Reseñas Críticas

A propósito de Pablo Stefanoni, ¿La rebeldía se volvió de derecha? Cómo el antiprogresismo y la anticorrección política están construyendo un nuevo sentido común (y por qué la izquierda debería tomarlos en serio), Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2021, 223 pp.


A propósito de Mariano Dorr, Marx y la literatura, Buenos Aires, Galerna, 2019, pp. 271.


A propósito de Horacio Tarcus, Los exiliados románticos. Socialistas y masones en la formación de la Argentina moderna, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2020, 363 pp.


A propósito de Nicolás Cuello y Lucas Disalvo, Ninguna línea recta. Contraculturas Punk y políticas sexuales en Argentina 1984-2007, Buenos Aires, Tren en Movimiento / Alcohol y fotocopias, 2019, 352 pp.


A propósito de Natalia Milanesio, El destape. La cultura sexual en la Argentina después de la dictadura, Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2021, 256 pp.


A propósito de Diana Fuentes y Massimo Modonesi (coords.), Gramsci en México, México, Editorial Itaca, 2020, 290 pp.


A propósito de Carlos Aguirre y Charles Walker, Alberto Flores Galindo. Utopía, historia y revolución, Lima, La Siniestra Ensayos, 2020, 234 pp.

A propósito de Pablo Stefanoni, ¿La rebeldía se volvió de derecha? Cómo el antiprogresismo y la anticorrección política están construyendo un nuevo sentido común (y por qué la izquierda debería tomarlos en serio), Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2021, 223 pp.

El avance de las llamadas “nuevas derechas” políticas y culturales que se produjo en las últimas décadas es un hecho que demasiado a menudo se pasa por alto, se subvalora o se sobredimensiona. Es común encontrar trabajos que —aún cuando intentan “comprender” el fenómeno— terminan limitándose a denunciar que la derecha es de derecha, a asegurar que no hay nada nuevo bajo el sol o a alertar sobre el inminente triunfo de un fascismo criollo. Pero La rebeldía… no es uno de esos libros, sino que se toma en serio el avance de novedosas formas de las derechas para cartografiarlo de forma meticulosa, indagar acerca de sus orígenes y sus modulaciones más recientes y mostrar que es un fenómeno limitado pero que tiene una potencia a la que es necesario prestar atención, en particular para quienes, como el propio autor, se posicionan en una sensibilidad de izquierda democrática. En este punto, el ensayo de Stefanoni, en el que prima el lenguaje periodístico pero en el que se recurre constantemente a las herramientas académicas (sobre todo a una historia intelectual que abarca no solo a grandes teóricos sino también, a la manera de la escuela de Cambridge, a piezas efímeras de las redes sociales que actúan al modo de los antiguos panfletos), es un texto que procura intervenir en el debate público. Así, tomarse en serio a las derechas, incluso a aquellas que en América Latina parecen por ahora tener un lugar marginal, es una propuesta política y no solo intelectual. Stefanoni propone mirar qué hay allí donde pocos quieren observar porque se sienten más cómodos condenando que preguntando qué puede extraerse de todo ello para repensar algunos de los problemas a los que se enfrenta una izquierda que parece impotente para construir futuros alternativos a los que plantea la rebeldía derechista.

Luego de presentar sus objetivos en la introducción, el primer capítulo se dedica a mostrar el modo en que una constelación de derechas nacional-populistas (o alternativas) combinan el etnonacionalismo con algunos postulados conservadores para así arrebatar la dirección del campo de la derecha a los neoliberales y neoconservadores que venían ocupando ese papel desde el último cuarto del siglo XX. Aquí se presenta como clave (y es una idea que será recuperada varias veces en el libro) la lucha entre cosmopolitas/globalistas/nowheres y localistas/antiglobalismo/anywheres y se presentan algunas discusiones sobre enfoques teóricos que balizan el enfoque del resto del volumen.

El segundo capítulo está centrado en el análisis de la “incorrección política” y su utilización por parte de las derechas. Aquí se bucea en el uso de internet y las redes sociales por parte de distintos grupos y subculturas derechistas. Sin embargo, este capítulo también contiene reflexiones acerca de la idea de rebeldía y logra mostrar con claridad la centralidad que tiene un antiprogresismo genérico como amalgama de identidades diversas.

En el capítulo tres se intenta responder a un interrogante: ¿cómo y por qué los neoliberales que llegaron a coquetear con posturas libertarias de izquierda se hicieron reaccionarios? Dicho de otro modo ¿cómo es que las ideas vinculadas a la libertad de las personas fueron girando hacia posiciones que reivindican la primacía de los valores tradicionales? Aquí, Stefanoni resume (y lo hace muy bien) discusiones densas en unas pocas páginas y muestra el lugar central de la perspectiva paleo-libertaria que tuvieron los últimos escritos de Murray Rothbard (un discípulo de Ludwig Mises y Ayn Rand que terminó optando por impulsar una defensa de la libertad individual dentro de un marco jerárquico y ordenancista en el que la familia, las iglesias y las empresas capitalistas tenían preeminencia). La influencia de Rothbard no solo resulta visible en el viraje de los libertarios estadounidenses, sino también en algunos referentes de esas corrientes en América Latina (en particular en Argentina). Pero, además, resulta que la influencia de Rothbard (sumada al anti-izquierdismo propio del neoliberalismo) también es una respuesta plausible a otra pregunta que no se plantea de forma explícita en el texto: ¿por qué los nacionalistas reaccionarios tradicionalmente poco afectos a las ideas de libre-mercado se han visto seducidos por estas nuevas utopías que en principio parecen planteadas de un modo que les era ajeno?

Los últimos dos capítulos están abocados a mostrar el modo en que dos banderas que los progresismos de finales del siglo XX se habían acostumbrado a tomar como propias fueron reapropiadas por la derecha. En el capítulo cuatro el foco está puesto en las derechas que toman la cuestión de la sexualidad como tema relevante y se muestran como gay-friendly (al mismo tiempo que con ello practican de modo desembozado la islamofobia) o construyen un homonacionalismo “duro” que les permite construir una defensa cerrada de la superioridad de occidente que entronca con el racismo clásico y combatir la corrección política. En el quinto capítulo, la mirada se desplaza hacia la ecología para mostrar de qué modo los orígenes románticos y nacionalistas del conservacionismo fueron recuperados por distintas derechas para darle protagonismo a la metáfora del bote salvavidas (si se suben todos nos hundimos, mejor salvar a algunos), defender una idea de nación excluyente que suma cultura y naturaleza o formular una ecología profunda que linda con el “ecofasicsmo”.

Es en estos capítulos cuarto y quinto donde termina de cobrar forma uno de los temas que Stefanoni marca como norte en su introducción: además de las derechas por sí mismas, importa el modo en que éstas disputan en las redes sociales, en las calles y en los barrios las problemáticas que las izquierdas consideraban sus cotos de caza (“temas que parecen de izquierda”, dice el autor). Aquí quizás se eche en falta una reflexión teórica acerca de la relevancia (¿inmanente?) de esas cuestiones y un análisis más detallado acerca del modo en que las izquierdas las abordan.

El libro concluye con un breve epílogo en el que se exploran críticamente algunas de las formas en que, desde la academia o desde la política, se viene buscando dar cuenta del (o responder al) desafío de estas nuevas derechas y se explicita por qué los caminos propuestos desde la combinaciones rojipardas de izquierdismo con nacional-populismo no resultan del todo adecuadas y las articulaciones de un populismo izquierdista parecen improbables. El cierre del libro puede ser analíticamente justificado pero es políticamente anticlimático. Frente a nuevas derechas que son rebeldes en un doble sentido —porque se oponen al statu quo imperante y porque están dispuestas a volver al Estado de Guerra, como diría John Locke— las izquierdas tienen mucho trabajo por hacer, pero escasos, arduos y poco promisorios senderos para recorrer a menos que se resignen a mirar al pasado con nostalgia huera. En este sentido, la propuesta de “ridicularizar (desde la izquierda) a los ridiculizadores (de la derecha)” parece ser más improductiva que difícil. Al fin y al cabo, como se insinúa en el propio texto, más importante que minar el campo ajeno es plantar en el propio terreno.

