el citado estudio de Aricó y los que hacia la misma época dieron a conocer Leopoldo Zea, Gustavo Vargas Martínez, Arturo A. Roig.

3. Creo que, como muchos/as colegas, trabajo con una combinación de herramientas de distinta procedencia; desde luego, la historia intelectual es una de ellas. Cierta dosis de eclecticismo parece ser una característica definitoria de este quehacer. Las características particulares de la combinación de herramientas aludida tienen que ver con aspectos de mi itinerario personal. Tal vez valga la pena reponer algo de esto, someramente. En mis estudios de grado, no estudié historia ni filosofía, sino sociología en la Universidad de Buenos Aires. Aunque participé en investigaciones de sociología empírica, me atraía más la “historia del pensamiento sociológico”, el contacto con las obras de los clásicos, el llamado “pensamiento social”, las sociologías del conocimiento, de las ideologías, de la cultura, del arte. En esa época, además de Karl Mannheim y Pierre Bourdieu, leí “fuera de programa” los tomos de Arnold Hauser y un par de libros de Isaiah Berlin. También, biografías intelectuales de los fundadores de la sociología: recuerdo el Marx de Maximilien Rubel y el Durkheim de Steven Lukes, así como el estudio de David Beetham sobre Weber. Asimismo, recuerdo la Historia intelectual de Europa, de Roland Stromberg, y un contacto intenso con literatura utópico-distópica y de ciencia ficción. Sin ser los únicos, entre los profesores de ese tiempo destaco a Ricardo Sidicaro y Lucas Rubinich. Despacio, y más después de graduarme que antes, comencé a interesarme por temas argentinos y latinoamericanos; entre otros, conocí los trabajos principales de David Viñas, Beatriz Sarlo, Carlos Altamirano, Oscar Terán, materiales que, en sentido estricto, no formaban parte de la formación sociológica básica. Tras vivir un tiempo en Córdoba, donde conocí a Horacio Crespo, llegué en 2000 a México. En mis diez años en México realicé estudios de maestría y doctorado (en la Universidad Nacional Autónoma) y de posdoctorado (en El Colegio de México). Fue una experiencia sumamente estimulante, que me permitió comprobar la buena calidad de la formación universitaria argentina (por la cual siempre estaré agradecido) a la vez que exponerme a una miríada de nuevas interpelaciones, tanto intelectuales como existenciales. Mi tesis doctoral, La Argentina como desilusión, contribución a la historia de la idea del fracaso argentino, debe mucho a una sugerencia inicial de Ricardo Sidicaro, y es una investigación que se propuso, al menos en principio, combinar herramientas de la sociología de las ideologías y de la historia de las ideas. En sus páginas cito a Tulio Halperin Donghi, Carlos Altamirano, Oscar Terán, Horacio Tarcus, Nicolas Shumway, Maristella Svampa y al propio Sidicaro. Es un estudio “muy argentino”, escrito en México en la época de la crisis argentina de 2001 y en los años inmediatamente subsiguientes. Estudié allí a cinco intelectuales de la primera mitad del siglo XX, buscando desentrañar los tipos de relaciones que sus elaboraciones establecen con la temporalidad. Fue una experiencia de (re)aprender a leer: pasé por las obras “completas”, en orden cronológico y procurando contextualizar los textos desde los propios textos (cuestiones cuya pertinencia y relevancia no había alcanzado a captar durante mi formación de grado). En ese (re)aprendizaje tuvieron mucho que ver Horacio Crespo, que había vuelto a instalarse en México y junto a quien tiempo después emprendimos la aventura de Nostromo, y Françoise Perus. Por intermedio de Françoise Perus conocí las obras de Paul Ricœur y de Mijaíl Bajtín, así como aspectos de la tradición crítica latinoamericana, en especial la obra de Antonio Cornejo Polar. Sobre todo, aprendí a leer “mejor”, prestando mucha más atención que antes a las voces que surcan las elaboraciones textuales, literarias y no literarias. En buena medida, estas disposiciones explican mis preferencias por la lectura compenetrada y por un tipo de trabajo que, en un ensayo reciente, acerqué a la figura del “navegar pessoano”: un afán que parte de cierto ensimismamiento (mayormente fingido) que se sostiene al articularse, dramática y dramatúrgicamente, con los otros: la exploración radical de la alteridad, que el poeta Pessoa ejercita a través de los heterónimos (“Sou a cena viva onde passam vários actores representando várias peças”), y que es en rigor un modo de conocerse a uno mismo, puede pensarse también como móvil primordial de este modo de entender el quehacer de estudiar itinerarios/obras y contrapunteos polémicos.

Paralelamente, el ambiente latinoamericanista del posgrado en Estudios Latinoamericanos me fue llevando a tomar contacto con la tradición latinoamericana de historia de las ideas. Todavía pude escuchar algunas clases de Leopoldo Zea. También, tomé contacto con las obras de Arturo Ardao y de Arturo A. Roig, así como con los aportes de Horacio Cerutti, Eduardo Devés y Hugo Biagini. Junto a Horacio Crespo y a Norma de los Ríos comencé a enseñar historiografía latinoamericana en el grado y luego también en el posgrado: ese fue mi primer contacto sistemático con la disciplina histórica. Una satisfacción importante, que fue también prueba de mexicanización, tuvo lugar cuando la tesis de Andrea Cordero, dedicada a la historiografía guadalupana, que dirigí, obtuvo una mención en el concurso del Bicentenario. También dediqué tiempo a leer sobre hermenéutica, en parte motivado por el contacto con la obra de Paul Ricœur y, también, por percatarme de la existencia de líneas de trabajo afines en el ámbito de la filosofía mexicana, como es el caso de Mauricio Beuchot o de quienes estudian la rica tradición del humanismo iberoamericano. Mi investigación posdoctoral, La idea de América en el historicismo mexicano, realizada bajo la supervisión de Javier Garciadiego, es un lugar donde cabe apreciar el entrecruzamiento de estas nuevas inquietudes con las precedentes. En ese proceso investigativo tomé contacto con las obras de José Gaos y Edmundo O’Gorman, cuyos aportes fueron para mí no solamente “objetos de estudio” sino que pasaron a formar parte de mi caja de herramientas. México fue también ocasión para tomar contacto con el impresionante orbe indígena: personas, lecturas, vivencias; en esos años habría sido imposible permanecer indiferente a la experiencia zapatista y a las obras de figuras como Miguel León-Portilla, Carlos Lenkersdorf. La filosofía náhuatl estudiada en sus fuentes, de León-Portilla y los estudios de la lengua y cosmovisión tojolabales de Lenkersdorf son aportes notables, quizá menos conocidos en Argentina que las obras de un Bolívar Echeverría o de un Enrique Dussel, a quienes también escuché en más de una ocasión.

Tras mi retorno a Argentina en 2010, continué trabajando desde esa perspectiva así enriquecida: atraído principalmente por los modos a través de los cuales es tratada la temporalidad, y en especial el futuro, en distintos itinerarios/obras, bordeando por momentos el género de la biografía intelectual. Una mirada retrospectiva sobre mi trabajo indica que buena parte del mismo consiste en ejercicios de “lectura compenetrada”, que buscan ser sensibles a la historicidad de las elaboraciones; además, que los itinerarios/obras que atrajeron mi atención están signadas por estremecimientos o metamorfosis, enfrentadas a “situaciones intelectuales límite”. Hay asimismo un interés persistente en la problemática del ethos latinoamericano y en el enfoque civilizacional, que empalma con una identificación con puntos de vista antiimperialistas, integracionistas, reivindicadores de nuestros legados. En los últimos años estudio de qué maneras los pensadores intelectuales han procesado textual y simbólicamente la eventual “crisis del tiempo”. Los señalamientos de Elías Palti sobre las “crisis conceptuales” me han ayudado a pensar estas cuestiones, al igual que un libro de Luciano Egido sobre los últimos años de Unamuno.

Me doy cuenta que acumulo lecturas de biografías intelectuales y de memorias de intelectuales, así como estudios dedicados a esos géneros. Sigo estudiando los aportes de Mauricio Beuchot y de Françoise Perus y profundizo con mayor responsabilidad en la obra de Arturo A. Roig, quien, cada vez más, me resulta una referencia clave: sus aportes me ayudan a imaginar convergencias entre las distintas vertientes que han ido dando forma a mi modo de entender y ejercer este oficio.


Gilberto Loaiza Cano
Universidad del Valle, Colombia.
https://orcid.org/0000-0002-2083-9626

1. Tendré que responder esta pregunta según mi experiencia. Yo comencé estudiando intelectuales de modo biográfico y eso implicó leerlos como sujetos con trayectorias de vida, como individuos relacionados con condiciones de cada época, como individuos que fueron determinados por instituciones como la escuela, la universidad; por formas asociativas: tertulias, salas de redacción, grupos reunidos en revistas o en partidos políticos. Y, por supuesto, como productores sistemáticos de símbolos de todo orden y, en particular, como escritores; de tal manera que época, vida individual y obra tuvieron para mi estrecha relación para cualquier ejercicio de interpretación.

