Para una nueva historia de las bibliotecas en América Latina
Diálogo entre Carlos Aguirre y Alejandro E. Parada

Javier Planas*


Referencias bibliográficas


Resumen

La entrevista a Carlos Aguirre [C.A.] y Alejandro E. Parada [A.P.] procura iniciar un debate sobre las formas de hacer historia de las bibliotecas en perspectiva latinoamericana, así como también atender a sus temas-problemas centrales, como el estudio de los vínculos entre las bibliotecas y las revoluciones de independencia, las relaciones entre la historia de las bibliotecas y la historia intelectual, o los procesos de construcción y destrucción de los patrimonios bibliográficos, entre otros aspectos.1

***

Nuestra conversación puede iniciarse, de modo general, con una incursión a la historia de la historia de las bibliotecas en América Latina y, posteriormente, avanzar sobre algunos ejes temáticos capitales.
Alejandro, ¿es posible hablar de la historia de las bibliotecas en América Latina como un campo de estudio consolidado? Y, en cualquier caso, ¿cuáles son las características generales de la producción de conocimiento en este ámbito en la actualidad?

AP: —Quisiera dar una respuesta amplia y otra específica ante esta doble pregunta. Aún no podemos hablar de una historia de las bibliotecas como un campo consolidado en América Latina, pero a mi criterio —y esto es muy auspicioso—, existe un fructífero impulso y una nueva rearticulación de conceptos en la actualidad sobre la temática. Tomemos, por ejemplo, la importantísima aparición de Bibliotecas y cultura letrada en América Latina, editado por Carlos Aguirre y Ricardo D. Salvatore, en cuya presentación en la Universidad Di Tella tuve el gusto de participar.2 Se trata de una obra que marca un cambio significativo en la trazabilidad historiográfica de estas instituciones en nuestra región. Y esto lo señalo porque la historia de las bibliotecas latinoamericanas estaba fuertemente ceñida a una cronología factual, es decir, a los hechos o avatares que estas organizaciones atravesaron, con independencia de los acontecimientos sociales en general, y porque su discurso se encontraba vertebrado con una tradición académica que carecía de cierto poder de innovación. Estas características corresponden a las indagaciones realizadas a mediados de la década de 1940, en la que sin duda encontramos valiosos aportes de varios historiadores, entre los argentinos, por ejemplo, Guillermo Furlong y José Torre Revello; pero se trataba de una historia de tipo rankeana, circunscripta a la descripción de los acontecimientos sin entrever su relación con las problematizaciones vinculadas, por caso, a la modernidad. En este sentido, durante los años que siguieron permanecieron al margen de las investigaciones ciertas conceptualizaciones historiográficas fundamentales, en especial, las vinculadas al campo cultural. Tuvieron que pasar algunas décadas para que esa forma de hacer historia perdiera su fuerza. Y la renovación se produjo —o se está produciendo— con el advenimiento de la historia de la cultura impresa, esto es, una historia social de la cultura escrita bajo el marco teórico surgido a partir de la confluencia de tres disciplinas: la historia de la edición, la historia de la lectura y la historia de la escritura. Estamos, pues, abandonando dos tradiciones muy significativas en los modos de hacer historia de las bibliotecas a partir de este contexto: primero, paulatinamente vamos dejando a un lado esos estudios de carácter erudito de las bibliotecas, para enfocarlos ahora desde los problemas socioculturales; segundo, estamos tratando de independizar —lo cual es muy importante— la historia de las bibliotecas del imperio exclusivo de la historia del libro —para decirlo metafóricamente—, pues muchas veces esta historia ha desplazado a la historia de las bibliotecas. En otras palabras: en la actualidad se puede observar un cambio que consiste en no anclar la historia de las bibliotecas a la historia del libro y, con ello, pienso que se gana terreno en lo que respecta a la construcción de este objeto de conocimiento, ahora con las inflexiones propias de la historia latinoamericana.

No obstante, creo que persiste alguna debilidad en la historia de las bibliotecas en América Latina al comparar su producción con los proyectos, ya de larga duración, que tienen lugar en Europa y Estados Unidos. Por ello resulta importante alentar una concienciación de la narración histórica de las bibliotecas en nuestro continente. Es, desde luego, una intensa tarea la que nos espera por delante: la de un despliegue historiográfico de gran apertura que aún debe consolidarse plenamente. Esto tiene muchos riesgos: uno de ellos es llevar a cabo una historia de las bibliotecas en América Latina exclusivamente cultural, y no tener en cuenta, por ejemplo, la historia política, institucional, económica y social. Tenemos que andar el camino sin caer en un exagerado relativismo cultural, sin ceñirse con exclusividad a las perspectivas antropológicas o etnográficas. De manera que, viendo estas fortalezas y debilidades, observando asimismo la reciente aparición de algunas contribuciones como el citado libro de Aguirre y Salvatore, o el trabajo de Javier Planas sobre las bibliotecas populares en la Argentina,3 sin duda estamos inaugurando una nueva etapa en la historia de las bibliotecas en América Latina que, quizás, podríamos denominar “nueva historia de las bibliotecas en América Latina”.

El libro Bibliotecas y cultura letrada en América Latina: siglo XIX y XX es una referencia fundamental al considerar las últimas contribuciones al campo. Carlos, como uno de los editores responsables, quisiera consultarte por las conclusiones historiográficas que potencialmente se pueden extraer de esa reunión de trabajos.

CA: —Como la circulación de los libros entre los países de América Latina no siempre es fluida, quisiera comentar, en primer término y brevemente, algunas cuestiones sobre la preparación de ese volumen al que se refiere la pregunta. El libro nació al constatar la presencia de un área de estudio que combina perspectivas diferentes que vienen de la historia cultural, la historia del libro, la historia de la cultura impresa y la historia política, y que presenta a las bibliotecas en esta especie de encrucijada de diversos caminos. Como todo volumen de esta naturaleza, no siempre es posible abarcar todos los aspectos que pudieran ser tratados, y por lo tanto hay temas, periodos y países que quedaron pendientes. En algunos casos, por ejemplo, no pudimos dar con el especialista que se ocupara de ellos, y hay países que están mejor representados que otros. En todo caso, pensamos en esta obra como una primera aproximación, una especie de balance o estado de la cuestión, y también, por qué no, como una oportunidad para plantear algunas preguntas que luego se pueden retomar en investigaciones monográficas más específicas. Por otro lado, se trata de un libro acotado en el tiempo: toma como referencia los siglos XIX y XX. En definitiva, pienso que el conjunto de trabajos muestra un momento en la historia de las bibliotecas y una posibilidad de abrir nuevos caminos que otros podrán continuar. También es un libro que trata de distintos tipos de bibliotecas, esto es, bibliotecas nacionales y bibliotecas de barrio, la biblioteca de un convento y la biblioteca privada de un académico, una biblioteca formada en los albores de las repúblicas y las que se han levantado bajo los regímenes revolucionarios del siglo XX. De manera que el volumen buscaba dar cuenta de esta diversidad y, por esta misma condición, resulta difícil arribar a conclusiones historiográficas definitivas.

