Robert Darnton, “‘La France, ton café fout le camp’: De l’histoire du livre à l’histoire de la communication”, en Políticas de la Memoria, n° 21,
Buenos Aires, 2021, pp. 76-85. https://doi.org/10.47195/21.701. ISSN 1668-4885 / ISSNe 2683-7234.
Robert Darnton*
Hace alrededor de veinticinco años se produjo una ruptura en la historia intelectual.** Por un lado, los pensadores interesados en la historia social se orientaron al estudio de la difusión de las ideologías, la cultura popular y las mentalidades colectivas. Por el otro, quienes estaban atraídos por la filosofía se concentraron en el análisis de textos, la intertextualidad y los sistemas lingüísticos asociados a determinadas escuelas de pensamiento. Esta disociación tuvo como resultado una profusión de ámbitos especializados entre los cuales surgieron dos corrientes principales. La primera puede definirse como el estudio de la difusión; se dedica en particular a una investigación sobre el libro y el impreso en tanto agente histórico. Su foco intelectual estuvo en París, donde Henri-Jean Martin, Roger Chartier, Daniel Roche, Frédéric Barbier y otros hicieron de la “historia del libro”, una disciplina en sí misma. La segunda corriente es la del “análisis del discurso”, dedicada a la historia del pensamiento político. Se desarrolló en Cambridge, donde John Pocock, Quentin Skinner, John Dunn y Richard Tuck transformaron la percepción de la cultura política en el mundo angloparlante.
Ambas corrientes tuvieron sus puntos fuertes y sus debilidades. Los “difusionistas” cuestionaron la concepción entonces dominante de la historia literaria como estudio de los grandes autores y obras; intentaron reconstruir la cultura literaria en su integralidad y ya no sólo los cánones conformados por los clásicos. Estudiaron las transformaciones en la producción de los libros en general, géneros populares como la literatura de cordel (chapbooks) y los almanaques, el papel de editores y libreros tanto como el de los escritores y sentaron las premisas de una investigación en torno a la recepción y la lectura de las obras. En la construcción de su objeto de estudio se inspiraron en la obra de los sociólogos, en particular de Pierre Bourdieu, Norbert Elias y Jürgen Habermas. Su modo de trabajo privilegió el análisis cuantitativo y los métodos de la historia social desarrollados por la escuela de los Annales. Al igual que sus colegas “analistas”, apuntaban a desarrollar una “historia total” del libro que fuera tanto económica, social, intelectual como política.
En varios aspectos, se puede considerar que alcanzaron su objetivo. En efecto, si se evalúa su éxito por la influencia de sus investigaciones, hay que reconocer que a ellos debemos el haber establecido criterios que han sido retomados en el conjunto del mundo occidental, desde la publicación del primer volumen de Libro y sociedad por François Furet en 1965 (París/La Haya, Mouton) hasta el último volumen de la Historia de la edición francesa por Henri- Jean Martin y Roger Chartier en 1986 (París, Promodis). Pero los historiadores parisinos del libro han tenido también que enfrentar muchas dificultades, entre las cuales estaban aquellas heredadas de los trabajos que dedicó Daniel Mornet, a comienzos del siglo XX, al estudio de la difusión. El modelo de Mornet puede compararse con el funcionamiento de una cafetera: supone, en efecto, que las ideas se difunden desde arriba hacia abajo filtrándose desde la elite intelectual hacia el público, y que una vez absorbidas por el cuerpo político se vuelven el fermento de un espíritu revolucionario; en ello encuentra entonces una causa necesaria, si no suficiente, de la Revolución Francesa.
Utilizada por Mornet, dicha concepción de la historia intelectual ha dado lugar al establecimiento de un cuadro sorprendentemente rico de la vida cultural durante el antiguo régimen. Su libro titulado Los orígenes intelectuales de la Revolución Francesa sirvió de modelo a muchos trabajos de investigación producidos por los historiadores de los Annales luego de la segunda Guerra Mundial, en particular sobre las academias provinciales, la educación, la franc-masonería, los intelectuales, las bibliotecas, el periodismo, la descristianización, la opinión pública y por supuesto la edición y el mercado del libro. Mornet estudió sin embargo esos fenómenos en un marco muy restringido vinculándolos todos a un mismo esquema, para poner en evidencia un movimiento de evolución lineal desde el Iluminismo hasta la Revolución. Por eso la tesis de Mornet se revela en definitiva tautológica. Induce la causa del efecto, retrotrayéndose desde los acontecimientos de 1789 hasta su origen en el pensamiento de Voltaire y otros librepensadores del siglo XVIII. Así, aunque ponga el acento en los intermediarios culturales e instituciones sociales, busca ante todo responsables. En última instancia, la Revolución se inspiró en el Iluminismo y este último surgió de la obra de los grandes filósofos: afirma entonces, efectivamente que “fue culpa de Voltaire y de Rousseau”.***
Para apartarse de los límites impuestos por el modelo de Mornet, los historiadores por entonces vinculados a la Escuela de los Annales abandonaron la historia intelectual en favor de la historia sociocultural. Así, Daniel Roche, Roger Chartier, Jacques Revel, Arlette Farge, Dominique Julia y Michel Vovelle estudiaron las actividades culturales como fenómenos sociales, sin reducirlos a la mera repercusión del Iluminismo. Sus considerables estudios tienen un valor intrínseco innegable pero no responden al problema inicial e insoslayable planteado por Mornet: si los orígenes intelectuales de la Revolución no se remontan al movimiento Iluminista, ¿dónde habría que buscarlos?
