Los días de la Comuna (narración de un comunalista)*

Armando Moreau


Pocos días antes del 18 de marzo acompañamos a un camarada, Juan Fortan, que iba a recibir a su hermano, joven oficial del cual estaba separado desde el comienzo de la guerra. Naturalmente, conversábamos de la lucha inminente entre los sostenedores del viejo edificio social y las nuevas aspiraciones hacia la emancipación.

La composición, la actitud de la Asamblea de Burdeos dejaba comprender que París iba a encontrarse frente a frente con todos los partidos retrógrados; desde el tricolor bonapartista hasta el blanco de flor de lis realista, todos los que codiciaban ese trono de Francia tantas veces conmovido en el siglo.

Habíamos sabido por un joven soldado de infantería que en el Campo de Marte las autoridades militares habían intentado la distribución de armas a todos los soldados desarmados por las convenciones del armisticio; la protesta general hízoles comprender que estaban hartos de combates, que no querían armas.

¡Bravo!

—Veremos, veremos— dijo mi camarada. —No creo en un rechazo definitivo; más que convicción es cansancio, no nos forjemos ilusiones sobre este movimiento de malhumor. El gobierno lo intentará de nuevo y la amenaza del Código Militar producirá su efecto; el miedo, de buen o mal grado, les hará tomar el fusil y los conducirá a usarlo en cuanto sea necesario.

Pero ¿cómo podíamos admitir que después de combatir juntos durante meses, después de sufrir las mismas penas, el soldado iba a volverse en contra nuestra?

—Tendremos la República, por ella hemos combatido y para ella conservaremos, consolidaremos lo poco que tenemos, eso que los partidarios de los diferentes colores tratan de destruir.

Felices, confiados en el porvenir, miramos a los dos hermanos abrazarse con la alegría del encuentro. La alegría duró poco, por sus gestos comprendimos el antagonismo. Y cuando nuestro amigo indignado, exaltado, gritó para expresar su entusiasmo ¡Viva la República!, su hermano, el oficial imperialista, le contestó con rabia: ¡Muera la República!

Y eso fue todo, simbolizaba, por una parte, al pueblo de París, dispuesto a los mayores sacrificios para conquistar su independencia; por otra, al soldado de Versalles, clerical y realista, dispuesto a aplastar a la “canalla” para la mayor gloria de Dios, como lo probaron más tarde, haciendo que los prisioneros se arrodillasen ante la iglesia y se humillasen ante el palacio versallés.

***

El 18 de marzo la ciudad estaba ocupada militarmente. La resistencia estaba vencida, los soldados, de nuevo bajo las armas, pero sin gran convicción. Reprimían sin energía las manifestaciones en las calles que las barricadas empezaban a interrumpir; el pueblo se negaba a ellos, los oficiales sentíanse impotentes. Ante esta actitud ese bosquejo de ejército se dislocaba.

Fortan, a quien vi ese día, contóme lo de Montmartre, el ataque a los cañones, la orden del general Lecomte de hacer fuego sobre la “vil multitud”, orden que debía volverse contra él. Y en efecto, poco después debía ser ejecutado en la calle de Rosiers junto con Clemente Thomas, que, mirando como aficionado el tumulto de las calles, fue reconocido por el hijo de una de sus víctimas del 48 —casual encuentro al cual debió su compañía el general Lecomte.

En Montmartre, como en los demás puntos, el desbande fue completo; los soldados, abandonados por sus jefes, recibieron la orden de volver como pudieran a Versalles.

El pueblo se mezclaba a ellos y los exhortaba a hacer causa común con él; muchos no titubearon, pero el mayor número, movido por el miedo al castigo, a lo desconocido, acató la orden.

En estos momentos de honda conmoción se olvidan medidas sencillas y de las cuales dependen a veces los acontecimientos futuros: ¡las puertas de París no habían sido cerradas!

El día pasó sin que una acción común hubiese podido regularizar las fuerzas, hacerlas producir útilmente. El pueblo estaba en la calle, dispuesto para la acción, pero buscando sin saber adónde dirigirse.

