Núm. 20 (2020): Políticas de la Memoria

José Fernández Vega*

TITULOS:


El accidentado destino de una noción


Otros ecos gramscianos


El gran “hegemón”


Indispensable hegemonía


Referencias bibliográficas


Resumen

 

A fines de 1976 apareció en el número 100 de la New Left Review un extraordinario ensayo escrito por Perry Anderson, durante mucho tiempo director de la revista.1 Bajo el título “The Antinomies of Antonio Gramsci”,2 Anderson ofrecía una reconstrucción analítica de los principales conceptos de los Quaderni del carcere y los situaba en el más amplio contexto de los debates que tuvieron lugar en la década de 1920 en la III Internacional.3 Este doble propósito no había sido encarado hasta entonces por ningún otro estudioso, pese a que desde los años 1950 Gramsci había sido erigido en la figura intelectual del Partido Comunista Italiano (PCI) el cual llegaría a convertirse en el más grande e independiente entre los partidos homólogos de Occidente.

Hacia la época de la publicación del trabajo de Anderson, el PCI se aprestaba a dar un giro histórico para llegar a un “compromiso” con el gobierno de la Democracia Cristiana (DC). Se disponía a aceptar la vía parlamentaria en la que ya participaba con el fin de contribuir a la estabilidad del sistema vigente en el país. En España, una línea política similar adoptada por Partido Comunista local recibió el nombre de “eurocomunismo”, difundido también en Francia. El PC español también había llegado a entendimientos importantes en la nueva democracia y, en 1978, apoyaría la constitución posfranquista vigente hasta hoy.

Los dirigentes italianos afirmaban haber descubierto en Gramsci una veta reformista en la cual justificar teóricamente su cambio de estrategia. Consideraban que de este modo se mantenían dentro la tradición comunista tanto como de la nacional que ese gran pensador y militante encarnaba. Respaldándose en su prestigio, ya que no siempre en sus textos, propusieron una tercera vía entre la socialdemocracia, también activa en el país, y la tradición leninista que el PCI había defendido hasta el momento, al menos retóricamente. Tal giro estratégico lo llevaría a perder apoyos de manera creciente hasta que la caída del muro de Berlín asestó un golpe definitivo a la vida de esa corriente en Italia y en el resto del continente.

Estos y otros eventos históricos son abordados por Anderson en su reciente prólogo a la reedición de su ensayo sobre Gramsci.4 Un nuevo libro, publicado en simultáneo, The H-Word The Peripeteia of Hegemony, permite al autor concentrarse en una de las nociones cruciales de los Quaderni —hegemonía— y estudiar su deriva a lo largo de un amplísimo abanico temporal y regional.5 El repaso se inicia en la Grecia clásica, continúa en la China Imperial y el Japón, pasa por el Renacimiento italiano y el siglo XIX alemán hasta desembocar en los más recientes debates estadounidenses sobre la política exterior de ese país. El aliento de esta investigación, sumado al hito que representó en su momento Las antinomias de Antonio Gramsci tanto en su medio lingüístico, donde continúa siendo una referencia clásica sobre el tema, como en círculos internacionales, invitan a una recapitulación. Estos y otros trabajos del autor contienen aportes fundamentales no sólo para la comprensión de un clásico del pensamiento político contemporáneo como Gramsci, y en particular de uno de sus conceptos esenciales, sino que buscan echar luz sobre el presente político.

The H-Word (o La palabra con H) brinda un ejercicio de filología histórica comparada en el que se conjuga una singular erudición con una fuerza política inusual en este tipo trabajos, aunque caracteriza la trayectoria de Anderson. Si en el plano de la crítica dicha fuerza brilla con toda su luz, es al momento de ofrecer conclusiones programáticas donde se debilita de manera notable. Nada que sea reprochable a un estudio de estas características; si bien cabría esperar otro desenlace en el caso de un escritor político de su talla. Los motivos de este declive se explican en un capítulo final donde se admite que la lucha por la hegemonía, tal como la entendieron los revolucionarios del siglo pasado, ha quedado relegada en nuestro tiempo puesto que la dominación ideológica pasó a integrarse en la formación de las subjetividades. En otras palabras, se ha vuelto antropológica.

 

El accidentado destino de una noción

Los primeros historiadores de Occidente, recuerda Anderson en The H-Word, recurrieron a la voz hêgemonia para referirse al liderazgo dentro una alianza de distintas polis en una campaña militar. Heródoto y Jenofonte la utilizaron en ese sentido y la equipararon a arjé6 (o gobierno).7 Fueron Tucídides y Pericles quienes precisaron la distinción entre estos dos conceptos. Un detalle no sólo curioso sino también significativo es que en la traducción de Tucídides hecha por Hobbes, hegemonía no aparece jamás. Es reemplazada por “mando” o “autoridad”, un desplazamiento que habla tanto de la mentalidad de Hobbes y de su época como de un transitorio ocaso lexical.

“Hegemonía” recién comenzó a ser rehabilitada como noción política en Alemania entre las décadas de 1830 y 1860. Un conjunto de clasicistas dedicados a los estudios jurídicos e históricos —Pfizer, Mommsen y Droysen— la emplearon en sus investigaciones. En ese país la fortuna de la palabra tuvo un curso intermitente. En 1938 un conservador nacionalista, Heinrich Triepel, publicó un libro que la llevaba en el título. Consagrado al análisis de las relaciones interestatales, su trabajo se centraba más bien en relevar los procesos de unificación nacional y en particular el papel jugado por el estado prusiano en la de Alemania. Al igual que contemporáneamente hacía Gramsci, a quien Triepel por cierto no conocía, éste otorgaba especial importancia al aspecto cultural que genera sumisión voluntaria antes que al dominio (Herrschaft) impuesto por la fuerza o a la mera influencia. Tras la Segunda Guerra Mundial, la expresión volvió a opacarse y tomó entre los vencedores el sentido de liderazgo benigno. A tal punto fue así que, el magnus opus de Reinhart Koselleck y otros, Geschichtliche Grundbegriffe (1975), ni siquiera se reserva una entrada para ella.