Tal vez esos orígenes sean “culturales” más que intelectuales, si se toma el término cultura en el sentido antropológico de la vida diaria de un pueblo y del sistema simbólico que le da sentido. Al menos es esa la posición adoptada por muchos miembros de la joven generación de la Escuela de los Annales. Ellos exploraron amplios aspectos de la cultura abarcando todos los ámbitos de la vida humana (vida familiar, reglas de cortesía, práctica religiosa, comportamiento sexual, criminalidad, violencia colectiva, trabajo y entretenimientos) y trazaron su topografía. Realizaron un trabajo destacable, que merece toda nuestra admiración. Sin embargo, cuando se intenta vincular esta “nueva historia” con los acontecimientos de 1787-1789 aparece un problema: los cambios de actitud relativos a la familia, a la vida privada, al más-allá o incluso a las ceremonias reales bien podrían haber aparecido sin por ello preparar a los franceses a derrocar el Antiguo Régimen. En efecto, las mismas evoluciones se dieron en toda Europa occidental, en particular en Inglaterra y Alemania, sin haber provocado revoluciones. Ellas participan probablemente de una transformación general, el “desencanto del mundo” descripto por Max Weber, que se desarrolló en la larga duración y abarcó al conjunto de Occidente. ¿Por qué identificar entonces esos cambios con la Revolución en el caso de Francia? ¿Por qué sustituirlos con iluminismo, con jansenismo y con parlamentarismo constitucional para dar cuenta de los orígenes de los acontecimientos de 1789? No pueden ignorarse esas formas de cuestionamiento ideológico so pretexto de que la historia cultural es una mejor herramienta de explicación. Si esta última puede realmente explicar los orígenes de la revolución, debe primero establecer conexiones entre, por un lado, las actitudes y los modos de comportamiento y, por el otro, la acción revolucionaria. Si no lo hace, no habrá hecho más que desplazar hacia otro nivel, el de la cultura en sentido amplio, el problema que ella misma detectó en el modelo de Mornet.
Al igual que el estudio de la difusión, el análisis del discurso nació de una insatisfacción frente a la historia tradicional de las ideas. Este movimiento cuestionó la noción misma de idea como unidad de pensamiento o vehículo autónomo de sentido. Se trata de una noción que está en la base de la historia desarrollada en el Journal of history of ideas por su fundador, Arthur Lovejoy, que quizás haya sido el historiador de las ideas más influyente del siglo XX en Estados Unidos. Lovejoy aisló ciertas “unidades de idea” y siguió su evolución de un filósofo a otro a lo largo de los siglos. Según sus detractores, esta perspectiva ignora completamente el problema fundamental de la comprensión del sentido. Como lo demostraron los filósofos del lenguaje desde Wittgenstein, el sentido no es inherente a las ideas. Se transmite a través de los enunciados, es interpretado a través de los interlocutores; activa modelos de discurso y funciona contextualmente de modo tal que la misma palabra puede transmitir distintos mensajes en épocas y textos diferentes.
Sin embargo, Lovejoy se mostró muy sensible a la influencia de los contextos filosóficos en su principal obra, The Great Chain of Being, que registra las nociones de jerarquías ontológicas en 2000 años de historia. Pero según sus críticos, dicho libro —al igual que Los orígenes intelectuales de la Revolución Francesa de acuerdo con lo advertido por los sucesores de Mornet— parte de bases erróneas. Es por eso que, en lugar de aislar ideas claves, los especialistas de la historia intelectual de la nueva generación intentaron reconstruir un discurso completo: consideraron así las grandes obras de la teoría política como elementos de un debate continuo y general expresado en los términos y en base al sistema de significación específico de una sociedad y época dadas. Por ello, cuando se detuvieron en la historia tradicional de las ideas políticas, la consideraron repleta de anacronismos. Observaron que Hobbes, Harrington y Locke, lejos de enunciar los principios políticos modernos, estaban impregnados del pasado, de la política de la corte renacentista y de una tradición de humanismo cívico surgido de la Antigüedad. Los grandes pensadores del siglo XVII elaboraban respuestas a los problemas del siglo XVII y lo hacían en la lengua del siglo XVII. La lengua es pues la clave de comprensión de dichos autores, tanto que traspasa el marco de los tratados y que se la encuentra en todos los debates de la época tales como, en Inglaterra, aquellos relativos al carácter patriarcal de la autoridad real, a la legitimidad de los ejércitos de oficio, al desplazamiento de los católicos del trono y otros problemas que hoy han desaparecido del ámbito político.1
La filosofía lingüística vista desde el otro lado del canal de la Mancha resultó demasiado anglosajona para que esta nueva concepción de la historia del pensamiento político llegara a prender en Francia. Los franceses mezclaron entonces historia y filosofía a su manera, basándose primero en la historia de la ciencia de Georges Canguilhem y esto se extendió luego, en la obra de Michel Foucault, hacia muchas prácticas discursivas. La palabra “discurso” tuvo un sentido distinto en Cambridge que en París. Para Foucault y sus discípulos la palabra sugiere la idea de poder, de las imposiciones sociales arraigadas en el conocimiento y encarnadas en las instituciones.2 Dos discursos sobre el discurso se desarrollaron y evolucionaron por separado desde comienzos de los años sesenta. Sin embargo, parecen haberse encontrado recientemente en un lugar estratégico: el Centro Raymond Aron de París. Allí, bajo la égida benevolente de la Escuela de los Annales se produjo una sorprendente mezcla de géneros y tradiciones. Filósofos e historiadores franceses, ingleses y norteamericanos decidieron colaborar para abordar el aspecto del siglo XVIII que hasta entonces había desafiado los esfuerzos de interpretación desde Mornet: el punto de intersección entre la Revolución Francesa y el Iluminismo o el punto de convergencia entre política y filosofía.