En todo caso, hacia el final queda más claro que, como el autor plantea desde las primeras páginas, este no es un libro que busque dar respuestas, sino sembrar preguntas. Su meta no es resolver problemas, sino mostrar que algunas de los problemas que se presentan como obvios y también varias de las soluciones pret-à-porter que están en boga no son adecuadas. A veces es preciso dar un paso atrás en sentido analítico para dar dos pasos adelante en términos prácticos. Y para esa empresa se necesita una carta de navegación. Pero es precisamente eso, lo que, felizmente, se ofrece aquí: un mapa. La rebeldía... es sobre todo una cartografía meticulosa de una pluralidad extensa, que se detiene en cada una de las diversas formas que adoptan decenas de derechas que son, además de anti-izquierdistas, desmesuradas y anti-liberales (aunque muchas veces invoquen a los valores liberales y a la moderación para presentarse en público y victimizarse antes de redoblar sus apuestas). Pero también es un libro que da pistas y buenos argumentos para pensar cómo y por qué esa pluralidad fue tendiendo a la unidad y por qué esa la tarea de reunir lo distinto no resulta tan simple para izquierdas atenazadas entre un neoliberalismo progresista que no avanza hacia la igualdad y un nacional-populismo que arroja al bebé con el agua del baño y abjura de derechos civiles básicos. Y entonces, ¿qué hacer? Eso no queda claro en este texto. Lo que sí resulta claro es que cualquier respuesta a esta pregunta precisa mirar un mapa como el que ofrece Stefanoni.

Sergio Morresi
IHUCSO-CONICET /
Universidad Nacional del Litoral


A propósito de Mariano Dorr, Marx y la literatura, Buenos Aires, Galerna, 2019, pp. 271.

De las cuatro palabras que componen el título del libro de Mariano Dorr, Marx y la literatura, quisiera poner el énfasis en una de las —presuntamente— dos menos importantes: “y”. Si esta conjunción puede designar una intersección entre dos partes (y, por ende, también su especificación), cabe poner en primer plano que tanto “Marx” como “la literatura” son términos inabarcables de manera cabal. Así, la intersección entre ambos vocablos infinitos puede hallar, si no incontables, al menos muchas derivas y formas de plasmarse en un libro. En el trabajo de Dorr, algunas de ellas resultan esperables (como el recuerdo de las lecturas de literatura clásica en los años de la primera juventud de Marx y el repaso de algunos de sus escritores predilectos, como Balzac), pero otras no tanto (como la revisión de la producción escrita de los norteamericanos Jack Kerouac y Allen Ginsberg, o la de los argentinos Osvaldo Lamborghini, Arturo Carrera, Ariel Schettini y Pablo Katchadjian). Posiblemente la combinación entre ambas derivas, en una transición que va de las más probables a las más inesperadas, sea uno de los factores que explique la seducción (¿o el rechazo?) que pueda generar Marx y la literatura.

A través de una prosa llana, el libro se estructura en ocho capítulos, precedidos por un prólogo que anticipa de manera sucinta los contenidos. En el primero, en clave biográfica, se presentan algunos de los textos sobre los que Marx posó sus ojos durante sus años iniciales como lector —y, por lo tanto, aquí nos cruzamos con nombres como los de Shakespeare o Heine—. El segundo propone una relectura de ficciones de Balzac y Flaubert: en un caso, a través de textos como Los campesinos, Un cura de aldea o el relato “La obra de arte desconocida”; en el otro, la atención se centra en Madame Bovary (aunque Dorr especifique que Marx no leyó esta novela)—. En el tercer capítulo hay una revisión del Fausto de Goethe y su probable influjo sobre la obra de Marx. En el cuarto, el interés se vuelca sobre dos autores rusos (ya ulteriores a la vida del filósofo alemán), Maksim Gorki y Aleksandr Solzhenitsyn, de quienes Dorr interpreta, respectivamente, La madre y Archipiélago Gulag: Ensayo de investigación literaria. En el quinto capítulo, el autor recupera el Manifiesto comunista a la luz de las vanguardias de comienzos del siglo XX, especialmente del surrealismo. El sexto, en afinidad con la premisa de intervención derivada del Manifiesto comunista, se aboca al problema del denominado “compromiso” y, para esto, Dorr se inclina por revisar las formulaciones de Jean-Paul Sartre y Walter Benjamin: del primero, vuelve sobre textos ensayísticos, como ¿Qué es la literatura?, pero, también, sobre ficciones y obras de teatro, como el relato El muro —y también recapitula las duras críticas efectuadas al filósofo francés por parte de Theodor W. Adorno en Compromiso—; del segundo, toma el ensayo El autor como productor para pensar otra veta sobre el problema del compromiso y su ligazón con otra gran cuestión: la emancipación de la humanidad. Los capítulos séptimo y octavo abren otro flanco de interpretación, mucho menos previsible: en ellos, Dorr aborda algunas derivas en escrituras artísticas ulteriores a Marx, ya en los siglos XX y XXI, a través del análisis de obras y trayectorias de los estadounidenses Jack Kerouac y Allen Ginsberg —e incluso de sus vinculaciones con Bob Dylan—, así como de los argentinos Osvaldo Lamborghini, Arturo Carrera, Ariel Schettini y Pablo Katchadjian.

Con las reflexiones sobre el autor de El Aleph engordado se cierra el itinerario anticipado y propuesto por Dorr en el último párrafo del primer capítulo, donde apunta: “La tarea de releer a Marx y leer con Marx un conjunto de textos literarios se asume aquí como una búsqueda de los espectros de Marx en el seno de la producción literaria. El recorrido de lecturas incluye desde obras de algunos escritores contemporáneos al propio Marx hasta nuestra literatura más reciente” (p. 47). De más está decir que la referencia a los “espectros de Marx” supone una auto-inscripción en una línea derrideana, aunque, vale aclarar, el texto de Dorr cuenta con una claridad expositiva que se diferencia de dicho linaje teórico (que suele apelar a una prosa más opaca, por decirlo de manera elegante). Además, la cita del fragmento del primer capítulo me permite destacar algunos puntos significativos allí incluidos, como ciertas informaciones biográficas, posiblemente conocidas para toda persona familiarizada con la vida de Marx, aunque aun así resultan menciones de interés, como, por ejemplo, dos cuestiones en relación al sujeto empírico Karl Marx y sus vinculaciones con la literatura: que, de joven, “[q]uería ser escritor, dedicarse a la literatura y a la filosofía” (p. 24), y que, junto con la escritura de poemas a su amada Jenny, “también desarrolló hasta donde pudo una pieza teatral (Oulanem) y una novela humorística (Escorpión y Félix)” (p. 27), aunque ambas quedaron inconclusas. Otro dato relevante consiste en que “Marx escribió un solo estudio literario completo, se trata de una minuciosa lectura de Los misterios de París, de Eugene Sue” (p. 37).

En otro nivel de comentarios, corresponde acotar que, más allá de que el estilo de la escritura no apunta a una reconstrucción de un estado del arte exhaustivo, dada su orientación específica quizá sí hubiera sido pertinente la alusión a trabajos previos en la misma temática, como Karl Marx and World Literature —sin traducción al español— de S. S. Prawer o La filosofía del arte de Karl Marx de Mijaíl Lifshitz.

Para cerrar la reseña, retomo más elementos positivos: la lectura resulta sumamente fluida y el texto cuenta con recapitulaciones de tramas de diferentes ficciones y de conceptos sustantivos de la bibliografía teórica marxista, por lo que puede funcionar tanto como una introducción al cruce entre marxismo y literatura, así como un señalador de una posible agenda más amplia de lecturas (Balzac, Gorki, Kerouac, Lamborghini, pero, también, Sartre, Derrida, Berman, etcétera). Es cierto que el libro apela a —y se apropia de— algunos conceptos marxistas fundamentales (como el modo de producción capitalista, la división del orden social entre burgueses y proletarios, el carácter fetichizado de la mercancía, el trabajo como esencia creativa del hombre y la fuerza de trabajo como su mercantilización, etcétera); sin embargo, Dorr no pretende efectuar una mera exégesis de Marx, ni de los usos explícitos que Marx hizo de la literatura. La lógica (y la suerte de principio metodológico) de Marx y la literatura es más flexible, en el sentido de que Marx no solo provee conceptos clave para concebir la literatura, sino que abre la posibilidad de múltiples itinerarios interpretativos. En este carácter dúctil reside uno de los puntos atractivos de las elaboraciones de Dorr, ya que, en cierta forma, nos invita implícitamente a pensar que cada une de nosotres podría hacer su propio Marx y la literatura.

Hernán Maltz
(UBA-CONICET)


A propósito de Horacio Tarcus, Los exiliados románticos. Socialistas y masones en la formación de la Argentina moderna, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2020, 363 pp.

El comentario de un libro tan claramente organizado, que consta de cuatro biografías, seguidas de un largo epílogo dedicado a la historia de la voz y del concepto de socialismo, tendrá que ceñirse a dicho plan. Sin embargo, antes de todo, conviene resaltar las grandes cualidades científicas que cruzan por todas sus páginas.