Sin embargo, E. H. Carr y Hans Mongenthau, especialistas en relaciones internacionales, una disciplina emergente en la posguerra, recurrieron al concepto. Curiosamente, es en la esfera internacional donde la hegemonía se vuelve más difícil de establecer. Desde el Renacimiento se sucedieron estados nacionales que lograban imponerse alterando el equilibrio de poder europeo. La alternancia de equilibrio y hegemonía en la historia del continente es algo tematizado por Ludwig Dehio, un estudioso alemán de posguerra. Aunque fue el influyente Monguenthau, otro alemán pero activo en EE. UU., quien difundió el término. Lo hizo en el marco de una concepción realista opuesta al moralismo liberal vigente en su país de adopción, ya involucrado en la Guerra Fría contra la URSS y lanzado a la consolidación de su hegemonía sobre Occidente. La naturaleza de esa empresa política animó los debates a partir de 1947. ¿Era ante todo una hegemonía militar de EE. UU. con intenciones imperiales o apenas un liderazgo para proteger la libertad? Si bien los estadounidenses mostraban malestar con la primera opción y preferían adoptar la categoría de leadership, no podían ocultar su gigantesco componente bélico, concluye Anderson.

La perspectiva tradicional de las relaciones entre estados soberanos fue enriquecida con los planteos del canadiense Robert Cox acerca de la dimensión trasnacional que puede adquirir la hegemonía capitalista en el siglo XXI. Un pensador chino contemporáneo, Wang Hui, complementa esta mirada cuando sostiene que la despolitización de la política define nuestra época pues en ella se asiste al declive de la participación popular en la construcción de una alternativa al status quo global. Despolitización no significa desideologización; antes bien, la ideología neoliberal, y su traducción consumista cotidiana, vive un auge incomparable en todos los niveles culturales: doméstico, internacional y trasnacional.

Desde los años 1970 los debates sobre la política mundial se volvieron más sofisticados en su intento por captar un escenario sin duda más complejo y ya no determinado exclusivamente por la centralidad de los estados nacionales. La economía y sus actores trasnacionales comenzaron a integrarse en los análisis de las usinas de pensamiento estadounidenses. La hegemonía pasó a convertirse en un factor decisivo de la estabilidad imprescindible para el comercio y el desarrollo. Al predominio militar y al soft power se hacía necesario integrar también al análisis teórico la preponderancia del dólar en el plano internacional y las necesidades del mercado “libre”.

Movidos por intereses más inmediatos, los socialdemócratas rusos de finales del siglo XIX y comienzos del XX inauguraron el uso del concepto para diseñar el campo estratégico de las relaciones sociales de fuerza vigentes a nivel interno del estado. Para figuras como Axelrod, Plejánov y Lenin, hegemonía aludía a la conducción que la socialdemocracia debía lograr en la alianza con los campesinos y las corrientes anti zaristas. A las capas propietarias —burgueses y terratenientes— se las controlaría mediante una dictadura proletaria. Lenin sostendría más tarde que construir una hegemonía era la tarea política esencial de dicha clase social. Más tarde, y alimentado por los debates de la Comitern a los que asistió en los años 1920, Gramsci elaboró la primera y más célebre teoría sistemática sobre la noción durante su encarcelamiento. Su aporte fundamental, según Anderson, consistió en ampliar su espectro de aplicación para que comprendiera todo dominio estable ejercido por cualquier clase social.

De esta manera se completaba un primer ciclo de la peripecia del concepto iniciado con su uso estratégico y militar hasta abarcar al poder social en general con sus dos dimensiones cruciales: la del consenso y la de la violencia. Estos componentes se inspiraban en El príncipe de Maquiavelo;8 un pasaje crucial es su capítulo XVIII.9 Consenso ya no implicaba un acuerdo dentro de una alianza, como habían teorizado los rusos, sino la sumisión voluntaria a un orden hostil a los propios intereses de clase. Este poder se volvía posible gracias al trabajo de facilitadores culturales de la sociedad civil: por una parte, los intelectuales (definidos en un sentido amplio) y, por la otra, las distintas asociaciones e instituciones que actúan dentro de ella, desde clubes hasta iglesias y periódicos. “Hegemonía era polivalente —concluye Anderson—: impensable sin aceptación, impracticable sin fuerza”.10

 

Otros ecos gramscianos

El destino de los Quaderni en su propio país comenzó a forjarse cuando el principal dirigente del PCI, Palmiro Togliatti retornó a Italia en 1944 trayendo de su exilio moscovita los manuscritos que habían sido preservados allí. Muchas referencias incómodas volvían imposible publicarlos bajo el clima stalinista imperante en el movimiento comunista internacional. Expurgados, algunos textos comenzaron a aparecer en 1948. El autor fue canonizado de inmediato por el PCI y su pensamiento convenientemente manipulado para adecuarlo a la línea del partido que tras la caída del fascismo abandonó el socialismo y se proponía sostener la flamante democracia encabezada por la DC, con la cual buscaba acordar sin éxito.11 La idea de hegemonía se opuso así a la de dictadura del proletariado; ella indicaba ahora un camino progresivo y no violento hacia el poder.

