La fábrica de obras
Perspectivas para la historia intelectual

Christophe Prochasson*


Delimitación historiográfica


¿Dónde y cómo se fabrican las obras?


A escala humana: en torno a la biografía intelectual


El acto de escribir


Bibliografía


Resumen

La denominación de las historiografías (políticas, sociales, culturales, económicas, intelectuales, etc.), aun cuando están matizadas por combinaciones (socioculturales, político-sociales, socioeconómicas, etc.), disimula formas de hacer las cosas a menudo muy diferentes, incluso en el interior de una misma categoría. Los enfoques pluridisciplinarios han exigido durante mucho tiempo franquear las fronteras dentro de las cuales estas taxonomías encerraron las prácticas de investigación. ¿Debemos reconocer en la creciente tendencia a describir el campo de investigación en ciencias humanas y sociales en términos de estudios centrados en objetos precisos (studies) una forma de sortear estas querellas conceptuales, que también se han desarrollado como tantos intentos hegemónicos propios de la dinámica de los campos? En Francia, la historia económica y social, más o menos aliada a la sociología durkheimiana, combatió durante mucho tiempo una historia política acusada de superficial.1 En la década de 1990, la historia cultural,2 a su vez, cuestionó a la historia política que comenzaba desde los años ochenta una recuperación altamente proclamada.3 Detrás de estos despliegues sería conveniente identificar, como invita cualquier sociología del conocimiento, los intereses académicos de quienes recurren a ellos. Sin embargo, sería reductivo ceñirse a este nivel de análisis sin tomar en serio los programas científicos que se están presentando. Este es el sentido de las siguientes observaciones relativas a la historia intelectual, que fue una de las actoras del chisporroteo historiográfico de los años ochenta.4

Delimitación historiográfica

La cuarta serie de la Revue de Synthèse lanzada en 1986 en torno a una línea de historia intelectual por iniciativa de Ernest Coumet, Jacques Roger y Jean-Claude Perrot5, o la nueva orientación que tomó la revista Cahiers Georges Sorel, dirigida por Jacques Julliard, al adoptar en 1989 el título Mil Neuf Cent. Revue d’histoire intellectuelle, se encuentran entre los indicios que señalan el renovado interés de los historiadores franceses por las “obras” del espíritu humano. Esta orientación no era del todo nueva en la corporación, dentro de la cual algunos habían empezado a discutir la presencia asfixiante de la historia económica y social tal como se había encarnado durante mucho tiempo en la prestigiosa revista Annales, o a subrayar su relativo agotamiento. La “nueva historia”, la “historia de las mentalidades”6 y los avances de una “historia política” ligada a la relectura de los textos por parte del historiador7 precedieron a ese movimiento. Pero las “obras”, tal como las trabajó ese nuevo impulso historiográfico, son ante todo textos. Sin embargo, la puerta no podía quedar cerrada al conjunto de las producciones del espíritu. Lo que se considera es el acto creativo en su totalidad. Todo lo relativo a las ideas, las artes, la literatura y las ciencias queda reunido en el vasto perímetro de la creación humana.

El alcance temático de tal curiosidad no se detiene en ningún género ni en ningún tipo de obra en particular. Es en otro nivel donde se establece lo propio de la historia intelectual aquí redefinida. Su programa se distingue de las prácticas mejor establecidas y más reconocidas en el campo académico. La historia de las ideas es la primera en ser disputada. Desarrollada en Francia principalmente en el marco de las facultades de derecho, esta última se basa en una sólida y reconocida tradición. La historia de las ideas políticas es una de sus mayores joyas, practicada por grandes autores que restituyen una historia construida sobre la base de un régimen de continuidad. La idea surge, se transmite y en ocasiones muere en condiciones raras veces elucidadas. Han surgido modelos de relatos similares en otros sectores: la historia de la ciencia y la técnica, la historia de las artes o de la literatura también describen tales odiseas hechas de fundaciones o nacimientos, de avances o retrocesos, de influencias8 y difusiones, y, por supuesto, de grandes hombres triunfando sobre la opinión común, así como de escuelas o corrientes de pensamiento enfrentadas unas a otras. Estas cuadrículas analíticas hacen una economía del detalle, de la descripción más cercana de las prácticas, de las interacciones de todo tipo, de los malentendidos y de las traiciones, así como de la inmersión de los saberes o de las artes en los mundos sociales donde se despliegan lógicas propias, sean estrictamente profesionales, marcadas por la política e incluso por la religión, o gobernadas por la economía. La gran tradición de la historia de las ideas se basa en la hipótesis de la autonomía de las ideas, los enfoques o las obras, éstas se transmitirían en estado puro de actor a actor. Por tanto, sería posible clasificarlas de manera descriptiva de una vez por todas, al modo de un naturalista con su herbario, o de un químico, un Lavoisier o un Mendeleïev, con su tabla de elementos. La historia de las ideas está impulsada, en primer lugar, por una voluntad taxonómica.