La primera es un riguroso trabajo de documentación, debidamente comunicado al lector por un intachable aparato crítico, un trabajo que se interesa a cuanto se relaciona con la imprenta, prensa, folletería, libros, editores y traductores, en ambas orillas del Río de la Plata; en total, un singular conocimiento de todas las fuentes disponibles, que ya había saludado cuando reseñé el anterior libro de Horacio Tarcus, El Socialismo romántico en el Río de la plata. También conviene destacar que las cuatro biografías intelectuales y políticas que constituyen el meollo del libro no se presentan jamás como desconectadas del contexto socio-histórico, ni de la vivencia personal. Tampoco se inscriben dentro de una historia teleológica en la que formarían los peldaños de la gloriosa, progresiva y progresista historia del socialismo argentino, y ello gracias a una quinta “biografía”–“logografía”, mejor dicho‒ que es la del concepto y palabra que las reúne, con sus avances, retrocesos y divagaciones: el socialismo.

Otra cualidad científica que el autor manifiesta sobremanera es el conocimiento fino de la historia social, política e intelectual de la Francia del siglo XIX, indispensable para investigar sobre tan galómano período de la historia de Argentina y Uruguay. Apenas si le podríamos reprochar algunos detalles como: Bouches-du-Rhône no es el nombre de una ciudad, sino el de una división administrativa de Francia (un département); antes de 1860, ningún saboyano puede decirse francés o ser considerado como tal; Juan Jacobo Rousseau no era ciudadano de Génova, sino de Ginebra (aquí puede ser que la responsabilidad no sea del autor); o la voz francesa sol (suelo) no ha de traducirse por el castellano “sol”; y el mismo encomio puede hacérsele al autor en cuanto a su perfecto conocimiento de la historia de la España decimonónica. Sin embargo, en este caso, tenemos con él una verdadera discrepancia que atañe al más influyente de los pensadores españoles en América en aquel entonces, Francisco Pi y Margall. Nos parece que no hay que considerarlo como un mero traductor-introductor del pensamiento de Proudhon en España. Su idea pactista es anterior y distinta de la del francés, aunque ambos beban en las mismas fuentes neohegelianas. Así mismo, Pi no dejó de criticar a Proudhon por sus ideas sobre el papel subordinado de la mujer, su rechazo del derecho de huelga y de la progresividad del impuesto sobre la renta.

Después de estos reparos generales, examinemos ahora las cuatro biografías intelectuales y políticas. La primera, dedicada a Francisco Bilbao, estaba ansioso de leerla, por haberle dedicado al personaje muchas horas y bastantes renglones. Pude constatar los grandes progresos que el enorme trabajo de Horacio Tarcus procuró al conocimiento de su ajetreada y errante vida, en particular todo lo relacionado con la última etapa de su existencia en Argentina. El autor barre definitivamente con los retratos malévolos del personaje, retratos que trasforman al chileno en una esponja que hubiera absorbido y torpemente restituido las modas intelectuales francesas de aquel tiempo. Comprueba que Bilbao es un pensador coherente, fiel hasta el final al socialismo cristiano de su maestro y amigo Lamennais y al republicanismo social de su otro maestro y amigo: Edgar Quinet. Sin embargo, contra los prejuicios racistas y sociales de la élite criolla, contra su verdadero liberalismo económico y falso liberalismo político, enfrentándose repetidas veces con Sarmiento que encarnaba cuanto odiaba (yo no había reparado en este duelo sistemático) y arriesgando el propio pellejo, supo adaptar dichas enseñanzas a la situación americana. Sin coherencia, sin visión panorámica y bolivariana de la situación política y social de Hispanoamérica, no hubiese logrado inventar y plasmar un sintagma repleto de luchas y de porvenir, el de “América Latina”. Este legado es justamente el que va a prorrogar durante todo el siglo XX, en Europa y en Francia en particular, en los ámbitos de las izquierdas antiestalinianas y del cristianismo progresista, una forma de socialismo romántico, un horizonte de esperanza. Bilbao –escribe el autor– es “el prototipo del socialismo romántico”. Personalmente, había escrito que era una “caricatura del romanticismo”, en el escribir, el pensar y hasta en el vestir, prefiriendo dejarle al Werther de Goethe el papel de prototipo. El matiz es importante, pues está relacionado con lo más íntimo del personaje. En efecto, por muy coherente y racional que fuera el pensamiento de aquella alma atormentada, nos parece que sigue intacto un misterio íntimo que explicaría su grafomanía, su inconcebible exaltación, su total indiferencia ante el ridículo y la mofa. Llevaba la razón Benjamín Vicuña Mackenna al escribir en su libro de recuerdos Cosas de Chile: “Era un Lacunza político del siglo XIX”. Se trata de un misterio que raya en un misticismo que la influencia del abate Lamennais no termina de explicar. Definitivamente, si alguien dudara de que Bilbao es un gigante del pensamiento latinoamericano del siglo XIX, que lea las páginas que Horacio Tarcus le dedica en el libro. Pienso que constituyen una suma que merece editarse aparte.

El segundo personaje investigado por el autor, es el menorquín Bartolomé Victory y Suárez que, como el chileno Bilbao, fue a parar a la Argentina. Su biografía porteña, su trabajo de impresor, editor y periodista da lugar a varios recorridos históricos tan interesantes como bien documentados los unos como los otros: una historia de la prensa porteña, con particular insistencia en El Artesano, antepasado de la abundante prensa obrera argentina; un excursus sobre los orígenes de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) en Buenos Aires y Montevideo; y otro sobre el movimiento cabetiano español y la Barcelona socialista de los años cincuenta del siglo antepasado, ambiente en que Victory se formó como militante y pensador; sin contar con los interesantes atisbos sobre historia de las instituciones docentes argentinas, que volveremos a encontrar en la biografía siguiente. En total, no me imaginaba que Victory y Suárez – que un servidor sólo conocía de manera muy general como masón y periodista – tuviera tanta importancia en la historia social del Río de la Plata.

El francés, y finalmente argentino Alejo (Alexis) Peyret, es el objeto de la siguiente biografía. Tras su lectura, entendemos por qué resulta mucho más conocido allende los mares que en su propia región natal, aunque algunos lo recuerden todavía como poeta y cuentista que escribía en bearnés. Después de su activa participación, muy joven, en los acontecimientos franceses de 1848-1852, participación inspirada por Pierre Leroux y Pierre-Josep Proudhon, se exilia en Montevideo, amargado, pero no sin haber granjeado previamente una experiencia política. En la capital uruguaya, junto con Amédée Jacques y otos desterrados franceses, prosigue su formación y se adapta al terreno americano. Después de Caseros, en 1852, se traslada a Entre Ríos donde empieza una excepcional carrera argentina, bajo el patrocinio de Urquiza, quien lo reclutó como empresario de colonización. Al respecto se percibe en las páginas de Horacio Tarcus una discreta, pero innegable, alabanza del gobernante de la Confederación argentina, como enemigo que fue de los liberales y centralistas porteños. Resulta interesantísima la novedosa y pormenorizada descripción del recorrido del incansable y polifacético Peyret. Gracias a Horacio Tarcus, sabemos ahora que el bearnés fue mucho más que el fundador y director de un experimento de colonización inspirado en los principios mutualistas de Proudhon, la Colonia San José, que tampoco deja de ser descrita en todos su aspectos y en todas sus implicaciones y consecuencias. Fue también un político, un educador, un librepensador militante del laicidad, un perito en asuntos de inmigración y colonización reconocido hasta por sus adversarios, un socialista romántico con manos a la obra, un hombre que empezó su larga vida pública leyendo a Pierre Leroux, inventor de la voz “socialismo”, y la terminó leyendo a Marx, amistándose con Jules Guesde y participando en el congreso socialista de París de 1889 donde firmó, en nombre de los grupos socialistas de Buenos Aires, la partida de nacimiento de la Segunda Internacional obrera. Notemos de paso que, con razón y prudencia, el autor no se pronuncia sobre su grado de adhesión el marxismo. En resumidas cuentas, una larga vida franco-argentina, totalmente atravesada por la historia del socialismo, a la que Horacio Tarcus dedica lo que llamamos su “quinta biografía”.