Dicho esto, quizá se puedan mencionar algunas lecciones derivadas de este conjunto de ensayos. La primera remite a la distancia entre los modelos y las expectativas imaginadas por los actores sociales respecto de cómo deben ser las bibliotecas y sus concreciones materiales. Desde luego, esto es algo que atañe a otras instituciones: las escuelas, las universidades, los partidos políticos. Esa distancia entre el imaginario y la realidad es una vía de exploración que requiere, asimismo, una explicación, es decir, ¿por qué no se dieron las condiciones que hubieran hecho posible que la biblioteca funcionara como se la imaginaba? Una segunda constatación —que de alguna manera adelantó Alejandro— refiere al modo en que vamos a ubicar a las bibliotecas, a los diferentes tipos de bibliotecas, en las coordenadas políticas, sociales y culturales nacionales, pero también transnacionales, de la circulación de las ideas y de los modelos culturales; es decir, no se puede hacer una historia estrictamente local, o incluso nacional, sin tener en cuenta qué modelos se están implementando en otras partes del mundo (no sólo en América Latina) en relación a las bibliotecas. Una tercera lección surge de la necesidad de conectar las historias de los distintos tipos de bibliotecas. Por ejemplo: no se puede comprender la formación de las bibliotecas privadas de los intelectuales sin mirar a las bibliotecas universitarias, porque en buena medida la carencia de éstas hizo posible o necesaria las otras. La misma necesidad de conectar historias puede aplicarse a las bibliotecas nacionales o populares. Debemos ser capaces de cruzar información. Las colecciones se mueven: sabemos que hay bibliotecas privadas que acabaron en bibliotecas públicas, o bibliotecas religiosas que terminaron en bibliotecas universitarias. Este cruce me parece importante y, creo, el libro refleja de alguna manera esas conexiones. Finalmente, pienso que la historia de las bibliotecas tiene que vincularse con la historia de las prácticas de circulación, adquisición y consumo de los bienes culturales. Esto es, no parece suficiente mantenerse dentro del circuito de intercambios que propician las bibliotecas; resulta fundamental sumergir esta historia en esa otra de mayor alcance para, de ese modo, volver sobre ella y comprender, así, su funcionamiento entre los mecanismos que gobiernan la circulación de los bienes culturales en la sociedad. Éstas son algunas de las pistas historiográficas que, creo, los ensayos reunidos en ese volumen nos ayudan a darle forma y precisar lo que, con mucha justicia, Alejandro denominó “la nueva historia de las bibliotecas en América Latina”.

Una de las cuestiones fundamentales que deben problematizarse para elaborar una historia de las bibliotecas en América Latina está relacionada con la posibilidad de construir periodizaciones. ¿Es posible organizar una periodización estable para las bibliotecas latinoamericanas y, en tal caso, qué elementos metodológicos se deben considerar? ¿En qué medida una periodización para este campo puede liberarse de los principios ordenadores más tradicionales como el de la política?

AP: —La cuestión de las periodizaciones en la historia en general y, de las bibliotecas en particular, es un tema complejo. Como bibliotecario y, por lo tanto, familiarizado con el uso de normas, estándares y categorías de clasificación, creo que las periodizaciones resultan útiles; pero también pienso que no son sólidas. Y esta, creo, es una virtud, porque exigen, dado su índole taxonómica y jerarquizante, ser constantemente sometidas a reinterpretación y a una lectura crítica. Antes de avanzar en la cuestión, debemos considerar que no existen las periodizaciones si no van acompañadas de un examen de las tipificaciones de las bibliotecas. Y en la historia de las de nuestro continente debemos hablar —tal como comentó Carlos— de una diversidad de formas de bibliotecas. Dicho esto, y puestos a intentar responder a la posibilidad de las periodizaciones, se me ocurre que, entre otras dimensiones posibles para problematizar la cuestión, dos resultan fundamentales. La primera se refiere a la reflexión que demandan las asociaciones establecidas entre un tipo de biblioteca y un momento histórico particular, como es el caso del período hispánico y las bibliotecas de órdenes religiosas, o el período independiente y las bibliotecas públicas. En términos generales, tenemos argumentos para justificar estas relaciones. Pero, por otro lado, hay elementos que ponen en duda estas asociaciones, estas jerarquías y tipificaciones. Veamos un ejemplo: el de las bibliotecas públicas, posteriormente nacionales, que se formaron en América Latina en el inicio del siglo XIX. Me detengo en la que más conozco: la actual Biblioteca Nacional Mariano Moreno. En el momento de su formación (como Biblioteca Pública de Buenos Aires), su acervo se constituyó a partir de colecciones de congregaciones religiosas (jesuitas de Córdoba, mercedarios de Buenos Aires) y del legado de bibliotecas particulares. Pero la totalidad de estos elencos bibliográficos eran exclusivamente del período colonial. De manera que, más que certezas para una historia de las bibliotecas en América Latina, se nos presenta una interrogante: ¿cuál es, entonces, el límite entre el período hispánico y el período independiente cuando tratamos con una biblioteca que se instituye en el momento revolucionario pero cuya colección es un legado de la coyuntura anterior? Es decir, las periodizaciones y los tipos de bibliotecas están mezclados. Una segunda dimensión para el análisis, y que deviene de este marco, remite al problema de las continuidades y las discontinuidades para poder determinar si una periodización es adecuada a la realidad histórica. Vemos, por lo tanto, que para América Latina es necesario no atenerse únicamente a una tipología cerrada, ya establecida. Por el contrario, debemos buscar nuevas tipologías —quiero enfatizar la idea de lo nuevo— que estén mejor calibradas con el objeto de estudio que estamos intentando elaborar. ¿Cuál es el desafío de esta historiografía? Justamente, reflexionar sobre la relación entre las periodizaciones y las tipificaciones bibliotecarias que reflejen mejor nuestros procesos políticos, institucionales, económicos y culturales.