A la cabeza de este emprendimiento se encuentra François Furet, quien comenzó su carrera de historiador social intentando reactualizar a Mornet y terminó proponiendo un enfoque filosófico de historia política. Furet estima sin vacilación que el Iluminismo está en el origen intelectual de la Revolución,3 pero no por eso vuelve a la antigua concepción de la historia de las ideas. Sus discípulos y él, como Marcel Gauchet y Keith Baker, consideraron la Revolución en último análisis como la realización política de las teorías filosóficas de Rousseau. Eso no quiere decir que sostengan que los revolucionarios hayan aplicado directamente los preceptos del Contrato Social, aunque para ellos predominó un discurso rousseauniano en todos los acontecimientos de la Revolución, desde 1789 hasta el Terror y el Directorio. La expresión más sorprendente de este punto de vista se encuentra en el libro de Keith Baker, Inventing the French Revolution, que es también el que más influencia ha tenido entre los historiadores de la filosofía de Cambridge. Según Baker, el pensamiento político en el Antiguo Régimen se reduce a tres “lenguas”: el discurso de la voluntad, que él asocia a Rousseau, el discurso de la razón expuesto por Turgot y el discurso de la justicia expresado de un modo muy impactante por Louis Adrien Le Paige, defensor de los parlamentos. Para Baker los primeros meses de la Revolución fueron el lugar de una lucha épica por la supremacía entre esos tres discursos; el momento decisivo no fue ni el 14 de julio ni el 4 de agosto ni el 5 de octubre sino el 11 de septiembre, cuando la Asamblea Nacional votó a favor de un veto real suspensivo y no absoluto. Según Baker, la Asamblea hizo entonces suya la concepción rousseauniana de la soberanía popular; así se impuso el discurso de la voluntad y nada podría entonces impedir que la Revolución desembocara en el período del Terror.4
La posición de Marcel Gauchet es muy similar. Considera que se impuso una “categoría rousseauniana” sobre otros argumentos en los debates en torno a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Una vez instalada en el corazón del proceso revolucionario, dicha categoría determinó un “espacio intelectual” que se extendió de 1789 a 1795 y, desde el comienzo, hizo del Terror una etapa inevitable del proceso revolucionario.5 François Furet también sitúa el origen del Terror en las elecciones de 1789 en materia de discurso, optando por un concepto lingüístico del poder que expresa con metáforas espaciales. Su argumento es que los revolucionarios, al definirse de manera rousseauniana como portavoces de la voluntad del pueblo, establecieron un discurso de la soberanía en el “espacio vacío” dejado vacante por la monarquía absoluta. Habiendo suplantado al absolutismo, la “palabra” se volvió absoluta. Precisamente, hablar en nombre de la voluntad general implicaba ejercerla. Así, la representación del poder se convirtió en poder. La política devino un asunto de lengua y el “circuito semiótico” fue la regla absoluta. Aunque la noción de semiótica sea bastante oscura en Furet, se ve claramente cuáles son las implicancias de su argumento: desde los primeros meses de la Revolución el discurso dictó el curso de los acontecimientos, y la posición filosófica de los revolucionarios llevó directamente al Terror.6
Furet y sus discípulos dieron así nuevo impulso a los estudios sobre la Revolución en una época en que se encontraban en un impasse, luego de diez años de querellas entre marxistas y revisionistas. Su trabajo permitió una relectura inteligente de numerosos tratados y debates y tuvo el mérito de abordar el problema de la interacción entre las ideas y los acontecimientos. Pero desde el punto de vista del análisis del discurso, tiene ciertos puntos débiles. El principal es, para mí, su incapacidad para alcanzar el objetivo inicial de pasar de la historia de las ideas a la historia del sentido. Eso se debe, en parte, al hecho de que las investigaciones se basaron en un corpus muy reducido de documentos. Hasta hoy, los analistas del discurso se limitaron al estudio de algunos tratados y de las actas de los debates parlamentarios. Sin embargo, los revolucionarios consideraban su situación en función de todo tipo de fenómenos, la mayoría de los cuales ocurrían fuera de los recintos. Cuando declararon la abolición del sistema feudal la noche del 4 de agosto de 1789 tenían en mente las imágenes de los castillos incendiados y de las cabezas clavadas sobre picas. Aun cuando tomaban posición sobre cuestiones parlamentarias, no se referían simplemente a las teorías políticas; se orientaban de un modo muy pragmático en función del equilibrio de las facciones. No existe, por ejemplo, nada intrínsecamente radical o reaccionario en el proyecto de un gobierno parlamentario cuyos ministros serían elegidos por la Asamblea Nacional y responsables ante ella. Pero cuando Mirabeau defiende esta idea en noviembre de 1789 sostiene ante los diputados que forma parte del programa de la derecha; cuando Robespierre se opone, dice que es hostil a la izquierda: eso no impedirá que en 1793 él mismo se convierta en el defensor de un ejecutivo parlamentario poderoso.
En suma, el sentido que tomaron los acontecimientos no estaba predeterminado en los discursos pre-revolucionarios, sino que era inherente al proceso revolucionario en sí mismo. Está vinculado a las figuras públicas, a las facciones, al modo de percibir las estrategias políticas, a las categorías políticas todavía oscilantes de izquierda y derecha, y a todo tipo de presiones ejercidas por la sociedad circundante sobre los diputados. El análisis del discurso debería entonces tomar en cuenta estos factores, y otros aun más alejados del ámbito del pensamiento formal: la emoción, la imaginación, los prejuicios, los presupuestos implícitos, las representaciones colectivas, las categorías cognitivas; en una palabra, toda la gama de nociones y sentimientos que constituyeron el programa de las investigaciones de la historia de las mentalidades. Al darle la espalda a este tipo de historia, los analistas del discurso terminaron adoptando posiciones que apenas difieren de las que promulgó la historia de las ideas de la vieja escuela. El problema no fue que hayan abordado los conflictos políticos desde una perspectiva semiótica, sino que no hayan llevado más lejos las investigaciones semióticas, hasta los patios de las granjas y las calles donde la gente común cambió su visión de mundo.
Debo confesar en este punto que, si considero mis propios trabajos de investigación, dicha objeción me toca tanto como a los demás historiadores de la cultura o de las ideas a quienes dirijo mis críticas. Como muchos otros analistas de la difusión, trabajo sobre la circulación de los libros, en particular, los libros prohibidos en Francia en el siglo XVIII. Pero no he logrado demostrar el vínculo entre la difusión del libro y el estallido de la Revolución. Cuando estudio el contenido de esos libros estoy tan alejado del sentido que podría tener para el hombre de la calle como lo está el más cerebral de los analistas del discurso. Fue así mi propio razonamiento el que me llevó a un impasse del que intentaré salir sugiriendo cómo podría asociarse un análisis del discurso y un análisis de la difusión para poder compensar los puntos débiles y reforzar la eficacia de cada una de estas perspectivas.