Gramsci se convirtió en una alternativa al leninismo. Pese al aluvión de publicaciones sobre el autor en Italia, su legado resultó esterilizado y su esfuerzo intelectual por desentrañar la realidad del país a todo nivel no produjo resultados que siguieran el modelo que representaba. Ningún análisis gramsciano se generó en Italia sobre la poderosa y duradera DC, observa Anderson; tampoco ningún estudio sobre la realidad social y cultural del país bajo el nuevo régimen republicano que se hubiera inspirado en el arsenal teórico de los Quaderni. La recepción italiana de esta obra se limita en The H-Word a un rápido repaso y remite a Las antinomias para una revisión sistemática de sus conceptos, incluyendo por supuesto el de hegemonía.

Ese legado floreció, en cambio, entre personalidades aisladas y activas en el mundo anglosajón a partir de mediados de los años 1980, en particular en el Reino Unido, donde Raymond Williams o Stuart Hall comenzaron a aplicar los conceptos heredados al examen del paisaje intelectual y social de la isla. Hall, por caso, alertó sobre el surgimiento del thatcherismo y el nuevo “sentido común” que estaba por establecer. En su nuevo prólogo a Las antinomias, Anderson amplía las referencias sobre la excepcional recepción de los Quaderni en Gran Bretaña. Fue allí donde a comienzos de la década de 1970, apareció por primera vez una amplia selección de la obra en inglés. Ya desde comienzos de la década previa se había encarado en la New Left Review una consecuente empresa de adaptación de sus enseñanzas al estudio de la realidad nacional. En otro lugar, aunque no en este, Anderson reconoce la temprana recepción de los Quaderni en otras geografías.12

El florecimiento británico incluyó también a distintos émigrés como el bengalí Ramajit Guha, iniciador de los estudios subalternos a fines de los años 1960, el italiano Giovanni Arrighi, quien trabajó la noción de hegemonía en sus investigaciones sobre economía internacional o el argentino Ernesto Laclau, teórico del populismo a menudo en colaboración con su compañera, la belga Chantal Mouffe. De la obra de esos cuatro émigrés, es la de Laclau y Mouffe la que recibe un tratamiento más crítico de parte de Anderson. La hegemonía ya no puede concebirse, para ellos, como dirigida por una clase social; su construcción depende más bien de la posibilidad de forjar una identidad popular. El poder dominante no configura una hegemonía, sino que se expresa en el sistema institucional. Esta tesis reniega del término tal como lo había entendido Gramsci y se opone a la evidencia histórica dado que la hegemonía ha sido tradicional patrimonio de las clases dominantes, acota Anderson. El posmarxismo de estos autores derivaría en una contingencia total, puesto que carece de referencias sociales. Además, el giro lingüístico de Laclau y Mouffe contribuyó a multiplicar la vaguedad característica de su comprensión teórica del populismo, la cual, sin embargo, consiguió una importante gravitación entre los dirigentes del movimiento español Podemos, caso único entre los pensadores activos tras el colapso de la URSS analizados en The H-Word.

Guha, por su parte, es señalado como el autor de una “sucinta obra maestra”, Dominación sin hegemonía, “quizá el trabajo singular más impresionante inspirado en Gramsci”.13 La hegemonía es allí entendida como una condición para la dominación en la que la persuasión prevalece sobre la coerción, un elemento sin embargo imprescindible puesto que no hay dominio fundado en la sola persuasión. Estas elaboraciones se presentan en el contexto de una exploración de las estructuras de poder del Raj británico en la India y de las rebeldías campesinas que despertó. Arrighi, de su lado, intentó indagar la condición de la hegemonía estadounidense contemporánea, un plano en el cual hizo un uso extremadamente creativo de las categorías gramscianas. Tal hegemonía dispone del mayor poder militar de la historia, pero al mismo tiempo consolida su estatuto de deudor con las finanzas de concentradas de Asia oriental, una situación que no permite comparaciones con ninguna otra potencia del pasado y acaso augura graves turbulencias económicas globales.

Fue en Asia donde el derrotero de “hegemonía” gozó de una productividad histórica única, aunque por completo ajena a la influencia de Gramsci. En China figura incluso en la constitución y sus antecedentes remiten a tiempos tan remotos como el siglo VII AC cuando tras la crisis de uno de los reinos del imperio surgieron dominios feudales acaudillados por un señor superior a ellos y denominado con el neologismo ba, luego reconocido en ese rol por el rey o wang. Esta situación, comparable a la que más tarde se daría entre las polis griegas, llevó a trasladar ba por “hegemonía” a diferentes sinólogos europeos de comienzos del siglo XX. Los principios de ba eran el engaño y la violencia; los de wang, la humanidad y la benevolencia. En el siglo III AC se agregó una tercera figura, la del hombre fuerte que persigue la expansión de su territorio, mientras que ba busca aliados y wang rodearse de los hombres indicados.

Un complejo relato histórico sigue a esta presentación del tema en The H-Word, pasa también al Japón del siglo XVII a través de la influencia del confucianismo, y retorna a China durante el cambio de siglo XIX y XX cuando la idiosincrática noción de hegemonía, definida como coerción antes que persuasión —una distinción inmemorial en la cultura política china— comenzó a señalar la amenaza extranjera que el país sufría por primera vez en su larga trayectoria como civilización.