CA: —Deseo señalar una idea que siempre me ha dado vueltas con respecto a este tema, y es la condición de fragilidad de las periodizaciones y, a la vez, la importancia de poder establecerlas. Es decir, los historiadores no podemos funcionar sin una periodización y, al mismo tiempo, somos conscientes de que estos cortes temporales están allí para ser cuestionados. Esto es así para la historia política, la historia económica y otros tipos de historias. De manera que las viejas divisiones entre, por ejemplo, el período colonial y el período republicano ya no funcionan adecuadamente. Las cosas se vuelven más complejas en el caso de la historia de las bibliotecas, no solamente por la diversidad de tipos, sino porque, al igual que otras instituciones y otros modelos culturales, las bibliotecas fueron integrándose a las sociedades latinoamericanas en distintos momentos. Para llevar las cosas a otro campo y trazar un paralelo podemos tomar la historia del fútbol. Hoy estamos en perfectas condiciones de hacer su historia en un plano latinoamericano, pero es obvio que van a existir periodizaciones diferentes para, por un lado, Argentina, Brasil, Uruguay o Chile, y por otro, Bolivia, Costa Rica, México, Cuba o Puerto Rico. Precisamente porque, como otros artefactos culturales, en este caso los deportes, ingresan en momentos distintos al imaginario y a las prácticas sociales de cada país; incluso al interior de cada uno de ellos ocurre lo mismo: el fútbol llega a Lima relativamente temprano, pero lo hace mucho más tarde en otras regiones del Perú. Por lo tanto, establecer periodizaciones amplias y sólidas es un ejercicio bastante complejo. Yo preferiría, en cambio, utilizar la idea de momentos o coyunturas que afectan el desarrollo de las bibliotecas en distintos países, que no coinciden necesariamente en el tiempo, pero que presentan problemáticas y respuestas similares, y que por ello se prestan a ser comparadas. Por ejemplo, las bibliotecas religiosas en el período colonial: más allá de dónde se formaron, si se fundaron más temprano o más tarde, y qué pasó con ellas luego de la independencia, hay ahí una articulación entre los mecanismos de poder y las jerarquías en el período colonial con el funcionamiento de las bibliotecas religiosas que, como sabemos, tenían una serie de características similares en términos de la colección misma, del acceso a ella, de los usuarios, etc. Luego, hay otro momento muy claro, que es el de la formación de las bibliotecas nacionales y el nacimiento de las repúblicas, que no necesariamente coinciden en el tiempo en los distintos países de la región, es decir, no se fundan de forma sincrónica, pero todas intentan responder a ciertas expectativas o problemáticas que son más o menos comunes a los diferentes países. Otra coyuntura puede ser la de la formación de bibliotecas populares, bajo la idea de llevar la cultura del libro a las masas. Esto se impulsó a veces desde el Estado central, a veces desde las organizaciones municipales, incluso desde los partidos políticos, de los sindicatos y otras instituciones, y coincide, a grandes rasgos, con la difusión de la educación y con las campañas de alfabetización. Pero no se puede dudar de la existencia de un momento en el que distintos actores sociales, con mucho optimismo, se embarcaron en esta tarea de llevar la cultura al pueblo, y entonces se formaron bibliotecas en los barrios, en las pequeñas comunidades, en sindicatos. Creo que hay otro momento que tiene que ver con la emergencia de regímenes populistas y revolucionarios. No quiero decir que sean lo mismo, pero en algo se parecían: todos creían en la idea de que el Estado tenía que jugar un papel central en la promoción de la cultura. Esto se advierte en el México posrevolucionario, en la Argentina de Perón, en Cuba luego de la revolución, en el Perú de Velasco Alvarado, en el Chile de Allende. Hay en estas experiencias una identificación entre la promoción de la lectura y la cultura “nacional” y la formación de las bibliotecas. Y, también, la constitución de una suerte de consciencia cívica y popular que terminaría, de alguna manera, respaldando los ideales de esos regímenes. En el ensayo de Ricardo D. Salvatore sobre las bibliotecas en Cuba luego de la revolución,4 el autor nos recuerda que Fidel Castro imaginaba la formación de una biblioteca en cada hogar, es decir, una utopía que, aunque no necesariamente inviable, reflejaba la idea de llevar la cultura al corazón mismo de la población. Finalmente, hay que considerar las coyunturas en las que se destruyeron las bibliotecas o, en todo caso, las ocasiones en las que se limitó el acceso a ellas durante regímenes autoritarios y dictatoriales. Eso ocurrió en diferentes fechas y con distintas intensidades en Argentina, en Chile o en Perú, pero en estos y en otros países hemos experimentado esos intentos por controlar el acceso a la lectura. En ocasiones se han puesto en práctica formas de censura que no necesariamente se tradujeron en el cierre de bibliotecas o en la limitación para acceder a ellas, pero sí en la prohibición de ciertos libros y autores o en la existencia de materiales que sólo circulaban con algún permiso especial, como ocurrió en algunos casos en Cuba.

Cada una de estas coyunturas o momentos produjo una serie de acciones y reacciones que hace falta estudiar en términos específicos, pero que, creo, ayudan a perfilar una cierta periodización que abarca a toda la región y que supera y trasciende las tradicionales formas de dividir la historia latinoamericana en períodos más bien convencionales que ya no funcionan cuando queremos reconstruir historias específicas, como es el caso que estamos tratando.

Al adentrarnos en los temas-problemas de la historia de las bibliotecas, y en función de lo dicho, vale la pena detenerse, quizá por su condición genética, en el pasaje de la colonia al período independiente. La formación de las bibliotecas públicas en Perú y Argentina son, probablemente, dos casos que condensan un conjunto de cuestiones cuyo poder heurístico se presta mejor que otros para ejemplificar las relaciones entre, por un lado, el traslado de las colecciones en manos privadas o de instituciones cerradas hacia la constitución de los primeros acervos públicos, y, por otro, la articulación entre este proceso y los sentidos políticos de las trasformaciones producidas por las revoluciones de independencia. ¿Cuáles son las características que consideran centrales para comprender las relaciones entre bibliotecas y revolución? ¿Qué resonancias históricas tuvo este fenómeno para la formación del patrimonio bibliográfico de América Latina?

CA: —En el caso peruano, como probablemente es conocido, la formación de la Biblioteca Pública de Lima fue una iniciativa de José de San Martín. Habían existido en las postrimerías del período colonial, por parte de miembros de las sociedades ilustradas de Lima, una serie de reclamos para que se formase una biblioteca pública, pero esas aspiraciones recién se concretaron luego de la llegada de San Martín y la proclamación de la independencia. Y es, de hecho, muy significativo, a nivel de proyecto, de imaginario, que San Martín decidiera la formación de la biblioteca pública como una de las primeras medidas de su gobierno. El decreto de formación de este establecimiento explicitaba que se trataba de una institución para brindar acceso a los libros a todas las personas, es decir, un sueño, una utopía. La base material de su acervo, como el de otras de su tipo en ese tiempo, se formó a partir de colecciones previamente existentes. El propio San Martín donó varios cientos de volúmenes de su biblioteca personal, a la que luego se agregaron otras donaciones de intelectuales limeños. También ingresaron las bibliotecas de los jesuitas, que habían pasado a la Universidad de San Marcos cuando se produjo su expulsión, y ahora, junto con el resto de la colección de la biblioteca universitaria, se integraban a la recién fundada biblioteca pública. De manera que aquí también se produce aquello que señalaba Alejandro, es decir, algunas bibliotecas coloniales formaron el núcleo central de la nueva biblioteca pública de Lima.

Quisiera citar un fragmento de lo que dijo San Martín en el discurso inaugural de la biblioteca: “la biblioteca es destinada a la ilustración universal, más poderosa que nuestros ejércitos para sostener la independencia”. Es decir, le otorga a la cultura, a la ilustración y al acceso a los libros una fuerza mayor que a los ejércitos en la consecución de una plena independencia. Los ejércitos dan la pelea en el campo de batalla, pero luego, para que la república o la independencia se haga efectiva, se necesitaban ciudadanos ilustrados y cultos.

Los cuerpos literarios —continúa San Martín— deben fomentar aquella [la ilustración], concurriendo sus individuos a la lectura de los libros para estimular a lo general del pueblo, a gustar las delicias del estudio. Yo espero que así sucederá, y que este establecimiento, fruto de los desvelos del gobierno, será frecuentado por los amantes de las letras de su Patria.5

Hay aquí todo un programa, que debemos ponerlo en relación con otras propuestas de la misma época, en lo que el historiador peruano Jorge Basadre llamó “la promesa de la vida peruana”, esto es, las ideas de igualdad ante la ley, ciudadanía, libertad y acceso universal a la cultura. Se trata de promesas que, en algunos casos, se reflejarían a nivel de la constitución y las leyes, pero que lamentablemente —y aquí vuelvo a la distancia entre proyectos e implementaciones—, no se pudieron concretar. Es más, yo diría que una utopía como la sanmartiniana era imposible de concretar. Primero, porque San Martín estaba fundando la Biblioteca Pública de Lima, no una red de bibliotecas que cubriera todo el territorio peruano, de manera que los potenciales lectores de Cusco, Arequipa o Trujillo no estaban incluidos en esa aspiración. Segundo, porque la Biblioteca Pública, en el curso de su historia, fue también víctima de la inestabilidad política, las limitaciones presupuestarias y, especialmente, de una visión elitista que muchos de sus directores implementaron: la idea de que la biblioteca no era para todos, sino que estaba destinada para un grupo selecto, para una minoría ilustrada. De hecho, mi colega Pedro Guibovich Pérez, hace referencia a disposiciones, en el final del siglo XIX, que buscaban en la práctica limitar el acceso a ciertos grupos de personas, como si la biblioteca, para su funcionamiento adecuado, tuviera que ser una especie de fortaleza a la que solo podía ingresar una minoría selecta.6 Finalmente, en un país como el Perú, con una amplia mayoría, en ese momento, de población indígena de habla quechua que no siempre contaba con acceso a la educación formal en español, y con un legado colonial de desprecio que pesaba sobre las manifestaciones culturales de ciertos grupos sociales y étnicos, resulta muy difícil imaginar que los sucesivos gobiernos hubieran hecho un verdadero esfuerzo por trasladar a la práctica la utopía sanmartiniana. Y es en esa disfunción entre el proyecto y la práctica donde debemos fijar la mirada para ver qué se consiguió, y por qué es que no se pudo lograr que las bibliotecas se convirtieran en una especie de herramientas al servicio de la ciudadanía, en instrumentos que ayudasen a construir sociedades más democráticas, más inclusivas, más participativas.

