Mariana Canavese, “Notas para una historia intelectual de la historia intelectual. Un estado del campo en la Argentina”,
en Políticas de la Memoria, n° 21, Buenos Aires, 2021, pp. 20-29. [Artículo evaluado por pares]
Mariana Canavese*
Erigida sobre las críticas al programa clásico de la History of Ideas encabezado por Arthur Lovejoy y expresión —entre otras— de la nueva configuración historiográfica que se inaugura hacia los años setenta del siglo pasado, la historia intelectual es hoy un campo de estudios en el que convergen diversas aproximaciones: la escuela anglosajona de historia de los lenguajes políticos con Quentin Skinner y sus colegas de Cambridge; la línea alemana, desde la hermenéutica de Hans-Georg Gadamer y la historia de conceptos con Reinhart Koselleck hasta los estudios de recepción de la Escuela de Constanza; la vía estadounidense con Anthony Grafton, Martin Jay, Dominick LaCapra; la vertiente francesa de la histoire intellectuelle, la histoire des intellectuels de François Dosse, Jean-François Sirinelli, Christophe Prochasson, o la historia conceptual de lo político de Pierre Rosanvallon.1
Pero en Argentina tiene un recorrido con ritmos, estaciones y derivas propias. Compone un campo de estudios dinámico que plasma en equipos de investigación, encuentros académicos y revistas especializadas desde donde se piensan y debaten cuestiones de método y prácticas específicas. Hasta décadas recientes, el trabajo sobre las ideas correspondió aquí más a las canteras de la filosofía que de la historia. En el movimiento hacia la constitución de la historia intelectual como un área de estudios locales —parte de un proceso de profesionalización y de especialización del campo historiográfico en general—,2 ciertas menciones aparecen ya en la segunda mitad de la década de 1980 y hay consenso en que el área comienza a nombrarse promediados los noventa.3 Para la primera parte de la década de 1990, la perspectiva de la historia intelectual no aparece nítidamente enunciada y en todo caso se la incluye dentro de una suerte de renacimiento de la historia de las ideas antes que como una nueva modulación o una inflexión que disloque la tradición anterior.4 Por ejemplo, los hermanos Alejandro y Fabián Herrero llevan adelante una encuesta sobre historia de las ideas en Argentina donde es manifiesto el uso indistinto de ambas nominaciones.5 Para la segunda parte de la década, la revista de historia intelectual Prismas publica su primer número (1997), que reúne ponencias y comentarios de las Primeras Jornadas “Ideas, intelectuales y cultura. Problemas argentinos y perspectiva sudamericana”, realizadas en la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ) en 1995.
Hoy es frecuentemente pensada como un área con nombre propio, pero bordes poblados por múltiples hibridaciones; una subdisciplina de límites borrosos, una zona fronteriza de encuentros y tensiones permeada por diversos enfoques y estrategias. Pero, ¿qué diría una historia intelectual de la historia intelectual argentina? ¿Qué de la identidad en medio de la polifonía?
Estas páginas se proponen reconstruir aspectos que hacen a la historia intelectual argentina, algunos de sus desarrollos y perspectivas, de sus itinerarios y preguntas, a modo de balance de las últimas décadas. El recorte tiene al menos un problema, el de la poca pertinencia de una mirada nacional para una historia intelectual tramada en diálogos, redes y colectivos regionales. Sin dejar de considerar la importancia que adquieren los estudios latinoamericanos para pensar las disímiles y asimétricas condiciones de producción y legitimación mundiales, se intenta reparar en las especificidades que hacen al área en Argentina. Con sus aciertos y sus errores, el mejor destino de este ensayo de interpretación del campo es, por eso, el de contribuir a una cartografía latinoamericana de la historia intelectual contemporánea.
No obstante, detrás de ese objetivo puede notarse una inquietud más honda y abierta a debate. Hace ya varios años, Elías Palti recordaba cuando William Bouwsma advertía sobre la situación de la historia intelectual norteamericana en los ochenta una suerte de expansión de su alcance al punto de concluir que “ya no necesitamos historia intelectual porque todos nos hemos convertido en historiadores intelectuales”.6 Ahora bien, si se observa un interés creciente en los temas de la historia intelectual y sus proximidades, ¿a qué atribuirlo? Quiero decir, ¿por qué en este campo y no en otros, como el de las batallas militares o la historia de las religiones? Y, en cualquier caso, por qué pensamos que hace sentido hablar de esto, o cómo se explica históricamente este retorno a una reflexión sobre la propia práctica, este giro autorreflexivo. Especialmente: ¿Hasta qué punto podemos omitir, en un balance de nuestro estado del campo, las preguntas sobre sus intelectuales hoy? Esto es, en qué medida la imprecisa definición de la historia intelectual se vincula con la crisis teórico-política en que emergió, qué hay de la relación entre teoría y política en el campo y qué efectos produce en la actualidad.
La hipótesis que propongo es que, desde los años noventa, el auge de la historia intelectual operó como un contrapunto del declive de la función intelectual: dedicarse a estos estudios ha hecho que perviva una actitud activa cuando el grueso de la práctica intelectual daría más bien signos de agotamiento. Si los años sesenta y setenta fueron en Argentina un momento de politización de las/los intelectuales, y los ochenta la oportunidad de la expresión pública de su vocación, de los años noventa en adelante el privatismo se manifestó también en una suerte de enclaustramiento no pocas veces revestido de una cada vez más sólida profesionalización. ¿La historia intelectual surge como síntoma de una ausencia (la práctica intelectual como actividad urgente que convoca a la acción) y vuelve como nostalgia en el retorno del objeto? Me pregunto si esta especialidad —un espacio en el que es posible hacer congeniar a la vez diversas tradiciones y distintos ámbitos— no ha sido la ocasión de mantener algo del brillo de una actitud activa en tiempos de pluralismo; si se ha intelectualizado el campo más allá de la política; si la historia intelectual no termina de saldar su dilema con la práctica intelectual concreta. Hace años, en otro contexto y en relación a otros debates, el historiador Ignacio Lewkowicz hizo el diagnóstico de una mímesis: “Los [enunciados] de Echeverría tenían por objeto la nación por hacer; los actuales, los de Echeverría”;7 el objeto de aquellos intelectuales, la nación; el objeto de éstos, aquellos intelectuales. Podría pensarse hoy: Intelectuales que disertamos sobre intelectuales. En todo caso, ¿qué es actualmente una práctica político-intelectual? ¿Qué debates de la historia intelectual se anudan ahora a una intervención política? Se podría argumentar que discutir intelectuales es un acto político, claro. Pero discutir intelectuales como práctica y como campo podría ser también un modo de autojustificación de la inacción política. El problema es extensible al campo historiográfico en general, si no más allá; sin embargo, lo que hace a este asunto medular aquí es la centralidad de los intelectuales que pensamos siempre necesariamente en relación a la política, de ser sujetos de una práctica a ser nuestros objetos. Las/los historiadores intelectuales, ¿somos intelectuales, en el sentido que asocia teoría y política? Y también: ¿cuál es el punto ciego de nuestra historia intelectual? ¿Qué prácticas tenemos que crear para que otros horizontes sean posibles? Mi propuesta es, en principio, reconstruir y pensar las características del área.