La iniciativa no depende evidentemente de la voluntad del individuo. Estamos todavía en el periodo educativo del pueblo; la ignorancia en que ha sido mantenido, la obediencia impuesta desde la infancia por los que se dicen superiores, el temor que éstos saben inspirar, el respeto que de él exigen, ahogan la iniciativa, matan el resorte individual. No tiene consigo los elementos necesarios para la acción, espera entonces la impulsión de una fuera eterna. Tal era nuestra situación el 18 de marzo.

El Comité General celebró sesión por la tarde en la calle Basfold y dio orden a los batallones de concentrarse en el Hotel de Ville.

Ahí vimos a la ola revolucionaria aumentada, tormentosa, pero agitándose sin orientación. Algunas barricadas habían sido levantadas en los alrededores. Decíase que el demasiado célebre Lullier había tomado posesión de Monte Valérien; no lo hizo en realidad y supieron después los parisienses cuán caro esto les costó. Este triste personaje debía más tarde, cuando estaban deportados en la isla Nou, vender del modo más bajo a sus camaradas que preparaban con él una evasión. De vuelta, después de la amnistía, debió dar cuenta de este acto en el Tivoli (Montmartre), de donde salió muerto para todos.1

Ese es el hombre que el 18 de marzo, en esa hora decisiva, debía apoderarse del Monte Valérien, defendido entonces por unos cuantos soldados, y ocuparlo en nombre de París y para su defensa.

Y con todo, el 18 de marzo por la noche no habíamos hecho casi nada.

—Ah! —me decía Fortan— qué fuerza y qué tiempo perdidos en esa inacción tumultuosa; los rurales han preparado el golpe; mientras titubeamos, ellos se organizan.

Y era demasiado cierto. El plan que Thiers no había podido organizar en el 48 lo ejecutaba por fin: París en insurrección y librado a sus propios medios.

El gobierno no había sido derrocado; había huido arrastrando consigo los restos del ejército imperial, al cual sólo faltaba la aureola de la muerte de 30.000 prisioneros.

Los generales franceses iban, por fin, a mostrar al mundo que ellos también sabían vencer y que si los prusianos habíanse conformado con un paseo militar por los Campos Eliseos, ellos sabrían devolver el juicio a ese París revolucionario.

Después del tiempo perdido en negociaciones entre París y Versalles, las cuales tuvieron lugar en la alcaldía de la segunda circunscripción, las elecciones para la Comuna comenzaron; fue proclamada el 26 sobre la plaza del Hotel de Ville y aclamada por todos los batallones bajo las armas.

Fue un momento de bello entusiasmo, sin una nota discordante; todos comprendían la gravedad de la situación y el juramento de vencer o morir por la libertad, por la justicia, unía en un mismo fraternal arranque al pueblo de París y a sus elegidos.

Pero por encima de la efervescencia general, veíamos ya en el horizonte las gruesas y oscuras nubes acumulándose; presagiábamos la tormenta sin sospechar jamás la intensidad que tendría.

Desde entonces los acontecimientos se precipitan. El 2 de abril el ejército versallés ocupaba los atrincheramientos dejados por sus nuevos aliados los prusianos; sitiaba la ciudad y la guerra comenzaba con el ataque a los federados en el puente de Neuilly.

Al día siguiente tuvo lugar la salida en masa de los federados; el combate emprendióse en toda la línea; debía terminar el 28 de mayo en Belleville.

Desde los primeros combates, todos los federados caídos prisioneros en manos de sus enemigos fueron pasados por armas. En Chaton, el célebre Gallifet daba la nota; en Chatillon, vengabase Vinoy: Flourens, Duval, Henri y tantos otros debían caer bajo los golpes.

Ese día, Eliseo Reclus, simple federado, fue hecho prisionero; arrastrado de prisión en prisión, debió la vida a las sociedades científicas extranjeras. Su gran saber, su carácter, sus principios, no hubieran sin duda detenido a nuestros modernos inquisidores.

Un poco más tarde, el Moullin Saquet fue vendido durante la noche y sus defensores muertos; luego el fuerte de Issy; luego la entrada de las tropas en el Point du Jour.