La historia cultural, por su parte, ha sido más ambiciosa y menos compartimentada. También incorpora formas de trabajo que podrían relacionarse bastante con ciertos procedimientos implementados por la historia intelectual como queremos presentarla aquí. Ha desarrollado vastos campos de investigación en dos direcciones principales. El primero, sin duda el más extendido, tiene como objetivo la descripción de las producciones culturales según diferentes modalidades (corrientes y sensibilidades, biografías, temáticas, géneros artísticos o intelectuales, historia material, etc.). Se ha extendido más allá de las fronteras tradicionales de la historia de las ideas, de la historia del arte e incluso de la historia de la ciencia, sin limitarse al campo de la producción legítima sino abrazando también las formas culturales dominadas (“cultura de los pobres”, “cultura popular”, “cultura de masas”, etc.).9 No se detuvo en las formas de la “cultura restringida” retenidas en las tradiciones escolares, clásicas o vanguardistas. Muy a menudo, la historia cultural se adhiere a un enfoque que es menos interpretativo o analítico que descriptivo y clasificatorio. Sólo excepcionalmente entra en el estudio intrínseco de las obras o de su fabricación.

El otro enfoque relevante de la historia cultural opera, de manera más ambiciosa, una inversión epistemológica, propone una nueva perspectiva sobre lo social. Invierte el dominio simbólico que rige el orden de las sociedades para integrar perspectivas etnográficas y antropológicas. A partir de entonces, todo puede convertirse en objeto de una historia cultural. Este programa de investigación se define menos por sus objetos específicos que por la forma en que son abordados, y por las referencias teóricas o metodológicas en las que se apoya.10

La autonomización de la historia cultural ha encontrado la resistencia de los historiadores apegados a la primacía de lo social en la lógica de la acción humana. Heredera más o menos directa de un marxismo difuso (a veces sin proyección política) y reconfigurada por autores más recientes, esta crítica ha encontrado eco en la ciencia política contemporánea. En particular, podemos ver el despliegue de una “historia social de las ideas” preocupada por enraizar las producciones del espíritu humano en un suelo social relacionado con una sociología de los actores, en este caso la de los productores de ideas políticas, los teóricos, los ideólogos, los emprendedores políticos y los mediadores de todo tipo. Es entonces la conexión entre estos dos niveles, las ideas por un lado y su base sociológica por otro, lo que constituye el objeto de investigación, en la negación más o menos asumida de una lógica de producción intelectual que responde a sus propios resortes. La obra es así ahogada en el examen de un “contexto” que se supone, más que se demuestra, que la condiciona o incluso la determina. La demostración a menudo permanece pendiente, incompleta o, lisa y llanamente, ausente.

Al revés de este enfoque neomarxista, otras corrientes comprometidas con el estudio de la política han recentrado la investigación en los textos mismos. De manera diferenciada, autores como Quentin Skinner,11 John Pocock,12 Reinhart Koselleck,13 armados con propuestas innovadoras sobre la definición y el papel de los “contextos”, Dominick LaCapra14 o Pierre Rosanvallon,15 cuya atención puesta en las obras evita los escollos de un contextualismo simplificador, han defendido enfoques susceptibles de arrojar luz sobre la historia de las doctrinas políticas a través de vías renovadas, distintas de las precedentes. La Cambridge School en Gran Bretaña, la Begriffsgeschichte en Alemania y la histoire conceptuelle en Francia dieron nueva vida al estudio de los textos políticos en los años setenta y ochenta.16 Una asociación científica creada en 1994, la “Sociedad Internacional de Historia Intelectual”, se abrió a debates a veces intensos que oponían a estas diferentes sensibilidades entre sí, compartiendo, sin embargo, una preocupación común por historizar los conceptos y los debates políticos.

Es posible concebir otra historia que aspire a hacerse cargo de la materia intelectual misma, partiendo de ella e instalándose en su corazón para comprender su génesis, su desarrollo y sus mutaciones. Tal es el objeto de la historia intelectual defendida e ilustrada en un importante libro de Jean-Claude Perrot que inspira en gran medida las siguientes observaciones.17 Este objetivo exige una cualidad particular respecto de las fuentes, tanto las que surgen entre los bastidores de la producción de obras del espíritu como las que son ofrecidas por el propio gesto creativo. Partiendo de obras obviamente ubicadas en el centro del análisis, la investigación se esfuerza por dilucidar sus condiciones de producción, incluso cuando se llevan a cabo bajo el imperio de restricciones excepcionales,18 y luego las de su recepción, dominio propio de una historia intelectual sensible a los fenómenos de “transferencias” entre culturas, también se ocupa de los aspectos laterales, tangenciales, marginales de la obra ubicada en el centro. Examinar estas zonas laterales da sentido a la obra, cualquiera sea su naturaleza, la inserta en una red de prácticas y en un entorno que es necesario escrutar. Estas fuentes institucionales o privadas, compuestas por documentos desestimados por la ciencia pura de los textos y por la historia de las ideas o, por el contrario, considerados hasta un punto tal que conducen a la elusión del texto, permiten restituir la historia de la obra en su totalidad o, para decirlo en otros términos, desde su producción hasta su consumo. Correspondencia, revistas, memorias, actas de congresos, reseñas de libros, archivos de mediadores o emprendedores culturales más o menos visibles cuya crítica o edición están entre los ámbitos profesionales que más han estudiado los historiadores.