En cuanto a la cuarta, resultó ser para mí un verdadero descubrimiento: no conocía al andaluz Serafín Álvarez. Ante todo, es preciso subrayar que la presencia en Argentina de este abogado formado intelectual y políticamente en las universidades de Granada y Madrid –agregada a la de muchos otros exiliados españoles, y muy particularmente, por supuesto, a la de Victory y Suárez–, manifiesta la importancia que sigue teniendo España en el Río de la Plata durante el siglo XIX. Es algo ignorado, o subestimado, por muchos investigadores franceses movidos por el ombliguismo nacional galo. En sustancia, Horacio Tarcus nos describe a Álvarez como un socialista muy original –quizás algo raro– cuyo pensamiento tiene a la vez rasgos de socialdemocracia, por su pacifismo reformador, y de socialismo autoritario, frío, racional, por el papel que atribuye al estado central y a las élites intelectuales en la trasformación progresista de la sociedad. Por consiguiente, su adscripción al socialismo romántico resulta menos convincente que para los tres exiliados anteriores. Horacio Tarcus es consciente de ello y habla al respecto de “ocaso del socialismo romántico”. Agregaré que Serafín Álvarez tenía seis años en 1848 y que llegó a Buenos Aires demasiado tarde, a raíz del período revolucionario español de 1868-1872, que careció de la inspiración épica de la Primavera de los pueblos. Después de varias páginas en las que el autor se enfrenta con la dificultad de clasificarlo, acaba por dar su brazo a torcer: al parecer, no sabe qué pensar de un hombre que criticaba hasta quienes compartían sus propias ideas, en particular a Peyret que, como él, denunciaba los prejuicios racistas de las políticas de inmigración que imperaban en el país. Sin duda alguna, valía la pena escribir un capítulo sobre un pensador que se quedó siempre en las márgenes del incipiente movimiento socialista organizado en Argentina.

Sin embargo, aquí no finaliza el trabajo documental de Horacio Tarcus. Resultaría injusto no mentar las numerosas y valiosas notas biográficas sobre personajes que contribuyeron a la historia del socialismo en América del sur, en España y en Francia. Las encontramos desparramadas por las páginas de ambos volúmenes. Por ejemplo, las que atañen a los latinoamericanos Santiago Arcos, José Manuel Estrada y a todos los miembros de la famosa generación romántica rioplatense de 1837, a los españoles Fernando Garrido y Narciso Monturiol y a varios franceses o franco-argentinos, a veces poco conocidos en la misma Francia, como Paul (o Pablo) Buffet, los hermanos Durand-Savoyat, Joseph Sobrier, Amédée Jacques o Joseph Daumas. Lo que aporta unidad a este conjunto de biografías, las cuatro grandes y las menores, es la quinta parte del libro, el epílogo consagrado a la historia del concepto y de la palabra socialismo, con toda su familia léxica.

Horacio Tarcus empieza dicho epílogo recordándonos, con razón, que el concepto de socialismo tiene una doble cara: por una parte, posee un aspecto analítico y crítico de la realidad presente y, por otra, un elemento “promisorio…de emancipación humana”. Este último aspecto –dicho sea de paso– es el que le infunde al concepto su dimensión religiosa, mesiánica, la cual resulta particularmente presente y activa en el caso del socialismo romántico. El autor nos llama también la atención sobre el que pretende de su epílogo, trazar “una historia conceptual del socialismo” que implica que “nos desplacemos del plano de las definiciones al de los usos”. De aquí que la generación romántica de 1837 puede nombrarse como socialista, pues así se dice y se define, en particular Esteban Echeverría en su Dogma socialista. Por supuesto, esta evidencia les resulta difícil de aceptar a los historiadores liberales: ¿Cómo iba a ser socialista un prócer de la patria? Seguro que, para los jóvenes intelectuales de 1837, la voz “socialista” debía de tener otro significado‒ piensan. Aquí el autor les ajusta las cuentas a dichos historiadores, en especial a Coriolano Alberini, y hasta el mismo autor de estos renglones es aludido, por no haber aceptado plenamente el socialismo de aquellos muchachos que se decían sansimonianos sin haber leído el menor texto del conde de Saint-Simon. Ahora dicho autor está arrepentido y piensa que fuera de este nominalismo metodológico no hay historia de las ideas posible. Claro que en cada caso es preciso estudiar lo que significa “socialismo” para quien emplea la palabra y hacer de este modo, como Horacio Tarcus, una “historia conceptual”, con vaivenes y altibajos, sin imaginar de antemano una apoteosis marxiana del concepto. Centrándose en el espacio rioplatense del siglo XIX, el autor lleva a la práctica este método y termina resumiendo su trabajo en un cuadro sintético muy bien concebido. Con este estudio, a veces abstracto y teórico, pero que no se vale nunca de la última jerga de moda en las ciencias humanas, Horacio Tarcus cierra su obra con broche de oro. Durante muchos años sus dos volúmenes serán la obra de referencia para la historia social e intelectual de Argentina y Uruguay, desde 1837 hasta el final del siglo.

Pierre-Luc Abramson
Universidad de Perpiñán


A propósito de Nicolás Cuello y Lucas Disalvo, Ninguna línea recta. Contraculturas Punk y políticas sexuales en Argentina 1984-2007, Buenos Aires, Tren en Movimiento / Alcohol y fotocopias, 2019, 352 pp.

Si tuviera que poner un título a este comentario sobre el libro de Nicolás Cuello y Lucas Disalvo, podría continuar el de la canción del grupo She Devils que da nombre a esta obra: Ninguna línea recta, ningún camino fácil. Al releer con más atención para escribir estas líneas, también recordaba algunos versos del poema “Cántico negro” (1925), del poeta lusitano José Régio, particularmente la última estrofa, que comparte el espíritu de manifiesto contracultural que representa el libro y que, algunxs, compartimos:

Ah, que ninguém me dê piedosas intenções!
Ninguém me peça definições!
Ninguém me diga: “vem por aqui”!
A minha vida é um vendaval que se soltou.
É uma onda que se alevantou.
É um átomo a mais que se animou…
Não sei para onde vou,
Não sei para onde vou
—Sei que não vou por aí!1

La investigación comprometida, rigurosa y amorosa que Nicolás Cuello y Lucas Disalvo llevaron adelante durante cinco años, se funda en varios registros documentales que, para el canon de la disciplina histórica, no cumplirían los requisitos suficientes para ser considerados fuentes documentales. Son fragmentarias, dispersas, “voces bajas”, al decir de Ranajit Guha, que los archivos oficiales descartan y que para ser preservadas requieren la creación de archivos nuevos, subterráneos, que cuiden esas otras memorias, esas otras historias —que para algunxs son las nuestras—, sin nostalgia, pero con deseo, rabia y tozudez para darnos aliento. De igual modo, además de archivos se necesitan editoriales, como Tren en Movimiento, de Ale Schmied y Alcohol y Fotocopias, de Pat Pietrafesa, que estén dispuestas a lanzar obras como ésta, asumiendo riesgos, pero reafirmando la idea de “hacelo tu mismx”. Así, las experiencias y las trayectorias que desanda el libro pueden pensarse como hifas que unidas a otras conforman el micelio subterráneo que sigue sosteniendo otras maneras de ser y estar.

El análisis de entrevistas, fanzines, fotografías y flyers, a partir de abordajes conceptuales actuales, sustanciosos e interseccionales, nos revelan nuevas miradas sobre proyectos, vidas y momentos intensos e impacientes que no podían o no querían demorarse en reflexiones, porque son fugaces, como una canción punk. Siguiendo con esta analogía, luego de un amoroso prólogo en primera persona de Pat, hacedora contracultural de múltiples intervenciones en la escena punk desde los años ochenta del siglo pasado, el libro comienza con ritmo vertiginoso, urgente, que sitúa en tiempo y espacio los artefactos y activismos contraculturales de esos años, que marcan una disonancia con la idea de una “primavera democrática”. Acciones contra los edictos policiales, la visita del papa Juan Pablo II, la llegada de McDonald´s, entre otras, habilitaron articulaciones entre sujetxs marginales, “dañados”, como señalan los autores, que por medio de la imaginación y la sensibilidad punk sostuvieron prácticas de desidentificación con lo establecido y a través de las cuales pudieron (podemos) sobrevivir. En este sentido, el trabajo de Nicolás Cuello y Lucas Disalvo nutre una mirada que interpreta a las contraculturas punk sin subestimar la fuerza vital que tenían las imágenes, dispuestas como coordenadas para el encuentro con otras experiencias que se arriesgaran a la invención, destrucción y transformación.

El libro también se ocupa de nombrar y situar las trayectorias de quienes produjeron estos otros sentidos por medio de acciones e intervenciones en publicaciones alternativas y fanzines como Resistencia —eje articulador del capítulo 1, cuyo título “¿Será que los punks son putos?” es homónimo al título de una nota de Pat de 1994 en aquel zine—, en una acción contra el olvido, pero también de reconocimiento. Entre otrxs, se nombra a Eduardo Valenzuela (“el profe”) y su activismo en torno a la difusión del homocore contra la heteronormatividad en la escena hardcore/punk, y a Ruth Mary Kelly, trabajadora sexual que ya a principios de 1970 activaba a favor de la sindicalización y reclamaba derechos laborales para las profesionales del sexo. Asimismo, en el trabajo, se rastrean las conexiones transnacionales que articularon estxs sujetxs, pero desde una mirada decolonial, que se aleja tanto de interpretaciones que abonan una mirada norte-sur como de nacionalismos esencialistas, al poner el eje en las reapropiaciones locales, sincretismos e invenciones que se resisten a cualquier encasillamiento.