La posterior caída de la monarquía y la modernización institucional subsiguiente impactaron sobre el lenguaje político. De bao, que designa a un individuo, se pasó a baquan, término impersonal, y a partir de ese momento el más frecuente, análogo al de hegemonía occidental (aunque la versión china de los Quaderni vierta a este último mediante el neologismo lingdaoquan o guía). En 1946 Mao recurrió a baquan para describir el expansionismo de EE. UU., abriendo la noción a su aplicación internacional y a su utilización en el vocabulario comunista chino. El lema acuñado por Mao en 1973 —“jamás buscar la hegemonía”— se mantuvo vigente mientras China preservaba un bajo perfil en los asuntos del mundo; en el siglo siguiente sus ambiciones adquirieron otro rango y ahora el PC las presenta como procurando una “autoridad humana”, una hegemonía nueva, moralizada.

 

El gran “hegemón”

El fin de la Guerra Fría y la emergencia de EE. UU. como única superpotencia llevó a sus intelectuales orgánicos a reconsiderar el estatuto del país. Algunas intervenciones se inclinaron por designarlo con términos neutrales como el clásico liderazgo, o bien mediante nuevas expresiones como primacía o unipolaridad. En este inédito contexto mundial se verificó una habitual apropiación de “hegemonía” en los debates iniciados en los años 1990. “Imperialismo” continuaba generando rechazo, a lo sumo se apelaba a “imperio”, si bien se lo comprendía en un sentido político liberal que además lograba conjugar el interés nacional con el altruismo hacia el resto del mundo. La invasión en el Golfo Pérsico se bautizó “Operación libertad iraquí”, un esfuerzo multilateral liderado por EE. UU. para que un sufrido pueblo se emancipara de una tiranía. Así fue entendida y respaldada de manera casi compacta tanto por el consenso académico como por los principales medios de comunicación la que después de Corea y Vietnam fue la guerra más imponente y costosa para el país desde 1945.

En el nuevo clima mundial, se precisaba un guía, un gerente indispensable que, sin embargo, respetara la independencia soberana de cada uno de sus integrantes. Pero las diferencias de poder entre los distintos estados que integraban el sistema habían alcanzado un desnivel sin precedentes en la historia. En otro de sus libros recientes, Imperium et Consilium,14 Anderson se aboca al detallado repaso de los ideales de dominio que fueron emergiendo en el pasado de EE. UU. El trabajo se concentra en las visiones de la posición que ocupa el país según un peculiar conjunto de pensadores geopolíticos a los que se hará referencia enseguida.15

Un caso novedoso, con el que se concluye el repaso de The H-Word, es el de Alemania, que tras su reunificación emergió como potencia hegemónica europea, si no a nivel militar indiscutiblemente en el plano político y económico. Anderson ridiculiza como ciencia ficción la propuesta del influyente Jürgen Habermas. Ella consiste en transnacionalizar las democracias de la Unión Europea configurando un electorado paneuropeo que pueda elegir un gobierno continental. De este modo se podría contrarrestar el peso de la federación de estados nacionales hegemonizada por su propio país y en la cual, desde luego, predominan los intereses nacionales alemanes al punto de buscar implantar su cultura económica a todos los demás integrantes. En apariencia, Alemania se hallaría en óptima situación para jugar ese rol dado que su propia organización interna es federativa. Con todo, resulta difícil que este diseño institucional logre por sí solo vencer la inercia oligárquica que muestra el centro político de Bruselas o los intereses del capital financiero asentados en Frankfurt.

También en Alemania una serie de intelectuales orgánicos debatieron sobre la política exterior del país con sus socios en la UE y fuera de ella. El prestigio alemán es vulnerable por la negativa imagen que todavía proyecta su pasado y por las actuales presiones que ejerce para imponer la austeridad en la mayor parte de las economías de la Unión. Algunos de esos intelectuales admiten designar como hegemónica la posición alemana si bien en el plano de la defensa sigue siendo dependiente, como por lo demás toda Europa, de la fuerza militar estadounidense. Libre de populismo (hasta la irrupción del partido de la derecha radical Alternative für Deutschland), económicamente reformada en los últimos años con un gran esfuerzo social gracias al cual habría recobrado su pujanza, con más de medio siglo de ejemplar democracia, Alemania enfrenta ahora el desafío y la obligación de liderar, aunque sea renuente a aceptar ese papel debido a sus fantasmas históricos. Es el mayor aportante a sus socios de la UE, la economía más poderosa y tiene la mayor población; su ubicación geográfica la vuelve un puente regional entre el este y el oeste, el norte y el sur, argumentan los profesores del poder alemán en quienes, como en sus homólogos estadounidenses, no hay rastros de Gramsci fuera del uso ocasional de la palabra hegemonía.

Imperium et Consilium es otro tour de force cuyo análisis sobre la política exterior de EE. UU. despliega un abanico temporal que va desde la guerra contra México en el siglo XIX, inicio de un ciclo de conquistas territoriales, hasta la “guerra contra el terror”. El título expresa no sólo la estructura bipartita del libro, sino una especie de homologación de dos categorías aparentemente antagónicas. La primera, Imperium, repasa el expansionismo del siglo XIX y estudia la visión de las elites políticas del país acerca del carácter que debía adquirir la potencia emergente. Luego pasa a examinar su consolidación como superpotencia internacional a partir de la Segunda Guerra Mundial. Por lo común, advierte Anderson, los abordajes disponibles focalizan las intervenciones imperialistas de EE.UU. en el llamado Tercer Mundo o la conducta contra sus adversarios durante la Guerra Fría; pero en su libro no se dejan de lado las actitudes asumidas con otras potencias aliadas. Por su parte, Consilium se consagra a las discusiones entre los pensadores estratégicos estadounidenses de las últimas décadas, algo que aborda de modo mucho más conciso en The H-Word, donde también detiene su análisis en la segunda presidencia de Obama.