Esto no puede hacerse en abstracto y por eso comenzaré exponiendo los resultados concretos de mis investigaciones sobre los libros prohibidos. Analizando las ventas de los libreros ubicados en todo el reino, pude establecer una lista de las obras ilegales anteriores a la Revolución; dicho corpus abarca 720 títulos de los cuales estos son los primeros:7
Lista de las mejores ventas clandestinas 1769-1789
-L’An 2440…, L. S. Mercier;
-Anecdotes sur Mme la Comtesse du Barry, M. F. Pidansat
de Mairobert ♣;
-Système de la nature, P. H. baron d’Holbach;
-Tableau de Paris, L. S. Mercier;
-Histoire philosophique…, abbé G. T. F. Raynal;
-Journal historique de la révolution opérée…,
M. de Maupeou…
M. F. Pidansat de Mairobert y
B. F. J. Moufle d’Angerville ♣;
-L’Arrétin, H. J. du Laurens;
-Lettres philosophiques, M. de V***, anónimo (no confundir
con Lettres philosophiques de Voltaire);
-Mémoires de l’abbé Terray…, J.-B. L. Coquereau ♣;
-La pucelle d’Orléans, Voltaire;
-Questions sur l’Encyclopédie…, Voltaire;
-Mémoires de Louis XV, anónimo ♣;
-L’espion anglais, M. F. Pidansat de Mairobert ♣;
-La Fille de joie, traducción de Fanny Hill;
-Thérèse philosophe…, J.-B. de Boyer, marqués de Argens; ♣
Libelo o crónica escandalosa.
Sin detenerme en el análisis detallado de este material, quisiera destacar el lugar que ocupan los escritos políticos calumniosos de escritores oscuros, al lado de las obras de los filósofos iluministas célebres como Voltaire, Holbach y Raynal. Un tercio de estos libros hablan de política e historia contemporánea bajo la forma de pseudo memorias y biografías injuriosas, como las Anécdotas sobre Mme. la Condesa du Barry, o de crónicas escandalosas como el Diario histórico de la revolución operada… por M de Maupeou…
¿Y eso qué? Podrían objetar los detractores de los estudios de la difusión. El hecho de que los libros clandestinos hayan sido ampliamente difundidos no prueba que hayan tenido algún efecto y menos aún que hayan llevado directamente al estallido de la Revolución Francesa. Los lectores de estos panfletos sobre la vida privada de Luis XV y Luis XVI bien pudieron actuar como lo hacen hoy en día los lectores de chismes difundidos en torno a la vida sentimental de las familias reales, con diversión, complacencia o indiferencia. (Agrego sin embargo que, aunque dichos comportamientos sean la regla, las desavenencias actuales de la familia real británica parecen ser una excepción). La vida amorosa de los príncipes pudo haber actuado como un derivativo para las masas más que como una incitación a la rebelión. Es posible también que el desencanto del pueblo frente al orden establecido haya tenido causas totalmente ajenas a los libros, que éste haya sido espontáneo y provenga de la cultura de la calle más que de la cultura escrita.
Afortunadamente, estas hipótesis pueden someterse a la prueba de los hechos, ya que se conoce más o menos lo que decían los parisinos medios en las calles, los jardines públicos y los cafés. Durante el siglo XVIII, en efecto, la policía empleaba un número incalculable de soplones encargados de recoger esos dichos, “esas maledicencias” y “esos ruidos públicos” tales como se lo llamaba en la jerga policial. Las actas de los soplones ocupan centenares de carpetas en los archivos de París y son tan vívidos que al leerlos puede parecernos estar escuchando las conversaciones mantenidas hace dos siglos (aunque por supuesto hay que tener en cuenta la parcialidad inherente a estos documentos). A modo de ejemplo, veamos dos informes de 1720:
Se decía en el café de Foy que el rey había tenido una amante llamada Mme Gontaut, de las más bellas mujeres, sobrina del Sr. Duque de Noailles y de la Condesa de Toulouse. Otros decían, “Si esto es así, podría ocurrir algún cambio”. Otros respondieron, “Es cierto que corre ese rumor pero me cuesta creer que suceda mientras reine el Cardenal Fleury. Dudo que el rey tenga intención alguna porque siempre se lo aleja de esto”. Se decía “Sin embargo, no estaría mal que tuviera una amante”, y otros decían: “No sería lo más corto [sic] y un primer amor sería de temer del lado del sexo y podría causar más daño que bien. Sería deseable que le guste más la caza que todo eso”.8
Como siempre, la vida amorosa del rey constituye una fuente invalorable de chismes, aunque los informes indiquen que los comentarios son en su conjunto benevolentes. En 1729, cuando la reina estaba a punto de dar a luz, la multitud de los cafés estaba desatada:
En los cafés se habla del parto de la Reina, que llena realmente a todos de alegría porque se espera mucho del delfín. En el Café du Puits se decía “Pues claro, señores, si Dios nos da la gracia de un delfín, verán a todo París y al río encendidos [i.e. con fuegos artificiales]9 y rezamos todos mucho para que suceda”.
Veinte años después, el tono cambió por completo. Estos son algunos fragmentos característicos de los archivos de la Bastilla de 1749:
Jules Alexis Bernard, caballero de Bellerive, escudero, antiguo capitán de dragones, estando en lo de un tal Gaujoux, peluquero, comentó un escrito contra el rey en el que se decía que su Majestad se había dejado llevar por ministros ignorantes e incapaces, que la pieza firmada era vergonzosa y deshonrosa pues devolvía todos los lugares conquistados. Que el rey, que se había vinculado con las tres hermanas [hijas del marqués de Nesle] escandalizaba al pueblo con su conducta y que sería objeto de muchas desgracias si no cambiaba de vida, que su Majestad despreciaba a la reina y era adúltero, que no había cumplido con las Pascuas y suscitaría la maldición del señor sobre su reino, que Francia iba a estar conmocionada...Prometió al Señor Dazemard mostrarle el libro titulado Las tres Hermanas...
Fleur de Montagne, en adelante Jesuita tuvo palabras temerarias; dijo entre otras cosas que al rey no le importaba su pueblo dados los tremendos gastos que hacía, que lo quería ver en la miseria y para hacérsela sentir aún más lo cargaba con un nuevo impuesto, agradeciéndole así los grandes servicios recibidos. “Qué locos somos en Francia de sufrir así”. El resto lo dijo al oído.