Sobre la (in)definición del campo8
En general y en el mundo, las propuestas de la historia intelectual emergen de debates, críticas y reformulaciones de una historia de las ideas abocada al estudio de modelos de pensamiento, tipos ideales y obras canónicas de “grandes pensadores”; esto es, la autonomía de ideas abordadas desde algún esencialismo y descarnadas de sus temporalidades y contextos. De tal modo, la historia intelectual practica una desustancialización que implica, ahora, que no sólo se trata de qué dijo la autora/el autor, del contenido y la lectura interna de los textos, sino de cómo, por qué, cuándo es que se pudo decir lo que se dijo, de la íntima articulación entre textos y contextos, las condiciones de emergencia de las ideas tanto como las de su circulación y recepción.
Roger Chartier atribuía la vitalidad de la disciplina en Argentina a que “no ha estado encerrada en definiciones estrechas que a menudo la han debilitado”.9 Entre los elementos de su conformación local suelen referirse una preeminencia inicial de las ideas filosóficas tanto como las lecturas críticas de aquella historia de las ideas al modo de la filosofía latinoamericana, sumado a la tradición de historia social, la mirada latinoamericana y vinculada a la política.10 Pero, justamente por la inquietud mencionada un poco antes y que atraviesa la clasificación abierta del área,11 no podríamos adjudicarle las mismas características en Argentina, Brasil, Chile o México, en América Latina y en Europa, en Europa y Estados Unidos. Si el desplazamiento que la historia intelectual produce respecto de la historia de las ideas viene de la mano de la reivindicación del rol del sujeto, de sus experiencias y estrategias, de las operaciones de contextualización, en Argentina se suman a lo anterior aspectos, por ejemplo, de la crítica literaria y la sociología de la literatura, de la recepción de Antonio Gramsci y de Raymond Williams, de la sociología de la cultura de Pierre Bourdieu, la historia cultural de lo social, la historia cultural de las ideas o la historia social de las ideas, de Roger Chartier a Robert Darnton o Peter Burke, del postestructuralismo, los aportes del giro lingüístico y del giro material, con énfasis distintos. De tal modo, la historia intelectual es, en Argentina al menos, la amalgama de la puesta en discusión de los parámetros de la historia de las ideas y la tradición de la filosofía argentina y latinoamericana con las marcas cinceladas por sus intelectuales desde espacios como la revista Punto de vista y ciertos elementos de las distintas vertientes críticas mencionadas al inicio.
Relacionado a ello, si en un balance no podría faltar la mención a las mediaciones de lectura, sus sujetos —quienes desbrozaron y nutrieron el campo con investigaciones, cursos, intercambios, proyectos e intervenciones—12, esa referencia debería dar cuenta de algo fundante de la historia intelectual entre nosotros que se relaciona con otras torsiones: esto es, no atender sólo a los grandes nombres o a los autores considerados “consagrados”, sino participar de un desplazamiento de las elites letradas a los hombres y las mujeres “corrientes”, incluir profesores, editores, traductores, periodistas, militantes, etc., asumiendo
una diversidad de sujetos antes ignorados que hacen a una concepción amplia de “intelectual”.13
Otra entrada a un balance de nuestra historia intelectual podría atender a sus objetos. Si partimos de los índices de las revistas del área, la agenda de temas es vastísima: va de la historia urbana, la historia de la ciudad y de la vivienda a la literatura y la estética, el cine, la música y el teatro, pasando por la recepción y circulación internacional de ideas, las formas de circulación de la cultura letrada entre los sectores populares, las sociabilidades, la prosopografía y la biografía, los intercambios epistolares, las redes intelectuales, la historia de la lectura, del libro y la edición, las revistas, la prensa y la opinión pública, la historia de los intelectuales, la función intelectual del maestro rural a las elites letradas, las profesiones y las historias disciplinares, la sexualidad, la familia, el psicoanálisis, las enfermedades, el positivismo y la cultura científica, los problemas de la modernidad y la posmodernidad, las tradiciones políticas, el peronismo, las izquierdas, los feminismos, la cuestión nacional, la construcción del Estado, las prácticas electorales y la ciudadanía, las representaciones sociales y políticas, la construcción de identidades. La historia intelectual pareciera omnisciente a partir de su propio pulso.14 Ciertas líneas son medulares y atraviesan las investigaciones de los últimos años, como los estudios de recepción y circulación de ideas, el análisis de los lenguajes políticos, la historia de los intelectuales y la historia del impreso.
Este mosaico parcial e inconcluso da cuenta de una historia intelectual que, en Argentina, compone un campo de estudios vasto, mixturado y resistente a las taxonomías. Una zona de roces, diálogos e interacciones con la historia de las ideas, la historia cultural, la historia política y social, la hermenéutica, la sociología de la cultura, la crítica literaria, la filosofía política, la historia de las disciplinas científicas, la historia del arte, el análisis del discurso, los estudios culturales y poscoloniales, y más. Un espacio heterogéneo, con las posibilidades y los problemas que trae negociar los límites del archivo, las apuestas metodológicas y los enfoques teóricos.