Desde muy temprano se estableció la idea de que EE.UU. era un país excepcional, el mayor estado nación del planeta, protegido por dos océanos, y con el destino manifiesto de liderar el mundo no sólo por su supremacía económica —incomparable con la de cualquier otra potencia desde comienzos del siglo XX— sino por una superioridad moral y política emanada de su propio origen como república democrática bendecida por Dios y en la que imperaba la virtud. La presencia de tonalidades religiosas siempre fue muy marcada a lo largo de su historia —un hito fue cuando “Einsenhower convirtió la expresión ‘In God We Trust’ en lema oficial de la nación”— aunque estuvieron básicamente orientadas al consumo interno.16 Si bien existieron tendencias aislacionistas en el interior del país, las visiones intervencionistas lograron imponerse a partir de la presidencia de Woodrow Wilson, quien involucró al país en la Gran Guerra y envió numerosas intervenciones militares a Centroamérica y México con el fin de “regenerar” a unos países descarriados.

Después de 1945 estas visiones expansionistas adoptaron una justificación esencial: la seguridad, que en adelante fue la consigna de la política exterior dirigida a su propia población. Hacia el exterior, la divisa fue la libertad; y la esencial era la de los mercados. La democracia señalaba por supuesto un fin deseable, pero no imprescindible en lo inmediato. Sin embargo, capitalismo “fue una palabra tabú” en el discurso oficial debido a su escaso atractivo popular fronteras afuera.17 Esta flexibilidad abría la puerta a otra dimensión del poder, ya contemplada por Gramsci, quien la situaba entre el consenso y la coerción: la corrupción. Con ella, EE.UU ampliaba sus recursos de poder, fortalecía a sus aliados en dificultades y compraba la adhesión de elites indígenas.

EE.UU desencadenó la Guerra Fría cuando rehusó normalizar las relaciones con la URSS en 1947, confiado en el monopolio nuclear que todavía retenía y que sería desafiado más pronto de lo previsto. Anderson asegura que, a pesar de lo que repetía un inmenso aparato de propaganda, ese conflicto constituyó en realidad una trama secundaria para los planes de hegemonía imperial. La Guerra Fría consistió en “una guerra de posiciones indefinida” y global cuya derrota más resonante para EE.UU. fue la de Vietnam, si dejamos aparte el revés que significó la revolución china, donde la superpotencia no intervino directamente y a la que, a la vuelta de los años, logró integrar a su sistema económico de modo espectacular. El éxito menos recordado en la región tuvo lugar en Indonesia, donde el ejército local masacró al hasta entonces Partido Comunista más grande del “mundo libre” al precio de medio millón de muertos.18

Imperium recorre las políticas de EE. UU. en Irán, donde impuso al Sha y desplazó a otro significativo Partido Comunista, en Irak y en el Golfo Árabe. Se detiene en Israel y Egipto e incluye asimismo las intervenciones, siempre más discretas, en Europa o las indisimulables en Latinoamérica. Allí la Guerra Fría elevó mucho su temperatura y en Centroamérica llevó a una verdadera catástrofe humanitaria entre 1975 y 1991.19 África, en contraste, fue el continente donde la Guerra Fría tuvo menor impacto, si bien en el Congo se sentó un precedente para el uso de la ONU como pantalla para la intervención diplomática y militar, y en Angola sufrió un revés considerable cuando intervinieron las tropas cubanas.

El retraso económico soviético, sumado a la presión de la carrera armamentista, el desastre en Afganistán y los conflictos políticos internos llevaron al colapso de la URSS y a la total victoria estadounidense en esta larga Ermattungskrieg o guerra de desgaste. La indisputable hegemonía naciente de EE. UU. se volvió casi “un atributo de la identidad nacional” y el libre mercado se convirtió en “la idea más aceptada de la historia mundial”.20 En este clima de euforia, el ascenso imparable de China representa un desafío. Al comenzar la segunda década de este siglo ya se erigió en el primer exportador mundial y en la primera economía industrial, pero no constituye una amenaza militar comparable a la que representó en su momento la URSS o todavía representa el arsenal ruso. Además, depende de materias primas y de mercados extranjeros; su potente industria se encuentra “integrada en buena medida por eslabones de cadenas de producción que comienzan y terminan en otros lugares”.21 Su poder global, por tanto, se halla acotado y no podrá prescindir de EE. UU. en un futuro previsible.

El primer presidente Bush resultó el gran beneficiado por el desenlace de la Guerra Fría el cual permitió, por primera vez desde la segunda posguerra, configurar un orden liberal verdaderamente global encabezado por EE. UU. La fascinación que producía la prosperidad y la libertad del modelo que ofrecía el país a ese mundo jamás opacó la amenaza que representaba su inmenso y sofisticado arsenal. El consenso no prescindía de la coerción y ésta siempre encontró su límite principal en la propia opinión pública, voluble en sus apoyos pues se muestra entusiasta al iniciarse las campañas, pero flaquea cuando empiezan a contabilizarse las bajas propias. La hegemonía sobre Europa tenía como recurso central a la OTAN, que además presionaba cada vez más en dirección al Este integrando nuevos miembros y acercándose a las fronteras rusas. Esta alianza militar entre iguales —con fines defensivos según sus estatutos y un protectorado estadounidense sobre Europa en los hechos— inauguró una nueva etapa ofensiva en la guerra de Yugoslavia para la que, además, logró la aprobación de la ONU en nombre del humanitarismo. Sus ataques no arrojaron bajas gracias a la “revolución en asuntos militares” que permitía operaciones letales sin afrontar riesgos. Más tarde se sistematizó el uso de drones para liquidar objetivos remotamente bajo la consigna “precisión, economía y negación”, si bien, como acota Anderson, “Sólo lo último es cierto, los daños colaterales ocultan el resto”.22 Estos ataques, cuya ilegalidad es palmaria, ubican al presidente que los decide en el terreno de la criminalidad.