Los defensores de la Comuna —el mundo entero lo sabe y sólo podemos repetirlo— se batieron hasta el final sin desfallecer; la intensidad de la lucha produjo una selección forzada, un cierto número se ocultó, sólo los convencidos, los fuertes, permanecieron en la brecha, fieles a su juramento.

La Comuna ha sido a menudo criticada, aun por sus partidarios, reprochándose mutuamente los errores cometidos, estrechando el campo de acción a unos cuantos individuos o grupos. Ciertamente, hubiera sido preferible la victoria. ¿Pero era ésta posible?

Hoy podemos juzgar con imparcialidad y calma estos hechos pasados, y podemos asegurar lo que muchos pensaban entonces: no había salida posible.

París sitiado por dos ejércitos, bloqueado, veía reinar de nuevo la carestía. Podemos citar como ejemplo este telegrama que el Moniteur Universel del 30 de abril de 1871 extractaba del Nouvelliste de Rouen:

Creil, 24 de abril, 11.30 pm, jefe de Estación Creil al Sr. Sainul, inspector de Rouen.

En virtud de una orden del comisario de policía delegado a Creil, todos los víveres y provisiones destinados a París, se encuentran detenidos aquí con la orden de enviarlos a su punto de partida. Tome las medidas necesarias para que mercaderías de esta naturaleza no sean enviadas con ese destino.

La declaración del capitán Garcin ante el comisario de encuesta parlamentaria es aún más afirmativa: “He tratado de saber cómo se aprovisionaba París. Se decía que los prusianos permitían su entrada. De nuestro lado el bloqueo era completo, riguroso, y sin embargo, sabíamos que los víveres no faltaba en París”.

¡El ejército francés, lleno de celo, haciendo reproches al ejército alemán!

¿Cómo hubiera podido el pueblo en esos dos meses de combate sin tregua hacer más de lo que hizo? Dio su sangre y su vida en defensa de su ideal humanitario; a los que siguieron correspondía sacar provecho del heroísmo de esa revolución social, lucha titánica del proletariado en contra de los partidos monárquicos coaligados.

El 21 de mayo, el ejército hizo su entrada triunfal en el Point-du-Jour. La Comuna no tenía defensores en ese punto. Todo estaba abandonado. Tal vez algún día sepamos la verdadera causa. De cualquier modo, Vaisset, agente versallés intermediario entre Thiers y el general de la Comuna de quien dependía ese punto, había sido arrestado pocos días antes sobre la ruta que conduce a Saint Denis. Al bajar del coche fue tomado; el cochero comprendió y dio vuelta, llevando un segundo pasajero que no pudo ser visto. ¿Estaba consumada la traición? No lo sabemos; pero el día en que los versalleses entraron, los combatientes habían sido retirados.

Vaisset fue fusilado por la Comuna en el Point-neuf, cuando tuvimos que abandonar la prefectura.2

La invasión de París fue lenta; no hubo combates serios, pero las ejecuciones sumarias comenzaron desde el primer momento, antes del miércoles, de la batalla en las calles, antes de la ejecución de los rehenes, desde que se iniciaron las hostilidades.

En la Escuela Militar y el Parque Monceau, la siniestra tarea comenzó el día siguiente de la entrada.

La ocupación era lenta y metódica, lo que importaba no era vencer sino exterminar, y aun así los célebres estados mayores franceses perdíanse en pleno París como lo habían hecho delante de los prusianos.

Desviadas del camino directo por los obstáculos que hallaban a su paso, las columnas dirigidas por los generales Douai y Ladmirault, sus estados mayores y artillerías presentaronse en la plaza del Trocadero. Resultó de esto una cierta confusión que duró hasta después del paso de las tropas y que hubiera podido tener serios inconvenientes.3

Durante los siguientes días, el combate se hizo de más en más violento. En la noche del jueves al viernes fue desesperado, cada uno sentía que el círculo se estrechaba, no oíase más que el cañón y el disparo de los fusiles; Montmartre, en poder de los versalleses, bombardeaba a Belleville.