En el segundo capítulo, el trabajo se focaliza en las mujeres que formaron parte de la escena, en las críticas y violencias que recibieron y, particularmente, en las distintas estrategias que desplegaron para contraatacar por medio de la autogestión de diversos proyectos, como bandas, fanzines y eventos colectivos. Así, se repasan experiencias de jóvenes punks de la capital y del conurbano que, en general, provenían de hogares precarizados por la crisis económica o escapaban de vínculos violentos y autoritarios, y encontraron en estas acciones modos de expresar la rabia con desenfado y enfrentarse a la misoginia que hegemonizaba la escena hardcore/punk. Para situar la experiencia local se repone la emergencia del Riot Grrrl en Estados Unidos a comienzos de los años noventa, siguiendo con la mirada decolonial que mina la historiografía hegemónica de este movimiento a partir de una crítica racial a ciertas políticas feministas. En este sentido, se reconstruyen las conexiones/desconexiones entre punks y feminismos locales teniendo como fuentes relatos personales y colectivos, proyectos gráficos –como los fanzines Lilith, Coños y Luchar para vivir y musicales, como She Devils que, para muchxs, fue y sigue siendo inspiración, y una de las formas de entrar en contacto con activismos y con ideas vinculadas al derecho a decidir sobre los cuerpos y la libertad sexual (al igual que Fun People, por ejemplo).

El análisis de los vínculos con el esoterismo, la reivindicación de las brujas, la huella de los festivales Belladona, la organización de espacios de mujeres anarquistas autónomos, nos invitan a situar estas experiencias en un “feminismo incómodo”, un lugar seguro y distante respecto de otras iniciativas feministas hegemónicas, esencialistas e institucionales así como también de la hegemonía machista de la escena punk.

En relación con esto, el capítulo tres nos sumerge en el movimiento homocore/queerpunk local, marcando las conexiones con genealogías interrumpidas por la dictadura cívico-militar-eclesiástica del activismo político-sexual de los años sesenta y setenta. Asimismo, se profundiza en la trayectoria de Eduardo Valenzuela y sus prácticas de desidentificación, tanto de la homosexualidad normalizada como del “punk careta”, haciendo hincapié en la crítica y autocrítica, sin temor a exponer contradicciones y paradojas. El repaso por los años noventa se detiene en el crecimiento de la Buenos Aires Hardcore o “la New York City Clon” que, si bien se manifestó críticamente respecto del contexto político y social en el que se vivía, también en su apogeo se volvió un movimiento violento, dogmático, misógino y homofóbico. Quienes quisieron diferenciarse de esta postura desplegaron estrategias de distanciamiento con aquella escena a partir de nombrarse parte del “Hardcore Gay Antifascista”, que fue nuestro oxígeno en medio de tanta asfixia. Así, los “recis” y “festi” homocore se volvieron espacios de sociabilidad contracultural en el cual nos sentíamos un poco menos solxs, donde conseguíamos los fanzines como Drag y Homoxidal 500, que reivindicaban los placeres y se oponían a cualquier forma de asimilación y normalización. En este sentido, se destaca la organización del festival punk travesti en 1998 junto con la Asociación de Travestis de Argentina (ATA) cuyo registro fotográfico, a cargo de Carola Fontán, se muestra en las páginas del libro y también, en la tapa con la imagen de la gran Daiana Diet en acción. Los proyectos musicales y gráficos de Ioshua, y las experiencias surgidas al calor de los piquetes, las masacres y la desocupación, como Convocatoria GLTTTB y el espacio Re.S.A.Ca. (Espacio por una Revolución Sexual Anticapitalista) en los primeros años del 2000, cierran el capítulo.

Por último y, a modo de conclusión –o no–, los autores se detienen a reflexionar y examinar sobre la potencia política de las memorias punk en relación con el presente y las prácticas hegemónicas de archivo, preguntándose qué incomodidades y nuevas experiencias genera la construcción de estas genealogías disidentes y por qué es vital cuidarlas para imaginar y nutrir y, por qué no, buscar reparo en una historicidad fragmentada, hecha de retazos pero en la cual podemos reconocernos y crear complicidad. Los artefactos contraculturales como los fanzines, que se caracterizan por su fragilidad, pero también por su reproductibilidad, conjugan una de las paradojas que conlleva la construcción de un archivo que se organiza en función de otras lógicas y otrxs sujetxs. Las memorias orales y archivos herejes o contra-archivos recuperan experiencias individuales y colectivas que más que un registro de “verdad” evidencian múltiples maneras de sentir: esa sensibilidad punk, potencia creadora de la negatividad como estrategia de supervivencia.

Por medio de una escritura que horada lo evidente, dándole otra densidad a las palabras, los autores construyen una forma de narrar y analizar estas trayectorias y proyectos que activaron y crearon espacios de resistencia y refugio en contextos dolorosos, precarizados, signados por la crisis y la hegemonía del neoliberalismo. Ubicadxs geográficamente en el centro, particularmente (con ramificaciones en el conurbano), nos invitan a preguntarnos y examinar continuidades e inflexiones con otros espacios como, por ejemplo, el norte de la región argentina, que analiza Pablo Cosso, y las experiencias de lxs mapuches en el sur, narradas por Agustina Paz Frontera. Por último, me atrevo a interrogar por el efecto intertextual de reseñar este libro y también por el modo en que me interpeló emocionalmente escribirla, porque narra una historia que es mía, nuestra y, me permito agradecer y celebrar, en este contexto tan hostil, la existencia de esta obra.

Nadia Ledesma Prietto
CInIG-IdIHCS/CONICET-FaHCE-UNLP


A propósito de Natalia Milanesio, El destape. La cultura sexual en la Argentina después de la dictadura, Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2021, 256 pp.

Este libro de la investigadora y docente Natalia Milanesio analiza la sexualidad desde un amplio espectro, en tanto discurso y en tanto práctica, y propone un recorrido por fuentes que van desde la prensa escrita hasta las historietas, el cine y el teatro. Uno de los mayores aportes de este trabajo –que abreva en las herramientas teóricas los estudios culturales, la historia social y cultural, y los estudios de la transición democrática–, consiste en relacionar la consolidación de la democracia en Argentina con el proceso de liberación y reconocimiento de derechos relacionados con la sexualidad, sin dejar de tener en cuenta la estrategia comercial de los medios de comunicación como condición de posibilidad de este proceso. Además, con estas herramientas, Milanesio se propone expandir la historia del feminismo, de la salud reproductiva, de la educación sexual y de la militancia de las minorías sexuales.

El análisis, dividido en cinco capítulos, recupera tipos de fuentes que permiten construir un panorama de vasta amplitud, e incluye historietas eróticas, películas, avisos personales, publicitarios y grafitis. Milanesio detecta las diferentes formas de entender “el destape” a partir de las significaciones diversas que toma esta “avalancha de imágenes y discursos sexuales”. Fenómeno mediático y proceso de transformación cultural, la autora retoma la categoría “destape” de los discursos de la época. “Comenzó el destape” y “el negocio del destape” son algunas de las expresiones que cita. Sin embargo, utiliza “destape” para referirse no solamente al concepto que los actores utilizaban para caracterizar a la creciente sexualización de los medios de comunicación tales como la televisión y el cine, sino también a un destape que tiene una historia más larga y supera, muchas veces, el sentido de su enunciación en la década de 1980. Constituye una categoría de la que se sirve para trazar un recorrido por las producciones del período y un proceso llevado a cabo por personas expertas en salud sexual, profesionales de la psicología, productores y productoras de conocimiento, y que también tiene como protagonistas a los movimientos sociales y minorías sexuales.

El fenómeno adquiere su significado en relación, en principio, a la censura y el control impuestos y consolidados durante la dictadura militar. El primer capítulo del libro, “El regreso de la democracia y la sexualización de los medios y la cultura”, inicia con la descripción de los mecanismos de censura que operaban durante la dictadura y la relajación progresiva que comenzó hacia el final de esta etapa. La reconstrucción del período que articula su investigación incluye la descripción de un aparato institucional de represión y control, conformado por organismos tales como el ECC (Ente de Clasificación Cinematográfica) y la DGP (Dirección General de Publicaciones), entes de censura que imponían restricciones no solo a los contenidos sexuales, sino que también ejercían control gubernamental sobre ciertos estilos de vida considerados contrarios a la moral.