El estudio de vidas y obras individuales lo hacía partiendo de la premisa de que toda vida y toda obra están históricamente situadas, que si deseaba entender por qué ese individuo hizo, dijo o escribió tal o cual cosa tenía que remitirme a una red de relaciones que podía ayudarme a descifrar. Procedía así en tiempos que no tenía la menor idea de la existencia de un rótulo disciplinar llamado “historia intelectual”; a lo sumo reconocía que estaba haciendo historia de la vida intelectual, biografía de intelectuales. Mis ayudas teóricas en esos ejercicios biográficos fueron muy eclécticas, diría yo. Esas ayudas dependían de lo que las peripecias de esa vida o los rasgos de la obra fuesen exigiendo en el proceso de interpretación. Recuerdo haber leído a Lucien Goldmann, Antonio Gramsci, Mijail Bajtin, Pierre Rosanvallon, Roland Barthes.

Por ejemplo, Antonio Gramsci y Edward P. Thompson fueron lecturas muy sugestivas para mi necesidad de entender la vida de Luis Tejada (1898-1924), un periodista y pionero del comunismo en Colombia. Con ellos entendí cómo podía ser un intelectual en tiempos de transición cultural y por eso titulé la biografía Luis Tejada y la lucha por una nueva cultura. Sus crónicas las leí comparándolo con la escritura paradojal de Gilbert K. Chesterton y Oscar Wilde y me apoyé en algunas reflexiones de Roland Barthes en Degré zéro de l´écriture. Y podría seguir dando ejemplos con mi biografía de Manuel Ancízar (1811-1882), cuyo esquema general de composición lo tomé de Pierre Rosanvallon y su maravillosa biografía intelectual de François Guizot, Le moment Guizot. Pero, bueno, no seguiré dando ejemplos. Simplemente quiero insistir en afirmar que estudié vidas y obras de intelectuales y políticos sin saber, sin interesarme saber si eso era historia intelectual, historia de los intelectuales, historia de la vida intelectual. Cuando me hacía preguntas al respecto, consideraba que todo eso estaba mezclado y que era infructuoso y banal intentar cualquier cesura.

Luego, mucho después, comencé a tener idea de la existencia de lo que hoy es tan corriente llamar “historia intelectual” y admito que fue un aldabonazo en mi manera de trabajar que me puso a pensar un poco más en lo que hacía, pero sin provocarme un choque o una separación con respecto a lo que venía haciendo. Con esto intento decir que la historia intelectual ha sido para mí una vieja novedad, como si al camino que he recorrido le pusiera señales, como aquellas que colocan en los bordes de la carretera para recordar por dónde estamos transitando y hacia dónde nos dirigimos. Por eso la entiendo más como una sensibilidad, como una manera de volver explícito el modo de caminar; una especie de alto en el camino para fijarnos en el método de leer, de descifrar los textos con que nos tropezamos.

Es posible que haya llegado tarde a la historia intelectual y que haya debido leer mucho antes a Foucault, Skinner, Pocock, Jay, La Capra, Palti y un largo etcétera. Pero cuando los leí me sentí en un terreno de afinidades. Y esa afinidad mayor tiene que ver con la imperiosa necesidad de situar cada texto, cada signo, cada palabra en un conjunto de relaciones significativas. Hoy me reafirmo en que mi lectura de Bajtin y su Estética de la creación verbal, muy útil para mí entre fines de la década de 1980 y la siguiente, no es para nada distante de lo que hallé luego en Foucault y su Arqueología del saber y en los ensayos de Skinner y Pocock.

Este es mi modo de responder, entonces, a la pregunta acerca de lo que entiendo por historia intelectual. Para mí es un método de desciframiento de símbolos, signos, textos, palabras, enunciados siempre situándolos en una red de relaciones significativas que me permitan comprender y explicar lo dicho y por qué ha sido dicho. Por eso, la historia intelectual la entiendo, sobre todo, como una propuesta hermenéutica, como una manera de afrontar el proceso de interpretación de cualquier texto.

2. Me detendré aquí en dos autores que leí y releí desde mis años de pregrado universitario. Primero fue el aprendizaje de la obra de Lucien Goldmann cuando, en los análisis e interpretaciones de textos literarios había una discusión entre el inmanentismo o autosuficiencia de los textos y aquellos que sugerían que el texto no podía comprenderse plenamente si no había una conexión con el contexto al menos inmediato en que el texto fue creado. En esa discusión emergió Goldmann, y aquí agradezco, con mi recuerdo, a los profesores de la Universidad Nacional de Colombia que me condujeron a sus ensayos metodológicos y, claro, a su obra clásica, Le Dieu caché (1955).

Su método partía del texto al autor, de este al grupo social hasta establecer una relación de homología en la que la obra individual quedaba inserta en una estructura colectiva. Tal método implicaba una fase comprensiva del texto y otra explicativa. Una fase inmanente, muy propia de la tradición lingüística del estructuralismo, y otra fase externalista, muy propia de la sociología marxista, de modo que era inevitable conectar la obra con una estructura social que ayudaba a explicar la génesis y los rasgos formales de —en este caso— las creaciones literarias. La obra de Goldmann señalaba una apertura, una conversación fructífera entre tendencias que habían sido hasta entonces irreconciliables.

Cuando leí un ensayo de Hayden White de 1969, en que hacía un balance y pronóstico de lo que venía siendo y podía seguir sucediendo en la llamada historia intelectual,24 quedé muy complacido del lugar que ocupaba por entonces la obra de Goldman en la historia de la historia intelectual. Recuerdo que White decidió proponer como paradigmas renovadores las obras de Ernst Gombrich, Thomas Kuhn y Lucien Goldmann “en historia del arte, historia de la ciencia e historia de la literatura, respectivamente”.25 Y en la coda de su ensayo se inclinó por Lucien Goldmann y Le Dieu caché, que hoy se considera un estudio clásico sobre las obras de Blaise Pascal y Jean Racine. Lo interesante del examen de White fue haber establecido conexiones entre la primera generación de los historiadores de Annales —Marc Bloch y Lucien Febvre— con lo que hasta entonces era conocido del inquietante Michel Foucault; y, además de eso, consideró que se había llegado a una síntesis fecunda de estructuralismo y marxismo en la obra de Lucien Goldmann.

El otro autor pretendidamente marxista que ha sido tutelar en puntos específicos de mi modo de investigar es Antonio Gramsci. Ya dije que en mi biografía de Tejada hice explícita conexión con el pensador italiano. Una de las preocupaciones más inmediatas que arrastraba conmigo a raíz de la interpretación de la obra de Tejada era su carácter sistemáticamente crítico en varios aspectos de la vida; además, era una obra crítica inserta en un período que nuestra historiografía acostumbró a caracterizar como una época de transición. De modo que me pareció prudente indagar la relación entre una escritura crítica, los tiempos de transición y el papel que cumplen las generaciones intelectuales en esos momentos. En los apuntes gramscianos encontré los aportes sustanciales —mas no exclusivos— para entender esas relaciones y, sobre todo, para tener una comprensión global de la obra de Tejada; y yo entiendo como comprensión global de una obra de un escritor tanto la explicación de sus características de forma y contenido como el nexo de esa obra con la época en que está situada. Y esa época estaba determinada por “luchas culturales”, por enfrentamientos entre concepciones del mundo antagónicas. Gramsci, en efecto, me permitía entender que los períodos de transición son períodos de luchas culturales y que hay luchas culturales porque hay concepciones del mundo opuestas; eso me permitía entender, de adehala, la propensión del escritor colombiano por ejercer lo que él llamaba “el espíritu de contradicción” o por desnudar “las grandes mentiras” o por concentrarse en aquellas pequeñas cosas que desafiaban las, en apariencia, trascendentales preocupaciones de los dirigentes políticos de entonces. Toda su escritura, y también episodios de su vida, exhibían una crítica de las convenciones culturales, una permanente puesta en tela de juicio de lo que se consideraba bueno, bello y verdadero hasta entonces.

Yo recurrí, entonces, a una especie de analogía. Cuando Gramsci contrastaba las obras del filósofo Benedetto Croce y del historiador de la literatura Francesco de Sanctis,26 me parecía encontrar el examen de una situación muy semejante a la de la época en que vivió el cronista colombiano. Podía entender un período de transición en la cultura como un período intenso de luchas de concepciones del mundo. Gramsci hablaba exactamente, a propósito de la obra de De Sanctis, de una crítica militante que no era simplemente crítica literaria o artística, sino que además contenía crítica moral, crítica de las costumbres y de los sentimientos, algo que hallaba muy evidente en la obra de Tejada. Ese era el tipo de crítica propio de una lucha cultural en que la obra de Tejada no pretendía solamente que naciera un nuevo arte, sino que más bien le interesaba el nacimiento de una nueva cultura, un nuevo modo de vivir la vida o, al menos de entenderla y representarla; más adelante, en el Cuaderno 9, Gramsci reitera que “se debe hablar de luchar por una nueva cultura, o sea por una nueva vida moral que no puede dejar de estar íntimamente ligada a una nueva concepción de la vida”.27 La vida del cronista colombiano terminé escribiéndola, en definitiva, como un proceso muy semejante al que caracterizaba Gramsci; un proceso en que Tejada enunciaba un nuevo mundo cultural posible que, quizás, correspondía con la utopía socialista a la que se adhirió al final de su corta existencia. Pero, además, los apuntes sobre la dimensión varia de la crítica literaria o artística militante, contenían un esbozo sugerente sobre el papel de grupos creadores en ascenso que impugnan la estabilidad y la preeminencia de grupos de intelectuales consolidados; un enfrentamiento que fue muy intenso en la década de 1920 en Colombia. En efecto, Gramsci advierte que “un nuevo grupo que entra en la vida histórica hegemónica”, que esa era, a mi modo de ver, la pretensión de la generación de Los Nuevos, “no puede dejar de suscitar en su interior personalidades que antes no habrían encontrado una fuerza suficiente para manifestarse”.28 Afianzado en estas apreciaciones, no fue difícil que me decidiera por titular mi estudio biográfico Luis Tejada y la lucha por una nueva cultura.