Jean-Louis Leclerc, abogado en el Parlamento, pronunció en el Procope las siguientes palabras... “Que los ministros de la puta de Pompadour hacían hacer al rey cosas indignas que molestaban mucho al pueblo”.10
Queda claro que el público había perdido mucho de su respeto por la monarquía a mediados del s. XVIII, ante lo cual pueden esgrimirse varias razones: la humillación frente al extranjero al terminar la guerra de sucesión austríaca, la crisis fiscal, la controversia frente al último veinteavo, impuesto a los bajos fondos, y la agitación jansenista que abrió un nuevo período de conflicto importante entre la corona y los parlamentos. Ahora bien, el descontento giró sobre todo en torno a la vida privada del rey; alimentó los “ruidos públicos” en el mismo momento en que el rey perdía contacto con el pueblo y dejaba atrás algunos rituales fundamentales de la realeza. A partir de 1738, cuando comienza a mostrar a su amante en la corte, Luis XV considera que le resulta imposible, al ser abiertamente adúltero, confesarse y comulgar en Pascuas con toda la pompa tradicional. Deja caer en desuso la costumbre de tocar a los enfermos con escrófulas. Habiendo estado al borde de la muerte, en 1744 en Metz, tiene un breve período de arrepentimiento respecto de sus relaciones amorosas visibles y adquiere un nuevo auge de popularidad. Pero retoma sus relaciones con las hermanas Nesle, con Mme. de Pompadour luego y con Mme. du Barry, que eran tan odiadas por el pueblo parisino que decide alejarse de París. En 1750 ya no se hacían ceremonias de ingreso a la ciudad ni misas honradas por la presencia del rey ni imposición de las manos reales sobre los enfermos en la Gran Galería del Louvre ni confirmación de la protección divina respecto del “hijo mayor de la Iglesia” en Pascua. Luis XV perdió literalmente el sentido de la majestad y con esto el contacto con el pueblo de París.
Por lo tanto, es muy posible que el propio rey fuera más responsable de esta desacralización de la monarquía que todos los autores de “libelos”, término genérico que describe a los escritos políticos del s. XVIII. El mal vino en efecto de la calle donde las críticas circulaban a través de los “rumores públicos” y de “maledicencias” entre la gente del pueblo, por lo menos veinte años antes que los libros publicados contra Luis XV. ¿Hay que concluir con esto que los libelos tuvieron escasa influencia
sobre la opinión pública, y considerarlos efectos más que causas de la desafección del pueblo respecto de la monarquía?
Para salir de este nuevo impasse, concederé en primer lugar que existe una gran parte de verdad en dicha objeción: algunos de los lazos que unían al pueblo con la monarquía parecen haberse quebrado efectivamente con la crisis de mediados del s. XVIII. Sin embargo, el mundo de lo escrito no dejó de cumplir un rol innegable en dicha ruptura. El primer informe redactado por un soplón de la policía en 1749 menciona que una persona leyó a todo un grupo, en el local de un peluquero, el libro Las tres hermanas, típico libelo sobre las relaciones de Luis XV con las hijas del marqués de Nesle.
En segundo lugar, contestaré también que la pérdida de legitimidad o la desacralización de la monarquía francesa es un fenómeno demasiado profundo y complejo como para pensar que se haya producido repentinamente o en el curso de algunos años, alrededor de 1750. Se trata de un proceso muy largo, una erosión progresiva, agravada por varias crisis repentinas, e iniciado al menos dos siglos antes del comienzo de la Revolución Francesa. En cada etapa de dicha degradación, puede medirse con claridad la importancia tanto de los efectos de lo escrito con los libelos como los de lo oral con las “maledicencias”. Para citar sólo un ejemplo, están las injurias gritadas a Mazarin por Paul Scarron en 1649 durante el período más sedicioso de la Fronda:
Bribón malvado, bribón depravado,
bribón en sumo grado,
bribón con pelo, bribón con plumas,
bribón que somodiza al Estado
y bribón aquilatado… 11
Hay allí tanta violencia como la que se publicará luego bajo Luis XV.12 Resta saber si estos escritos fueron un fermento del espíritu revolucionario. Algunos especialistas en historia de la Fronda, como Hubert Carrier, así lo sostienen; otros, como Christian Jouhaud, sostienen lo contrario. Pero creo que dos hechos son innegables: en 1789, el libelo político ya tenía en Francia una larga historia; además, a través de todas estas transformaciones fue constantemente tomado en serio por el gobierno y por observadores contemporáneos encumbrados.
Una ordenanza real de 1560 proclama que “todos los redactores de carteles y libelos difamatorios que no hacen más que irritar e incitar el pueblo a la subversión” serán condenados como “enemigos del reposo público y criminales de lesa-majestad”.13 Durante la revuelta de los príncipes contra María de Medicis, en 1615, aparece un polémico tratado, titulado Advertencia a Francia en lo atinente a los libelos, que recordaba que los “libelos difamatorios” son el arma principal de quienes buscan provocar el desorden público.14 En 1649, mientras la Fronda llevó el reino a un estado cercano a la anarquía, los parisinos quedaron consternados por la “espantosa cantidad de libelos”.15 En ese entonces, todos deploraban el peligro de los libelos, incluidos los propios libelistas que difamaban a sus adversarios acusándolos de difamación: “No hay nada más nocivo para los Estados que los libelos,”16 proclama un panfleto, al tiempo que otro hace de la prohibición de calumnias el punto fuerte de un programa claramente enunciado en su título: Censura general de todos los libelos difamatorios.