Pero la reproducción del Imperium exige el asesoramiento experto del Consilium y así se deriva en el examen de las reflexiones estratégicas estadounidenses. La expresión Consilium busca comparar la tarea de los comentaristas que estudia con la de los consejeros del príncipe del Renacimiento. La imagen de Maquiavelo vuelve a la escena política, pero mezclada con el legado de Hamilton, uno de los Founding Fathers, que Anderson sintetiza así: “la búsqueda de la supremacía norteamericana en un mundo seguro para el capital”.23 Los consejeros analizados coinciden en que EE. UU. debe hacerse cargo del gobierno del mundo puesto que es el único país que puede hacerlo y lo lleva a cabo respetando los valores democráticos. La alternativa sería el caos internacional.

Esta hegemonía es, además, eficaz. El “internacionalismo liberal” que encarna invoca los derechos humanos, la estabilidad y el progreso del sistema. Uno de los teóricos, John Ikenberry, añade que es sencillo integrarse a ella y al mismo tiempo “difícil de derrocar”. La esperanza es que China pueda sumarse sin conflictos al bloque. En la actual configuración del mapa político mundial, la ubicación de EE. UU. añade virtudes a sus funciones de guardián universal dado que, como señala Anderson haciéndose eco de un comentario del neoconservador Robert Kagan, “Estados Unidos es la única potencia que no linda con otras potencias, como sucede en Europa, en Rusia, en China, en India y en Japón, estados que tienen más razones para temer a sus vecinos que a la lejana Norteamérica”.24

 

Indispensable hegemonía

El conjunto de pensadores estadounidenses examinado por Anderson en su libro no proviene de la academia sino del gobierno y las fundaciones, aunque hayan dedicado períodos a la docencia universitaria. Su análisis deja afuera a quienes han desarrollado su carrera solo en instituciones de enseñanza superior o en periodismo. Tampoco se centra, aunque en algunos casos los considera, en aquellos otros que se muestran críticos de la idealización de EE. UU. como la “nación indispensable” cuya benévola hegemonía contiene el caos en el que inevitablemente se sumiría el mundo si se prescindiera de ella. Estos críticos —Chalmers Johnson, Gabriel Kolko, Christopher Layne, por no hablar de Noam Chomsky u otros— sostienen que el militarismo y el expansionismo estadounidense son precisamente los principales generadores de inestabilidad.

Más allá de las diferencias puntuales que en ocasiones separan sus argumentaciones, la apología del poder imperial y de sus indudables ventajas para el mundo en la que convergen los pensadores del poder de EE. UU. es casi uniforme. Solo uno de ellos, Zbigniew Brzezinski, exhibe un tono pesimista cuando examina la cultura que ese centro exporta. Antiguo Consejero de Seguridad de James Carter y organizador de la guerrilla islámica que primero luchó con éxito contra los soviéticos en Afganistán para volverse años después un enemigo principal de la seguridad nacional, Brzezinski expresa su preocupación por el consumismo, el individualismo amoral y el hedonismo que imperan en su país y son adoptados por el resto del mundo. Estos valores decadentes debilitan la conciencia cívica y arrojan a los individuos a un vacío espiritual. Esa no puede ser la moral imperante en un estado con ambiciones de poder. Para Brzezinski, resulta indispensable reasumir los tradicionales criterios de autocontrol y espíritu de sacrificio si lo que se pretende es una hegemonía perdurable.25

La aproximación realista y el repaso de la historia militar, diplomática y de la coyuntura internacional, en particular la del siglo XXI, permiten descartar, según Anderson, la tesis de una decadencia estadounidense como poder hegemónico a punto de ser sustituido por potencias regionales, o reemplazado por una nueva superpotencia global como China. Robusto en sus pretensiones por entrelazar una ideología humanitaria y democrática con sus intereses económicos garantizados por su fuerza militar, EE. UU. puede precisar reformas, como arguyen algunos de sus apologistas, pero su hegemonía no corre peligro. Si ella no es indispensable, el concepto de hegemonía sí se revela como tal para el análisis del poder en sus múltiples esferas: nacional, transnacional, mundial.

Dicho concepto no fue inventado por Gramsci sino ubicado por él en el centro del pensamiento político contemporáneo. Ningún otro pensador actual fuera de Anderson se ha consagrado con tanta pasión, y a lo largo de tantos años, a develar sus múltiples usos. Lo estudió en la laberíntica, aunque pionera, visión que de él ofrecen los Quaderni y lo acaba de perseguir con los instrumentos de la reconstrucción filológica a lo largo de los siglos, sin olvidar sus peripecias orientales. Brindó asimismo una enérgica perspectiva panorámica de la más firme y continua hegemonía internacional desde la última posguerra a través de su historia y de las opiniones de sus analistas más identificados con ella.