3. Creo que la respuesta la he adelantado. Sin embargo, aprovecho para algunas precisiones. Mis últimos libros, Poder letrado (2014) y El lenguaje político de la república (2021) son ejercicios muy conscientes de mi ubicación históriográfica. Sobre todo en el último es muy evidente que he leído a John G A. Pocock y que he querido conversar con la obra de Elías José Palti. Es más, el título mismo ya es una delación de mi apego a una fraseología. Suelo colaborar con ensayos en libros colectivos sobre historia conceptual. Allí, por supuesto, el autor tutelar es Reinhart Koselleck.

Ahora bien, según la pregunta debería informar acerca de mis libros y autores de cabecera al menos en los últimos años. Basándome en mi libro de 2021, destaco el uso de estas obras: John G. A. Pocock, Pensamiento político e historia. Ensayos sobre teoría y método, Madrid, Akal, 2012; Quentin Skinner, Lenguaje, política e historia, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 2007; Michel Foucault, L’archéologie du savoir, Paris, Gallimard, 1969; Elías José Palti, El tiempo de la política. El siglo XIX reconsiderado, Buenos Aires, Siglo XXI, 2007; Elías José Palti, La invención de una legitimidad. Razón y retórica en el pensamiento mexicano del siglo XIX (Un estudio sobre las formas del discurso político), México, Fondo de Cultura Económica, 2005; Elías José Palti, Una arqueología de lo político. Regímenes de poder desde el siglo XVII, México, Fondo de Cultura Económica, 2018.


Carlos Marichal
El Colegio de México, México.
https://orcid.org/0000-0002-1479-7239

1. En mi experiencia como coordinador durante veinte años del Seminario de Historia Intelectual de América Latina (SHIAL), que auspician El Colegio de México, la Universidad de Colima y la Universidad Autónoma Metropolitana Cuajimlalpa, recibimos trabajos en todos los campos mencionados, de ponentes de toda América Latina. Pueden consultarse en nuestra página web textos y videos: https://shial.colmex.mx/

La historia intelectual, en mi opinión, aborda todos estos campos. No estoy a favor de estar delimitando con demasiada rigidez campos que se comunican y conversan entre sí.

2. De nuevo es una pregunta de un nivel de generalidad que es imposible contestar pues se necesitaría un libro para discutir el tema, si solamente nos limitamos a América Latina, y bueno si abordamos la historia intelectual europea, otro libro.

3. Mis publicaciones en historia intelectual son escasas. Soy y he sido sobre todo promotor de trabajos de jóvenes que trabajan el tema a través del SHIAL (muchísima gente), en cursos (se trata de docenas de alumnos) como en volúmenes colectivos que he promovido, por ejemplo: con José Carlos Chiaramonte y Aimer Granados (coords.), Creare la nazione. I nomi dei paesi della America Latina, Italia, Guerini e Associati (coords.), Milano, Collana, 2014; con Alexandra Pita González (coords.), Pensar el antiimperialismo: ensayos de historia intelectual latinoamericana, 1900-1930, México/Colima, El Colegio de México/Centro de Estudios Históricos Universidad de Colima, 2012; con José Carlos Chiaramonte y Aimer Granados (coords.), Crear la Nación. Los nombres de los países de América Latina, Buenos Aires, Sudamericana, 2008; con Aimer Granados (coords.), Construcción de identidades latinoamericanas: Ensayos de historia intelectual, siglos XIX y XX, México, El Colegio de México, 2004; con Mario Cerutti (coords.), La Banca regional en México (1870-1930), México, El Colegio de México, 2003.


Maria Elisa Noroha de Sá
Universidad Católica Pontificia de Río de Janeiro, Brasil
https://orcid.org/0000-0002-9408-4975

1. Entiendo la historia intelectual como un campo de estudios que se fue ampliando de forma considerable en los últimos años y que comprende hoy una pluralidad de enfoques teóricos, de recortes temáticos y de estrategias de investigación. Inscrita en las fronteras, dialoga con la historia de la política, la historia de los intelectuales, la historia cultural, la historia de los conceptos, la historia de los lenguajes, la historia de las mentalidades, la historia de las elites políticas y culturales, entre otras. Reúne en sí un conjunto de perspectivas dedicadas a estudiar el mundo de las ideas —ideas que encarnan en su seno experiencias históricas—, los agentes intelectuales que las producen y divulgan, y los artefactos materiales que permiten su circulación social. En este sentido, la historia intelectual privilegia cierta clase de hechos —en primer lugar, los hechos del discurso— que permite descifrar la historia a la que no se puede acceder por otros medios y que proporciona puntos de observación del pasado. Sus objetos son, por tanto, ideas y lenguajes, obras de pensamiento y producciones simbólicas, a las que se busca inscribir en la trama social y en la experiencia colectiva sin sacrificar el análisis intrínseco de sus significaciones y de los soportes materiales (textuales o no) en que fueron producidos y circularon.

2. No voy a responder a esta pregunta, pues no tengo una reflexión madura sobre el tema.

3. Las investigaciones que vengo desenvolviendo hace más de veinte años se insertan en el campo de la historia intelectual con temáticas latinoamericanas. He intentado vincular la reflexión teórica e historiográfica a un conjunto de trabajos representativos de distintas estrategiras de abordaje de la historia intelectual, especialmente a los dedicados al campo de la historia conceptual. Indico a continuación las principales obras, artículos y textos de referencia en el área con los que vengo trabajando:

Altamirano, Carlos, “Ideias para um programa de História Intelectual”, Tempo Social. Revista de Sociologia da USP, v. 19, nº 1, p. 9-17, junio de 2007.

Disponible en http://www.revistas.usp.br/ts/article/view/12531.

Carlos Altamirano (dir.), Historia de los intelectuales en América Latina, Buenos Aires, Katz Editores, 2008 (caps. 1 y 2).

Roger Chartier, “História Intelectual e História das Mentalidades”, A História Cultural entre Práticas e Representações, Lisboa, Difel, 1988.

Robert Darnton, “História Intelectual e Cultural”, O beijo de Lamourette, San Pablo, Cia das Letras, 1995.

François Dosse, La marcha de las ideas. Historia de los intelectuales, historia intelectual, Valencia, Universitat de València, 2007.

Francisco José Calazans Falcon, “História das Ideias”, Ciro Flamarion Cardoso y Rolando Vaifas (orgs.), Domínios da História: ensaios de teoria e metodologia, Río de Janeiro, Campus, 1997.

Marcelo Gantus Jasmin y João Feres Jr. (orgs.), História dos conceitos: debates e perspectivas, Río de Janeiro, Editora PUC-Rio: Edições Loyola; IUPERJ, 2006.

Javier Fernández Sebastián, Historia conceptual en el Atlántico ibérico. Lenguajes, tiempos, revoluciones, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2021.

Javier Fernández Sebastián (dir.), Diccionário político y social del mundo iberoamericano. La era de las revoluciones, 1750-1850, tomo 1, Madrid, Fundación Carolina; Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales; Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2009.

Javier Fernández Sebastián (dir.), Diccionário político y social del mundo iberoamericano, tomo 2, Madrid, Universidad del País Vasco, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2014.

Javier Fernández Sebastián, “Iberconceptos. Hacia una historia transnacional de los conceptos políticos en el mundo iberoamericano”, Isegoría. Revista de Filosofía Moral y Política nº 37, julio-diciembre de 2007, pp. 165-176.

Javier Fernández Sebastián y Gonzalo Capellán de Miguel, “Conceptos políticos, tiempo y modernidad. Actualidad de la historia conceptual”, ibíd., (ed.), Conceptos políticos, Tiempo e Historia. Nuevos enfoques en historia conceptual, Santander, Editorial de la Universidad de Catambria, Madrid, McGraw-Hill Interamericana de España, D. L., 2013.

Patricia Funes, Salvar la nación: intelectuales, cultura y política em los años 20 latinoamericanos, Buenos Aires, Prometeo, 2006 (segunda parte).

Anthony Grafton, “The History of Ideas: precept and practice, 1950-2000”, Journal of the History of ideas, vol. 67, nº 1, enero de 2006, pp. 1-32.

Peter E. Gordon, What is intellectual History? A frankly partisan introduction to a frequently misunderstood field, Harvard University, 2012.

Donald R. Kelley, “Horizons of Intellectual History: Retrospect, Circumspect, Prospect”, Kelley, Donald R. (Ed.) The History of Ideas. Canon and Variations, Rochester, University of Rochester Press, 1990.

Reinhardt Koselleck, Futuro passado. Contribuição à semântica dos tempos históricos, Río de Janeiro, Editora PUC-Rio, Contraponto Editora Ltda, 2006.

Dominick La Capra, “Repensar la historia intelectual y leer textos”, en Elias Palti, Giro Lingüístico e História Intelectual, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 1998.