Si vale a modo ilustrativo, un campo emergente como es el de los estudios sobre revistas viene ganando espesor desde la década de 1980, gracias a las reediciones facsimilares y luego al acceso en línea.15 De su uso como fuente a su conformación como un objeto en sí mismo, las revistas han devenido un espacio de confluencia de distintas perspectivas.16
En las investigaciones que se han ido desarrollando en los últimos años, una parte hace por ejemplo a la presencia de aspectos ligados a la circulación de ideas. Más allá de una irradiación difusa, digamos que en términos específicos todo un subcampo de estudios se relaciona con las perspectivas, contribuciones y debates teórico-metodológicos sobre la circulación internacional de las ideas, la recepción y los usos.17 En orientaciones más textualistas o más materiales, dan cuenta de mediaciones de interpretación y de soporte que favorecen los recorridos de las ideas, las transforman y encuadran de algún modo lo que se da a leer. Hay en esto, además, una dimensión geográfica, territorial, que estimula las cartografías en el área. Se analizan las lecturas, las interpretaciones y otras operaciones que hacen a la lógica de las elecciones de lo que se traduce y publica. Un conjunto de reflexiones sobre la importancia de los estudios latinoamericanos para pensar el lugar de las ideas muestra, así, el cambio de eje de la soberanía del autor a la del lector, cuestiona la concepción atemporal, cerrada y definitiva de una obra y propone, en cambio, una radical historización de las lecturas. En las perspectivas que conforman hoy un área de estudios sobre la recepción y circulación internacional de ideas están contenidas una aspiración antinormativa y un trabajo profundo sobre la performatividad de las palabras. Por cierto, los cruces entre estos estudios y los de traducción involucran distintos abordajes, entre la traducción como práctica profesional y como metáfora.18 En cualquier caso, la perspectiva de los estudios sobre circulación de ideas interviene en lo que hace a las desiguales condiciones de producción y legitimación, respecto de los desafíos de pensar estos movimientos sin que la presencia de campos intelectuales con más recursos económicos opaque —por ejemplo— los diversos recorridos latinoamericanos.
Si la diversidad de los objetos atenta todavía contra una lectura más precisa del campo, una clave de acceso fundamental se debe sin duda a sus espacios y redes forjadas a partir de la renovación y el crecimiento de ámbitos institucionales en el país desde mediados de la década de 1980. Los medios de su instauración y consolidación han sido lugares de formación y discusión, en principio especialmente dos ámbitos académicos dirigidos por Terán en la Universidad de Buenos Aires (UBA): la cátedra de Pensamiento Argentino y Latinoamericano, en el Departamento de Filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras, de la que fue titular por varias décadas, y el Seminario de Historia de las Ideas, los Intelectuales y la Cultura, creado en 1988 en el Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”. Se suman luego el Programa de Historia de las Ideas y Análisis Cultural (1994), con sede en el Centro de Historia Intelectual (CHI/UNQ),19 y los proyectos encarados desde el Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas (CeDInCI) que convergen en el Seminario permanente de Historia Intelectual y recepción de ideas, entre otros proyectos.20 Pero también, el Programa de Estudios en Historia Cultural e Intelectual “Edith Stein” a cargo de José Emilio Burucúa y otros núcleos y programas de la Universidad Nacional de San Martín que abren a distintos enfoques, como el Centro de Investigaciones en Historia Conceptual (CEDIHNCO) organizado por Claudio Sergio Ingerflom;21 el Programa de Historia Cultural del Instituto de Estudios Históricos que dirige Mariano Di Pasquale en la Universidad Nacional de Tres de Febrero; ciertas actividades promovidas por el Programa de Historia y Antropología de la Cultura y el Programa Cultura Escrita, Mundo Impreso, Campo Intelectual con sede en el Instituto de Antropología de Córdoba (IDACOR); todo un grupo de investigadores que radican sus trabajos en el Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de La Plata y en el Instituto Ravignani de la UBA; algunos de los encuentros hospedados por el Instituto de Desarrollo Económico y Social en Buenos Aires; experiencias, incluso, como la del Taller de Historia de las Mentalidades que funcionó en la década de 1990, bajo la coordinación de Cristina Godoy y Eduardo Hourcade, como anexo a la cátedra de Teoría de la Historia de la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario; entre otros y con apoyos institucionales como los de la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica y el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Hay que decir que el crecimiento del CONICET desde 2003 funcionó como puntal y refugio de estas investigaciones.
La consolidación del campo de estudios se expresa, además, en la nueva Maestría en Historia Intelectual de la UNQ, en cursos de posgrado en el CeDInCI y en la Escuela de Humanidades de la UNSAM y en una presencia más generalizada —aunque también difusa— en las universidades.22
En estos espacios son visibles distintos modos de entender y practicar la historia intelectual, que van de matices a contrastes político-programáticos. Algo de esto podría leerse en el derrotero de la polémica conocida como “No matarás”, generada por la carta de Oscar del Barco en 2004 y que tuvo un hilo de intervenciones variadas sobre la historia argentina reciente, la violencia revolucionaria y la identidad de la izquierda.23 No voy a detenerme en el debate y sus corolarios, mi interés aquí es otro: de la puesta en discusión de la violencia revolucionaria a la lucha por los sentidos del marxismo, la polémica expresó posiciones político-historiográficas que podrían resumirse como “perspectivas deconstructivas versus perspectivas reconstructivas”.24 Para lo que aquí interesa, se podrían advertir ahí dos modos de la historia intelectual que forman parte de un mismo universo: el enfoque discursivo y la perspectiva material. Me resulta difícil pensar esos encuadres escindidos y no como parte de un mismo campo de estudios que hace a la “nueva historia intelectual” y a la diversidad de sus abordajes. De tal modo, ese debate podría leerse como una clave de acceso a ciertas configuraciones de la historia intelectual argentina: una filiación marxista que va, en Tarcus, de las lecturas de Maurice Merleau-Ponty, Perry Anderson y Antonio Gramsci a las de José Aricó,25 José Sazbón y las vertientes que arraigan en el giro material, las formaciones político-intelectuales, sus expresiones y redes; el interés, en Palti, en la historia de los lenguajes políticos, el análisis de textos clásicos desde la concepción de la función performativa del lenguaje filiada en las propuestas de la escuela británica (Pocock y Skinner), la escuela alemana (Koselleck), la historia conceptual y la nueva historia política, orientado por un fuerte examen teórico y lógico atento al universo abierto por el giro lingüístico que estudia las elites intelectuales desde el punto de vista de las discursividades.26
Por otra parte, si en Terán estaban tempranamente las marcas de una tentativa por pensar la historia de las ideas con nuevas herramientas y preguntas, en Altamirano la historia intelectual recorre el camino hacia una historia de los intelectuales: entendidas como irreductibles una a otra, la última debía ser la historia de un actor que inscribía su acción en diferentes arenas, la más visible de las cuales era la arena del debate cívico, aunque la intervención de los intelectuales en la escena política estaba lejos de agotar sus ámbitos y formas de actividad. Por cierto, la producción discursiva y las creaciones culturales eran dimensiones esenciales de la práctica intelectual. Los objetos, las fuentes y las tareas de una historia de las élites culturales, sin embargo, excedían los de una historia organizada en torno de obras, corrientes de pensamiento, movimientos artístico-literarios.27
Entre las lecturas de Bourdieu y Williams, de Halperin Donghi, Prieto, Viñas y Real de Azúa, la práctica de la historia intelectual en Altamirano sería una atenta a los hechos de discurso en la que se intersectan la historia política, la historia de las elites culturales y de la literatura, con vínculos con la crítica literaria y la sociología de la cultura, dispuesta sobre obras que han jalonado la construcción de la identidad latinoamericana.