Como ya fue mencionado, la historia intelectual —tal como se la entiende aquí y tal como la han retomado la mayoría de las corrientes que, de diversas formas, adscriben a ella— se ha referido principalmente a los escritos. La filosofía política es una de las primeras implicadas, a la que se pueden sumar todo tipo de textos teóricos y obras relacionadas en particular con las ciencias humanas y sociales. Toda una corriente de historia y sociología de las ciencias desarrollada en los años ochenta y noventa, asociada a la etnografía de laboratorio, está igualmente próxima y ha servido de inspiración para varias obras de historia intelectual. Sin embargo, es cierto que podrían establecerse paralelismos que resalten la proximidad con ciertos enfoques implementados en la historia de las artes, donde la práctica artística, comprendida en sus dimensiones técnicas y políticas, es integrada a la exploración de las obras. La historia de la música ofrece algunos ejemplos muy interesantes.19 Creada en 2004, la revista Modern Intellectual History cubre un espectro muy amplio que no descuida el aspecto religioso de las producciones del espíritu humano.

¿Dónde y cómo se fabrican las obras?

Entrar en el taller del creador, sea cual fuere el objeto de su creación, supone aislar los espacios donde esa creación toma forma y a partir de los cuales se desenvuelve. Tal es el significado que se le da a los programas de investigación centrados en la reconstrucción de lugares y prácticas (donde el “lugar” es concebido en su sentido más simbólico, como lo entendemos en la fórmula historiográfica de los “lugares de memoria”, de conocida eficacia). La historia intelectual debe interrogar esos lugares y prácticas: congresos, reuniones científicas, controversias, correspondencia, revistas, reseñas, edición de “Obras” o incluso exposiciones universales. Toda investigación sobre el “trabajo intelectual”20 debe entrar en este gran reservorio para examinar sus diferentes objetos.21

Instituciones

Existe, pues, toda una literatura científica dedicada a los Congresos, formas de sociabilidad científica y política que se desarrollaron enormemente en la segunda mitad del siglo XIX.22 Los Congresos, al mismo tiempo que atestiguan el auge de las prácticas colectivas, reflejan, cuando son internacionales, la europeización o incluso la globalización de los intercambios entre científicos, teóricos, líderes o activistas políticos, etc. ¿Son, sin embargo, lugares de elaboración? No siempre cuando muchos se limitan a hacer públicos los resultados ya obtenidos en el laboratorio, o cuando constituyen un escenario donde se miden y compiten entre sí corrientes, escuelas o grupos rivales. Sin embargo, al igual que los congresos políticos, verdaderos “congresos de tribuneros” donde se exhiben las formas más espectaculares, en ocasiones previsibles o, incluso, las más ritualizadas, también los congresos científicos constituyen una dramatización fundamental para la constitución de comunidades, donde los “intercambios de pasillo” juegan un papel en absoluto despreciable. Allí se forman o refuerzan sociabilidades e incluso colaboraciones, circula información, se tejen o se arraigan subrepticiamente amistades o enemistades.

En los congresos internacionales también surge una problemática que la historia intelectual a menudo ha desatendido. Trabajos recientes han puesto de manifiesto algo que se había dejado de lado en la observación, a pesar de ser un aspecto que incide mucho en los intercambios intelectuales internacionales: el manejo de los idiomas. No es de extrañar la proliferación de proyectos de lenguas artificiales, como el esperanto, que acompañaron el desarrollo de congresos internacionales en la década de 1860. El fin de la hegemonía de la lengua francesa, cuya legitimidad como lengua de intercambios internacionales se erosionaba sancionando el progresivo repliegue de Francia en la escena política internacional, hizo surgir nuevas reivindicaciones. Los Congresos no son, por cierto, los únicos afectados por esta babilonización de la vida intelectual. El traductor (o el intérprete más o menos improvisado dentro de los Congresos) se impone poco a poco como un actor importante de la vida intelectual. Figura de la traición, de la fidelidad o del engaño, se define como un mediador sin el cual la mundialización de los intercambios se encontraría en un callejón sin salida.23

Las revistas han sido objeto de atenciones similares.24 Incluso más que los Congresos, algunas se presentan como lugares de experimentación. La sociabilidad a la que dan lugar contribuye a la organización de los intercambios. También se presentan como espacios de referencia que fundan legitimidades, establecen jerarquías y alimentan debates. Sus conexiones internacionales contribuyen a la estructuración del campo intelectual, así como ponen de relieve los canales de difusión de las ideas y de las obras y la transformación que lo acompaña.

Otro espacio que ofrece información provechosa sobre la producción de las obras es el campo epistolar.25 Ingresamos, pues, todavía más a fondo, en los patios traseros de la fabricación de las obras. Allí se revelan los arcanos de la producción: incertidumbres, dudas, inspiraciones, experiencias de vida, contradicciones y giros, etc., alrededor de los cuales serpentean las obras. Sólo desde el punto de vista de la historia social, allí se despliegan redes de conocimiento de diversas intensidades. El juego de las “influencias” (noción que a menudo linda con la abstracción al suponer, más que establecer, las relaciones entre autores o artistas) encuentra allí una documentación valiosa y a veces algunas pruebas tangibles.