AP: —Este tema de las bibliotecas, la revolución y la independencia es, desde luego, sumamente amplio. En muchos países de América Latina —Argentina, Perú, Chile, etc.— la revolución y la independencia estuvieron fuertemente unidas a las bibliotecas de consulta pública y de construcción de ciudadanía, como podemos decir desde el presente. Esta asociación nos lleva a constatar que, con algunas excepciones, no se ha tratado con profundidad o desarrollado una lectura de la historia de las bibliotecas en clave política. En la historiografía académica tradicional, no digo bajo ningún punto de vista en su totalidad, historiadores y bibliotecarios rehuyeron de estudiar las construcciones bibliotecarias dentro de su trama política e ideológica. Pienso que es un error, simplemente porque no existe una construcción más política que los intereses de los diferentes sectores de la élite por posicionarse en el centro de las bibliotecas para mantenerlas dentro de las esferas del poder y del domino. Debemos brindar un ejemplo para ilustrar estas relaciones. ¿Qué es lo que pasó con la creación de la Biblioteca Pública de Buenos Aires en 1810, o con la fundación de la biblioteca en Lima que formó parte, también, de esta misma coyuntura? Los revolucionarios que formaron la Junta de Mayo en Buenos Aires no fueron “lerdos ni perezosos”: vieron en la creación de la biblioteca una cuádruple oportunidad de extender una nueva legitimidad. Primero, concebir y proyectar la revolución en un marco cultural acorde con la Ilustración. Esto es indubitable. Segundo, y al igual que lo vio Julio César con las antiguas bibliotecas públicas romanas, impulsar un instrumento político y cultural para sostener la revolución, tal como hacía referencia Carlos a partir de la cita a San Martín. Tercero, y aquí entramos en ámbitos más originales, romper con la tradición según la cual la administración de las bibliotecas era exclusiva responsabilidad de los hombres vinculados con la Iglesia Católica. La revolución significó un punto de inflexión, pues de allí en más un gobierno civil se hacía cargo de crearlas y mantenerlas. Finalmente, el cuarto aspecto está dado por el llamado a la ciudadanía, a los que eran reconocidos como vecinos, a participar del gobierno revolucionario con el legado de obras y dinero, es decir, aquí tenemos un temprano y novedoso vínculo entre gobierno y ciudadanía. Este último sentido político de las bibliotecas revolucionarias se extendió por América Latina a lo largo del siglo XIX y, lo que es muy valioso, les otorgó un origen y una identidad definida por el modo en que fueron legados esos fondos, y las hace diferentes de las bibliotecas nacionales que se formaron en Europa, cuyo fundamento fueron las casas reales. Esta circunstancia no sólo nos pone en condiciones de abordar este período y estos procesos bibliotecarios entre las tradiciones y los cambios propiciados por la modernidad, sino que además nos obligan a salir de los enfoques o posicionamientos eurocéntricos que, en diversas ocasiones, fueron utilizados como contextos interpretativos sin una adecuada meditación.

Un segundo tema-problema que resulta fundamental explorar, y que en buena medida se produce a partir de los cruces disciplinares de las últimas tres o cuatro décadas, es el de las relaciones entre la historia intelectual y la historia de las bibliotecas. Pienso que los vínculos entre estos campos se reforzaron, además, por la presencia de las bibliotecas particulares de figuras intelectuales en las bibliotecas públicas. De manera que, para una primera aproximación, dos preguntas pueden resultar propicias. La primera es epistemológica, ¿qué puede aportar el conocimiento de las bibliotecas a la historia intelectual? Y a la inversa, ¿qué cosas se lleva la historia de las bibliotecas al mezclarse con la historia intelectual? La segunda pregunta está relacionada con las políticas públicas, y pude formularse así: ¿cómo fueron las políticas de preservación de los patrimonios bibliográficos de los intelectuales de América Latina y qué sucede con los sentidos originarios de estas colecciones una vez que ingresan al circuito público de consulta?

CA: —Son dos preguntas muy amplias, para cuyo desarrollo necesitaríamos todo un seminario y, aun así, es posible que no agotemos el tema. Pienso que la nueva historia de las bibliotecas —volviendo a la propuesta formulada por Alejandro— se nutre de esta suerte de boom de trabajos de historia intelectual muy creativos, diversos y fascinantes, muy diferentes a la vieja historia de las ideas, que hoy quizá nos parece un poco aburrida y limitada. Hoy, la historia intelectual se nutre de una serie de herramientas conceptuales de la historia cultural y la historia política y se conecta muy de cerca con las distintas entradas que ofrece la historia del libro, la edición y la lectura. Pienso que la historia de las bibliotecas ayuda a comprender una serie de cuestiones de la historia intelectual; por ejemplo, la forma de trabajo de los intelectuales, es decir, los aspectos más prácticos, materiales, de su oficio: dónde leen, cuándo leen, qué libros consultan y cómo los consiguen, qué otras fuentes de información utilizan, cómo circulan las ideas y el conocimiento, el uso de las traducciones o las aptitudes para leer en los idiomas originales y, también, las jerarquías que se establecen, a partir de estas dimensiones, en las disputas por la legitimidad del trabajo intelectual: por poner un ejemplo, para algunos círculos intelectuales una biblioteca con colecciones en inglés o en francés resulta mucho más valiosa y prestigiosa que, por caso, una que tiene colecciones solamente en español o en idiomas considerados periféricos. En un sentido general, entonces, entender el funcionamiento de las bibliotecas ayuda a completar los retratos individuales y colectivos que podemos hacer de los intelectuales, incluyendo la formación y el funcionamiento de las redes, es decir, quiénes acceden a qué bibliotecas, a qué colecciones y a qué tipos de lecturas, y luego los diálogos que se establecen teniendo en cuenta esos elementos del quehacer intelectual. A la inversa, la historia intelectual permite a quienes practican la historia de las bibliotecas ir más allá de una historia estrictamente institucional, dentro de la cual se estudian los modelos bibliotecológicos, los catálogos, la formación de colecciones. Estos aspectos son sin duda muy importantes, pero la mirada de la historia intelectual permite ubicar esas historias particulares de las bibliotecas dentro un marco más complejo. Podemos decirlo de este modo: la historia intelectual le inyecta a la historia de las bibliotecas una serie de preguntas acerca del papel de los intelectuales y de las ideas en los procesos sociales, de los modos de producción de conocimiento y su acumulación, de las formas de apropiación, de las resignificaciones de las ideas y de los patrones culturales que provienen de otros lugares y, también, nos pone frente al elemento político: la historia intelectual contribuye a politizar —como refería Alejandro— la historia de las bibliotecas. Creo que en este plano debemos pensar cómo estas disciplinas pueden ayudar a problematizar las jerarquías construidas en el tiempo: coloniales, imperiales, raciales, lingüísticas. Esas jerarquías fueron construidas, por ejemplo, a través de formulaciones que sugieren o indican que una buena biblioteca debe tener una colección universal, pero que bien examinada se advierte que, en rigor, es una colección de lo que se conoce como “cultura occidental”. También se advierte en la idea misma de canon u obras cumbre, es decir, la aspiración a que las bibliotecas contengan los títulos considerados clásicos de la literatura universal, que naturalmente eran casi siempre occidentales. En este sentido, las preguntas que la historia intelectual ha estado formulando en las últimas décadas ayudan a precisar mejor lo que queremos hacer cuando queremos hacer historia de las bibliotecas.