Luego de la descripción de una serie de aspectos de la política cultural de la dictadura del período 1976-1983, la investigación desarrolla cómo –desde 1981– en la radio, el cine y la televisión se produjo un preámbulo a la explosión erótica, debido a la relajación de la censura. Retoma la periodización y las investigaciones de los estudios de la “transitología” para aportar a la comprensión de este proceso social desde el punto de vista de la transformación de la ideología y las prácticas sexuales, ya que comprende que la sexualidad fue un ámbito en el cual “se vivió la democracia”. En este análisis, la transformación de la cultura visual y discursiva se constituye como causa y efecto de un proceso más amplio de democratización: “El destape hizo del sexo –y más específicamente, de hablar, mostrar, escribir, mirar y filmar sobre sexo– una metáfora de la liberación personal y social, un símbolo de una sociedad moderna y progresista de ciudadanos valientes e independientes”.

Esta democratización de la sexualidad de carácter masivo profundizó un cuestionamiento al rol del Estado y la Iglesia como tradicionales detentores de ese poder y transformó diversos espacios en arena de polémica. Milanesio despliega las preguntas: ¿Qué significaba para los y las argentinas el proceso de democratización? ¿Cómo se relacionaba con la libertad experimentada en los medios de comunicación? ¿Y con las prácticas sexuales? Esta investigación busca acceder a “la forma en la que los argentinos comprendían y vivian su sexualidad” a través de sus producciones culturales. Aborda también la mirada de las minorías sexuales, en su compleja relación con el fenómeno mediático. Constituye una invitación a seguir profundizando sobre cómo se dio este proceso de relación y retroalimentación entre los programas con su audiencia, las revistas con sus lectores y el cine con sus espectadores, en relación con la sexualidad.

Otro aspecto importante a destacar es que la autora pone el acento en el carácter heterogéneo e inconsistente del destape como fenómeno cultural. El acercamiento a las fuentes del segundo capítulo, “¿Un verdadero desafío a la cultura sexual tradicional?”, hace emerger inconsistencias en varios frentes. Por un lado, analiza cómo la objetivación de los cuerpos de las mujeres convive con un proceso de subjetivación de la sexualidad femenina y, por otro, muestra que la exposición de fantasías heterosexuales era celebrada mientras se excluía al homoerotismo. Los discursos de la época evidenciaban la paradoja constitutiva del fenómeno, y de las visiones que lo interpretaban como una llana crítica al orden establecido.

En los siguientes capítulos, Milanesio tematiza el auge de la sexología y analiza discursos de especialistas en relación a la planificación familiar y la educación sexual en las escuelas. También incluye discusiones en la prensa, encuestas, y tensiones en relación con la sexología, los deseos y la mediatización de la sexualidad. Este proceso de descubrimiento y liberación que excede a los propósitos iniciales de la denominación “el destape” es, por definición, incompleto.

En el último capítulo se presenta la cuestión de “un destape que revela la importancia de los derechos de las minorías sexuales”. La investigadora problematiza el activismo de feministas, gays y lesbianas, con los derechos sexuales como componente central de sus demandas. Además, toma en cuenta las conceptualizaciones de la sexualidad que discuten con las del destape comercial: “Las agrupaciones feministas abrieron la discusión sobre una realidad más complicada, menos glamorosa y mucho más conmovedora que las fantasías sexuales que colonizaban los medios de comunicación” (p. 199).

El aporte de la mirada y los estudios transnacionales podría sugerir una pregunta a esta investigación: si acaso las publicaciones analizadas forman parte de un imaginario transatlántico, y si este fenómeno cultural construye una retórica común con España o México. Lo transnacional, en este sentido, describe la manera en que lo local llega a ser global y cómo se dieron esos flujos e interconexiones.

La perspectiva de los cinco capítulos del libro recorre las transformaciones del destape en Argentina y sus límites. Construye una panorámica con fuentes de diversa naturaleza y contribuye a trazar una historia de la sexualidad, amplia, para pensar el presente.

Lucía Santilli
UBA - UNSAM


A propósito de Diana Fuentes y Massimo Modonesi (coords.), Gramsci en México, México, Editorial Itaca, 2020, 290 pp.

La recepción de la obra de Antonio Gramsci en América Latina es una temática que se ha discutido cada vez con mayor profundidad desde que la nueva izquierda en la década de los ‘60 comenzó a recuperar sus planteamientos. Sin embargo, hasta la aparición del presente libro, carecíamos de una mirada de conjunto sobre su penetración en México, tanto en sus instituciones políticas, como en sus organismos educativos. Sus doce capítulos, elaborados por especialistas tanto mexicanos como extranjeros, logran construir una panorámica amplia de las diversas lecturas que ha motivado su obra hasta nuestros días.

Un punto de partida relevante para comenzar a comprender cómo se produjo la traducción de Gramsci al contexto mexicano, consiste en recordar que el pensador italiano, uno de los principales representantes del marxismo, no publicó ningún libro. Su producción fue el resultado de múltiples artículos, notas, cartas y especialmente sus cuadernos, escritos en una larga estadía en las cárceles fascistas. Esto es relevante considerarlo antes de emprender el desafío de analizar la recepción de su obra en cualquier espacio, ya que se trata de un corpus de propuestas fragmentarias, donde sus exégetas y compiladores son casi tan importantes como el mismo autor.

De ese modo, no es causalidad que las lecturas e interpretaciones presentes en el libro den cuenta de numerosas vertientes al momento de analizar su arribo a México. Su recepción potenció discursos algunas veces contrapuestos, en otras ocasiones útiles para comprender demandas específicas, o incluso, capaces de plantear nuevas metodologías a determinadas disciplinas académicas. Los usos de Gramsci se extendieron en un amplio abanico de alternativas, no necesariamente con la unicidad que otros pensadores marxistas lograron tener. Esto por supuesto fue una de las fortalezas de las propuestas gramscianas, su apelación a múltiples problemáticas y, al mismo tiempo, una de sus principales debilidades, dado el carácter fragmentario con el cual enfrentó algunas temáticas. En resumen, en muchos sentidos, su producción se convirtió en una caja de herramientas, que sin disociarse del marxismo, permitía cierta ductilidad teórica, y en ocasiones posturas eclécticas, para reflexionar sobre la política, la cultura nacional-popular, la hegemonía, la democracia, la figura del intelectual, entre otras posibilidades.

Gramsci en México logra presentar con sutileza los desafíos que implicó la recepción de la obra del italiano. Por un lado, a través de los distintos capítulos podemos observar las diferentes derivas históricas de este particular proceso, que no ha sido ni lineal, ni acumulativo. Su inserción en el debate político partidista, justo en un momento en que se buscaban alternativas tanto en México como en otras partes del mundo, es uno de los primeros espacios para la reflexión. Sin embargo, tampoco se soslaya quiénes fueron los principales actores e impulsores de las propuestas gramscianas. Desde el “grupo” Pasado y Presente, hasta la especialista en etnografía educativa, Elsie Rockwell, pasando por la destacada investigadora Dora Kanoussi o el reconocido filósofo Adolfo Sánchez Vázquez, ocupan un lugar destacado en la trama del libro. Por otra parte, también encontramos una perspectiva amplia de su impacto en diferentes áreas del conocimiento e instituciones académicas mexicanas. La Universidad Nacional Autónoma de México, la Universidad Autónoma Metropolitana, El Colegio de México, el Instituto Politécnico Nacional, la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, son sólo algunas de las entidades mencionadas a lo largo del texto, al mismo tiempo que se describe la influencia gramsciana en la filosofía, la sociología, las ciencias políticas, la educación, los estudios culturales, entre otras disciplinas.

Ahora bien, más allá de entrar en detalle en cada uno de los capítulos del libro, me parece más interesante destacar algunos ejes transversales que encontramos referidos en la mayoría de ellos. En primer lugar, una variable destacable es que los distintos capítulos dan cuenta del giro material desarrollado en los últimos años en el ámbito de las investigaciones sobre la recepción. Si bien se debaten los conceptos, sus construcciones teóricas y sus alcances metodológicos, estas discusiones también aterrizan en los dispositivos concretos que movilizaron estas ideas. Así aparecen en primer plano, las editoriales, los libros, los programas de los cursos, las tesis, las bibliotecas, que permitieron e influyeron en los límites de la recepción del pensamiento gramsciano. Esto permite dotar de mayores matices a los meandros de este proceso, siguiendo la ruta de determinadas traducciones, observando cómo fueron interpretados conceptos específicos o recuperando las conferencias, coloquios o mesas en torno a propuestas particulares.