Hay también, claro, otras perspectivas. Incluso enfoques que no suscriben a una distinción entre historia de las ideas e historia intelectual, que relativizan la novedad de esta última, le cuestionan desconocer los aportes de una larga trayectoria latinoamericana y reclaman “una actitud más dialéctica, no solo oposicional”.28 Así, podría pensarse que no hay tal cosa como un corte quirúrgico entre historia de las ideas e historia intelectual en Argentina. En cualquier caso, esto indica una diferencia respecto de lo que ocurre en otras latitudes, por ejemplo del escaso intercambio de la historia intelectual europea entre sus variantes francesas, alemanas, anglosajonas.29
Los medios locales de la nueva historia intelectual han sido también las revistas, desde donde se llevaron adelante políticas de traducción, se promovieron intervenciones y debates y se alojaron producciones específicas. Aun con la preeminencia de la historia social que se desprende del análisis de Martha Rodríguez sobre la historiografía argentina en la década de 1990, aquellos son los años en que empiezan a aparecer revistas propias del campo. Esto es, si bien en Anuario del Instituto de Estudios Histórico-Sociales de Tandil, Estudios Sociales y Entrepasados —tres revistas que nacen entre mediados de los ochenta e inicios de los noventa, con amplia circulación y vinculadas a ámbitos universitarios— se destina entonces “el 14% a problemáticas agrupadas laxamente bajo el rótulo de historia cultural”, de las ideas e intelectual,30 para entonces Punto de Vista ya venía dando cuenta de la renovación que traía a la historiografía la historia intelectual y poco después surgieron El Rodaballo (1994-2006), Prismas (desde 1997) y Políticas de la memoria (desde 1998). Más adelante comenzaron a editarse Estudios de filosofía práctica e historia de las ideas (desde 2000),31 Eadem utraque Europa (desde 2005), Conceptos Históricos (desde 2015), que dieron lugar a desarrollos que podrían vincularse —a veces más estrechamente que otras— con una historia intelectual entendida en sentido amplio. Esto sin contar el espacio que gana el campo en ciertos números de Prohistoria (desde 1997), de la Revista del Museo de Antropología (desde 2008), de Los Trabajos y los Días (desde 2009), entre otras. Sin ir más lejos, recientemente Perspectivas Metodológicas (Universidad Nacional de Lanús) publicó la primera entrega del dossier “¿De qué hablamos cuando hablamos de historia de las ideas o historia intelectual?” y la revista Archivos de Historia del Movimiento Obrero y la Izquierda (Centro de Estudios Históricos de los Trabajadores y las Izquierdas, CEHTI) presentó uno dedicado a “Ensayos y debates sobre historia intelectual y marxismo”.
Al rol de las revistas se suma una presencia editorial que va de colecciones como la Biblioteca del Pensamiento Argentino que Halperin Donghi dirigió para Ariel, pasando por títulos de colecciones como Historia y cultura, Metamorfosis o Sociología y política (en Siglo XXI), Historia (en el Fondo de Cultura Económica), Cultura y Sociedad (en Ediciones Nueva Visión), a las ediciones del CeDInCI, de la editorial de la UNQ y ciertos títulos de editoriales independientes, como El Cielo por asalto, Biblos, Prometeo, Tren en movimiento, entre otras.
Otros medios hacen a redes tramadas, por ejemplo, desde las Primeras Jornadas “Ideas, intelectuales y cultura. Problemas argentinos y perspectiva sudamericana” (UNQ, 1995), ciertas mesas en las Jornadas Interescuelas/Departamentos de Historia —el principal evento universitario de Historia en Argentina, que se celebra desde 1987—, los Talleres de Historia Intelectual que desde 2008 co-organizan IDACOR y el CHI, los congresos bienales de Historia Intelectual que tienen lugar desde 2012 en distintas ciudades latinoamericana,32 las Jornadas de Historia de las Izquierdas que el CeDInCI lleva adelante desde 2000, los proyectos de investigación y ateneos mensuales relacionados con la psicología, la psiquiatría y el psicoanálisis en el marco del Programa de estudios históricos de la psicología en la Argentina de la Facultad de Psicología de la UBA.
Incluso con sus contornos difuminados, la historia intelectual conforma hoy en Argentina un campo consolidado. Ha contribuido, también, a un sustrato ineludible en cualquier estudio histórico —aquel de lo cultural e intelectual, de lo simbólico y afectivo, de los discursos, las significaciones y luchas por el sentido— y a nuevas discursividades y enfoques que la exceden y que permean a la disciplina histórica y más allá. Pero, ¿qué cambió en este poco más de cuarto de siglo de historia intelectual? ¿Qué desde la diseminación, podríamos decir epistemológica, que notaba Altamirano en aquel texto programático de 1999? ¿Vela acaso su eclecticismo cierta neutralización?
La búsqueda de definiciones y el establecimiento de delimitaciones no estuvieron entre las aspiraciones iniciales de nuestra historia intelectual, y el campo hoy pareciera definirse en sus prácticas. Martha Rodríguez anotaba para la historiografía argentina de la década de 1990 algo de estos aspectos, visibles en la historia intelectual local: una tendencia a la dispersión y la fragmentación (temático-metodológica) correlativa con otra [tendencia] orientada hacia la especialización. Este proceso es acompañado por una visible ‘baja tensión en el debate’ y ausencia de interpretaciones globales, rasgo que se suele relacionar con fenómenos tales como la despolitización, la neutralización o la profesionalización.33
No podríamos, pues, adjudicarle a esta área algo que hace al menos al campo historiográfico en general, cuando no a la tan referida ausencia de un paradigma dominante para el amplio arco de las ciencias sociales y humanas. Por otro lado, tal vez sí se haya modificado una tendencia visible en los noventa, la de una multiplicación de estudios monográficos pero una ausencia de obras pensadas como “libros integrales resultado de una necesariamente lenta pero también más completa y compleja elaboración”.34 En el campo de estudios de la historia intelectual es conocido el recorrido de la tesis doctoral al libro. Si esto se debe a una nueva costumbre de la cultura académica, a la proliferación de tesis doctorales o incluso si se trata de obras integrales y no de estudios monográficos, es algo que podrá discutirse pero que no opaca el hecho de una vasta publicación de “obras” en el área, buena parte de las cuales da cuenta de análisis actuales, miradas renovadas y con incidencia en la cultura nacional e internacional. Ese panorama viene acompañado de otras características, más generales y menos atribuibles a particularidades del campo, como la falta de articulación entre distintas producciones, la circulación endogámica de las investigaciones y todo lo que trae la normalización producida por la burocracia académica. En este sentido, y recuperando la pregunta sobre qué diría este balance de nuestro estado del campo sobre sus intelectuales, habría que retomar una inquietud sobre los costos de la profesionalización: la despolitización como efecto estructural de la autonomización de los campos, la pérdida de debates y sentidos articulados con otros espacios, la burocratización visible en la falta de crítica a la calidad de lo que se produce tanto como en las condiciones materiales del trabajo que la generan. Aquí, como en el mundo, el campo está tramado hoy por miradas parciales; lejos de las pretensiones globalizadoras, es teórica y metodológicamente heterodoxo, carece de enfoques, temas o períodos privilegiados. Todo esto excede —tanto como hace— a la historia intelectual actual.