Dominick La Capra y Steven Kaplan (eds.), Modern European Intellectual History, Ithaca, Cornell University Press, 1982.

Jorge Myers, “Músicas distantes. Algumas notas sobre a história intelectual hoje: horizontes velhos e novos, perspectivas que se abrem”, Maria Elisa Noronha de Sá (org.), História Intelectual Latino-americana. Itinerários, debates e perspectivas, Río de Janeiro, Ed. PUC-Rio, 2016.

Elías Palti, “La nueva historia intelectual y sus repercusiones en América Latina”, Revista de História Unisinos, Vol 11, nº 3, diciembre de 2007.

Elías Palti, El tiempo de la política, Buenos Aires, Siglo XXI, 2007.

John G. A. Pocock, Linguagens do Ideário Político, San Pablo, Edusp, 2003 (Introducción y cap. 2).

Melvin Richter, “Mais do que uma via de mão dupla: analisando, traduzindo e comparando os conceitos políticos de outras culturas”, Marcelo Gantus Jasmin y João Feres Jr. (orgs.), História dos Conceitos. Diálogos transatlânticos, Río de Janeiro, Ed. PUC-Rio, Ed. Loyola, IUPERJ, 2007.

Sábato, Hilda, “La historia intelectual y sus límites”, Punto de Vista nº 28, noviembre de 1986.

Quentin Skinner, “Significado y comprensión en la historia de las ideas”, Lenguaje, política e historia, Bernal, Universidad Nacional de Quilmes, 2007.

Skinner, Quentin, Visões da Política. Sobre os métodos históricos, Lisboa, Difel, 2005 (caps. 4 y 5).

Oscar Terán, Historia de las ideas en la Argentina. Diez lecciones iniciales, 1810-1980, Buenos Aires, Siglo Veintiuno, 2010.

Leopoldo Zea, America Latina en sus Ideas, Buenos Aires, Siglo Veintiuno, 1986 (primera parte, caps. 1 y 2).


Alexandra Pita González
Universidad de Colima, México
https://orcid.org/0000-0003-1211-0365

1. Durante estos últimos años, el campo de la historia intelectual conoció un gran avance, lo cual se tradujo en la proliferación de estudios históricos relativos a los lenguajes, conceptos, discursos y prácticas políticas. Aunque como propuesta de aproximación ésta puede ser aplicada para cualquier tipo de actores sociales, se ha señalado atinadamente que una buena parte de las investigaciones se han dirigido a explicar de una manera compleja el quehacer intelectual. No creo que eso deba ser un problema sino más bien un desafío. Por una parte, nos obliga a preguntarnos una y otra vez sobre la pertinencia de los conceptos desde los cuales partimos para definir al intelectual y, por lo tanto, especificar si el quehacer intelectual es un atributo exclusivo al intelectual.

Esto nos llevaría a cuestionarnos también sobre los actores que estudiamos y sus relaciones con aquellos que posiblemente en un inicio no definimos como intelectuales pero que están íntimamente asociados a su labor. Pienso en el mundo editorial de las revistas, por ejemplo. Por la otra, implica el que intentemos realizar un mapeo de estos grupos a nivel nacional y regional. Las cartografías no sirven solo para identificar grupos en espacios determinados sino para a partir de sus diferencias y semejanzas cuestionar nuevamente los conceptos utilizados.

2. [No responde.]

3. Voy a iniciar por el final de esta pregunta. No tengo principales obras de referencia porque al considerar la historia intelectual como una práctica doy por sentado que dependiendo del tema que esté estudiando serán las herramientas teóricas y metodológicas que utilice para abordarlo. Dicho esto paso a responder sobre el encuadre, el cual tampoco ha seguido un solo camino. De inicio me adentré en este campo porque quería tener una aproximación profunda, compleja, de una organización antiimperialista de la década de 1920 y de su órgano de difusión. Esto me llevó posteriormente a profundizar por varios caminos que pese a sus diferencias tienen como común denominador la preocupación por entender las prácticas intelectuales en distintos espacios.

Uno de estos caminos fue el del análisis de las publicaciones periódicas, las revistas culturales de la década de 1920 y tema que se complejizó al estudiar posteriormente las revistas académicas de la década de 1940. A su vez, el estudio de las revistas me llevó a comprender la teoría de redes para aplicarlo al estudio de los grupos de intelectuales. Otro de los caminos se derivó de preguntarme la relación de los intelectuales con otros campos (como el político) y estudiar a figuras importantes en la diplomacia. Este entronque de espacios y prácticas, me recordó el interés por la pregunta siempre inacabada de la identidad latinoamericana y el papel de estos actores en su definición.

Ahora bien para terminar quisiera agregar algo. He dictado cursos de historia intelectual a estudiantes de doctorado (historiadores y no). Esta experiencia docente representó para mí un desafío y un replanteamiento crítico sobre el campo desde un análisis de la producción académica, lo que conlleva a repensar desde la práctica.


Christophe Prochasson
École des hautes études en sciences sociales (EHESS), Francia.

1. La profunda renovación de la historia intelectual que ha marcado las últimas cuatro décadas se apoyó en una triple crítica epistemológica. Ésta se erigió a la vez contra la historia cultural —gran continente incierto—, la historia de las ideas (o del arte) marcada por un idealismo anacrónico y la historia social, que padece de un mecanismo reduccionista que confina las producciones del espíritu a simples reflejos. Para estar en condiciones de dar cuenta de las obras que constituyen su objeto de análisis, la historia intelectual se ha colocado deliberadamente en el cruce de tres historia: la de los actores, la de las instituciones y la de las prácticas. Nunca ha dejado de abordar la cuestión del gesto productivo y de la naturaleza del trabajo intelectual, de sus intenciones así como de su recepción. Ante tal exigencia, es comprensible que la aproximación a un texto (o a una obra) no pueda reducirse a un sólo tipo de lectura. Es la razón por la cual, si existe la “nueva historia intelectual”, debe esforzarse por situarse sobre todo en la confluencia de los diversos enfoques que requiere el análisis de un hecho social. Son sus propiedades singulares las que permiten que la producción de una obra del espíritu se identifique plenamente.

El programa de la historia intelectual se distingue de prácticas más estables y reconocidas en el campo académico. La primera objetada es la historia de las ideas. Desarrollada en Francia en el marco de las facultades de derecho, se basa en una tradición sólida y reconocida. La historia de las ideas políticas es una de sus más bellas joyas, practicada por grandes autores que restituyen una historia en base a un régimen continuista y esencialista. La idea nace, se estabiliza y se transmite, y a veces muere en condiciones raramente elucidadas. Surgieron modelos de relatos análogos en otros sectores: la historia de las ciencias y la técnica, la historia de las artes o de la literatura; ellas también describen tales odiseas hechas de “fundaciones” o “nacimientos”, de “avances” o “retrocesos”, de “influencias” y “difusión” y, por supuesto, de grandes hombres que triunfan ante la opinión común así como de escuelas o corrientes de pensamiento enfrentadas unas a otras. Estas grillas de análisis construyen una economía del detalle, de la descripción —lo más minuciosa posible— de las prácticas, de todo tipo de interacción, de los malentendidos y de las traiciones así como de la inmersión de los saberes o de las artes en los mundos sociales en los que se despliegan lógicas propias, sean estrictamente profesionales, marcadas por la política e incluso por la religión, o gobernadas por la economía. La gran tradición de la historia de las ideas se basa en la hipótesis de la autonomía de las ideas, de los procesos o de las obras; éstos se transmitirían en estado puro de actor en actor. Por tanto, sería posible clasificar a las ideas de manera descriptiva de una vez para siempre, las unas y las otras, al modo de un naturalista con su herbario o de un químico, de un Lavoisier o un Mendeléyev con su tabla de elementos. La historia de las ideas está impulsada, en primer lugar, por una voluntad taxonómica.

La historia cultural, por su parte, quiere ser más ambiciosa y menos compartimentada. Incorpora formas de trabajo que podrían parecerse bastante a algunos procedimientos implementados por la historia intelectual, tal como la defienden y desarrollan desde la década de 1980 muchos historiadores e historiadoras. La historia cultural ha desarrollado vastos campos de investigación en dos direcciones principales. El primero, sin duda el más extendido, tiene como objetivo la descripción de las producciones culturales según diferentes modalidades (corrientes y sensibilidades, biografías, temáticas, géneros artísticos o intelectuales, historia material, etc.). Se extendió más allá de las fronteras tradicionales de la historia de las ideas, de la historia del arte e incluso de la historia de la ciencia. La historia cultural no se limitó al campo de producción legítimo, sino que también abarcó las formas culturales dominadas (“cultura de los pobres”, “cultura popular”, “cultura de masas”, etc.). No se detuvo en las formas de la “cultura restringida” retenidas en las tradiciones académicas, clásicas o vanguardistas. Muy a menudo, la historia cultural adhiere a un enfoque que es menos interpretativo o analítico que descriptivo y clasificatorio. Sólo excepcionalmente se introduce en el estudio intrínseco de las obras o de su fabricación.