Otra de las variables importantes del presente libro, corresponde a una proposición de largo aliento en cuanto a la recepción de Gramsci: su carácter latinoamericano. Tal como reconocen algunos autores, la posibilidad de comprender esta situación pasa necesariamente por insertar los procesos locales en el marco amplio de lo que sucedía en todo el continente. No sólo el mercado editorial es relevante en este ámbito, sino que los diferentes exilios ayudaron a construir redes y nuevas comunidades interpretativas. El ejemplo de los emigrados argentinos, cuya inmersión en el pensamiento gramsciano fue precursor en numerosos aspectos, se complementó en México con otras rutas y otros debates. Exiliados españoles, bolivianos, ecuatorianos, entre otros, también colaboraron en la recuperación de algunas de las propuestas y entregaron a las imprentas sus apreciaciones. En este plano ya no encontramos sólo a los principales actores de la difusión gramsciana, como José Aricó o Juan Carlos Portantiero, sino que aparecen figuras que se mantuvieron en un segundo plano, estudiantes, tesistas o investigadores, que aportaron desde sus propias experiencias.

Esta misma ampliación de la mirada tradicional nos conduce, incluso, a expandir los nombres de las empresas editoriales vinculadas a estas dinámicas. Por supuesto, el lugar central lo continúan ocupando Siglo Veintiuno Editores y Ediciones ERA, sin embargo, cada capítulo pareciera abrirnos hacia nuevas entidades. Grijalbo, Diógenes, Folios, son sólo algunas dentro de esta constelación, a las que deberíamos sumar algunas iniciativas universitarias, y una buena cantidad de revistas. De todas maneras, en este punto todavía hay un amplio margen para continuar con las exploraciones. Podemos preguntarnos cuáles fueron las librerías o mecanismos de distribución, qué tirajes alcanzaron sus ediciones o en qué bibliotecas se podían consultar las obras. Algunas investigaciones, por ejemplo, han enfatizado en la circulación de varios de los autores del período a través de obras mimeografiadas o de fotocopias. Los estudiantes seguían teniendo poco acceso al libro, pese a su abaratamiento y las colecciones populares, por lo que en general preferían otras formas de acceso al material impreso. Probablemente, una historia de la recepción que preste mayor atención a aquellos procesos que se dieron a ras de suelo, permita una aún mayor complejización de esta temática.

Antes de concluir, otra materia transversal en la obra en cuestión es la paulatina desconexión que podemos percibir entre lo político, las organizaciones partidistas y las dinámicas propias de la historia intelectual de México. En la medida que los diferentes estudios avanzan en el marco temporal vemos cómo cada vez las discusiones en torno a Gramsci abandonan el primer plano del debate político, para concentrarse en la construcción de alternativas analíticas generadas desde lo académico. Por supuesto, esto puede obedecer a una distorsión en términos de las fuentes, pero me parece que detrás de esta tendencia se aprecia cómo se construyó la relación distante entre lo político ideológico y las investigaciones universitarias. En este caso, la penetración de Gramsci vía los estudios culturales ingleses es una buena forma de comprender la propensión hacia esta desconexión, ya que en general estos recuperan su instrumental teórico sin prestar demasiada atención a su praxis revolucionaria. En este sentido, una de las ausencias importante del libro es la lectura que se ha realizado de conceptos como hegemonía o clases subalternas, desde los estudios históricos. Por supuesto, en este aspecto encontramos una maraña de propuestas y tendencias, pero sin lugar a duda, su evaluación hubiera aportado a la comprensión de esta problemática, ya que tal vez la historia es actualmente una de las disciplinas más activas en términos de esta recepción.

Finalmente, la lectura de los doce capítulos que componen el libro nos deja una muestra profunda de lo extendido de la recepción de Gramsci en México. Pero también nos advierte sobre lo fragmentado y parcial que fue este proceso. Como ya mencionamos, esto pudo deberse en buena medida a la propia obra del pensador italiano. Sin embargo, como alguno de los autores menciona, también evidencia la falta de diálogos entre las diversas entidades, actores e instituciones que asumieron sus propuestas. Tal vez en ello radique la principal importancia de este libro, en su apuesta por construir puentes multidisciplinarios no sólo para comprender tal o cual concepto de Gramsci, sino para reflexionar en conjunto sobre el devenir de las ciencias sociales, su vínculo con lo político y su inserción en los procesos que hoy atraviesa México.

Sebastián Rivera Mir
El Colegio Mexiquense


A propósito de Carlos Aguirre y Charles Walker, Alberto Flores Galindo. Utopía, historia y revolución, Lima, La Siniestra Ensayos, 2020, 234 pp.

El año pasado se cumplió treinta años de la temprana partida de Alberto Flores Galindo, historiador peruano cuyo proyecto intelectual prometía nuevas perspectivas en la producción historiográfica peruana. En el marco de esta efeméride, el sello editorial La Siniestra publicó un libro en homenaje a su trayectoria, escrito por los historiadores peruanistas Carlos Aguirre y Charles Walker. En medio de una pandemia que tuvo consecuencias fatales para el sector editorial peruano, la aparición de este libro constituye un empeño por seguir publicando a contracorriente de la coyuntura global, además de estimular los estudios de los intelectuales en un campo académico peruano, donde estos son contados con la palma de la mano.

El libro Alberto Flores Galindo. Utopía, historia y revolución, está compuesto de seis capítulos que abordan, desde distintas ópticas, la práctica intelectual de Flores Galindo, tanto a nivel de los debates que produjo en el espacio académico, así como en su intervención en la cultura impresa, a partir de publicaciones en revistas, semanarios y libros. En ese sentido, si bien cada uno de los textos se agrupan en esa órbita, uno puede leer independientemente cada capítulo. La introducción de los autores pone en perspectiva panorámica la amplia trayectoria intelectual de Flores Galindo, de modo que el lector puede reconstruir el contexto histórico-político en el que se enmarcó sus distintos artículos o libros. En este punto, las décadas clave de la gestación de sus ideas serán los últimos años de los ‘60, es decir, casi desde el inicio del gobierno de Velasco Alvarado, hasta llegar a los ‘80, paralelamente al surgimiento y posterior desenvolvimiento del conflicto armado interno peruano.

La primera mitad del libro se compone de dos textos que ya fueron publicados en revistas académicas, además de un ensayo de Charles Walker, cuyo objetivo es poner en relevancia el lugar que ocupó (y que continúa ocupando) el libro Aristocracia y plebe (titulado en ediciones posteriores como La ciudad sumergida), frente a las demás publicaciones historiográficas sobre el siglo XIX peruano. Pero para realizar ese análisis comparativo no solo se efectúa una evaluación de sus interpretaciones historiográficas, sino que se pone en diálogo a la obra con el itinerario intelectual de Flores Galindo, sus lecturas y su viaje de estudios a Francia. Fue en este país europeo donde se vio influenciado por las cátedras de Vilar, Braudel, Romano, entre otros, a las que asistió como alumno de posgrado. Toda esta herencia –matizada también con una perspectiva de la historia desde abajo– fueron, si se permite el termino, las condiciones intelectuales que posibilitaron la empresa historiográfica que marcharía luego en un tono contrapuesto a los tradicionales abordajes canónicos y elitistas de las figuras decimonónicas peruanas, un proyecto intelectual que impulsaría Flores Galindo a contrapelo de aquel recurso historiográfico encerrado en un pasado anquilosado.

El capítulo tercero, escrito por Carlos Aguirre, cierra con un ensayo (cuyo origen, en realidad, es una modificación de una publicación anterior) sobre la figura de Flores Galindo como intelectual público, donde se echan nuevas pistas para estudios de la cultura impresa peruana durante la década de los ‘70. Guiándose de libros como las memorias de Maruja Martínez –donde reconstruye el compromiso de parte de las agrupaciones de izquierdas y su vínculo con los impresos (léase volantes, revistas o periódicos) con el fin de generar una afinidad social en el ciudadano de a pie– Aguirre puede identificar los modos de intervención pública de Flores Galindo, cuya disección de sus prácticas intelectuales revela que su interés no se limitaba a los circuitos académicos, sino también a otros espacios disimiles, como sindicatos o foros universitarios. Es importante señalar el trabajo diligente realizado por Aguirre al compendiar el listado de revistas y proyectos institucionales y editoriales con los cuales estuvo vinculado Flores Galindo, además de complementar su reflexión sobre su modo de (re)escritura en los distintos soportes impresos en donde participa. Si bien este capítulo va dirigido a reponer el campo intelectual donde interviene, las revistas y periódicos evocados en esta sección fácilmente pueden servir a los investigadores interesados en estudiar las prácticas impresas de las organizaciones militantes de izquierda de esos años. Si bien es cierto que el capítulo (y por extrapolación el libro) está enfocado en reconstruir la cultura impresa donde participa y polemiza Flores Galindo, hubiera sido recomendable señalar de manera general las tendencias de las publicaciones y las instituciones que les publican a este historiador promesa. Los vínculos de sociabilidad manifiestos en este capítulo son apenas una primera piedra para futuras investigaciones que se arriesguen a elaborar una cartografía intelectual y editorial militantes de los años ‘70 y ‘80 en el Perú.