Si recuperamos sus preguntas locales, aparece una pronunciada perspectiva latinoamericana —una deriva político-intelectual que estaba contenida ya en la historia de las ideas—, una puesta en diálogo global, la especial atención a aspectos político-culturales caros a nuestras realidades, una integración —con distintos acentos— de fragmentos y reformulaciones de las distintas vertientes mencionadas al inicio de esta exposición, incluyendo un careo con las tradiciones latinoamericanas del trabajo sobre las ideas. Se hibrida con las lecturas de los diversos marxismos latinoamericanos y tiende a enfatizar las tramas de la circulación de ideas más que las de su producción. Tiene, también, una jerga específica. A todo lo cual no escapan tampoco estas páginas.
En ningún caso las entradas a la historia intelectual local antes referidas agotan los temas. Queda abierta una agenda donde inscribir otros desarrollos, por ejemplo: en intercambios más fluidos y menos nominales con otras áreas (los estudios de traducción, para poner un caso); en articulaciones que favorezcan una reflexión crítica en torno a una geopolítica de la circulación de ideas, en lo que hace a la reconstrucción de interacciones, el análisis de las asimetrías, los modos de pensar la agrupación o de reponer la diversidad, las transferencias materiales y culturales así como respecto de formulaciones como las de la “historia global”, las “historias conectadas”, las “historias cruzadas”; en la visibilización de los análisis desde una perspectiva crítica proveniente de las teorías feministas y los estudios de género.
Estas ideas acerca de cómo podríamos acercarnos a la historia intelectual tal como se viene practicando en Argentina dan cuenta, una vez más, de la imposibilidad del catálogo definitivo o el inventario total. Rizada por los distintos giros que en los últimos años modularon el movimiento de la historiografía, la historia intelectual ofrece nuevas claves interpretativas. En sus formas actuales en Argentina viene, en fin, a romper con cualquier tipo ideal, en los términos de “modelos” y “desviaciones”, “originales” y “copias”, y a renunciar a cualquier pretensión normativa, sea en los términos de la traición, el desvío, la mala lectura o la lectura incorrecta. Habilita así nuevos puntos de vista desnaturalizados y descentrados, no esencialistas ni dogmáticos. Siempre mestizos. Lejos de una tradición férrea, es entre nosotros un espacio polifónico y abierto. Y, en este sentido, sus límites imprecisos son también sus posibilidades.
Ahora bien, en qué medida estas virtudes, que rechazan una identidad fija y promueven la desustancialización, no traen también consigo, solapado, el nuevo sentido aplanado y dominante de un hedonismo un poco espiritualizado, como diría Žižek. En este punto insiste una inquietud inicial: ¿Qué de la historia intelectual local trasciende los derroteros profesionales, los imperativos académicos o las ilusiones de la consagración entre pares? Problematizar la función intelectual es inescindible de una apelación no discursiva a las propias prácticas que podría volcarse hacia la conformación de lo contemporáneo como objeto —no subsidiario— de reflexión, tanto como hacia una práctica político-intelectual orientada a un pensamiento del afuera. Una agenda en la configuración actual del campo no debería soslayar las discusiones sobre la función intelectual, sobre las propias maneras de hacer y los efectos más allá de los espacios académicos, sobre la creación de sentidos y la generación de sinergias. No deja de ser paradójica esta inquietud, tratándose de un campo abierto y plural no abandona el nicho; interesada en pensar en términos político-intelectuales sublima historiográficamente.
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Erigida sobre las críticas al programa clásico de la History of Ideas, la nueva historia intelectual es hoy un campo de estudios en el que convergen diversas aproximaciones. En Argentina tiene un recorrido con ritmos, estaciones y derivas propias. Pero, ¿qué diría una historia intelectual de la historia intelectual local? A modo de balance de las últimas décadas, en este artículo se recuperan los problemas vinculados a la definición del área, sus desarrollos, debates y perspectivas, sus objetos, espacios y mediaciones. Se explora, por otra parte, la hipótesis de que, desde los años noventa, el auge de la historia intelectual operó como un contrapunto del declive de la función intelectual. ¿La historia intelectual surge como síntoma de una ausencia (la práctica intelectual como actividad urgente que convoca a la acción) y vuelve como nostalgia en el retorno del objeto?
Palabras clave: Historia Intelectual; Historiografía; Argentina.
Abstract
Built on the criticisms of the classic program of the History of Ideas, the new intellectual history became a field of studies in which different approaches converge. In Argentina it has its own paths and rhythms. However, what would an intellectual history say of local intellectual history? As a balance of the last decades, this article recovers the problems related to the definition of the area, the developments, debates and perspectives, the objects, spaces and mediations. Additionally, it explores the hypothesis that, since the 1990s, the rise of the intellectual history operated as a counterpoint to the decline of intellectual function. Does intellectual history arise as a symptom of an absence (the intellectual practice as an urgent activity that summons to action) and returns as nostalgia in the return of the object?
Keywords: Intellectual History; Historiography; Argentina.
* Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas
(CeDInCI) / Universidad Nacional de San Martín (UNSAM), Consejo
Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), Argentina;
mcanavese@gmail.com.
Orcid: https://orcid.org/0000-0002-7612-1314.
1 Agradezco especialmente al equipo del Seminario de Historia Intelectual del CeDInCI por proponer el espacio para discutir una extensa primera versión de este texto en el esquivo 2020, por sus sugerencias y aportes, y al equipo del Seminario Interinstitucional de Historia Intelectual de América Latina (El Colegio de México / UAM-Cuajimalpa / Universidad de Colima) y sus participantes por propiciar nuevamente una discusión sobre estos temas en junio de 2021.