Resulta difícil saber si estas declaraciones expresan verdaderas inquietudes o si son sólo poses retóricas, pero las autoridades toman muy en serio estas calumnias. El 28 de mayo de 1649 el parlamento de París intenta restablecer el orden en la capital amenazando con la horca a quienes publiquen libelos. Así, en junio, el hombre de leyes Bernard de Bautru escapa por poco a dicha condena tras haber publicado un panfleto difamatorio. En julio, un impresor, Claude Morlot, es condenado al ser sorprendido con fragmentos en prensa de La custodia del lecho de la reina; este texto sobre Mazarin y la reina madre, Ana de Austria, se inicia con todas las groserías que podían escribirse en los años 1770: “Pueblo, no lo dude, es verdad que se la coge”. Morlot se salva por una revuelta de los obreros impresores que lo arrancan a su verdugo. Pero el mensaje ha sido claro: los libelos pasan a ser considerados fermentos de sedición. La primera fase de la Fronda concluye con un fortalecimiento del control de la prensa.17 Los episodios posteriores verán enfrentarse campos adversos tanto con libelos como con espadas. Es por eso que, al emprender la reconstrucción de la monarquía en 1661, Luis XIV toma medidas muy estrictas para controlar la prensa y someter a su autoridad cada aspecto de la vida cultural. La reorganización del comercio de libros, de la censura y de la policía están en el origen de un nuevo absolutismo que lleva a los libelistas a actuar en la clandestinidad o a huir del país. Muchos se dirigen a Holanda, donde se encuentran con los protestantes víctimas de la revocación del Edicto de Nantes de 1685. Los panfletos políticos producidos por los exiliados en los años 1690 se intensifican aún más ante los conflictos religiosos y la guerra con el extranjero. Dentro del reino, siguen apareciendo esporádicamente libelos a la antigua usanza. En noviembre de 1694, cuando el rey ya se ha convertido en el centro de un verdadero culto a la realeza en Versalles, un librero impresor es condenado a la horca en París por la publicación de un relato muy irreverente sobre la vida amorosa del rey.18 A comienzos del s. XVIII el género del libelo se ha fijado plenamente y el Estado lo considera una infamia, como escrito subversivo; así, queda allanado el camino para el surgimiento de los libros clandestinos del período pre-revolucionario.
Cuando el antiguo jefe de la policía parisina, Jean-Charles-Pierre Lenoir emprende la escritura de sus memorias a fines del s. XVIII, se pregunta por las causas de la Revolución, otorgando una importancia particular a los libelos políticos: “Los parisinos eran más propensos a dar crédito a las maledicencias y libelos que circulaban clandestinamente que a los hechos impresos y publicados por orden o con permiso del gobierno”. Las difamaciones causaron, según él, “un gran perjuicio a la tranquilidad, al espíritu público, al de la sumisión”. En 1785, Lenoir había tenido que pagar a la multitud para que gritara “Viva la Reina” cuando María Antonieta se mostró por París. Sin embargo, pese a sus esfuerzos, “este método apenas si consiguió unos gritos casi aislados o aplausos de los que decía y reconocía ser pagos”.19
Creo que no faltan pruebas para mostrar que los panfletos políticos contribuyeron efectivamente a erosionar la legitimidad del reino. Pero para probarlo, debería dar cuenta de dos siglos y medio de publicación de dichos libelos que nunca fueron del todo reconocidos, y menos aún estudiados como obras de literatura política —con excepción de los que se escribieron durante las insurrecciones de la Liga o de la Fronda. En lugar de intentar trazar las grandes líneas de esta historia de los libelos, quisiera mostrar la lógica que la sustenta, al menos durante la segunda mitad del s. XVIII, cuando las fuentes son lo suficientemente ricas como para mantener la mirada tanto sobre la difusión de los textos como sobre la de las “maledicencias” de la calle. Después de haber leído centenares de informes policiales y haber seguido su repercusión en innumerables panfletos, canciones y volantes parisinos, llegué a considerar al París del s. XVIII como una red gigantesca de comunicación desplegada por todos los barrios y resonando constantemente en lo que los parisinos llamaban los “ruidos públicos”, que hoy en día serían considerados como elementos del discurso político.
Este flujo de informaciones podría representarse esquemáticamente con el siguiente modelo de difusión:
Soy consciente de que este modelo tan complicado puede parecer absurdo; en verdad, se parece más a un esquema de montaje de radio que al flujo informativo que circula en un sistema social. Ahora bien, para dar un ejemplo concreto de la idea que éste debería ilustrar, citaré un fragmento de uno de los libros más exitosos de la lista de los prohibidos: Anecdotes sur Mme la comtesse du Barry, (1776).
Hemos encontrado en el periódico manuscrito que nos guía a menudo para reunir los hechos de nuestra historia, una anécdota sobre la época en que vivía Mme. du Barry en la que estamos, de la que podemos inferir cuál era la opinión general del público acerca de su incidencia sobre el rey. Está fechada el 20 de marzo de 1773. Se refiere un hecho contado detalladamente por los cortesanos, que prueba que la condesa du Barry no ha perdido la preferencia ni la intimidad de su real amante, según se pensaba. Su Majestad disfruta preparando él mismo su café y distrayéndose, con estas inocentes tareas, de las obligaciones trabajosas del gobierno. Hace unos días, estando la cafetera en el fuego y su Majestad distraída con otra cosa, el café comenzó a rebalsarse y la bella favorita lanzó “¡Eh, Francia, ten cuidado, que se te escapa el café!”. Se dice que este apóstrofe de Francia es la expresión familiar empleada en sus aposentos por esta dama: son detalles particulares que no deberían salir de allí pero que difunden los malignos cortesanos.20
El incidente es en sí trivial, pero me parece revelador como fragmento de información típico de la Francia pre-revolucionaria. Ilustra además cómo se expanden las ideas, a través de varios medios y ámbitos. En este caso preciso, pueden marcarse cuatro etapas principales: en primer lugar, la información tiene la forma de un chisme que circula entre la élite, esto es, una “maledicencia” cortesana; en segundo lugar, se convierte en rumor general o ruido público (el texto usa una expresión contundente: la “opinión general del público”); aparece luego en una gaceta manuscrita clandestina, convirtiéndose en una “noticia escrita a mano”; finalmente, se la inserta en un volumen impreso presentado como la biografía de la amante del rey y que figuró entre los libros más leídos durante los doce últimos años del Antiguo Régimen. La noticia siguió alimentando los chismes y rumores públicos hasta la Revolución. Este episodio se convirtió, de hecho, en un elemento de la mitología política que simbolizaba la idea de que la monarquía había sido reducida a un estado de decadencia y despotismo, que se extendía por toda Francia entre 1770 y 1780. Dicha mitología resistió tan bien que sigue vigente hoy en día, al menos en lo que los historiadores llaman la “cultura popular”. Así, por ejemplo, encontré hace poco en una historieta de Quebec, una versión en imágenes de la anécdota del café.