A estos ejemplos institucionales podrían sumarse las muy dinámicas investigaciones sobre la historia del libro y la edición. Sin duda, muchas de ellas han pecado de contextualismo, insistiendo en la historia de marcos materiales desconectados de la producción misma. Sin embargo, la historia del libro no puede separarse de la historia de los textos sin sufrir daños, a riesgo de quedar reducida al estado de la historia de una industria como cualquier otra, lo cual no es legítimo en absoluto. Las interacciones entre editores, autores e incluso traductores dejan huellas en los propios textos. Es bajo el imperio de la misma preocupación que conviene considerar con la mayor precisión posible la materialidad del libro, sus dispositivos tipográficos o su estética como elementos que condicionan la recepción de los textos y, por lo tanto, actúan sobre la vida intelectual.26

Prácticas

De esta manera, el aspecto institucional no debe limitarse al estado de un soporte neutro que elude el análisis de las obras. Lo mismo ocurre con algunas prácticas que condicionan tanto la fabricación de las obras como su difusión, contribuyendo esta última a nutrir una “creación continua” que sería erróneo reservar sólo a la obra divina. La vida de las obras no se detiene en el punto final colocado por el autor ni en la última pincelada del pintor. La posteridad prosigue el trabajo emprendido por el creador inicial, científico, artista, teórico, heredero él mismo de toda una historia que lo precede y sometido a la autoridad de un presente del que evidentemente no puede abstraerse. Los textos, que aquí consideramos de manera privilegiada, resultan a la vez de afinidades y de confrontaciones que no sólo enmarcan su nacimiento, sino que actúan sobre ellos reactualizándolos sin cesar, hasta caer en el olvido.

Es sobre la base de tal constatación que las controversias, disputas y querellas han sido objeto de investigación.27 La historia y la sociología de las ciencias han mostrado el camino para algunos casos célebres, en los que se procuró no sólo describir lo más fielmente posible las formas de producción de los saberes, sino también apreciar el impacto de las prácticas científicas sobre las propias ciencias. El estudio de las controversias se ha contrapuesto así a los abordajes genealogistas que sólo tienen en cuenta la lógica interna de las obras, consideradas como única fuerza capaz de explicar su historia. En tiempos en que el cientificismo parece regresar al continente de las ciencias humanas y sociales (de cuya dominación creía sin embargo haberse librado), esta atención debe orientarse hacia el desacuerdo, asunto que no debería ser considerado como un “accidente” o un “obstáculo” en la fábrica de obras, sino casi como una saludable necesidad. En efecto, estamos muy lejos ya de un Erasmo, “padre de los intelectuales”, que en 1522 declaraba pacíficamente: “Me interesa tanto la concordia que, si tuviera lugar una disputa, creo que renunciaría a una parte de la verdad antes que comprometer la paz”.28 Lo que guía la vida científica es lo contrario, e incluso podría sostenerse que la disputa científica requiere una regulación del desacuerdo mediante el respeto de determinadas convenciones que constituyen precisamente un factor de paz gracias a la gestión transparente de la diversidad. Cabe incluso añadir, sin temor a exagerar, que las normas que canalizan la vida democrática, próximas a las que establece el debate científico que rechaza en sus principios la relación de autoridad, llevan a los adversarios políticos a conocerse mejor y, por lo tanto, a respetarse: el enfrentamiento verbal permite evitar la guerra civil. Son innumerables los ejemplos que pueden dar sustento a esta tesis.

Se admitirá, sin embargo, que probablemente haya mucha utopía en este modelo. La observación atenta de las controversias desemboca en la constatación de que numerosos contratiempos colisionan y matizan este ideal con realidades más brutales producidas por todo tipo de enfrentamientos personales, rivalidades profesionales, incomprensiones o malentendidos (de ahí la importancia que es pertinente dar a la traducción y a sus actores). En el teatro de la controversia hay que distinguir varias escenas donde se pronuncian diferentes textos, no siempre en armonía unos con otros. En contraste con la disputa jugada en las páginas impresas de una revista y la que se desarrolla en los pliegues de una correspondencia privada, hay muchas gradaciones que disipan la transparencia y la estilización de oposiciones que la historia de las ideas o la del conocimiento, ávidas de sacar a la luz “escuelas” o “corrientes” bien definidas, sacan provecho. Por lo demás, está demostrado que las controversias, de las que se puede elogiar la cualidad dinámica como agente productivo de conocimiento, llegan a veces a bloquearse, a fijar las posiciones de unos y otros y a esterilizar así la vida intelectual, reduciéndola a un campo de posiciones.

Otro ejemplo de prácticas en las que se elaboran las obras proviene de la articulación de varios enfoques: teórico, científico, político y mercantil. Esto es lo que una historia de un género editorial como la publicación de las llamadas “Obras —más o menos— completas” es capaz de mostrar. Trabajo a menudo titánico, prolongado durante años y años, las “Obras” de un autor reúnen textos (incluso producciones artísticas) dispersos a lo largo de toda una vida. De tal manera, esta empresa da forma y legitimidad a una producción intelectual cuya coherencia se ve así reforzada o incluso establecida, no sin un cierto golpe de fuerza cuando está desperdigada. La publicación de “Obras” restituye un itinerario, suprime los olvidos, borra las rupturas, reúne y da sentido, a veces incluso coherencia cuando ésta falta. Este género conoce evidentemente fortunas diversas según los países y las disciplinas, pero impone la exigencia y la voluntad casi prometeica del “editor”. Por lo tanto, las “Obras” participan de estas prácticas e instituciones propias de la fabricación de obras.