2 En la segunda parte de la década de 1980, en el contexto de la recuperación de la democracia y tras el cataclismo producido por la dictadura cívico-militar, el campo historiográfico argentino se profesionaliza, los espacios institucionales se redefinen, rejuvenecen áreas como la historia política y la historia cultural. Nora Pagano diagnostica a partir de los noventa un medio historiográfico “reprofesionalizado y normalizado”; ver Nora Pagano, “La producción historiográfica reciente: continuidades, innovaciones, diagnósticos”, en Fernando Devoto (dir.), Historiadores, ensayistas y gran público, Buenos Aires, Biblos, 2010, p. 45.
La historia intelectual ocupa entonces, y lo hará por varios años, un espacio subordinado dentro de una “nueva historia cultural” que abarca ideas e intelectuales.
3 En 1986, Hilda Sabato aprovechaba el comentario sobre el entonces reciente ensayo de Robert Darnton, La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa, para pensar el lugar de la historia intelectual y proponer una suerte de careo con otras tradiciones historiográficas enmarcado en el concierto de las producciones internacionales y sin referencias todavía al campo local; ver en Hilda Sabato, “La historia intelectual y sus límites”, en Punto de Vista, n° 28, noviembre de 1986, pp. 27-31. En un texto programático, Carlos Altamirano ha sugerido que fue ése, quizás, el primer empleo entre nosotros de “historia intelectual” en el sentido que hoy le damos; ver en Carlos Altamirano, Para un programa de historia intelectual, Buenos Aires, Siglo XXI, 2005 [1999]. Jorge Myers anota también para entonces la procedencia de una historia de las ideas renovada a partir de la concurrencia de la recepción de Michel Foucault y del marxismo cultural inglés, así como de la sociología de los intelectuales y de la cultura de Pierre Bourdieu y los inicios de una circulación regular, aunque todavía restringida, de los textos fundamentales de la Escuela de Cambridge sobre historia de las ideas políticas y de la Begriffsgeschichte. Inscribe especialmente en sus orígenes locales los nombres de José Luis Romero y Tulio Halperin Donghi; ver en Jorge Myers, “Discurso por el contexto: hacia una arqueología de la historia intelectual en Argentina”, en Prismas, nº 19, 2015, p. 180.
4 En 1990 puede leerse la imprecisión que las nominaciones volcaban sobre los contornos y las características de esas áreas: mientras Oscar Terán refería a una historia de las ideas que no habría tenido entre nosotros “que aguardar […] a la irrupción de corrientes –cuando no de la moda– del análisis discursivo para desarrollarse. ¿Bajo qué otra adscripción teórica podrían si no colocarse algunos estudios elaborados por Levene, Palcos, Alberini, Canal Feijóo o José Luis Romero?”; Altamirano afirmaba que, por fuera de las publicaciones académicas, el terreno más fértil de la investigación histórica era entonces entre nosotros el de la “historia de las ideas o historia intelectual”: La tradición republicana de Natalio Botana, El espejo de la historia de Halperin Donghi, José Ingenieros: pensar la nación, de Terán, y en la frontera: Una modernidad periférica de Beatriz Sarlo y El discurso criollista de Adolfo Prieto, todos trabajos editados en esos últimos cinco años que compartirían como “materia principal algún sector del campo de las significaciones”. Ver Oscar Terán, “Apuntes sobre la historia de las ideas”, en Espacios de crítica y producción, nº 8/9, diciembre 1990-enero 1991, p. 2; Carlos Altamirano, “Breve apología de la historia intelectual”, en Espacios de crítica y producción, nº 8/9, diciembre 1990-enero 1991, p. 3.
5 Alejandro Herrero y Fabián Herrero, “Encuesta sobre Historia de las Ideas” [dos partes], en Estudios Sociales, nº 6-7, 1994; A. Herrero y F. Herrero, Las ideas y sus historiadores, Santa Fe, Centro de Publicaciones de la Universidad Nacional del Litoral, 1996.
6 Elías Palti, “Giro lingüístico” e historia intelectual, Bernal, UNQUI, 1998, pp. 20-21.
7 Ignacio Lewkowicz, “Una mirada sin embargo sombría”, en Roy Hora y Javier Trímboli (comps.), Discutir Halperin, Buenos Aires, El cielo por asalto, 1997, p. 133.
8 Hay mucha bibliografía sobre este problema más allá del campo local, para citar un ejemplo remito a la conferencia en Cornell University que organizaron en 1980 LaCapra y Steven Kaplan, donde se advertían incertidumbres, hibridaciones y dificultades para dar con una única y aceptable definición de la historia intelectual, publicada poco después como Modern European Intellectual History: Reappraisals and New Pespectives. Puede verse también el más reciente Rethinking Modern European Intellectual History, editado en 2014 por Darrin M. McMahon y Samuel Moyn.
9 Alejandro Herrero y Fabián Herrero, Las ideas y sus historiadores…, op. cit., p. 11.
10 Un recorrido que, en sus trazos más gruesos, podría ir de la historia del pensamiento o el estudio de las ideas filosóficas —en trabajos como los de Francisco Romero, Arturo Andrés Roig, Horacio Cerutti Guldberg y, claro, Leopoldo Zea a escala latinoamericana— hacia las perspectivas de historiadores de la renovación historiográfica –desde una historia cultural o social de las ideas en José Luis Romero o de una historia política de los intelectuales, según la interpretación de Altamirano para el caso de Halperin Donghi–. Para una síntesis historiográfica en este sentido y para décadas recientes, remito a los textos de Paula Bruno, “Notas sobre la historia intelectual argentina entre 1983 y la actualidad”, en Cercles, nº 13, 2010, pp. 113-133; Jorge Myers, op. cit.; Mara Polgovsky Ezcurra, “La historia intelectual latinoamericana en la era del ‘giro lingüístico’”, en Nuevo Mundo Mundos Nuevos, 2010. Para un panorama desde la historia del pensamiento argentino, pueden verse los textos de Hugo Biagini y de Arturo Andrés Roig en AA.VV., Una evaluación crítica de la producción histórica argentina, Buenos Aires, CICH, 1990. Para un recorrido por algunos momentos de la historia de las ideas y la historia intelectual latinoamericanas, ver Horacio Tarcus, “Una invitación a la historia intelectual. Palabras de apertura del II Congreso de Historia Intelectual de América Latina”, en Pléyade, nº 15, 2015, pp. 9-25.