Un tema que está a la vista para enlazar estas dos disciplinas remite a esas mudanzas de los patrimonios bibliográficos de lo privado hacia lo público. Pienso que este fenómeno ha ocurrido en diferentes épocas y con distintos ritmos, pero las políticas sobre estos traslados fueron siempre bastante inconsistentes. Aquí hay una cuestión sobre la que necesitamos avanzar. En términos generales, la incorporación de colecciones particulares a las bibliotecas públicas tuvo más que ver con las iniciativas personales, sea de los propietarios o de los herederos, o con el entusiasmo que a veces tuvieron los directores de las bibliotecas, pero que siempre fueron esfuerzos a distancia de lo que puede considerarse como una política de Estado. De hecho, esto se puede constatar al mirar la cantidad de colecciones que terminaron en universidades extranjeras, en especial a lo largo del siglo XIX y la primera mitad del XX. La otra cuestión a la que nos remiten los vínculos entre historia de las bibliotecas e historia intelectual es el examen de aquello que sucede con las bibliotecas que efectivamente ingresan a la esfera de lo público. Por el momento debemos avanzar por casos, porque en algunas oportunidades se mantienen de forma unitaria e, incluso, en ubicaciones físicas separadas. En el Perú, la colección Porras Barrenechea o la colección Denegri Luna, una en la Biblioteca Nacional y la otra en la Biblioteca del Instituto Riva Agüero, forman parte de esa tradición de mantenerlas como unidades y separadas físicamente del resto del acervo de las instituciones que las cobijan. De manera que, cuando se consulta un libro de esa colección, se sabe que estás manipulando el ejemplar que perteneció a un intelectual destacado y que te estás aproximando a esa especie de área casi sagrada, producto del afán ilustrado y coleccionista de sus propietarios originales. Y es esta mezcla entre lo público y lo privado, los sentidos de un lado y de otro, lo que nos deja campo a la interpretación: ¿cómo es que estas colecciones, que ya forman parte de lo público, mantienen al mismo tiempo ese espíritu o aura de coleccionistas privados? ¿De qué modo esa permanencia alimenta el culto a las personalidades, la idea del gran intelectual que, como un faro, todavía nos ilumina? Se trata, en todo caso, de una transición no del todo completa de lo privado a lo público en el que, además, se percibe un aire elitista que sigue marcando la existencia y la consulta de este tipo de colecciones, un asunto que merecería una mayor discusión.

AP: —Creo que, como señalaba Carlos, sólo podemos brindar una primera y sumaria aproximación al tema que se presenta al cruzar la historia de las bibliotecas y la historia intelectual. Quisiera agregar algunos elementos a los ya enunciados. Un tema capital, y que muchas veces no fue considerado con su debida magnitud, está relacionado con los modos de concebir la biblioteca. Me refiero en este caso a pensarlas como lugares donde se desarrolla la información, el conocimiento y los saberes de cada época. Una concepción que, entre otros, fue trabajada en la Argentina por Ricardo D. Salvatore, y que subraya esa condición de entramados, moradas, lugares del saber. Es necesario pensar el acervo de las bibliotecas como mapas epocales del conocimiento y que, por lo tanto, están consustanciados con la historia intelectual. Son, en otros términos, capitales históricos y simbólicos en potencia y, podemos decir, no sólo en potencia: porque en las colecciones de las bibliotecas palpita y habita la historia intelectual misma, en el sentido de testimonio de un discurso y una actividad histórica que es motivo de lectura. Y estas producciones de conocimientos son fluidas, porque el desarrollo de esas colecciones también es el desarrollo del pensamiento intelectual en forma continua. En este contexto, pienso que los libros tienen un orden y una memoria temática, tanto en sus estantes como en las prácticas de lectura. La biblioteca, pues, es un lugar o una esfera de los saberes que van a reflejar las propias dinámicas de pensamiento de un período determinado. Esto es relevante: poner un orden bibliotecario en una colección es establecer una cartografía de los saberes de una sociedad. Es por ello por lo que resulta fundamental el estudio de las colecciones de las bibliotecas y su desarrollo: el ordenamiento que les dieron los y las
bibliotecarios/as para ayudarnos a comprender la geografía y la territorialidad intelectual en todas sus facetas, ya se trate de un país o una región. Para sintetizar: la relación entre historia de las bibliotecas y la historia intelectual es dinámica o, mejor dicho, de condición dialéctica. Las bibliotecas, como espacio ordenado de los libros, son los insumos de la actividad intelectual a la vez que parte indispensable de los documentos necesarios para indagar sobre la historia intelectual y, a la inversa, la historia intelectual brinda las pistas necesarias para interpretar los complejos procesos de producción del conocimiento que luego quedan testimoniados, objetivados, en los estantes de una biblioteca.

Ahora bien, la preservación de estas bibliotecas y de sus colecciones de dimensiones intelectuales, que en definitiva constituyen los fondos que habilitan las indagaciones de distintas disciplinas, es una cuestión delicada para América Latina. Lo que sabemos con relación a los pasajes de las bibliotecas privadas o particulares hacia diversos acervos institucionales es que, en rigor, son muy pocas las que han llegado a las grandes bibliotecas, a las nacionales, las congresales o las de academias. Asimismo, cuando ingresaron, permanecieron muchas veces bajo cierto anonimato o desconocimiento general, debido a la inexistencia de políticas bibliotecarias planificadas respecto de qué hacer y cómo tratar con esas colecciones en el seno mismo de las bibliotecas y dentro del concierto más amplio de sus planteles bibliográficos. Pienso, de todos modos, que en los últimos veinte años hubo importantes avances. Las bibliotecas han puesto un especial ahínco en reconstruir el imaginario de las lecturas de sus poseedores, y que, si habían sido dispersadas, se han iniciado procesos para volverlas a reunir, al menos nominalmente desde el catálogo. Y este proceso no se ha realizado bajo una idea de conservar la memoria de una élite, sino bajo el principio que rige la preservación de la historia intelectual y de la cultura de un país. Las posibilidades que se abren con este proceso todavía en curso son infinitas. Pensemos específicamente en el hecho de acceder al universo de la marginalia: ¿cuánto más podremos saber de las interpretaciones y de los modos de leer a partir de la posibilidad de tener en nuestras manos las escrituras hechas al margen de los libros por sus antiguos propietarios? El campo, en el presente contexto, está enteramente abierto.

Probablemente, uno de los temas más visitados por la bibliografía en la historia cultural haya sido el que busca comprender las relaciones entre cultura letrada y cultura popular. De manera que, como un gesto de campo, nos vamos a deslizar hacia ese núcleo de preguntas que está en el centro de los vínculos entre bibliotecas y cultura popular. En este sentido, los procesos de alfabetización de finales del siglo XIX y comienzos del XX —desiguales en América Latina— produjeron, en términos generales, la emergencia de diferentes tipos de bibliotecas: populares, comunales, obreras, barriales. Por primera vez, y a diferencia de lo que había ocurrido con anterioridad, la mayor parte de las personas tuvieron la posibilidad de acceder materialmente a una biblioteca. ¿Qué consecuencias supuso este proceso respecto de la idea de biblioteca? ¿Cómo pensar las relaciones entre biblioteca y cultura popular?