2. La autonomización de la historia cultural encontró la resistencia de los historiadores que sostuvieron la primacía de lo social en las lógicas de la acción humana. Heredera más o menos directa de un marxismo difuso (a veces sin ninguna proyección política) y reconfigurada por autores recientes, esta crítica encontró eco en la ciencia política contemporánea. En particular, podemos ver el despliegue de una “historia social de las ideas” preocupada por enraizar las producciones del espíritu humano en un suelo social relacionado con una sociología de los actores, en este caso la de los productores de ideas políticas, los teóricos, los ideólogos, los emprendedores políticos y los mediadores de todo tipo. La sociología de Pierre Bourdieu es una buena guía para esas investigaciones. Se trata de la conexión entre dos niveles —las ideas por un lado y su base sociológica por otro— lo que constituye el objeto de investigación, en la negación más o menos asumida de una lógica de producción intelectual que responda a sus propios resortes. La obra es así ahogada en el examen de un “contexto” que se supone —más que se demuestra verdaderamente— que la condiciona, o incluso la determina. La demostración a menudo permanece pendiente, incompleta o, lisa y llanamente, ausente.

No es menos verdadero que la “nueva historia intelectual”, tal como la practicamos específicamente en la revista que dirijo, Mil Neuf Cent, tiene un fundamento materialista no mecanicista. El objetivo perseguido exige, en consecuencia, una cualidad particular respecto de las fuentes, no se contenta con el texto o con las obras estudiadas sino que también se ocupa de lo que surge entre los bastidores de la producción de las obras del espíritu o de lo ofrecido por el propio gesto creativo. La investigación comienza por ubicar a las obras en el centro del análisis y se esfuerza por dilucidar sus condiciones de producción, incluso cuando se desarrollaron bajo el predominio de restricciones excepcionales. Luego se ocupa de su recepción, dominio propio de una historia intelectual sensible a los fenómenos de “transferencia” entre culturas, y de los aspectos tangenciales de la obra en cuestión. El examen de esos aspectos tangenciales da sentido a la obra, cualquiera sea su naturaleza, la inserta en una red de prácticas y en un entorno que es necesario escrutar. Esas fuentes institucionales o privadas, compuestas por documentos desestimados por la ciencia pura de los textos y por la historia de las ideas o, por el contrario, considerados hasta un punto tal que conducen a la elusión del texto, permiten restituir la historia de la obra en su totalidad o, si osamos decirlo, desde su producción a su consumo. Correspondencias, revistas, memorias, actas de congresos, reseñas de libros, archivos de mediadores o de emprendedores culturales más o menos visibles cuya crítica o edición se encuentra entre los ámbitos profesionales más estudiados por los historiadores.

3. La historia del socialismo a la que me dediqué mucho se esfuerza por respetar esa línea metodológica y epistemológica. Se inspira en numerosos trabajos producidos en los últimos treinta o cuarenta años, trabajos fieles a la gran tradición de la historia social de E. P. Thompson a Richard Hoggart pasando por Georges Haupt, Michelle Perrot, Madeleine Rebérioux, Jürgen Kocka y Maurice Agulhon. También fui marcado por otras corrientes comprometidas con el estudio de la política y clasificadas en una categoría vinculada a la historia intelectual, la “historia conceptual”, que recentró la investigación en los textos mismos. De diferentes modos, autores como Quentin Skinner, detractor de la “mitología de las doctrinas”, John Pocock, Reinhart Koselleck, armados de propuestas innovadoras sobre la definción y el papel de los “contextos”, Dominick LaCapra o Pierre Rosanvallon, cuya atención puesta en las obras evita los escollos de un contextualismo simplificador, defendieron enfoques suceptibles de esclarecer la historia de las doctrinas políticas a través de vías renovadas y distintas de las precedentes. En los años 1970 y 1980 la Cambridge School en Gran Bretaña, la Begriffgeschichte en Alemania y la histoire conceptuelle en Francia dieron un nuevo aire al estudio de los textos políticos. No podría olvidarme de una gran obra que aspira a cambiar la materia intelectual misma, que parte de ella y se instala en su corazón para comprender la génesis, el desenvolvimiento y las mutaciones, como la practica el lamentado Jean-Claude Perrot en Une histoire intellectuelle de l’économie politique (XVIIe-XVIII siècle).


Horacio Tarcus
CeDInCI / Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), Argentina.
https://orcid.org/0000-0001-7574-802X

1. Se pueden reconocer usos incluyentes y excluyentes de la noción de historia intelectual. Algunos autores la identifican con un vasto campo de investigaciones que en los últimos 30 años se fue abriendo camino entre la historia social y la historia política, centrado en los procesos de producción y circulación de bienes simbólicos. Esta perspectiva incluyente reconoce al interior de este campo una diversidad de disciplinas o subdisiciplinas (historia de las ideas, historia de los conceptos, historia social de la cultura, nueva historia política, etc.) así como una multiplicad de escuelas, abordajes y herramientas (desde los cultores del programa clásico formulado por Arthur Lovejoy hasta la historia de los conceptos desarrollada por Kosellek, Conze, Bruner y su escuela, pasando por la vertiente de historia de lo político inspirada por Pierre Rosanvallon, la escuela de Cambridge de Pocock y Skinner, la escuela de historia del libro y la edición inspirada por Roger Chartier, sin olvidar a figuras como Robert Darnton, Dominique LaCapra, Martin Jay y demás exponentes de la historia intelectual europea de esta generación).

La perspectiva excluyente tensa, por el contrario, el antagonismo entre el programa de la historia de las ideas y el programa de la nueva historia intelectual, contraponiendo tipos ideales que podrían resumirse provocativamente en una serie de pares dicotómicos: filosofía / historia, ideas / conceptos, sistemas / lenguajes, reconstrucción / deconstrucción, necesidad / contingencia, continuidad / discontinuidad, teleología / acontecimiento, textualismo / contextualismo, representación / interpretación, metafísica / posmetafísica, modernidad / posmodernidad. De más está decir que cada escuela y cada autor articula estas perspectivas de modo singular. Va de suyo que ni todos los historiadores de las ideas son filósofos, ni todos los historiadores intelectuales son posmodernos.

En América Latina la historia intelectual emergió en la década de 1990 como delimitación o confrontación (según los casos) con la tradición de la historia de las ideas que remite al programa forjado medio siglo antes por figuras como José Gaos, Francisco Romero y Leopoldo Zea. Sin embargo, en una fecha tan temprana como 1978 el transterrado español Juan Marichal presentaba sus Cuatro fases de la historia intelectual latinoamericana. 1810-1970, confrontando expresamente el programa de historia de las ideas de Lovejoy y sus seguidores latinoamericanos.

Aunque las orientaciones y las motivaciones son diversas, las mayor parte de las vertientes arriba mencionadas que han convergido en el campo común de la nueva historia intelectual coinciden en cuestionar no sólo los procedimientos la historia de las ideas tradicional (la identificación y el recorte de determinadas “ideas fuerza”, “ideas-núcleo” o “ideas unitarias” en una serie de textos y autores canónicos, sobre todo filósofos, con vistas a demostrar el carácter perenne de los grandes debates de ideas donde cada filósofo avanza sobre la base de la crítica del anterior) sino también sus fundamentos epistémicos.

En efecto, el giro lingüístico ha contribuido a poner en cuestión las teorías representacionales del significado (las palabras como nombres de los objetos) en que se fundaba la historia tradicional de las ideas, favoreciendo las perspectivas pragmáticas del significado, lo que implicó un desplazamiento de la atención de los historiadores desde una suerte de lenguaje ideal hacia el lenguaje ordinario, con todos sus giros, sus usos y sus acciones: el habla de la calle como el lugar donde acontecen los procesos de producción de significado, un descenso de la haute culture a las culturas populares, de las grandes cumbres de la filosofía política al plebeyismo de las culturas políticas. Si bien muchas vertientes de la historia intelectual se circunscriben al ámbito de la cultura letrada, otras, como la nueva historia política inspirada por Rosanvallon, buscan aprehender lo político “a un nivel bastardo”.

Mientras que diversas y activas asociaciones internacionales continúan interrogándose por los conceptos y argumentos centrales de los grandes filósofos impulsando sobre todo lecturas que privilegian la coherencia y sistematización de una obra, la nueva historia intelectual ha corrido el foco desde el gran sujeto creador (digamos, el filósofo) hacia los sujetos parlantes que constituyen un campo discursivo en un momento histórico dado, desde los productores a los receptores (que a su vez son productores), de los hablantes a los oyentes (que también son hablantes), de los grandes géneros (la gran obra filosófica o literaria canónica) a los géneros llamados “menores”, como la prensa o la correspondencia. Los postulados de unidad y coherencia de una obra han sido socavados. La noción de “autor” ha sido puesta en cuestión, mientras que la de “obra” es motivo de sospecha, y allí donde leemos el anuncio de “obras completas” damos por descontadas operaciones de selección, exclusión y marcado. La nueva historia intelectual lleva, pues, a remitir la pregunta tradicional por el sentido a los procesos contextuales de producción y circulación de sentidos.