11 Entiendo a la historia intelectual como un vasto campo de perspectivas y recursos de investigación. La siguiente definición cobija la amplitud sin sacrificar la claridad: “La historia intelectual analiza los procesos de producción de significados en el interior de una sociedad, centrando su análisis tanto en el producto final de esos procesos, con sus contenidos —que por su propia naturaleza están abiertos a una pluralidad de interpretaciones—, cuanto en los productores y en los contextos de producción de los mismos. […] [Un espacio cuya] principal prescripción metodológica parecería ser, pues, ésta: que sólo será historiográficamente legítima aquella exploración que acepte la necesidad de acceder —en términos historiográficos— al discurso por el contexto”; Jorge Myers, op. cit., p. 182. Aunque hay otras perspectivas, y aun distinciones que pueden indicarse respecto por ejemplo de la historia conceptual, de los conceptos o de los lenguajes políticos, tomo aquí las formas locales de la historia intelectual en sentido amplio.
12 En una lectura de la historiografía argentina en la que puede observarse la lenta configuración de un campo local de estudios renovado para la historia de las ideas, Halperin Donghi concertaba en 1986 algunas referencias: obras como las de Adolfo Prieto y David Viñas en el cruce de la historia y la crítica literaria; Gregorio Weinberg y José Carlos Chiaramonte como quienes tomaron “la marcha de las ideas” como “un aspecto parcial de un desarrollo más general”; Natalio Botana y José Aricó con una reforzada conciencia sobre la relación de las ideas con el contexto histórico, “una conciencia igualmente aguzada de lo que el mundo de las ideas tiene de específico” (Tulio Halperin Donghi, “Un cuarto de siglo de historiografía argentina (1960-1985)”, en Desarrollo Económico, Vol. 100, nº 25, enero-marzo 1986, pp. 517-518). Esas referencias se suman a las mencionadas en otras partes de este texto, y a ellas habría que añadir para la segunda mitad de la década de 1980 el José Hernández y sus mundos de Halperin Donghi, por ejemplo. En la misma década otros cruces favorecían el sustrato de la historia intelectual. Entre las obras que han marcado el campo local son fundamentales las de Terán, Aricó, Altamirano y José Sazbón.
13 Ese movimiento puede verse en Mariátegui en la Argentina, o las políticas culturales de Samuel Glusberg (El cielo por asalto, 2001) de Horacio Tarcus, La constelación del Sur: traductores y traducciones en la literatura argentina del siglo XX (Siglo XXI, 2004) de Patricia Wilson, el volumen dirigido por José Luis de Diego Editores y políticas editoriales en Argentina, 1880-2010 (Fondo de Cultura Económica, 2014) y su anterior ¿Quién de nosotros escribirá el Facundo? Intelectuales y escritores en Argentina (1970-1986) (Ediciones Al Margen, 2001), Editar desde la izquierda en América Latina. La agitada historia del Fondo de Cultura Económica y de Siglo XXI (Siglo XXI, 2017) de Gustavo Sorá, entre muchos otros ejemplos. En esta línea habría que inscribir también proyectos como el Diccionario biográfico de las izquierdas latinoamericanas. Movimientos sociales y corrientes políticas
(diccionario.cedinci.org) que lleva adelante el CeDInCI.
14 Tal como dice Acha, “La historia intelectual detenta otra ambición: la de evidenciar que toda historiografía es historia intelectual”; Omar Acha, “Marxismo e historia intelectual en la Argentina (y más allá): notas para una investigación”, en Archivos de Historia del Movimiento Obrero y la Izquierda, nº 18, 2021, p. 29.
15 Proyectos, portales y colecciones digitales, entre ellos Ahira (Archivo Histórico de Revistas Argentinas, https://ahira.com.ar) —dirigido por Sylvia Saítta, quien lleva también varios proyectos sobre revistas en el marco del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani” de la UBA— y AméricaLee (https://americalee.cedinci.org) —coordinado por Karina Jannello en el CeDInCI—, han hecho accesibles publicaciones periódicas dispersas e incluso inhallables.
16 Para un análisis pormenorizado de la emergencia del campo de estudios sobre revistas culturales y políticas en América Latina y sus relaciones con la historia intelectual, ver Horacio Tarcus, Las revistas culturales latinoamericanas, Temperley, Tren en Movimiento, 2020.
17 Trabajos como Las vetas del texto (Puntosur, 1990), La letra gótica (Facultad de Filosofía y Letras UBA, 1992) o Carl Schmitt en Argentina (Homo Sapiens, 2000) de Jorge Dotti, Freud en Buenos Aires (Puntosur, 1989) y Aventuras de Freud en el país de los argentinos (Paidós, 1996) de Hugo Vezzetti, Los usos de Gramsci (Grijalbo, 1999) de Juan Carlos Portantiero, El marxismo olvidado en la Argentina (El cielo por asalto, 1996), Marx en la Argentina (Siglo XXI, 2007), La biblia del proletariado (Siglo XXI, 2019), Los exiliados románticos (FCE, 2020) de Horacio Tarcus, mi propio trabajo sobre Los usos de Foucault en Argentina (Siglo XXI, 2015), haciendo mención de sólo algunos.
18 Un análisis sobre estos temas se encuentra en el artículo de Griselda Mársico, “Traductología e historia intelectual: una exploración de las posibilidades de diálogo interdisciplinario”, en Lenguas V;vas, nº 13, 2017.
19 Desde 1998, Programa de Historia Intelectual, luego Programa de Historia Intelectual Latinoamericana y actualmente Programa de Historia Intelectual Argentina y Latinoamericana —dirigidos consecutivamente por Terán, Altamirano y Adrián Gorelik—. Organizado inicialmente por Terán y Altamirano junto con Palti, Myers y Gorelik, se dio la tarea de pensar de un nuevo modo la historia de las ideas: en 1997 crearon la revista Prismas con el objetivo de darle un espacio renovado a la historia intelectual; en 1998 se presentaron por primera vez colectivamente fuera de la Argentina, en el congreso de la Latin American Studies Association; idearon encuentros como La Argentina en el siglo XX (1999) y proyectos que los llevaron a establecer redes regionales, como el de una historia de los intelectuales en América Latina. Aunque como grupo es heterogéneo en sus referencias teóricas, sus aproximaciones metodológicas y sus posiciones políticas, y aun cuando sus marcos intelectuales e institucionales exceden con mucho a la UNQ y a su planta docente, ese espacio gesta proyectos de investigación que los amalgaman en un colectivo, en actividades cuyos resultados se expresan también en publicaciones.