En su impulso no sólo erudito sino político, la trayectoria de Anderson rinde homenaje a Gramsci. Poco antes de la aparición de Las antinomias había dado a conocer un balance del marxismo occidental. Esta corriente mostraba una clara orientación hacia la filosofía y una nítida separación de la política y de los movimientos de masas. Más absorbida por la especulación estética que por el estudio de la economía, en esa constelación Gramsci señalaba un claro contraste. Pensador estratégico y uno de los fundadores del PCI, Gramsci unía teoría y práctica en sus reflexiones; dentro del marxismo occidental fue “el último de sus pensadores que trató directamente en sus escritos sobre problemas fundamentales de la lucha de clases”.26 No fue un filósofo sino un militante y además la única gran personalidad del marxismo occidental de extracción popular. Como otros miembros de ese grupo, buscó apoyo para sus elaboraciones en figuras de su tradición nacional y lo halló en Maquiavelo, a quien distinguió como filósofo de la praxis, al igual que denominó a Marx en el lenguaje camuflado que utilizaba en la cárcel para componer los Quaderni.

Cuando escribió sobre el marxismo occidental primero, y sobre los Quaderni después, la revolución portuguesa venía de fracasar y Anderson observaba la ausencia de un pensamiento estratégico idóneo en la izquierda europea. Portugal había sido posiblemente la última oportunidad revolucionaria que se presentó en el continente.27 El poder por consenso también se reforzó en la transición española y el PCI recurría a Gramsci para formular una “tercera vía” entre el leninismo y la socialdemocracia. Una recapitulación de la hegemonía se volvía importante en ese particular contexto europeo.

Cuarenta años después, la publicación de The H-Word y la reedición de Las antinomias tenían lugar en circunstancias todavía más adversas. El capitalismo no parece enfrentarse ahora a ningún desafío político considerable fuera de los peligros que entraña para sí mismo y que se hicieron evidentes con el estallido de la crisis de 2007-2008. Su hegemonía política nacional e internacional estaba a salvo de cualquier riesgo vital. En su momento, reconoce Anderson en su nuevo prólogo, incluso Eric Hobsbawm le objetó que en Las antinomias no propusiera ninguna alternativa.28 Hoy dicha perspectiva parece aún más remota,29 pero acaso el ejemplo de Gramsci pueda ofrecer cierta esperanza. Desde la cárcel, donde pasó nueve años, solo pudo ver la consolidación del fascismo que se encaminaba a la guerra. Su inteligencia podía ser pesimista, como escribió alguna vez, pero la consagró a desentrañar los mecanismos del dominio contra los que había combatido en libertad.

 


Referencias bibliográficas

Anderson Perry, “The Antinomies of Antonio Gramsci”, New Left Review, Vol. 1, n° 100, 1976.

-------------------- Las antinomias de Antonio Gramsci. Estado y revolución en Occidente, Barcelona, Fontamara, 1978.

-------------------- Consideraciones sobre el marxismo occidental, México DF, Siglo XXI, 1979.

------------------- English Questions, Londres, Verso, 1992 (a).

------------------- A Zone of Engagement, Londres, Verso, 1992 (b).

------------------- “Imperium et Consilium”, New Left Review, II, n° 83, 2013.

----------------- Imperium et Consilium. La política exterior norteamericana y La política exterior norteamericana y sus teóricos, Madrid, Akal, 2014.

------------------ The Antinomies of Antonio Gramsci, Londres, Verso, 2017 (a).

------------------ The H-Word. The Peripeteia of Hegemony, Londres, Verso, 2017 (b).

Aricó José, La cola del diablo. Itinerario de Gramsci en América Latina, Buenos Aires, Puntosur, 1988.

Elliott Gregory, Anderson Perry. El laboratorio implacable de la historia, Valencia, Universitat de València, 2004.

Ginsborg Paul, Storia d’Italia dal dopoguerra a oggi. Società e política 1943-1988. I. Dalla guerra alla fine degli anni ’50, Torino, Einaudi, 1989.

Gramsci Antonio, Quaderni del carcere, Torino, Einaudi, 1975.

Hobsbawm Eric, “Gramsci”, Cómo cambiar el mundo, Barcelona, Crítica, 2011.

Machiavelli Niccolò, “Opere I”, Il Principe, Feltrinelli, Milano, 1961.

Vernant Jean-Pierre, Los orígenes del pensamiento griego, Barcelona, Paidós, 1992.

 


Resumen

En varios momentos de su trayectoria el destacado historiador de las ideas británico Perry Anderson se ocupó del pensamiento de Antonio Gramsci y muy particularmente de uno de los conceptos centrales de su pensamiento, hegemonía. Gramsci lo definió en un sentido ya establecido dentro del vocabulario político contemporáneo, pero ha tenido diferentes usos a lo largo de la historia, como demuestra Anderson en sus últimos trabajos, donde también analiza las peculiaridades de la hegemonía de EE.UU. en el sistema internacional. Aquí se analizan esos trabajos de conjunto y se intenta valorarlos, al tiempo que se ofrecen distintas perspectivas sobre la fortuna del término hegemonía y de su probable vigencia a la luz de las investigaciones y la trayectoria de Anderson.

Palabras clave: Antonio Gramsci; Hegemonía; Perry Anderson; Historia; Política

Abstract

At several moments in his career the leading British historian of ideas, Perry Anderson, dealt with Antonio Gramsci’s thinking and, very particularly, with one of the central concepts of his thought, hegemony. Gramsci established it in its most precise meaning within the contemporary political vocabulary, but it has had different uses throughout history, as Anderson shows in his last works, where he also analyzes the peculiarities of US hegemony in the international system. This paper analyzes these joint works and try to value them, while offering different perspectives on the fortune of the term hegemony and its probable validity in the light of Anderson’s research and evolution.

Keywords: Antonio Gramsci; Hegemony; Perry Anderson; History; Politics

Recibido: 15/02/2020
Aceptado: 15/04/2020


* Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)- Universidad de Buenos Aires (UBA). https://orcid.org/0000-0002-6857-4786.