Del Sicle del 28 de marzo: “El mariscal de Mac-Mahon ha cumplido con su promesa para Belleville. Toda la noche se ha tirado a bala roja; un gran número de casas arden”.4

El incendio estaba en todas partes; desde las alturas del Pére Lachaise, los federados tiraban sobre los puntos amenazados. ¡Era un espectáculo grandioso, inolvidable!

En la alcaldía de la cuarta circunscripción, los que quedaban de la Comuna estaban en sesión permanente. Ferré, conservando su energía, su sangre fría, trataba de organizar lo que no era organizable; si la dirección había sido difícil, ahora era imposible.

La ola batía furiosa, era imposible ir en contra de ella. Reinaba una sobreexcitación febril, determinada por la batalla, la fatiga, el fin cercano y lo desconocido que encerraba; ya no se trataba de vencer, había que morir en el puesto de combate.

El viernes en compañía de Juan Fortan, por última vez en esas jornadas, puesto que debíamos encontrarnos sólo diez años después, volviendo él de Nueva Caledonia, yo más afortunado del destierro, hablamos con un viejo luchador que había tomado parte en todas las revoluciones desde 1830, había visto Cayena, el Monte San Miguel, y permanecía fiel hasta el fin al único pensamiento de su vida: la emancipación del proletariado.

—¡Ah!, Uds. son jóvenes —nos dijo—, si no los toman tal vez verán otra, pero yo he terminado, me paro aquí. Y mostraba la barricada vecina, donde en efecto encontró la misma muerte que Delescluze. Desapareció, modesto, miembro anónimo de la gran falange [a la] que había servido siempre con todas las fuerzas de su ser.

El sistema represivo, siempre el mismo, quiere destruir la idea matando al hombre; por eso recoge la historia en la lucha por la verdad y la justicia, el nombre de tantos héroes. ¿Quién recuerda a sus verdugos? Nadie. Pero la idea permanece de pie, vibrante como la eterna protesta contra la infamia y la iniquidad.

Los versalleses desde que entraron en París organizaron la masacre, la exterminación, estableciendo por todas partes verdaderos mataderos en donde los hombres caían por millares; en el cuartel Leban, uno de los principales, los prisioneros llegaban ligados por las manos, de a dos; los enviaban del Chátelet, la célebre corte marcial presidida por el coronel Vabre.

Los que han conocido el Hotel de Ville, en los últimos días del sitio, recuerdan al coronel Vabre como uno de los hombres que en la época de los prusianos, parecía más impaciente por castigar a los parisienses. Así fue condecorado al terminar el sitio. Él mandaba cuando [en] la víspera de la capitulación los soldados bretones barrieron la plaza a bala de fusil.5

Y para simplificar el procedimiento judicial, el coronel hacía pasar a su derecha a los que iban prisioneros a Versalles jalonando la ruta con cadáveres; a la izquierda los que estaban destinados al cuartel Leban. Ahí llegaban por grupos y apenas cerrada la puerta la caza comenzaba. Se les tiraba al vuelo, al azar y una vez caídos se recogían muertos y moribundos en montones. Y ahí en medio de los charcos de sangre, en esa escena infernal, un cura preparaba [a] esos infelices para la muerte, pareciendo asegurar una vez más que la cruz sin dificultad puede encubrir el crimen más horrendo.

Cito del libro de C. Pelletan:

Lo más espantoso era el espectáculo de la torre Saint Jacques. Las rejas estaban cerradas, cuidadas por centinelas. Las ramas rotas pendían de los árboles y por todas partes grandes fosos cortaban el césped.

En medio de estos pozos húmedos, de tierra recientemente removida, surgían cabezas, brazos, piernas, manos. Veíanse perfiles de cadáveres vestidos con el uniforme de la Guardia Nacional, era espantoso. Un olor nauseabundo, fétido por instantes, emanaba de ese jardín.6

En el Luxemburgo, en la Escuela Militar, en el Colegio de Francia, en el Parque Monceau, en el Colegio Rollen, en todos los sitios donde el local fuese apropiado, instalábase un tribunal donde venían a converger los prisioneros, que, debemos observarlo, no eran todos federados.

Belleville sobre todo fue devastado; casas, calles, barrios enteros estaban despoblados. La muerte, la muerte reinaba en todas partes. París no era más que un inmenso osario. No se podía más; fue necesario detenerse.