20 Inaugurado en el barrio porteño de Almagro en 1998 y abocado a la preservación del patrimonio documental y cultural de las izquierdas, el CeDInCI ha ganado una fuerte y creciente incidencia regional e internacional no sólo como biblioteca, hemeroteca y archivo sino como centro de investigación en ciencias sociales y humanas. Dirigido por Horacio Tarcus, el Centro ha llevado adelante proyectos colectivos que van de los estudios de recepción de ideas a las revistas político-culturales en la historia intelectual, pasando por las redes político-intelectuales, las prácticas de lectura y los proyectos editoriales de las izquierdas argentinas y latinoamericanas. Aloja el mencionado Seminario de Historia Intelectual y recepción de ideas, creado en 2009 y formado por investigadores de diferentes universidades argentinas. Buena parte de las perspectivas abrevan en los estudios de recepción de ideas y en una historia intelectual más cercana a la historia de las/los intelectuales donde podrían leerse correspondencias con la escuela francesa —de Chartier a Prochasson— tanto como con la escuela de Constanza.
21 El primero más volcado a la historia cultural y del libro, la lectura y la edición en diálogo con las producciones de Chartier; el segundo vinculado con la escuela italiana de Giusseppe Duso y Sandro Chignola.
22 Esa presencia va, por ejemplo, de los seminarios de grado dictados por Sazbón y por Terán en la UBA a los más recientes cursos de posgrado en esa misma casa de estudios.
23 La carta de Del Barco siguió a una entrevista a Héctor Jouvé en la que relataba la experiencia en el Ejército Guerrillero del Pueblo en Salta y los fusilamientos de militantes por parte de la organización. Ambas fueron publicadas por la revista cordobesa La Intemperie. Algunas intervenciones dentro de esa polémica pueden verse en Elías Palti, “La crítica de la razón militante. Una reflexión con motivo de La fidelidad del olvido de Blas de Santos y el ‘affaire del Barco’”, en A Contracorriente, Vol. 5, nº 2, 2008, pp. 99-114; E. Palti, “La violencia revolucionaria como problema histórico-conceptual. Notas para una arqueología de la subjetividad militante”, en Luis Ignacio García (ed.), No matar II, UNC, Córdoba, 2010; E. Palti, “La historiografía militante ‘ponderada’ y su método”, en Prismas, nº 16, 2012, pp. 221-230; Ariel Petruccelli, “El marxismo después del marxismo”, en Políticas de la Memoria, nº 10/11/12, 2011, pp. 287-294; Laura Sotelo, “Sobre la actualidad del marxismo y de la teoría crítica: Una discusión con Elías Palti”, en Políticas de la Memoria, nº 10/11/12, 2011, pp. 295-301; Horacio Tarcus, “Notas para una crítica de la razón instrumental. A propósito del debate en torno a la carta de Oscar del Barco”, en Políticas de la Memoria, nº 6/7, 2007, pp. 14-25; H. Tarcus, “Elogio de la razón militante. Respuesta a Elías J. Palti”, en Políticas de la Memoria, n° 8/9, 2009, pp. 19-37; H. Tarcus, “La devaluación logicista de la historia. Última réplica a Elías Palti”, en Prismas, nº 17, 2013, pp. 245-253; entre otras.
24 Ariel Petruccelli, op. cit., pp. 287-294.
25 Tarcus ubica a Aricó en la genealogía de los estudios de recepción de ideas al subrayar que el autor de Marx y América Latina y La cola del diablo atiende a la operatoria situada de las ideas y sus efectos, “aunque todavía (y no sin incomodidad) apele a la terminología de las ‘influencias’”; ver en Horacio Tarcus, “José Aricó y la historia del marxismo en América Latina. La problemática de la recepción y la historia intelectual”, Seminario Internacional Diálogos entre la antropología y la historia intelectual, México, septiembre 2019.
26 Se traman ahí también estrechas afinidades con Halperin Donghi y Terán, por ejemplo. Sobre las contribuciones de Halperin Dinghi a la historia intelectual —aun cuando sus intereses historiográficos, lejos de ceñirse a ese aspecto, se abrieran a distintas dimensiones de la vida histórica y a sus articulaciones—, decía Fabio Wasserman que a partir de la década de 1990 “no hay investigación vinculada a la historia intelectual y de los intelectuales de los siglos XVIII y XIX rioplatense e iberoamericano que no dialogue con su obra”; de esos años son algunas de las interlocuciones que tramaron Palti, también Myers. Wasserman sintetizaba las contribuciones de Halperin Donghi al desarrollo de la historia intelectual de esos siglos “en tres enfoques que hoy día informan este campo de estudios: examinar a los letrados considerando las tramas en las cuales estaban insertos; superar los abordajes tradicionales de sus producciones que se basaban en la clasificación y en la filiación de las ideas; tratar a la historia argentina en un marco continental”; ver en Fabio Wasserman, “Intelectuales, sociedad y política en los siglos XVIII y XIX: la historia intelectual en el espejo de Halperin Donghi”, en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, 2018, pp. 64-66.
27 Carlos Altamirano, “Sobre la Historia Intelectual”, en Políticas de la Memoria, n° 13, 2013, p. 162.
28 Alejandro Herrero (coord.), “¿De qué hablamos cuando hablamos de historia de las ideas o historia intelectual?”, en Perspectivas metodológicas, Vol. 21, 2021, p. 98.
29 Probablemente dejo fuera de este esbozo otras líneas que requerirían una consideración más detallada, en relación por ejemplo con el ensayo político y la tradición nacional y popular.
30 Un porcentaje que oscila entre 8% y 25%, dependiendo de la revista; ver en Martha Rodríguez, “Una década de historiografía argentina (1990-2000). Orientaciones, temas y problemas”, en Anuario del Centro de Estudios Históricos “Prof. Carlos S. A. Segreti”, Vol. 2-3, nº 2-3, 2003.
31 Editada por el Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales (INCIHUSA/CONICET), fundado y dirigido en Mendoza por Arturo Andrés Roig, junto con la Unidad de Historiografía e Historia de las Ideas del mismo centro de investigaciones y el Seminario Permanente de Filosofía e Historia de las ideas. Aún en esa línea que se remonta a una presencia de Roig en la Universidad Nacional de Cuyo, ligada a la historia de las ideas y la filosofía latinoamericana, la revista se abre a nuevos enfoques y contribuciones.
32 Se realizaron en Medellín, Buenos Aires, Ciudad de México, Santiago de Chile y Montevideo.
33 Martha Rodríguez, op. cit.
34 Raúl Fradkin, “Enrique Tándeter, Coacción y mercado. La minería de la plata en el Potosí colonial, 1692-1826”, en Entrepasados, nº 4-5, 1993, p. 163.