Por su aspiración más o menos exhaustiva, que requiere elecciones, eliminaciones e integraciones, los “editores” (editors) inventan una “Obra” que no existía, o que existía parcialmente, antes de su puesta en orden según una continuidad que quiere imponerse a los lectores. Le dan así contornos que no dejan de tener consecuencias sobre el contenido mismo. Las “Obras” determinan prácticas de lectura, apoyadas en una intertextualidad que habilita la maniobrabilidad ofrecida por los textos (y más tarde, quizás, por las plataformas digitales), que pueden conducir a nuevas significaciones nacidas de interpretaciones inéditas y posibles por la circulación que facilitan los escritos.

La edición de las “Obras”, en vida del autor o después de su muerte, constituye pues, sin lugar a dudas, un trabajo intelectual que principalmente pone de manifiesto el aparato crítico. Para dar cuenta de este aspecto, evidentemente es importante interrogarse sobre el medio científico que se encarga de esta tarea y analizar la composición e incluso los conflictos (metodológicos, epistemológicos e incluso políticos) que pudieron encontrarse.

Evidentemente, se plantean cuestiones análogas en los casos en que el enfoque tiene un alcance ideológico o una dimensión política. El trabajo de selección e incluso los comentarios a pie de página contribuyen a orientar la interpretación de los textos. Este aspecto de la publicación, que a veces escapa a los medios académicos, suscita, no obstante preguntas comunes a la vertiente científica, en particular en lo que respecta a la composición del equipo editorial. La financiación de la publicación es también de importancia primordial ya que puede pasar por canales no estatales, como los partidos, los sindicatos, las empresas o las fundaciones privadas, o incluso responder a asociaciones o estructuras específicamente constituidas. Desde una perspectiva de promoción de las culturas nacionales, por ejemplo, durante las conmemoraciones, los Estados también pueden involucrarse directamente en la puesta a disposición de obras de alcance nacional que celebran al gran escritor, al gran filósofo (por ejemplo, en el tricentenario de Descartes, en 1896) o al gran científico.

La producción de “Obras” se inscribe en una tercera lógica de acción: la que preside la labor de publicación (publishing) de las editoriales, diferente de las lógicas anteriores, científicas y políticas, que orquestan la tarea de los equipos editoriales (editing) vinculados, por lo general, al mundo académico. Hay otras limitaciones que conviene entonces examinar: así ocurre con las cuestiones materiales propias del mundo de la edición. Se trata de aspectos técnicos, económicos y legales que deben estar en el centro de la atención.

Es, pues, todo un conjunto de actores el que interviene en la fabricación de “Obras”, ya sea para alentarlas o para oponerse a ellas, a veces para colocar allí sus condiciones morales, jurídicas o financieras. Discípulos más o menos directos, aficionados, pero también familiares —pensemos, por ejemplo, en el papel de la viuda Michelet—29 suelen jugar un rol protagónico en estas grandes empresas editoriales. La cuestión del derecho es de primera importancia: derecho de propiedad, pero también derecho moral, que sabemos que es imprescriptible.

Puede utilizarse un tercer ejemplo. La actividad crítica que concentran las reseñas de libros y otros informes actúan como calles laterales de las grandes circulaciones intelectuales donde dominan las producciones legítimas que la posteridad ha registrado: obras, artículos “seminales” en publicaciones periódicas de gran difusión, conferencias memorables, inolvidables controversias, etc.30

El historiador Lucien Febvre decía de las reseñas de libros que se presentaban como las “virutas de madera caídas bajo el cepillo de carpintero y recogidas al pie de la mesa de trabajo”. Sin embargo, les otorgó una gran importancia. Basta recorrer la correspondencia que intercambió con Marc Bloch para apreciar el cuidado con el que quiso llevar a cabo una política de la reseña. Una frase tomada de una carta del verano de 1928 dirigida a Bloch lo expresa sin vueltas: “Los artículos en el fondo tienen menos importancia que las reseñas”. Y aplicó esta máxima a sí mismo, ya que buena parte de sus Combats pour l’histoire o de Pour une histoire à part entière se componen de la reedición de sus propias reseñas.31 Cabe recordar que uno de los más célebres artículos de Marc Bloch, “Réflexions d’un historien sur les fausses nouvelles de la guerre”, no es más que una larga nota crítica dedicada a varias obras.32 Pero esta simple “nota” tiene valor de programa.

Es cierto que nos encontramos aquí. sin duda, en los límites de un género que quizás convenga identificar mejor. En efecto, “reseña” engloba formas muy diferentes. Sus dimensiones son muy variables: desde un simple aviso para definir, con prisa, las grandes líneas de una obra hasta la crónica que a veces reúne varios libros que tratan de temas afines. Por otra parte, no todas las revistas desarrollan la misma política frente a esta heterogeneidad: algunas la asumen y publican reseñas de muy diferente tamaño, mientras que otras intentan poner orden imponiendo restricciones a los autores.

Este aspecto no es anecdótico. Induce tratamientos muy diferenciados. El espacio disponible ordena la arquitectura de la composición y toda la retórica de la reseña. Lógicamente, las reseñas más breves deberían estar más cerca de la nota informativa, ya que sus autores se encuentran en la casi imposibilidad de desarrollar su punto de vista y de entablar una discusión seria.