En ciertas derivas de la historia intelectual inspiradas en el giro lingüístico, el desplazamiento del texto al contexto ha quedado matizado en la medida en que las realidades sociales no discursivas (como las prácticas o las instituciones), dado que son constituidas discursivamente, terminan finalmente equiparadas a discursos. Las derivas pantexualistas suelen prestar escaso interés a los “soportes materiales” de las ideas. Otras vertientes, en cambio, han defendido la “irreductibilidad de esa distancia” (la expresión es de Roger Chartier), propiciando lo que últimamente se ha denominado el “giro material” en la historia intelectual (la fórmula es de Anthony Grafton), una perspectiva más atenta a los procesos efectivos de circulación internacional de las ideas a través de la edición, impresión, circulación y lectura de impresos (libros, folletos prensa, revistas, volantes, carteles). Si el giro lingüístico había llevado a la nueva historia intelectual a la problematización de la literatura clásica que establecía una relación derivativa entre Ilustración y Revolución, autores como Roger Chartier y Robert Darnton, al insistir en la relevancia de la historia de la edición de libros y otros impresos, mostraron que las ideas ilustradas que socavaron los valores del Antiguo régimen habían llegado a la opinión pública francesa de fines del siglo XVIII menos por la circulación directa de las obras de Voltaire y Rousseau que por los libelos anónimos y clandestinos de carácter libertino. Por debajo de las grandes obras de la Ilustración editadas en folio, emerge un universo menos luminoso de editores pirata que lanzan obras en cuarto o en octavo, impresores audaces, artesanos tipógrafos, litógrafos, grabadores, encuadernadores, periodistas, panfletistas, traductores, adaptadores, divulgadores, libreros… El giro material de la historia intelectual parece convertir en programa de investigación las preguntas que dejaba flotando aquel poema de Brecht que comenzaba “¿Quién construyó Tebas, la de las siete puertas?”.

Esta delimitación, necesariamente sumaria, entre los programas respectivos de la historia de las ideas y la historia intelectual, no conlleva un juicio de valor sobre las obras de historiografía producidas bajo uno u otro signo. Algunos referentes de la historia de las ideas han sido capaces de aceptar muchos de los desafíos teóricos que se fueron planteando al paradigma clásico, dejando obras que los historiadores intelectuales seguimos leyendo con enorme provecho —pienso, por ejemplo, en Arturo Andrés Roig. Otros, menos interesados en los controles de las aduanas de escuela historiográfica, han transitado sin estridencias el camino que va de la historia de las ideas a la historia intelectual —pienso aquí en Ricardo Melgar Bao.

2. También aquí podrían señalarse perspectivas contrapuestas. Algunas figuras y vertientes de la historia intelectual son expresamente deudoras del marxismo occidental (Martin Jay, Perry Anderson, Enzo Traverso, Roberto Schwarz, José Sazbón, etc.) mientras que otras, como la escuela de Cambridge, han erigido su programa contra la historia política moderna de inspiración marxista de autores como Crawford W. Macpherson.

El marxismo sigue actuando sobre la historia inteletual, ya sea reconocido, combatido o reprimido. El propio Pierre Rosanvallon, apenas veinte años antes de haber creado la Fundación Saint-Simon con François Furet, se había iniciado como teórico de la autogestión. En 1972 publicaba Jerarquía de los salarios y lucha de clases con el seudónimo de Pierre Ranval. Quiero decir: Marx y el marxismo aparecen incluso en las biografías de la generación mayor de historiadores intelectuales. Sin embargo, ocupan muchas veces en este nuevo campo un lugar incómodo, sobre todo en Latinoamérica. La nueva historia intelectual coincidió en nuestro continente con la profesionalización de la historia y las ciencias humanas, un proceso que ancló el marxismo en el pasado, en la era ya superada del compromiso de los intelectuales.

De modo que la propia historia intelectual aparece como un campo abierto donde se libra una batalla por el establecimiento de tradiciones legítimas, autores consagrados y obras de referencia, aunque los debates abiertos entre las diversas escuelas sean más bien escasos. Es posible que nuestra condición periférica respecto de los escenarios y las lenguas en los que se desarrollan los diversos programas de historia intelectual en Europa y los Estados Unidos nos ofrezca como consuelo la ventaja epistémica de una visión de conjunto.

Volviendo al eje de la pregunta, creo que los desarrollos del marxismo occidental alimentaron a la historia intelectual más de lo que muchos de sus cultores están dispuestos a reconocer. Por lo pronto, el marxismo propuso el primer encuadre contextualista de interpretación de las obras culturales. La “sociología del conocimiento” de Mannheim no fue sino una deriva de ese programa teórico. El señalamiento corriente según el cual el marxismo ofreció una visión reduccionista del pensamiento y de la cultura al anclarlos en clases sociales y fracciones de clase sólo es válido para los marxismos convencionales de base y superestructura. Estos marxismos nutrieron efectivamente la vida política de los comunismos del siglo XX, pero perdieron la batalla teórica con las distintas vertientes del marxismo occidental: son estas las que permanecen vigentes en la cultura contemporánea. Es cierto que en uno de sus peores momentos una figura de la talla de Lukács pudo afirmar, lisa y llanamente, que Kafka era un pequeñoburgués. Pero nunca faltó en el campo del marxismo alguien que, como Bertold Brecht, le recordara a Lukács que no todo pequeñoburgués era Kafka.

Si hay algo que caracterizó al marxismo occidental a lo largo del siglo XX fue una obsesión por deconstruir el paradigma de la determinación histórica a partir de la distinción entre base económica y superestructuras. Todos los marxismos lidiaron a su modo con el famoso prólogo de Marx a la Crítica de la Economía Política, comenzando por el propio Marx, que al comprobar los usos reduccionistas que hacían muchos sedicentes marxistas franceses, declaró “yo no soy marxista”. El viejo Engels, al ser inquirido por Conrad Schmidt y otros contemporáneos sobre los alcances de la metáfora arquitectónica de Marx, trató de limitarlos apelando a otra metáfora, en este caso jurídica: la determinación económica sólo se hacía efectiva “en última instancia”. El ruso Plejanov trató de mitigar el determinismo causalista introduciendo numerosas instancias de mediación entre la economía y el arte. Pero ninguna de estas reparaciones fueron satisfactorias para el marxismo occidental. El joven Lukács buscó desplazar la categoría de determinación del centro del sistema marxista, postulando en un lugar preeminente a la de totalidad. Antonio Gramsci buscó licuar la determinación económica apenando al concepto de hegemonía, que concedía a lo económico apenas el rango de un primer momento de carácter corporativo dentro del proceso de formación de las clases sociales. Althusser buscó evitar la exterioridad de los términos propios de la relación determinante-determinado apelando al concepto freudiano de sobredeterminación. Lucien Goldmann se propuso encontrar en toda obra de cultura la cosmovisión de una clase o fracción de clase, obra en la que aparecerían fusionadas una dimensión de creación colectiva y otra de creación individual propia del escritor o el artista. Su propuesta teórica hoy puede resultarnos insuficiente, pero su obra, sobre todo Le Dieu caché (1955), se mantiene todavía en pie con una fuerza y una sutileza admirables. Raymond Williams sometió el “Prólogo” de 1859 a una crítica deconstructiva admirable, proponiendo un sentido dinámico de determinación como ejercicio de presiones y fijación de límites. Pero el logro fundamental del marxista galés es la superación de los dualismos clásicos (base/superestructura, material/cultural, etc.) en un proceso social-material total compuesto por prácticas sociales diversas e interactuantes, donde sólo analíticamente es válido distinguir momentos. Aunque en algunos años cumplirá medio siglo, Marxismo y literatura (1977) propone una serie de conceptos —tales como “estructura de sentimientos”, “tradición selectiva”, “fracciones” y “formaciones intelectuales”, o la serie: hegemónico, contrahegemónico, emergente y residual— que siguen manteniendo vigencia y demostrando su productividad.

Nos llevaría mucho espacio reseñar aquí las contribuciones de Karl Korsch, Franz Jakubowsky, Arnold Hauser, Ernest Bloch, Adorno, Benjamin, Karel Kosik, Agnes Heller… Pero la sola mención de estos autores nos recuerda que el marxismo ha sido una usina de herramientas poderosa para pensar la historicidad y la politicidad de las producciones culturales. Creo que la operación que instala a la historia intelectual como alternativa a la “crisis del marxismo” sólo atañe al ala más conservadora de un campo en disputa.

3. En los años en que preparaba mi primer libro, El marxismo olvidado en la Argentina: Silvio Frondizi y Milcíades Peña (1996), las historias convencionales del pensamiento argentino no me ofrecían mayor utilidad. Conforme estas construcciones, el pensamiento de Marx apenas aparecía mencionado en contadas ocasiones, a propósito de autores como Juan B. Justo, Rodolfo Mondolfo y Carlos Astrada. Por el contrario, los autores, las obras y las revistas de cultura marxista que venía estudiando desde la década de 1970 y que estaban en el centro de mi interés sólo eran recuperados por los estudios de José Aricó y Oscar Terán.

El encuentro con José Aricó en 1983 fue un estímulo extraordinario para mis estudios. Nos conocimos casualmente, si es que existen las casualidades de este tenor, en la Librería Hernández de la Avenida Corrientes. En nuestro segundo encuentro me obsequió su Marx y América Latina, que me pareció deslumbrante. Más de una vez me invitó al Club Socialista para que sometiera a discusión algunos de sus textos inéditos. “Yo hago el Informe, y vos el Contrainforme, como en la Komintern”, bromeaba. Años después reseñé La cola del diablo Itinerario de Gramsci en América Latina, otra obra notable que se inscribía en la perspectiva de la recepción. Entre sus numerosas indicaciones de lectura, Aricó me instó a leer Consideraciones sobre el marxismo occidental de Perry Anderson, un libro inhallable en la Argentina de 1983. Desde entonces sigo con atención cada una de las obras de Anderson, un punto de referencia ineludible para mi propio programa de trabajo.