¡Y esto pasa en Francia, en el siglo XIX! Los generales franceses que organizaron esos mataderos humanos, la turba de denunciantes que proveía los osarios, ciertamente merecieron el voto de aplauso y agradecimiento que, en una sesión memorable presidida por Grévy, la Asamblea de Versalles enviaba al ejército.

Los rurales, que Thiers representaba tan dignamente, habían una vez más salvado la sociedad, restablecido el orden, habían para siempre detenido la marcha ascensional de la humanidad; no se hablaría ya de cuestión social.

Y sin embargo desde el 71, el 18 de marzo es el gran aniversario del proletariado universal, la cuestión social es más que nunca imperiosa, los rurales modernos la ven, a pesar suyo, como realidad.

A pesar de la exterminación sistemática del pueblo; a pesar de las columnas de prisioneros conducidos a Versalles y de las cuales el marqués de Gallifet hacía salir a los ancianos para ser fusilados primeros, pretendiendo que debían haber participado en la revolución del 48; de las torturas que las mujeres sufrieron en la prisión de Chartier, por orden del infame Marceron; de los prisioneros aglomerados en todos los lugares accesibles, en el famoso patio de Satory en donde en la noche del 27 al 28 se ametrallaba a los miserables, a quienes se obligaba a quedar acostados en el fango bajo la lluvia que los inundaba; a pesar de los pontones repletos de prisioneros llevados a Londres o desembarcados en cualquier punto de la costa inglesa en grupos de 30 o 40, completamente desprovistos de todo, hasta que el gobierno inglés hizo cesar esta infamia; de la caza del hombre organizada en París, donde podían verse, largo tiempo después, los soldados paseándose en pareja, con la cartuchera repleta y en fusil al hombro, a disposición del primer denunciador encontrado, de las “trescientas setenta y nueve mil ochocientas veinte denunciaciones” llegadas a la prefectura de policía, del 22 de mayo al 13 de junio; a pesar de la deportación en masa, del presidio de la isla Nou y de Cayena; a pesar de los 30.000 fusilados y de las ejecuciones de Satory, los rurales no han muerto la Idea, no han consolidado al viejo mundo.

Armando Moreau
Buenos Aires, Marzo 1909.


* Publicado originariamente en Revista socialista internacional, n° 4, marzo de 1909, pp. 231-239.

1 Esta tentativa había sido preparada por Trinquet, Maroteau y Fortan y varios otros; tuvo que adjuntarse Lullier por sus conocimientos marítimos. Un día, Fortan encontrose con el director de la penitenciaría, que era todavía un hombre, rara avis; invitole éste a pasar a su despacho, y después de preguntarle si Lullier era amigo suyo, le presentó una carta; “lea esto”, le dijo; era la denuncia del proyecto de evasión.

2 Los mercaderes de conciencias prometen al que acepta tan triste mercado todo lo que éste pide; como ejemplo recordemos el caso de Vaisset. Éste soñaba con la fortuna; amigo de Barthelemy St. Hilaire, secretario particular de Thiers, le propuso entregarle París, lo que fue aceptado con efusivos abrazos y promesas. Este nuevo salvador de la familia, del orden y de la propiedad, puso en el acto manos a la obra. Adjuntóse dos comerciantes del barrio de Senier, los cuales atraídos por la fortuna en perspectiva, facilitaron los primeros fondos necesarios para ese género de operaciones y que faltaban a Vaisset. Todo marchó bien, por desgracia, hasta el día del arresto de Vaisset y su ejecución por la Comuna. Thiers, al cual jamás había visto, no quiso saber nada de la viuda y de sus hijos, pretextando que ya que Vaisset no estaba casado legalmente, lo que era cierto, no podía haber tenido hijos.

3 Joseph Vinoy, Campagne de 1870-1971. L’armistice et la Comune, Paris, H. Plon, 1872.

4 Camille Pelletan, La Semaine de Mai, Paris, M. Dreyfous, 1880.

5 Camille Pelletan, op. cit.

6 Camille Pelletan, op. cit.


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