AP: —Como bibliotecario —ejerzo la profesión hace muchos años— pienso que los diferentes tipos de bibliotecas deben procurar facilitar el acceso de todos los lectores y todas las lectoras a las colecciones de las que se disponen. En el desarrollo histórico de larga duración, dentro del cual emergieron los distintos tipos de bibliotecas, es posible entrever una ampliación progresiva del acceso a los libros. En otras palabras, se extiende una dinámica inclusiva: la historia de las bibliotecas es, a su manera, una historia acerca de cómo los hombres y las mujeres pudieron acceder con mayor libertad a los elencos bibliográficos. A partir de las complejas realidades en las que viven y han vivido las bibliotecas en nuestra región, la pregunta por la idea o el concepto de cultura popular y su relación con estos establecimientos exige un examen de la noción de cultura de élite. Planteada la cuestión de esta manera, reingresamos, me parece, a la faz política de las cosas, a la lucha por el poder y el domino sobre la disposición de las colecciones. Y, a la vez, este reingreso a lo político nos impone considerar la aprehensión epistemológica a la que me referí con anterioridad: debemos pensar las bibliotecas latinoamericanas, su historia y su identidad, desde su propio núcleo, y no bajo los conceptos generados a partir de la historia bibliotecaria europea o anglosajona. Cuatro ejemplos pueden resultar de utilidad para clarificar las relaciones entre cultura popular y cultura de élite. Primero, la formación de la Biblioteca Pública de Buenos Aires fue una iniciativa de una cultura revolucionaria burguesa, ilustrada, que intentó alcanzar a sectores más amplios. Segundo, ya en el siglo XX, las bibliotecas de las sociedades de fomento barriales formadas por sectores de clase media cuyos esfuerzos buscaban llegar a segmentos con modestos ingresos. Tercero, los intelectuales socialistas y anarquistas que fomentaron el establecimiento de bibliotecas para los trabajadores. Cuarto, la Iglesia Católica y su influencia en la institución de las bibliotecas de los Círculos Católicos Obreros. De manera que, lo que aquí tenemos es un debate trasversal sobre la relación entre cultura popular y cultura de élite. Esto es lo que debemos estudiar, considerando, además, a los sectores desclasados o marginados. Al recorrer este camino estamos en condiciones de pensar cuál es la idea de biblioteca, que sin duda es compleja y heterogénea; es una construcción abierta, plural y coral; es un producto, también, de los vínculos entre los sectores culturales populares y los de élite, y del momento en que cada uno juega un papel en la historia de las bibliotecas y tiene acceso a ellas y son representados por ellas.

CA: —Voy a traer a la conversación un caso para ilustrar las dinámicas de funcionamiento de las bibliotecas al interior de ciertos grupos, para poder ver allí también cómo los imaginarios se van transformando en esa interacción. Se trata de un asunto al que le he prestado atención en algunos de mis trabajos: las bibliotecas carcelarias. En el imaginario del común de las personas la cárcel está en las antípodas de las manifestaciones culturales e intelectuales, aquello que Ángel Rama llamó la ciudad letrada. Muy pocos imaginan la cárcel como un espacio de producción de conocimiento o de circulación de ideas y, sin embargo, lo fue. Y esto por varias razones. De un lado porque, como se sabe, en algún momento de su historia las cárceles fueron lugares de producción de libros: los presos trabajaban en los talleres de imprenta y, por lo tanto, estaban familiarizados con la producción de libros y otros materiales impresos. De otro lado, muchos libros se escribieron en la cárcel, generalmente por parte de intelectuales y presos políticos, pero en algunos casos también por presos llamados comunes. Y finalmente, porque para quienes diseñaron las cárceles a partir del siglo XIX, la lectura formaba parte de la terapia empleada para regenerar a los reclusos, y por ello se formaron bibliotecas cuyas colecciones debían contribuir a enriquecer la cultura del preso. En la vida cotidiana de las cárceles, de hecho, la biblioteca se convirtió en un espacio de negociación: se exigía buena conducta a los presos que querían acceder a los materiales bibliográficos, y estos, desde luego, estaban por lo general muy controlados. Resulta difícil imaginar que, por ejemplo, presos políticos de grupos revolucionarios accedieran a una biblioteca de cultura marxista. En general, se buscaban formar las colecciones con lecturas inocuas y consideradas edificantes. Y, sin embargo, se ha constatado la existencia de mecanismos a través de los cuales los presos lograban que se ingresaran materiales que ellos querían, sea por entretenimiento, formación o necesidad. En este sentido, también reclamaron la incorporación de libros y otros materiales que inicialmente no estaban previstos, pero las limitaciones presupuestales podían ser un obstáculo, pues la administración carcelaria destinaba un presupuesto ínfimo a la adquisición de obras. Frente a esta limitación, los presos reclamaron que se aceptara el ingreso de libros traídos por sus familiares, lo que generó, en distintos momentos y lugares, una circulación de bibliográfica inicialmente no contemplada por las autoridades. Este microcosmos, además, tenía como ingrediente el hecho de que, como los presos disponían de varias horas al día para dedicarse a actividades que no tenían que ver con el sueño, el alimento o el trabajo, y necesitaban romper con la rutina y el tedio, buscaron en la lectura una manera de hacer frente al aislamiento y contrarrestar las limitaciones que impone el encierro. A partir de este caso creo que efectivamente podemos pensar en los cambios de percepción en el uso de las bibliotecas y extender las conclusiones un poco más allá de las visiones convencionales. Si nos detenemos en el ejemplo al que he aludido, atrás parece haber quedado la imagen de la biblioteca como un edificio imponente, al que sólo asistían señores de saco y corbata, y donde supuestamente se irradiaba el conocimiento, para representar ahora una forma más práctica y directa y menos sacralizada y jerárquica de acceder a los libros. Las bibliotecas, con todas sus limitaciones, se volvieron espacios más democráticos. Al mismo tiempo, sin embargo, creo que este cambio de percepción y estas distintas formas de aproximación al mundo de las bibliotecas se produjo de forma limitada o parcial. Las zonas urbanas fueron privilegiadas en relación con los espacios rurales. En algunos países, amplios sectores sociales permanecieron demasiado tiempo al margen de estos procesos. Y en otros, como en el caso de México luego de la revolución, hubo políticas muy tenaces de alfabetización: se imprimieron millones de libros, se crearon bibliotecas en todo el territorio, se promovió la lectura. Pero aun en este caso, creo que restan preguntas que son difíciles de contestar por las dificultades de acceder a las fuentes, pero que están en el centro de esta mirada hacia la cultura popular y su relación con las bibliotecas: ¿qué leían, cómo leían y por qué leían los ciudadanos mexicanos durante ese período? En algunos estudios se puede observar, como en el caso de las clases medias y trabajadoras urbanas de la primera mitad del siglo XX, este imaginario que conecta la posesión de libros con un cierto orgullo de haber podido, finalmente, acceder a la educación, y que luego se transmite a los hijos: padres que nunca leyeron pero que compraron libros porque ellos permitían augurar un mejor futuro para sus hijos. Hay en esto un ángulo que conviene subrayar: la idea de la lectura como un trampolín hacia una vida mejor, en lo espiritual y lo material. Este esfuerzo, digamos, de superación se ve reflejado y complementado por las campañas de difusión del libro que, en el caso de las editoriales, se testimonia mediante esos avisos al estilo de: “forme su propia biblioteca”. Hablamos de ese momento histórico en el que los libros llegan a los kioscos, y la idea de coleccionismo —antes restringida a las élites— comienza a volverse popular. Es decir, la práctica de coleccionar ya no pertenece solamente a los aristócratas o a los intelectuales, sino también a los sectores populares: la pequeña y modesta biblioteca del hogar, con ediciones en papel de baja calidad, malas traducciones y gruesos errores de impresión, pero que estaban allí, como evidencia de un logro y una promesa. En un sentido general, el imaginario de la biblioteca se transformó: no para todos, no de la misma manera, pero sí hubo un cambio sustantivo en la manera en que las personas se relacionaron con esa construcción cultural que llamamos biblioteca.