Lo importante no es saber si la monarquía borbónica había efectivamente degenerado sino constatar que en 1787 el pueblo francés estaba convencido de esto. Tal convicción provenía de una mezcla de medios de comunicación oral, escrita e impresa. Este es, a mi juicio, el elemento crucial que hace falta considerar en todas las investigaciones sobre los orígenes ideológicos de la Revolución Francesa.
Como se ve, mi razonamiento no concierne tanto a la Revolución como al proceso de comunicación en sí y al rol que cumplen en él los libros. Para resumirlo, quisiera contraponer la utilización de los modos de comunicación oral con los modos de comunicación escrita en la producción de lo que llamo el “efecto libro”. Supongamos que un mensaje, como el del episodio del café rebasado, haya tenido primero la forma de una humorada en la corte o de una maledicencia en la calle; ¿Qué ocurría con su significación una vez que se lo reproducía en un libro? Pueden distinguirse cinco aspectos en este “efecto libro”:
1. La conservación. En tanto simple producto del habla, el mensaje está destinado a desaparecer. Al ser fijado por el escrito, se lo conserva indefinidamente.
2. La difusión. Una vez impreso, sea bajo la forma de libro, panfleto o diario, el mensaje puede alcanzar a numerosos lectores y difundirse mucho más allá de lo que permitía la transmisión oral.
3. La cristalización y amplificación. Las diversas anécdotas impresas se reenvían unas a otras, multiplicándose su efecto. Un incidente como el del café rebasado pudo convertirse en el símbolo de todo un reino; en particular, en el símbolo de la degradación de la monarquía ya que la “amante en título” del rey aparece como una vulgar prostituta, en lugar de ser una gran dama como en los tiempos de Luis XIV o de Enrique IV, cuando los amores reales eran admirados más que despreciados.
4. La autoridad. El libro, más aún que el panfleto y el diario, presenta una imagen de mayor autoridad debido a su presentación y a su aspecto. La página del título apunta a impactar o a provocar, indicando a menudo una dirección disparatada como, por ejemplo: “Impreso con el rótulo de la libertad” o “en Filadelfia”, o también “a cien leguas de la Bastilla”. El frontispicio, el prefacio, la introducción y la dedicatoria confieren autenticidad al texto, presentándolo como un relato histórico o como biografía, es decir como una obra seria, más allá de que el narrador prometa revelar datos secretos sobre las actividades más lujuriosas de los poderosos de este mundo. Dicho efecto se refuerza en el cuerpo del texto con el uso abundante de notas, ilustraciones y apéndices. Muchos libelos contienen además citas de documentos supuestamente auténticos. El peso de su autoridad se ve aumentado por la encuadernación y la cantidad de volúmenes: La vida privada de Luis XV tiene cinco, El espía inglés, diez y las Memorias secretas, treinta y seis.
5. El relato. En los libros, las anécdotas e historias no están aisladas sino relacionadas entre sí a través de un extenso hilo narrativo, y ubicadas en un marco general. Así reunidas, representan más que la suma de sus partes y cobran un sentido más amplio. En lugar de ser sólo fragmentos de pequeños chismes, toman la forma de una verdadera intriga que muestra los orígenes y el destino de la monarquía. Las historias crean sentido mucho más que los tratados. Pero los libelos no eran sólo relatos. Se presentaban como auténticos documentos de historia contemporánea, ofreciendo nada menos que la verdad, aunque, por las calumnias que llevaban, representaran mucho más que eso.
Resulta imposible probar que este tipo de libros haya efectivamente producido dichos efectos, a falta de datos sobre la experiencia interior de la lectura. Sin embargo, se sabe mucho sobre lo que decían los franceses en los cafés y en las tabernas, es decir sobre el discurso del hombre de la calle respecto de los asuntos públicos. Además, contamos con buena información acerca de sus lecturas y del discurso que se desplegaba de un texto a otro. Pienso que estas dos formas de discurso se alimentaban mutuamente. No es que los temas de los libelos hayan determinado los de las maledicencias, o viceversa, sino más bien puede decirse que ambos modos de comunicación, el impreso y el oral, funcionaron conjuntamente, seleccionando, transmitiendo y amplificando los mensajes que fueron minando la legitimidad del régimen.
Para comprender con precisión cómo este cuestionamiento de la legitimidad se transformó en revolución, haría falta apoyarse en muchos documentos de los años 1780. Pero nos limitaremos aquí a una hipótesis general. La vasta literatura de los libelos erosionó el régimen tanto fijando por escrito el desafecto general como insertándolo en historias. Estos relatos retoman temas derivados de obras más prestigiosas de la historia de las ideas, entre ellas las de Voltaire, Holbach o Raynal, que figuran también posicionadas entre los mayores éxitos de ventas clandestinas. No apunto a negar la importancia del Iluminismo sino a mostrar cómo la obra de los filósofos convivió en el mercado literario con un conjunto de textos olvidados que también deben ser estudiados.
Intenté responder al problema de la estrategia a seguir para el estudio de dichas obras. No alcanza con basarse en las técnicas tradicionales que consisten en analizar textos y en calcular las ventas de libros. También habría que examinar en qué sentidos esos libros forman parte de modelos culturales más amplios, y cómo los mensajes circularon a través de un complejo sistema de comunicación. La historia de la cultura y de la comunicación constituye un amplio terreno por desbrozar. Puede resultar intimidante si se la compara con el campo más conocido de la historia del libro. Sin embargo, creo que debemos avanzar en ella si aspiramos a reconciliar el estudio de la difusión con el análisis del discurso. Y si nos aventuramos lejos, quizá lleguemos incluso a descubrir una nueva perspectiva para abordar un problema de vieja data: el de los orígenes ideológicos de la Revolución Francesa.
[Robert Darnton, “La France, ton café fout le camp!
De l’histoire du livre à l’histoire de la communication”,
Actes de la recherche en sciences sociales,
n° 100, diciembre de 1993, pp. 16-26,
traducción del inglés al francés, Marie Ymonet.