Las obras sucesivas que iba dando a conocer Oscar Terán, desde sus primeros estudios sobre Ingenieros y Aníbal Ponce hasta Positivismo y cultura científica, se convirtieron en lecturas inspiradoras. Nuestros años sesentas, aparecido en 1991 mientras yo preparaba mi Frondizi y Peña, fue decisivo, tanto por su objeto —la deriva de la cultura de izquierdas reconstruida a partir del universo de las revistas— como por la visión trágica que lo estructura.

José Sazbón fue desde su retorno del exilio y a lo largo de 20 años un interlocutor erudito y exigente. Sus últimas intervenciones contra lo que denominó “la devaluación formalista de la historia” así como su apuesta por una articulación entre historia intelectual y teoría crítica me ayudaron a orientar mis propios estudios sobre las izquierdas hacia la historia intelectual.

El marxismo olvidado... fue un ejercicio de biografía intelectual comparada, elaborado cuando todavía no se habían publicado obras de referencia como la “biografía cruzada” de Deleuze y Guattari de François Dosse, la biografía confrontada de Sartre y Aron de Sirinelli, o la de David Caute sobre Isaac Deutscher e Isaiah Berlin. Mis principales referentes en esos años fueron la trilogía sobre Trotsky de Deutscher, Le dieu caché de Goldmann y el estudio de Michael Löwy sobre el joven Lukács. Visité a Löwy en París en noviembre de 1983, y mantuvimos desde entonces un diálogo permanente a través de la correspondencia y el intercambio de nuestros libros. Sus obras sucesivas fueron un acicate siempre renovado.

Presenté Mariátegui en la Argentina o Las políticas culturales de Samuel Glusberg (2002) como un ejercicio de historia intelectual, apoyándome en Juan Marichal. Descubrí las Cuatro fases… a fines de la década de 1990 en el subsuelo de la biblioteca de la Facultad de Ciencias Sociales, gracias a un ejemplar que había pertenecido a Norberto Rodríguez Bustamante. Por entonces mi libro ya se encontraba escrito en lo fundamental, pero me pareció que el programa de historia intelectual así formulado me ayudaba a justificar por qué dedicarle un libro íntegro a un viaje que finalmente no pudo concretarse, a unas huellas mariateguianas apenas perceptibles y a un animador cultural olvidado de la década de 1920.

Cuando preparaba Marx en la Argentina mis referencias fueron los estudios clásicos de Eric Hobsbawm, Franco Andreucci y Georges Hapt sobre la difusión internacional del marxismo. Pero intenté dar un paso más, buscando conceptualizar los momentos de la producción, circulación y recepción. Recuperé entonces una antigua lectura de la obra de Hans-Robert Jauss. Si bien la estética de la recepción se había elaborado pensando en los lectores de obras literarias, consideré que la tesis según la cual los lectores no necesariamente respetaban las intenciones del autor sino que en el simple acto de leer estaban interpretando la obra según su propio universo cultural, su posición social y su experiencia, podía repensarse provechosamente para entender cómo leían a Marx los obreros, los intelectuales y los científicos de fines del siglo XIX argentino. Para construir mi propia perspectiva sobre los procesos de recepción, me valí también de los desarrollos la semiología de Umberto Eco así como del programa bourdiano de la circulación internacional de las ideas.

En el proceso de elaboración del Diccionario biográfico de la izquierda argentina fueron clave la obra de Jean Maitron así como una serie de encuentros sucesivos con Robert Paris. Años después, a la hora de proyectar el Diccionario biográfico de las izquierdas latinoamericanas, los diálogos con Olga Ulianova, Ricardo Melgar Bao, Claudio Batalha, Arturo Taracena y Rafael Mondragón fueron siempre enriquecedores.

Para componer la trilogía que conforman El socialismo romántico en el Río de la Plata y los dos volúmenes de Los exiliados románticos, las referencias ineludibles fueron el Roberto Schwarz de las “ideas fuera de lugar”, así como los estudios sobre romanticismo de Paul Benichou, Michael Löwy y Robert Sayre. En los últimos veinte años mis trabajos se vieron enriquecidos gracias a la amistad de Enzo Traverso: su perspectiva para pensar las disidencias intelectuales, los exilios, las metamorfosis de la cultura de izquierdas y la convulsionada historia del siglo XX fueron una incitación permanente.

Este panorama sería incompleto si no mencionara las deudas intelectuales contraídas con mis colegas de Políticas de la Memoria y del Seminario de Historia Intelectual (SHI), que se desarrolla en el marco del CeDInCI desde el año 2009. En su modo de practicar la historia intelectual nuestro equipo mantiene intercambios con diversos centros de Europa, Estados Unidos y Latinoamérica, aunque es probable que las mayores afinidades sean las que se han establecido con el programa que llevan adelante Christophe Prochasson y los colectivos editores de las revistas Mil Neuf Cent y Cahiers Jaurès.


Enzo Traverso
Universidad de Cornell, Nueva York, Estados Unidos.
https://orcid.org/0000-0001-7557-8235

1. No confió en las categorías demasiado restrictivas y prefiero no considerar a las corrientes historiográficas como alternativas o incompatibles. Desde luego que en nuestros días una “historia total” es difícilmente concebible —y ciertamente imposible para un solo historiador—, pero su eliminación completa de nuestro horizonte metodológico me parece perjudicial. Si no es practicable, al menos debería permanecer como un ideal regulativo. La ambición de la historia consiste en rendir cuenta del movimiento de las sociedades humanas, que son totalidades dialécticas. En ese sentido, la historia intelectual no se debería oponer a la historia de las ideas, a la historia de los intelectuales o a la historia cultural; más bien, debería integrarlas a un único dispositivo analítico.

La historia de las ideas tradicional, tal como fue teorizada por Arthur Lovejoy hace prácticamente un siglo, mostró todas sus limitaciones, que son las propias de una aproximación idealista: las ideas no son entidades platónica que fluctúan libremente, pues están inscritas en un espacio social. Poseen su autonomía y se transmiten de una generación a otra, pero son fabricadas socialmente. La historia de las ideas no desapareció y continúa produciendo cada tanto resultados remarcables —basta con evocar el trabajo de Zeev Sternhell—, pero si se la considera como una clave privilegiada para interpretar el pasado, conduce a dos conclusiones paradojales: por ejemplo, una genealogía ideológica del fascismo en la que la Gran Guerra no juega prácticamente ningún rol (Sternhell), o una visión del totalitarismo como una trayectoria lineal de Platón a Mussolini y Hitler (Popper), o la teoría política de Hobbes reducida a su contexto lingüístico (Skinner). Las ideas no son el motor exclusivo de la acción de los seres humanos, pero existen y su rol no es insignificante.

Ante el sarcasmo que las sociologías de la cultura le dirigen a la historia de las ideas, es necesario hacerse la siguiente pregunta: ¿sería mejor una historia sin ideas? Es por ello que defiendo una historia social de las ideas que sea también una historia de los intelectuales, de los sujetos sociales que encarnan esas ideas, y una historia cultural, capaz de situar a las ideas y los intelectuales en un contexto de relaciones económicas y sociales, de visiones del mundo y de imaginarios colectivos. En definitiva, la historia intelectual no sirve de gran cosa si no está conectada orgánicamente con la historia social, si no parte de la constatación de que las ideas surgen de las entrañas de la sociedad, que la historia se hace tanto en las calles como en las esferas de poder y que su transcripción lingüística no necesita sino codificar a posteriori ese proceso global. Debería evitarse, pues, el malentendido de interpretar la historia intelectual como la historia de una elite poseedora del monopolio de la escritura o del pensamiento. La historia es el resultado de una fabricación colectiva y pertenece a todo el mundo; la separación entre la Historia, con mayúscula, y una multitud de “historias” ordinarias y artificiales: he aquí un axioma que la historia intelectual no debería olvidar.