Para finalizar esta charla, hay dos tópicos opuestos que merecen sus incursiones específicas: la construcción y la destrucción de las bibliotecas. Carlos, en referencia a este último, quisiera preguntarte por un caso: el incendio de la Biblioteca Nacional de Perú. Pero, más allá de las características propias de este episodio, ¿qué aspectos conceptuales o metodológicos considerás que se deben evaluar para producir una historia de la destrucción de las bibliotecas y de las pérdidas del patrimonio bibliográfico en la cultura latinoamericana?

CA: —Cuando yo era estudiante, los archivos tenían una especie de aura fetichista: “debes ir al archivo y ahí vas a encontrar respuestas a tus preguntas” era una recomendación frecuente de nuestros profesores. Y, en cierto sentido, esto es verdad: se va al archivo, se consulta, se hacen fichas, se procesa y luego se escribe un ensayo, una tesis o una monografía. Pero, como ya es de conocimiento amplio, porque se ha escrito mucho sobre esto en los últimos treinta o cuarenta años, los archivos tienen su propia historia: importa saber cómo se forman, quiénes lo forman, con qué objetivos lo hacen, cómo se clasifica su acervo. Hay archivos que esconden más de lo que muestran. Y el azar también influye mucho, tanto en la formación de los archivos como en el acceso a ellos. Me ha tocado invertir largas horas de búsqueda hasta caer en la cuenta de que aquel documento que necesitaba simplemente estaba mal catalogado, o algún empleado distraído —o quizás mal intencionado— lo había puesto en un lugar incorrecto. Estas historias ocurren. Y, por supuesto, la destrucción y desaparición de repositorios, incluyendo archivos y bibliotecas, son también parte de esta historia. Y esto ocurrió en Lima en el año 1943, con el incendio que destruyó buena parte de la colección de la Biblioteca Nacional del Perú.7

En esa época, el Archivo General del Perú se hallaba en el mismo edificio, pero felizmente el siniestro no lo afectó. Las perdidas hubieran sido irrecuperables porque, a diferencia de una biblioteca, cuyos ejemplares se pueden reemplazar con algo de suerte y recursos, los documentos de archivo son únicos. Fue un incendio sobre el cual se tejieron varias conjeturas, pero existe consenso en admitir que no fue un hecho casual. Al margen de quién estuvo detrás de esto, fue una especie, digamos, de crónica de una tragedia anunciada —para hurtarle el título a la novela de García Márquez. Había en ese entonces tal descuido, una suerte de complicidad pasiva entre las autoridades del gobierno y de la biblioteca, y del personal mismo, que tarde o temprano iba a ocurrir una tragedia como la que sucedió. El caso de este incendio es dramático, pero quisiera reflexionar también sobre esa desidia que le precedió (y que no ha sido eliminada) y que ha destruido muchos acervos, pero que suele quedar en el olvido. Me refiero a la destrucción o merma cotidiana de las bibliotecas producto del descuido, la falta de interés y de recursos, los robos sistemáticos, la corrupción y la falta de políticas públicas de preservación del patrimonio cultural y bibliográfico. Porque, en efecto, se ha perdido y se pierde lo que ya está resguardado en una biblioteca o en un archivo, pero también se pierde continuamente aquello que aún no lo está. Para ilustrar este punto me parece un buen ejemplo la colección personal del arquitecto e historiador peruano Juan Gunther, que dedicó toda su vida al estudio de la historia de Lima y la preservación de su patrimonio urbanístico. Y en ese esfuerzo reunió la mejor biblioteca que se puedan imaginar sobre la historia de la ciudad: libros, revistas y folletos, pero también postales, fotografías, mapas, planos, medallas; todo lo que hubiera sobre Lima él lo buscaba y lo coleccionaba con una pasión realmente contagiosa. Alguna vez tuve la fortuna de visitar su biblioteca y quedar maravillado con la cantidad y calidad de materiales que tenía. Y un día murió Juan Gunther, y por razones que no viene al caso mencionar, su colección terminó desperdigada, vendida por lotes a librovejeros quienes, a su vez, la fueron colocando entre coleccionistas y estudiosos. De las muchas bibliotecas que conozco que se han desmembrado esta es una de las que, me parece, ilustra mejor la falta de interés y visión de nuestras élites culturales y económicas. Lo que costaba esa colección era menos de lo que paga un banco por un puñado de minutos en la televisión para un aviso comercial. Poco dinero para algunos, pero que hubiera representado una gran inversión para futuros investigadores de la historia de Lima.

En el proceso inverso al desgarramiento de los patrimonios podemos ubicar las tareas que los bibliotecarios y las bibliotecarias desarrollaron día a día para preservar y brindar acceso público a los libros. La historia de las concepciones y de las técnicas bibliotecarias en América Latina constituye un punto de partida necesario. Alejandro, ¿en qué lugar de la historia de las bibliotecas ubicás lo que podemos denominar, en términos generales, como la historia de las ideas bibliotecarias?

AP: —Al momento de pensar cómo se han instrumentado las bibliotecas a lo largo de la historia, los aspectos relacionados con las actividades de los bibliotecarios y las bibliotecarias han quedado un poco al margen. Y creo que esto se debe, ni más ni menos, a que la historia de las bibliotecas, en general, no fue escrita por ellos y ellas; de allí que subsistan aspectos no explorados en relación con su intervención; esto es, con el uso de normativas, con las prácticas de administración, con la producción de reglamentos y, desde ya, con su propia formación. Esto produjo algunas limitaciones en la producción historiográfica del campo. Tomemos como referencia un área del funcionamiento de las bibliotecas para ilustrar esta idea: los procesos técnicos que los bibliotecarios han empleado para crear los catálogos, para disponer los libros en un orden racional. Probablemente, un historiador no pueda ver en ello lo mismo que un bibliotecario. De manera que su aporte se vuelve imprescindible en este sentido. Muchas personalidades letradas, como Ricardo Palma en Perú o Paul Groussac en la Argentina, debieron optar y aplicar, bajo sus administraciones, protocolos de clasificación y códigos de catalogación. Estas cuestiones son motivo de análisis histórico para las bibliotecas y, sin embargo, vienen quedando rezagadas por esa escasa participación de los bibliotecarios en la elaboración de su pasado. En esta línea, y pensando en abordajes propiamente latinoamericanos, la experiencia de Roberto Juarroz y el Curso Audiovisual de Bibliotecología para América Latina puede tomarse como un testimonio de lo mucho que queda por hacer en referencia a la cuestión bibliotecaria en la historia de las bibliotecas.8 Este curso comenzó a instrumentarse en 1969, y hoy, a más de cincuenta años, ya forma parte de la historia bibliotecaria, de la historia del pensamiento bibliotecario en Latinoamérica. Analizar este curso es una oportunidad para comenzar a reconstruir este pensamiento y, a la vez, una posibilidad para problematizar la identidad de los bibliotecarios y consolidar su mirada histórica al campo. Para sintetizar un poco el caso nos podemos referir a la intervención de Josefa Emilia Sabor y Roberto Juarroz, dos bibliotecarios argentinos de relevancia durante la segunda mitad del siglo XX. De Sabor, quisiera rescatar un texto suyo de 1966, hoy algo olvidado, que publicó en el Boletín de la UNESCO para las bibliotecas sobre las funciones bibliotecarias para América Latina.9 Allí la autora subrayaba la necesidad de repensar las bibliotecas en clave latinoamericana, para así realizar un esfuerzo por adaptar la profesión a la realidad de esos países, hasta ahora influida por Estados Unidos. Este interés se llevó a la práctica pocos años después, en el Curso Audiovisual de Bibliotecología para América Latina, patrocinado por UNESCO, que en ese entonces solicitó el asesoramiento de la Escuela de Bibliotecología de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires para su diseño e implementación. Podemos pensar históricamente que Juarroz tomó aquella reflexión de Sabor y adaptó la estructura y los contenidos a las realidades latinoamericanas. A partir de 1969, entonces, se llevó adelante este curso de formación de bibliotecarios, que contó con setenta clases grabadas en cintas magnetofónicas y 640 diapositivas, que eran las tecnologías de avanzada que por entonces estaban disponibles. La iniciativa circuló por diferentes ciudades de la Argentina, Bolivia, Ecuador, Honduras y Cuba. Por su alcance y concepción, la propuesta representó un hito que, en todo caso, nos permite pensar aquí en la centralidad que para la historia de las bibliotecas tiene el análisis del pensamiento bibliotecario en nuestros países. A partir de allí, no sólo podemos comenzar la búsqueda de las identidades, sino también las concepciones generales que han pautado el modo de gestionar nuestras bibliotecas en el tiempo y, por lo mismo, el modo en que los lectores se apropiaron de los libros.