Para Políticas de la Memoria, traducción del francés
de Margarita Merbilhaá, con el permiso de
Actes de la recherche en sciences sociales].
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De la Historia del Libro a la Historia de la Comunicación, cuando, siguiendo a Mornet, se intenta comprender los orígenes de la Revolución Francesa, y en particular el papel de la “Ilustración”, los dos grandes enfoques surgidos hace más de veinticinco años, uno de ellos a través de la historia social y el otro a través del análisis filosófico de las ideologías, no ofrecen respuestas del todo satisfactorias al problema. Las transformaciones sociales, que se estaban produciendo en toda Europa, no bastan por sí mismas para explicar la peculiaridad del caso francés, mientras que los análisis del discurso realizan una descontextualización social que lleva a atribuir una autonomía excesiva a la eficacia simbólica específica de los discursos políticos y filosóficos. Entre las “ideas” y los “estados de la sociedad”, el trabajo tiene en cuenta los modos de comunicación, en particular los efectos específicos de la comunicación a través de los libros, que se desarrolló con fuerza en el periodo prerrevolucionario y ejerce una acción simbólica mucho más fuerte que la simple comunicación oral.
Palabras clave: Historia del libro; Revolución Francesa; Historia Intelectual; Circuito de comunicación; Libro
Abstract
From the History of the Book to the History of Communication, when, following Mornet, one tries to understand the origins of the French Revolution, and in particular the role of the “Enlightenment”, the two major approaches that emerged more than twenty-five years ago, one working through social history and the other through the philo-sophical analysis of ideologies, do not provide entirely satisfactory answers to the problem. Social transformations, which were taking place throughout Europe, are not in themselves sufficient to explain the peculiarity of the French case, while analyses of discourse perform a social decontextualization leading to excessive autonomy being ascribed to the specific symbolic efficacy of political and philosophical discourses. Between “ideas” and “states of society”, one has to take account of the modes of communication, in particular the specifie effects of communication through books, which developed strongly in the pre-revolutionary period and exerts a much stronger symbolic action than simple oral communication.
Key Words: History of the book; French Revolution; Intellectual History; Communication Circuit; Book.
* Harvard University; Carl H. Pforzheimer University; Director Emérito de la Harvard University Library.
** Una primera versión de este trabajo fue expuesta como conferencia en la Dutch Graduate School for Cultural History de Amsterdam el 22 de junio de 1993.
*** La cita remite a unos versos populares cantados desde la Revolución y cristalizados hasta hoy [N. de Trad.].
1 A modo de ejemplo, ver James Tully (ed.), Meaning and context. Quentin Skinner and His Critics. Princeton U.P., 1988; J.G.A. Pocock, Politics, Language and Time. Essays on Political Thought and History, Chicago, University of Chicago Press, 1960; John Dunn, The political Thought of John Locke, Cambridge, Cambridge U.P., 1969; y Richard Tuck, Natural Rights Theories: Thier Origins and Development, Cambridge, Cambridge U. P., 1979.
2 Ver Michel Foucault, El orden del discurso. [L’ordre du discours, Paris, Collège de France, 1971].
3 François Furet y Mona Ozouf, Dictionnaire critique de la Révolution française, Paris, Flammarion, 1988, p. 8.
4 Keith Baker, Inventing the French Revolution. Essays on French Political Cultural in the Eighteenth Century, Cambridge, Cambridge U.P, 1990, pp. 301-305.
5 Marcel Gauchet, “Droits de l’homme”, en F. Furet y M. Ozouf, op. cit.,
pp. 685, 689, 694.
6 François Furet, Penser la Révolution française, Paris, Gallimard, 1978, pp. 41, 72-73 y 109.
7 Ver el análisis completo de estas investigaciones en Robert Darnton, Edition et sédition. L’univers de la littérature clandestine du XVIIIe siècle, Paris, Gallimard, 1991. [Hay edición castellana: Edición y subversión. El universo de la literatura clandestina del siglo XVIII, México, FCE, 2003. N. de Trad.].
8 Biblioteca del Arsenal, ms.10170, fº 175. Agregué las comillas y modernicé el idioma.
9 Ibid., ms. 10170, fº 176.
10 Biblioteca Nacional de Francia, “Personas detenidas en la Bastilla desde 1660 hasta el año 1754 inclusive”, nuevas adquisiciones, ms. 1891, fº 419, 427, 431.
11 “Bougre bougrant, bougre bougré /Et bougre au suprême degré,/Bougre au poil, et bougre à la plume, Bougre sodomisant l’État/Et bougre du plus haut carat...”, Paul Scarron, “La mazarinade”, en Paul Scarron, Oeuvres complètes, Genève, 1970, reimpresión de la edición de 1786, Vol I, p. 295.
12 Citado en Claude Bellanger, Jacques Godechot, Pierre Guiral y Fernand Terrou, Histoire générale de la presse française, Paris, PUF, 1969,
Vol. I, p. 65.
13 Mémoire-journaux de Pierre de l’Estole, Paris, 1888, Vol. III, p. 273.
14 Citado en Jeffrey Sawyer, Printed Posion. Pamphlet Propaganda, Factionpolitics and The Public Sphere in Early Seventeenth-Century France, Berkeley, University of California Press, 1990, p. 16.
15 Citado en Hubert Carrier, La presse de la Fronde (1648-1653): Les Mazarinades. La conquête de l’opinion, Genève, Droz, 1989, Vol. I,
p. 56.
16 Ibíd., Vol. I, p. 456.
17 Marie-Noëlle Grand-Mesnil. Mazarin, la Fronde et la presse 1647-1649, Paris, A. Colin, 1967, pp. 239-252.
18 Henri-Jean Martin, Livre, Pouvoir et Société à Paris au xvne siècle (1598-1701), Genève, Droz, 1969, Vol. II, pp. 678-772, y pp. 884-900;
C. Beilanger étal, Histoire générale de la presse, op. cit., Vol. I,
pp. 118-119.
19 Papiers Lenoir, Bibliothèque municipale d’Orléans, ms. 1422.
20 Anecdotes de la comtesse du Barry, Londres, 1776, p. 215.