2. El marxismo nació con la ambición de “derribar” la historia de las ideas, generalmente identificada con la filosofía clásica de matriz hegeliana, para darle un fundamento material. Dicho de otro modo, el marxismo es concebido desde su inicio como una visión global de la historia en la que las ideas pertenecen a la esfera de la superestructura, en el cuadro de una relación dialéctica y que se mueve entre producciones materiales y elaboraciones intelectuales. Sin duda, esa es la razón por la que la historia de las ideas convencional siempre ha sido antimarxista. Lo que actualmente se llama “historia intelectual” es una corriente nacida a fines del siglo XX de la fragmentación de la historiografía tradicional: su apogeo es paralelo grosso modo al de los estudios sobre la memoria, de la historia cultural, de la antropología histórica, de la sociohistoria, etc., y esa fragmentación —a menudo identificada con la crisis del estructuralismo (la larga duración y la historia estratificada), el retorno de la historia política, la narrativización, o incluso el giro lingüístico— coincide con la “crisis del marxismo” de la década del ochenta. Brevemente, la historia intelectual nació del eclipse del marxismo tal como fue concebido en la posguerra, en la época de su entrada triunfal al mundo académico, cuando apareció como una ciencia total de la sociedad y de la historia, capaz de englobar a todas las disciplinas y de devenir una síntesis dialéctica. Se puede ver en esta ambición desmesurada el signo de una ingenuidad o de una propensión totalitaria, o incluso una oscilación permanente entre las dos. Pienso, en efecto, que esta ambición fue a la vez ingenua y peligrosa, pero no la rechazo tanto por la exigencia que lo engendró, una exigencia que Marx formuló en sus escritos de juventud: pensar la historia como conocimiento diacrónico de las prácticas humanas orientadas a la transformación del mundo. Esta exigencia aparece de modo bastante explícito en los escritos de numerosos pensadores marxistas, de Rosa Luxemburg a Walter Benjamin, de Georg Lukács a Lucien Goldmann, de Herbert Marcuse a C. L. R. James. La transición del marxismo como ciencia global de la historia a historia de los intelectuales en su acepción contemporánea es bien visible en la obra de un historiador como Perry Anderson: iniciado como un historiador total del Mundo Antiguo a la modernidad que buscaba ensamblar economía, demografía, sociedad, ideas y cultura, fragmentada rápidamente en una multitud de estudios particulares sobre los países, los autores y las corrientes intelectuales. Es la distancia que separa obras como Passages from Antiquity to Feudalism y Lineages of the Absolutist State, escritos en la primera mitad de la década de 1970, de obras más recientes como The Origins of Postmodernity o Spectrum. Las últimas tentativas de elaborar una historia marxista global probablemente fueron la de Eric Hobsbawm —sigiendo una modalidad narrativa más bien convencional— y la de Giovanni Arrighi, quienes definieron un “corto” y un “largo” siglo XX, respectivamente. En el siglo XXI, lo que se encamina por esa vía necesariamente queda fuera del marxismo (por ejemplo, Jürgen Osterhammel y Christopher Bayly), o más allá de sus fronteras (por ejemplo Toni Negri y Michael Hardt, quienes le otorgaron un amplio espacio al posestructuralismo foucaultiano). En el fondo, la historia intelectual me parece fluctuante y necesaria si participa de la elaboración de una teoría crítica que surja de la convergencia de múltiples disciplinas. Esta teoría crítica debe incluir y al mismo tiempo distanciarse del marxismo, pues se nutre de conceptos y herramientas analíticas —del feminismo a la ecología, de la interseccionalidad al poscolonialismo— que nacieron fuera de la tradición marxista. Para renovarse, el marxismo debe nutrirse del diálogo y de la confrontación con otras tradiciones teóricas que también son memorias de lucha y de saberes críticos, sin pretender “someterlas”. El marxismo no puede permanecer vivo si se vuelve una “cárcel de hierro” normativa del pensamiento, algo que con demasiada frecuencia quiso ser en el pasado.

3. Dado que vengo practicando una historia intelectual con fronteras abiertas, no me reconozco en ninguna “escuela”. El marxismo, en el sentido en el que me formé, permanece para mí como una referencia teórica esencial como pensamiento crítico, no como “disciplina”. Mi recepción del marxismo —bastante habitual para un italiano de mi generación— debe mucho a Ernest Mandel, Daniel Bensaïd y Michael Löwy, quien fue un puente entre Trotsky y Walter Benjamin, Theodor W. Adorno y Ernst Bloch. No provengo del operaismo ni del historicismo de Croce y Gramsci, las dos corrientes dominantes del marxismo italiano de posguerra, incluso cuando progresivamente tomé conciencia de su influencia, subterránea pero real. Me formé como historiador con “maestros” a distancia, es decir, no tuve una relación directa por el lugar en que residía o por las generaciones que me distanciaban. Y no todos fueron adeptos a la historia intelectual: Isaac Deutscher, Roman Rosdolsky, E. P. Thompson e incluso Perry Anderson. Mis tentativas de conceptualización de la historia son deudoras de autores no marxistas, tales como Hannah Arendt, Reinhardt Koselleck, Carl Schmitt o George L. Mosse. Desde que practico la historia visual, Siegfried Kracauer se me presenta como una referencia imprescindible. En esta constelación, es necesario admitir que no hay muchas mujeres ni no blancos. Este límite, creo, es más una desventaja generacional que personal, pero es necesario ser conscientes: recién comencé a leer seriamente a Frantz Fanon y C. L. James relativamente tarde, a fines de la década de 1980, y fue recién en los años 2000 que descubrí a los teóricos indios de los subaltern studies tales como Ranajit Guha o a feministas como Silvia Federici, Judith Butler o Wendy Brown. Mi frecuentación con el Che Guevara y Adolfo Gilly es mucho más antigua pero siempre consideré incorrecto verlos como no occidentales; ello sin embargo me ayudó a comprender el significado del antiimperialismo y a sobrellevar los prejuicios del marxismo clásico respecto del tema del campesinado. Asumo plenamente el eclecticismo de este cuadro.


1 Martial Guéroult, Leçon inaugurale au Collège de France, 04/12/1951, pp. 16-17.

2 Ibíd., p. 34.

3 Martial Guéroult, Dianoématique, Livre II: Philosophie de l’histoire de la philosophie, Paris, Aubier, 1979, p. 154.

4 Carl Schorske, Vienne, fin de siècle, Paris, Seuil, 1981 [1980], p. 13 [La Viena de fin de siglo. Política y cultura, Buenos Aires, Siglo Veintiuno, 2011, p. 19].

5 Robert Darnton, “Intellectual and Cultural History” [1980] citado por Roger Chartier, L’histoire au bord de la falaise. L’histoire entre certitudes et inquiétudes, Paris, Albin Michel, 1998, p. 28 [Robert Darnton, “Historia intelectual e historia cultural” (1980), El beso de Lamourette. Reflexiones sobre historia cultural, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2010, p. 220].

6 Cf. Jean-François Sirinelli, “Les intellectuels”, René Rémond (dir.), Pour une histoire politique, Paris, Seuil, 1988, p. 199-231 [El título de la novela de Lodge fue traducido al español como El mundo es un pañuelo, traducción de Esteban Riambau, Barcelona, Anagrama, 1996].

7 François Azouvi, “Pour une histoire philosophique des idées”, Le Débat nº 72, noviembre/ diciembre de 1992, p. 20.

8 Michel Foucault, Archéologie du savoir, Paris, Gallimard, 1969, p. 180 [Arquelogía del saber, Buenos Aires, Siglo XXI, 2002. p. 232].

9 Op. cit., pp. 232-233.

10 Op. cit., p. 330.

11 François Azouvi, “Pour une histoire philosophique des idées”, op. cit., p. 20.

12 Arthur O. Lovejoy, The Great Chain of Being, New York, Cambridge Harvard University Press, 1978, p. 3 [La gran cadena del ser, Barcelona, Icaria Editorial, 1983].

13 Jean Starobinski, “Pour un temps/Jean Starobinski, entretiens avec Jean Bonnet”, Cahiers pour un temps, Paris, Centre Georges Pompidou, 1985, p. 21 [Jean Bonnet, “Entrevista con Jean Starobinski”, traducción de Blas Matamoro, Cuadernos Latinoamericanos nº 574, Madrid, 1998, pp. 98].

14 François Azouvi, “Pour une histoire philosophique des idées”, op. cit., p. 23.

15 Pierre Nora, Essais d’ego-histoire, Paris, Gallimard, 1987.

16 François Dosse, “Une egoïstoire?”, Le Débat n° 49, marzo/abril de 1988, pp. 122-124; recogido en la antología “Esquisses d’histoire intellectuelle”, pp. 9-11.

17 Ibíd., p. 123; p. 10, respectivamente.

18 Pierre Viansson-Ponté, Génération perdue, Paris, Robert Laffont, 1977, pp. 15-16.

19 Walter Benjamin, Obra de los pasajes, traducción de Juan Barja, Madrid, Abada, 2013, p. 738.

20 Cfr. Juan Guillermo Gómez García, Rafael Gutiérrez Girardot y España, 1950-1953, Bogotá, Universidad del Rosario, 2020.

21 Ramiro de Maeztu, Defensa de la Hispanidad, Madrid, Gráfica Universal, 1934; Ángel Ganivet, Idearium español y el porvenir de España, Madrid, Espasa-Calpe, 1962; Miguel de Unamuno, En torno al casticismo, Madrid, Fernando Fe y Antonio López, 1902; José Ortega y Gasset, Discursos políticos, Madrid, Alianza editorial, 1974; Pedro Laín Entralgo, España como problema, Madrid, Editorial Aguilar, 1962.

22 La pesquisa del universo epistolar de Rafael Gutiérrez Girardot (work in progress) ha arrojado una suma considerable de piezas: más de 700 con colombianos, 1000 con latinoamericanos, 400 con españoles y otras 600 con alemanes (de especial importancia es la correspondencia con Heidegger). La generosa donación de Bettina Gutiérrez Girardot del archivo personal de su padre, en marzo del 2021, al grupo de investigación GELCIL, ha contribuido decididamente a dar un perfil más preciso del ensayista colombiano.

23 Georg Simmel, Sociología. Estudios sobre las formas de socialización, México, Fondo de Cultura Económica, 2014, p. 429.

24 Hayden White, “The Tasks of Intellectual History”, The Monist, Vol. 53, nº 4, 1969, pp. 606-630.

25 H. White, op. cit., p. 618.

26 Toda esta reflexión acerca de una “lucha por una nueva cultura”, Tomo 2, Cuaderno nº 4, p. 138.

27 Tomo 4, Cuaderno nº 9, Miscelánea, 1932, p. 97.

28 Ibídem.

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