La ubicación de los autores de recensiones en el campo desde el que se pronuncian es una clave de acceso a la significación de aquello que dicen de la obra sobre la que se expresan. Evidentemente la situación es muy diferente entre el autor consagrado que pulveriza a un rival y el joven principiante que elogia el trabajo de sus mayores. Sin autonomía real, haciendo sus primeras armas en estas publicaciones periódicas donde se esfuerzan por asir algunas pizcas de legitimidad, los ingresantes, pronto demandantes de empleo en el mercado intelectual, no disponen de la libertad de los más instalados. La reseña es a la vez medio de información y arma de combate. La publicidad de los trabajos y de las obras, sobre todo en una situación de producción cultural de masas, se ha vuelto decisiva para la notoriedad de los investigadores más jóvenes o la preservación de puestos de autoridad de los más grandes. Los ataques llevados a cabo, así como las alianzas buscadas, encuentran su sentido en una lucha intelectual que no ha dejado de ser política.

A escala humana: en torno a la biografía intelectual

La escala biográfica concierne a la historia intelectual como tantos otros dominios historiográficos. El nivel individual, que durante mucho tiempo suscitó la desconfianza de las ciencias sociales y constituyó uno de los blancos más preciados por los sociólogos durkheimianos, avanza casi con la fuerza de la evidencia ya que las obras han nacido del trabajo de autores fácilmente identificables: ¿No figuran sus apellidos en la portada de los libros, al pie de los artículos o arriba de la partitura, en la esquina de una tela o en el ángulo de una escultura? Esta identificación sencilla abre el camino para una investigación sobre la vida del autor. Toda una línea de trabajo “vida y obra”, sobre la cual no han faltado los comentarios críticos, al menos desde fines del siglo XIX, se ha afianzado sin agotarse jamás. La relación entre los dos términos no es evidente, la conexión no es fácil de establecer sin reduccionismos. Numerosas polémicas han enfrentado así, con toda una gama de matices, a partidarios del reflejo y militantes de la autonomía absoluta del acto creador.

Esta disputa, que a menudo ha tomado un giro escolástico, no deja de plantear una cuestión importante a la historia intelectual que toma la vía biográfica. Se ha mencionado más arriba el carácter problemático del recurso al “contexto” cuando se trata de esclarecer un “texto” o una obra. Marcel Gauchet advirtió contra un contextualismo que, lejos de hacer más comprensible una obra, contribuiría al contrario a desviar al lector:

Todo está en la manera de proceder a la puesta en contexto. Hemos extraído de estas experiencias desafortunadas una regla de método inquebrantable: la lectura externalista sólo tiene sentido e interés si es capaz de recuperar la totalidad de los elementos obtenidos por una lectura interna (la cual, por lo tanto, conserva su legitimidad intacta) antes de agregarles una luz adicional.33

A raíz de esta advertencia, casi sería posible, como sugieren algunos autores, realizar una inversión considerando un creador como clave de acceso a un “contexto”, susceptible pues de iluminarlo en lugar de ser iluminado por él.34 Este es uno de los posibles sentidos de la noción de “caso”.

Emprender con demasiada prisa y sin documentación suficiente un contextualismo puro y duro, reduciendo mecánicamente a un autor a un “contexto”, social, político o incluso intelectual, corre en efecto el riesgo de la superficialidad e incluso del error. Porque el contexto no es un dato empírico objetivable. Es construido por el historiador que le da una existencia forjada a partir de elecciones no siempre explícitas. ¿Cuál es entonces el buen contexto, el que tiene sentido, cuya información es relevante? Muchos elementos del entorno histórico general no afectan en modo alguno al fenómeno social que se analiza. Esta regla vale evidentemente para el hecho social, que es también un acto, constituido por la fabricación de una obra. Todo lo que rodea a su autor y pesa sobre él no se halla necesariamente en su trabajo creativo. Comprometida en una biografía intelectual consagrada al historiador francés Ernest Labrousse, Maria Novella Borghetti se pregunta en términos que no pueden ser sino compartidos:

¿Cómo establecer sin arbitrariedad una relación explicativa entre las ideas y su contexto, la existencia de numerosas intermediaciones posibles obliga a realizar elecciones que muchas veces quedan sin justificación? Entre una lectura interna, formalista o esencialista, del texto histórico y una lectura sociológica que se expone a los riesgos de un uso abusivo o reductivista del contexto, pensamos que existe otra vía (…).35

Por consiguiente, es conveniente poner al día los elementos pertinentes gracias a una documentación detallada y unas hipótesis racionalmente fundadas. Así, una biografía intelectual no puede integrar todas las dimensiones de la vida de un individuo. Aunque la vida de un autor no puede desmenuzarse sin riesgo, todo el trabajo histórico tiene por objeto poner de relieve las fuerzas internas (psicológicas) y externas (sociales) que han presidido la elaboración de una obra. Este juego de fuerzas individuales y colectivas no responde a una ley general. Está sujeto a la condición histórica que actúa sobre el autor. Tal es el régimen de elucidación al que debe entregarse la historia intelectual, a distancia entonces de las biografías totales que aspiran a la restitución de una vida entera “en todos sus detalles” y en la que la obra es simplemente un registro.

Lo que debe colocarse en el centro del estudio es un hecho social —la producción de una obra intelectual— y no el relato de una vida. Los ladrillos utilizados en la composición de una obra deberán determinarse en función de cada caso. Así, la política resuena de manera diferente según los momentos considerados y la permeabilidad personal de los autores estudiados. Lo mismo vale para la gama de características individuales que ofrece una vida, todas ellas movilizadas de manera diferente según la calidad de las obras, la secuencia histórica, el azar, etc.