La segunda mitad del libro ofrece estudios inéditos de ambos autores, los cuales considero los más provechosos del libro. El primero de estos, titulado “No hay isla feliz”, es un ensayo minucioso donde Carlos Aguirre desentraña el devenir del posicionamiento político de Flores Galindo ante el modo de vida en la Cuba socialista. Este es un trabajo donde no solo revisa con detenimiento la repercusión de sus primeros viajes en la década de los ‘60 al país caribeño gracias a eventos político-culturales impulsados por el gobierno revolucionario, sino que también realiza un trabajo de archivo minucioso en las colecciones especiales de Casa de las Américas. Esto le permitió reconstruir los intercambios epistolares y de ideas que estableció Flores Galindo con algunos intelectuales cubanos, como son los casos paradigmáticos de Roberto Fernández Retamar o Fernando Martínez Heredia. Este capítulo es muy provechoso, en el sentido de que Aguirre se detiene sobre el proceso intelectual de Flores Galindo respecto a la experiencia socialista cubana. Poniendo el acento en los silencios de sus publicaciones que se relacionaban con la temática del país caribeño, así como en el testimonio de amigos cercanos a Tito Flores respecto a la mirada de este último cuando tuvo su primer arribo al país caribeño, Aguirre desata sus impasses político-ideológicos que posibilitaron su primer distanciamiento crítico de la Cuba socialista, hasta llegar a su cercanía afectiva e intelectual con el proyecto político de la isla, cuya condición de posibilidad habría de ser haber recibido el premio Casa de las Américas en 1986, gracias a su ensayo Buscando un inca. El capítulo reconstruye las múltiples experiencias de Flores Galindo, tanto a partir de su epistolario que se halla en Casa de las Américas, así como también gracias a la comunicación de Aguirre con escritores e intelectuales que lo acompañaron en sus viajes a Cuba, todo lo cual habría de sintetizarse en aquel texto suyo “El socialismo a la vuelta de la esquina”, donde sintetiza sus afectos sobre su relación con Cuba y su proyecto ideológico-político.

El ensayo siguiente de esta sección es el dedicado a Sendero Luminoso. En este, Charles Walker logra reconstruir los debates que suscitó las publicaciones de Flores Galindo que abordaban el conflicto armado de manera temática, ya sea las publicaciones de circulación masiva, así como su participación en libros que reflexionaban sobre el papel desempeñado por el campesinado en la guerra interna. En medio de las discrepancias que generó algunos de sus escritos, cabe resaltar los encuentros y desencuentros de Flores Galindo con Carlos Iván Degregori, remarcados por Walker. La polémica entre ambos, como señala el autor del ensayo, implica futuras vetas de investigación. Añado a este último comentario que también es posible poner en relación las propuestas de Flores Galindo con otros intelectuales peruanos. Abordando otros elementos temáticos, un intelectual que podría contrapuntearse con el, es el crítico literario Antonio Cornejo Polar, quien en su libro Escribir en el aire, toma como reflexión la comparsa Inca Capitán para señalar su comprensión de la historia. Asimismo, dentro de esta comparación de programas intelectuales podría añadirse a Manuel Burga, quien también recoge la evocación incaica de esta danza folklórica en su libro Nacimiento de una utopía. Cabe resaltar que Flores Galindo menciona a dicha danza en uno de los primeros capítulos de Buscando un inca. Como se puede constatar, hay distintas formas de aproximarse a las teorizaciones de los intelectuales peruanos del sigo XX, una tarea pendiente de parte de la academia historiográfica peruana. Volviendo ahora al tema del capítulo, un punto de cuestionamiento también debería cierto tono paradigmático al Informe Final de la CVR de parte del ensayista. Justamente Walker equipara las exigencias de Flores Galindo, quien mantenía una posición contraria al silencio de parte de la academia sobre los sucesos de aquella década, en concordancia con lo que se señalaría años después en dicho informe, además de remarcar que estas demandas en contra del silencio fueron “proféticas”. Para introducir una interpretación contrafactual –más o menos en tono de lo que el autor señala en el capítulo dedicado a la Independencia– y complejizar un poco el escenario, considero que Flores Galindo hubiera compartido y discrepado de algunos juicios emitidos por la CVR. Esto tampoco implica señalar que su análisis hubiera sido a favor de Sendero Luminoso, pero de seguro hubiera cuestionado las estratagemas empleadas en dicho documento para imposibilitar cualquier voz disidente sobre estado de cosas en el Perú contemporáneo. Equiparando lo que señalan los dos autores del libro, Tito Flores apuntaría a reconstruir una historia desde abajo de Sendero Luminoso, vale decir, comprender a los actores y sectores sociales que construyeron dicho movimiento y cuáles fueron las condiciones sociales, políticas e intelectuales que permitieron su surgimiento; dudo mucho que hubiera pontificado informes donde aún persisten claro oscuros, pues él también hubiera cuestionado quién y con qué fines es utilizado dicho informe, así como qué tipo de ruido está sucediendo en una sociedad posconflicto como la actual.

Finalmente, el libro cierra con un ensayo sobre las lecturas literarias de Flores Galindo. En este ensayo, Carlos Aguirre historiza la formación literaria de aquel, remontándose incluso a su etapa escolar en el colegio La Salle, en Lima. Fue desde ese entonces donde él estableció un vínculo cercano con los libros, puesto que fungió por una etapa de bibliotecario escolar. Más allá de este período, se repone un panorama amplio de sus lecturas, gracias al diálogo que tuvo con escritores y críticos como Tulio Mora, Peter Elmore y Ricardo Gonzáles Vigil, entre otros, quienes traen a la memoria el vínculo afectivo que mantuvo Flores Galindo con algunos escritores peruanos y latinoamericanos, así como con fenómenos editoriales como el Boom. Sin embargo, la reconstrucción de sus lecturas no solo lleva a Aguirre a ahondar sobre su recepción de la literatura dentro de su bagaje intelectual, sino también a detenerse en la utilización de pasajes narrativos dentro de su producción historiográfica, como son los epígrafes y, en ciertas ocasiones, para ilustrar y matizar algunas explicaciones históricas que difícilmente habrían de ser evocadas por narraciones de este tipo. Un punto a destacar de la investigación de Aguirre es la minuciosidad con la que llega a constatar el interés de Flores Galindo de las novedades literarias. Esto sucede cuando identifica que un fragmento de una novela citada en uno de sus artículos había sido publicado apenas unos meses antes. A modo de conclusión, se coteja que las lecturas de novelas y cuentos permitieron una flexibilidad en el estilo narrativo de Galindo, especialmente para llevar a cabo sus proyectos de investigación, los cuales constatan que su horizonte intelectual no se recluía a la utilización de meras fuentes historiográficas, sino también mantenía una proximidad a otras áreas académicas, como Literatura, Antropología e, incluso, Psicoanálisis, en una surte de interdisciplinariedad.

En líneas generales, el libro reconstruye gran parte del itinerario intelectual y los avatares que provocó las publicaciones de Alberto Flores Galindo dentro del ambiente intelectual peruano y extranjero (de preferencia el cubano). A diferencia de otros comentarios sobre este mismo libro, habría de señalar que este libro ofrece una primera indagación de las prácticas político-culturales y la red de relaciones que estableció Flores Galindo con el campo intelectual y académico. Todavía hay otros espacios de sociabilidad pendientes de indagación, como fue su papel de introductor del psicoanálisis en el espacio universitario y, posteriormente, manifestado explícitamente en sus escritos; del mismo modo, considero que su archivo personal, específicamente su epistolario, permitiría reconstruir las redes que estableció con diversos intelectuales de la región. Este libro abre vetas de estudio para estimular un enfoque desde la historia intelectual y la cultura impresa, terrenos casi baldíos en la producción historiográfica peruana –salvo contadas excepciones. Esta crítica no debe entenderse con miras a producir mayores estudios sobre Flores Galindo, sino sobre la demanda de estudios sobre intelectuales relegados en la historia peruana del siglo XX. Palabras más, palabras menos, confío en que, si esto sucede en los años venideros, será posible en parte gracias a la publicación de este libro de Carlos Aguirre y Charles Walker.

Víctor Ramos Badillo
(IDAES - UNSAM)


1 ¡Ah, que nadie me dé piadosas intenciones!
¡Que nadie me pida definiciones!
¡Que nadie me diga: "ven por aquí"!
Mi vida es un vendaval que se soltó.
Es una ola que se elevó.
Es un átomo más que se animó...
No sé adónde voy,
No sé adónde voy
—¡Sé que no voy por ahí! — (Traducción propia.)


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