Referencias bibliográficas

Aguirre, Carlos y Ricardo D. Salvatore (eds.), Bibliotecas y cultura letrada en América Latina: siglos XIX y XX, Lima, Pontificia Universidad Católica, Fondo Editorial, 2018.

Aguirre, Carlos, “Una tragedia cultural: el incendio de la Biblioteca Nacional del Perú”, en Revista de la Biblioteca Nacional,
n° 11-12, 2016. Disponible en http://bibliotecadigital.bibna.gub.uy:8080/jspui/handle/123456789/60382.

Guibovich Pérez, Guido, “Un verdadero templo alzado al saber humano: Ricardo Palma y la Biblioteca Nacional del Perú”, Carlos Aguirre y Ricardo D. Salvatore (eds.), Bibliotecas y cultura letrada en América Latina: siglos XIX y XX, Pontificia Universidad Católica, Fondo Editorial, Lima, 2018, pp. 31-52.

Juarroz, Roberto, Curso Audiovisual de Bibliotecología. 15 de junio – 15 de agosto de 1969. América Latina, París, Unesco, 1970. Disponible en https://unesdoc.unesco.org/ark:/48223/pf0000008391.

Planas, Javier, Libros, lectores y sociabilidades de lectura. Una historia de los orígenes de las bibliotecas populares en Argentina, Buenos Aires, Ampersand, 2017.

Sabor, Josefa Emilia, “Revisión del concepto de las funciones bibliotecarias en América Latina”, en Boletín de la UNESCO para las bibliotecas, Vol. 20, n° 3, 1966, pp. 116-125.

Salvatore, Ricardo D., “Bibliotecas y revolución en Cuba”, en Carlos Aguirre y Ricardo D. Salvatore (eds.), Bibliotecas y cultura letrada en América Latina: siglos XIX y XX, Pontificia Universidad Católica, Fondo Editorial, Lima, 2018, pp. 307-333.

Resumen

La entrevista propone abrir un debate sobre las formas de hacer historia de las bibliotecas en América Latina. Entre otros temas, Carlos Aguirre y Alejandro E. Parada dialogan sobre: (a) los vínculos entre las bibliotecas y las revoluciones de independencia; (b) las relaciones entre la historia de las bibliotecas y la historia intelectual; (c) los procesos de destrucción y dispersión de los patrimonios bibliográficos latinoamericanos.

Palabras clave: Historia cultural; Historia de las Bibliotecas; América Latina

Abstract

The interview proposes a discussion on the history of libraries in Latin America. Among other issues, Carlos Aguirre and Alejandro E. Parada talk about: (a) the links between libraries and the independence revolutions; (b) the relations between library history and intellectual history; (c) the processes of destruction and dispersion of Latin American bibliographic heritages.

Keywords: Cultural history; History of libraries; Latin America


* Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales, Universidad Nacional de La Plata, Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (UNLP-CONICET). http://orcid.org/0000-0001-5989-1467.

1 Carlos Aguirre es profesor de historia en la Universidad de Oregón. Es autor de ensayos y artículos vinculados a la historia del libro y las bibliotecas, y coeditor con Ricardo Salvatore de Bibliotecas y cultura letrada en América Latina: siglos XIX y XX, y con Javier Villa-Flores de From the Ashes of History. Loss and Recovery of Archives and Libraries in Modern Latin America. Alejandro E. Parada (UNLP-CONICET) es profesor de bibliotecología en la Universidad de Buenos Aires. Es autor de varios trabajos sobre la historia del libro, entre los que se destacan, Los orígenes de la Biblioteca Pública de Buenos Aires, y El dédalo y su ovillo. Ensayos sobre la palpitante cultura impresa en la Argentina. http://orcid.org/0000-0001-5989-1467. La conversación con ambos formó parte del ciclo de charlas con especialistas organizado por el Departamento de Bibliotecología a distancia y el Sistema de Bibliotecas de la Pontificia Universidad Católica Argentina, sede Paraná, el 15 de julio de 2021.

2 Carlos Aguirre y Ricardo D. Salvatore (eds.), Bibliotecas y cultura letrada en América Latina: siglos XIX y XX, Lima, Pontificia Universidad Católica, Fondo Editorial, 2018.

3 Javier Planas, Libros, lectores y sociabilidades de lectura. Una historia de los orígenes de las bibliotecas populares en Argentina, Buenos Aires, Ampersand, 2017.

4 Ricardo D. Salvatore, “Bibliotecas y revolución en Cuba”, Carlos Aguirre y Ricardo D. Salvatore (eds.), Bibliotecas y cultura letrada en América Latina: siglos XIX y XX, Lima, Pontificia Universidad Católica, Fondo Editorial, 2018, pp. 307-333.

5 Gaceta del Gobierno de Lima Independiente, Lima, 18 de septiembre de 1822, p. 3.

6 Guido Guibovich Pérez, “Un verdadero templo alzado al saber humano: Ricardo Palma y la Biblioteca Nacional del Perú”, en Carlos Aguirre y Ricardo D. Salvatore (eds.), Bibliotecas y cultura letrada en América Latina: siglos XIX y XX, Pontificia Universidad Católica, Fondo Editorial, Lima, 2018, pp. 31-52.

7 Carlos Aguirre, “Una tragedia cultural: el incendio de la Biblioteca Nacional del Perú”, en Revista de la Biblioteca Nacional, n° 11-12, 2016. Disponible en http://bibliotecadigital.bibna.gub.uy:8080/jspui/handle/123456789/60382.

8 Roberto Juarroz, Curso Audiovisual de Bibliotecología. 15 de junio – 15 de agosto de 1969. América Latina, París, Unesco, 1970. Disponible en https://unesdoc.unesco.org/ark:/48223/pf0000008391

9 Josefa Emilia Sabor, “Revisión del concepto de las funciones bibliotecarias en América Latina”, en Boletín de la UNESCO para las bibliotecas, Vol. 20, n° 3, 1966, pp. 116-125.


« Volver atrás