Así, la historia de los intelectuales, tal como se ha desarrollado en Francia en las últimas tres o cuatro décadas, procedió mucho por reduccionismo, descuidando a menudo no solamente la ecuación personal relegada a los bajos fondos del psicologismo, sino también las condiciones reales de la producción intelectual y los sucesivos imperativos bajo los cuales ésta se desplegaba. Esta corriente historiográfica proponía, en una de sus vertientes una historia política, relatando los compromisos políticos de artistas o científicos, y en la otra una historia social, dirigida sobre todo a las poblaciones, tratadas por vía prosopográfica, deteniéndose poco en las obras para privilegiar la descripción de itinerarios y características sociológicas. La historia intelectual de los intelectuales, tal como la presentamos aquí, ha quedado un poco al margen de estas dos grandes tendencias que, sin embargo, han podido tomar prestados de ella ciertos enfoques. Sería paradójico, por otra parte, estilizar estas diferentes corrientes historiográficas como lo hace la historia de las ideas científicas cuando también opera un reduccionismo intelectualista.

El acto de escribir

Todo lo anterior no constituye en modo alguno una invitación a eludir el texto (o la obra) que, como se habrá comprendido, constituye el corazón de la investigación emprendida por la historia intelectual. Este enfoque apunta a su esclarecimiento histórico. Tras haberse centrado en las condiciones bajo las cuales se ejerce el acto de escribir, resulta necesaria una pausa. ¿Con qué fines se realiza el acto de crear? ¿A través de qué dispositivos narrativos, teóricos o sensibles? ¿A qué público se dirige? Hay muchas otras cuestiones que requieren atención en relación con la materia textual, incluyendo todas, o algunas, de las observaciones anteriormente enumeradas.

Estos ejes metodológicos son los que han fijado, en toda su diversidad, los trabajos de autores como Skinner, Pocock, Koselleck y de todos quienes, con ellos, han desarrollado enfoques contextualistas insertando los textos en entornos lingüísticos, tanto teóricos como políticos y sociales. Rompiendo las jerarquías basadas en el renombre, a menudo legadas por la historia y sedimentadas por las tradiciones, estas corrientes han trabajado para restituir todo un paisaje textual constituido por relaciones complejas donde se expresan lógicas de acción: luchas de poder, combates de ideas, conflictos de identidad, disputas personales, etc.

Es lo que emprendieron la “Begriffsgeschichte” y la “Escuela de Cambridge”, que no se inscriben en la “nueva historia intelectual” cuestionada por Kaplan y LaCapra en su obra de 1982. Respecto de la primera corriente, bien representada por los trabajos de Reinhardt Koselleck, la historia de los conceptos dispone de un método y un objeto propios, relativamente autónomos respecto de la historia social, aunque vinculados de alguna manera a ella y permitiendo la crítica de fuentes por ella movilizada. La historia de los conceptos constituye también el lugar propicio para una puesta en perspectiva epistemológica de la historia. Asistente metodológica, la “Begriffsgeschichte” constituye finalmente la base filosófica de la historia social.36

Por su parte, los investigadores reunidos desde los años 1960 en la “Escuela de Cambridge”37 alrededor de John Pocock y de Quentin Skinner insisten en el contexto discursivo que rodea a los grandes textos políticos, su inserción en una selva de otros discursos a los cuales se niegan a concederles el lugar menor que las tradiciones posteriores les han impuesto. Ese es, además, uno de los aspectos de la historiografía de la “Escuela de Cambridge” sobre el cual se ejerce una muy viva crítica, objetándole el efecto homogeneizador que produce su relativismo sobre la producción intelectual o artística, termina aniquilando la “grandeza” o el “genio” al asociar esa producción a jerarquías siempre situadas, provisorias y frágiles, por ende meramente determinadas por una configuración histórica. La obra parece así despojada de las propiedades singulares que le conferirían los medios para atravesar los siglos sin demasiados perjuicios.

El contextualismo reivindicado puesto en práctica es un “contextualismo lingüístico” (linguistic contextualism).38 En Pocock, esta dimensión es absolutamente fundamental porque, retomando a su manera a los filósofos del lenguaje inscritos en la estela de Austin, la performatividad del discurso, en este caso la de la teoría política, es considerada con toda la atención requerida: los conceptos políticos forman e informan a las sociedades. La política es el lenguaje que se dan las sociedades para hablar por sí mismas. En consecuencia, su estudio llama al establecimiento de una “semántica histórica”. Con algunos matices, Skinner no sostiene otra cosa, aunque se muestre más sensible a las normas y convenciones lingüísticas que enmarcan la producción teórica. En la edición francesa de The Foundations of Modern Political Thought especifica su método: “Me parece que el mejor signo de la apropiación consciente de un nuevo concepto por parte de una sociedad se encuentra en la formación de un nuevo vocabulario, cuyos términos permiten articular y comentar este concepto”. Por otra parte, Skinner, según él mismo declara, aspira a comprender “el acto” que cometen los autores escribiendo en un contexto general que él designa bajo el término de “ideología”.39 Cuando se dedica a estudiar a Hobbes, se esfuerza menos por dilucidar el sistema filosófico, como lo haría un filósofo, que por desentrañar el papel desempeñado por Hobbes en el debate en torno al concepto de scientia civilis.40