1 Perry Anderson, “The Antinomies of Antonio Gramsci”, New Left Review, Vol. 1, n° 100, 1976, pp. 5-78.

2 Hay traducción castellana. En adelante citado en el cuerpo del texto como Las antinomias.

3 Antonio Gramsci, Quaderni del carcere, Torino, Einaudi, 1975.

4 Perry Anderson, The Antinomies of Antonio Gramsci, Londres, Verso, 2017 (a).

5 Perry Anderson, The H-Word. The Peripeteia of Hegemony, Londres, Verso, 2017 (b).

6 Arjé es una desinencia presente en oligarquía, monarquía, etc. Mientras que en el vocabulario filosófico de los griegos el término tenía el sentido de origen o principio, particularmente entre los presocráticos.

7 Jean-Pierre Vernant, Los orígenes del pensamiento griego, Barcelona, Paidós, 1992.

8 Perry Anderson, Las antinomias de Antonio Gramsci. Estado y revolución en Occidente, Barcelona, Fontamara, 1978, p. 39.

9 Niccolò Machiavelli, “Opere I”, Il Principe, Feltrinelli, Milano, 1961, p. 62.

10 Perry Anderson, op. cit., 2017 (b), p. 23.

11 Paul Ginsborg, Storia d’Italia dal dopoguerra a oggi. Società e política 1943-1988. I. Dalla guerra alla fine degli anni ’50, Torino, Einaudi, 1989.

12 En paralelo a las investigaciones de los intelectuales cercanos a la New Left Review, la revista argentina Pasado y Presente (el propio título era ya una referencia clara) venía intentando esclarecer la realidad nacional recurriendo a los desarrollos de Gramsci desde 1963. Uno de sus inspiradores, José Aricó, relató con detalle esa historia; en ella menciona, por ejemplo, que los Quaderni se comenzaron a publicar parcialmente en Buenos Aires a instancias de un intelectual del PC local, Héctor Agosti, entre 1958 y 1962; y entre 1966 y 1968 en Brasil. Ver en José Aricó, La cola del diablo. Itinerario de Gramsci en América Latina, Buenos Aires, Puntosur, 1988, p. 135. Los motivos que animaban a los dos grupos, y las orientaciones que buscaban en Gramsci, eran muy afines, según puntualiza Anderson en un pasaje de otro libro donde se refiere al de Aricó. Ver en Perry Anderson, English Questions, Londres, Verso, 1992 (a), p. 3. Con todo, como ya defendía en Las antinomias de 1976 y reafirma en el prólogo a su reedición, no se contó con una edición crítica de los Quaderni hasta que apareció la que estuvo a cargo de Valentino Gerratana. Ver en Antonio Gramsci, op. cit.

13 Perry Anderson, op. cit., 2017 (b), p. 102.

14 Perry Anderson, Imperium et Consilium. La política exterior norteamericana y La política exterior norteamericana y sus teóricos, Madrid, Akal, 2014.

15 Como en el caso de Las antinomias, este texto apareció originalmente en un número especial de la New Left Review y solo más tarde se publicó como volumen independiente. Ver en Perry Anderson, “Imperium et Consilium”, New Left Review, 2013, II, n° 83, pp. 5-167.

16 Perry Anderson, op. cit., 2014, p. 49.

17 Ibídem, p. 50.

18 Ibídem, p. 66. “A mediados de los sesenta, Estados Unidos controlaba unas 375 bases importantes y 3000 instalaciones menores en todo el mundo, incluso en el infranqueable Ártico. El bloque soviético estaba asediado por los cuatro costados. Con una sociedad más pobre y atrasada, la URSS era en comparación una potencia regional…”. Ver en Perry Anderson, op. cit., 2014, p. 73.

19 Ibídem, p. 11.

20 Ibídem, p. 158; p. 172.

21 Ibídem, p. 237.

22 Ibídem, p. 144.

23 Ibídem, p. 172.

24 Ibídem, p. 204.

25 Ibídem, p. 209.

26 Perry Anderson, Consideraciones sobre el marxismo occidental, México DF, Siglo XXI, 1979, p. 94. Para las consideraciones siguientes, ver en Perry Anderson, op. cit., 1979, pp. 59, 73, 85 y 129. La edición original de este libro apareció en 1976, el mismo año que Las Antinomias.

27 Gregory Elliott, Perry Anderson. El laboratorio implacable de la historia, Valencia, Universitat de València, 2004.

28 Otra evidencia de la fértil recepción de Gramsci en Gran Bretaña es la más precisa y sintética exposición de su pensamiento jamás realizada que en su nuevo prólogo a Las antinomias Anderson atribuye a Hobsbawm. Hay varias versiones de ella, según aclara. Ver en Eric Hobsbawm, “Gramsci”, Cómo cambiar el mundo, Barcelona, Crítica, 2011, pp. 319-337.

29 En otro lugar —el prólogo a una notable selección de ensayos diversos sobre historia intelectual—, donde proporciona un resumen del contexto en el que concibió Las antinomias y condensa sus principales lineamientos, incluso aquellos metodológicos que orientaron sus posteriores trabajos, Anderson evoca que, cuando leyó su texto, su amigo Franco Moretti reaccionó señalándole que había escrito un elegante epílogo a la tradición revolucionaria. “En aquellos días no era un veredicto que yo estuviese dispuesto a aceptar. Pero, y no por última vez, su parecer se demostró superior al mío”. Ver en Perry Anderson, A Zone of Engagement, Londres, Verso, 1992 (b), p. 11.


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