Rechazando de sus horizontes la mera taxonomía de ideas, o la reconstrucción descriptiva y acaso reactualizadora de los principales sistemas de pensamiento, la historia intelectual así entendida se apodera de grandes cuestiones que atraviesan las obras. A veces también llega a detenerse en el análisis de los mecanismos que las producen o les dan eco. El enfoque utilizado por Thomas Hirsch en un importante libro,41 donde el autor aborda la forma en que las ciencias sociales han invertido la cuestión del tiempo, ilustra el primer caso. El peso creciente de las ciencias sociales desestabiliza por completo las certezas salidas de un siglo XIX fuerte en su confianza en la razón y el progreso. El punto de vista relativo de las cosas, promovido al mismo tiempo por las hermanas rivales y cómplices en que devendrían pronto la historia y la sociología, vino a poner ante contradicciones insuperables a los científicos desgarrados entre sus descubrimientos casi espantosos y su apego político a las ideas de progreso y de razón. ¿No lo demostraron, para los más antiguos, en el momento del affaire Dreyfus del que fueron actores comprometidos, en nombre mismo de la ciencia? Si, como lo escribe el sociólogo de las religiones Henri Hubert en 1901, el “tiempo es objeto de representaciones colectivas”, entonces todo lo asociado a él, como el progreso, también lo es. Las consecuencias de tal constatación, apoyada en investigaciones de campo, así como en diálogos interdisciplinarios fecundos, son absolutamente devastadoras. Todos estos científicos se esforzaron entonces por rediseñar, en la medida de lo posible, el modelo de progreso. Todos lucharon, a veces con una rabia casi desesperada, para desenredar el hilo del tiempo.

En el segundo caso, el encuentro entre la historia intelectual y la historia de las emociones cuyo desarrollo es contemporáneo merece también una mención especial. No se limita a descubrir los mecanismos de una psicología individual en el trabajo de elaboración de una obra, aunque este aspecto de las cosas no debe ser rechazado. Ella busca más fuertemente inscribir la producción intelectual en un entorno sensible donde se encuentran la moral y los afectos asociados a un “momento”, concepto que, por otra parte, lo encontramos muy empleado por Pocock.

Retomemos aquí la cuestión de las obras que nutren la filosofía política sobre las que se ha puesto el acento. El tema de las “pasiones políticas” parece reenviar inmediatamente a disciplinas que mantienen con las ciencias sociales relaciones ambivalentes: la filosofía y la psicología, ambas vinculadas entre sí por un viejo pacto intelectual. Recordemos por ejemplo que, según Montesquieu, cada sistema político dispone de un modelo de “pasión política” que se hace eco de su estructura y de su funcionamiento.42 La psicología también se lanzó al análisis de los comportamientos políticos. Después de haber mantenido durante mucho tiempo el psicoanálisis al margen de la política de su tiempo, el propio Freud acabó dedicándole su último libro, El malestar en la cultura. En el orden teórico menos relevado del pensamiento político ordinario, encontramos en la pluma de dos observadores conservadores de fines del siglo XIX señalamientos que atestiguan la conexión entre la política y lo que podríamos llamar, a falta de un término mejor, la psicología. En una de esas “encuestas de opinión” de las que el fin de siglo era ávido, titulada Les Jeunes gens d’aujourd’hui, se lee especialmente: “Se podría oponer el orden lógico de las sociedades monárquicas al orden psicológico de las sociedades democráticas”.43 Los dos autores, Henri Massis y Alfred de Tarde, se preguntan por las formas y las condiciones de la adhesión individual al modelo político. También plantean allí la cuestión del consentimiento, sea el de un compromiso psicológico, casi sentimental en tal o cual causa:

¿Quién ignora esta adhesión, cómo esperaría obligar al individuo a sacrificar sus intereses por intereses superiores y permanentes del Estado? ¿Le bastará con demostrarle que el interés social lo exige, que se equivoca al levantarse contra la sociedad? O bien se espera hacerle comprender que el interés colectivo y los intereses particulares coinciden (según la vieja quimera de los utilitaristas ingleses), su interés es someterse. ¡Pues bien! No, si no lo quiere, si la fuente de este sacrificio no está en su voluntad, es decir en ser moral, nunca se obtendrá esta abdicación, sobre la que descansa en definitiva la sociedad.44

Este ejemplo ilustra el interés de los trabajos del historiador William Reddy,45 quien investiga la fabricación de obras y los impulsos emocionales que la acompañan apuntalando sus recepciones posteriores. La posición de Reddy es sutil. No propone un retorno a la vieja historia de las mentalidades, mucho menos invita a una nueva variante de la psicología histórica, ni tampoco se conforma con una posición culturalista. Reddy piensa que hay un espacio donde se puede construir una teoría de las emociones que supere las aporías cognitivistas y culturalistas sin por ello caer en un etnocentrismo o un universalismo agresivos. La teoría de Reddy se basa fundamentalmente en la idea de que las emociones son en gran parte aprendidas (dependen, por tanto, de los contextos de aprendizaje y de expresión), pero no plenamente (existe un residuo universal: se sabe lo que es el sufrimiento o la libertad). Para mostrarlo se apoya en los resultados recientes provenientes de la psicología cognitiva sobre los colores o el reconocimiento de la expresión de las emociones marcadas en los rostros. Estas investigaciones ponen también de manifiesto, en William Reddy, una cuestión que está en la base de un poderoso régimen de análisis que pone a prueba un cierto psicologismo cándido y farragoso, presente por momentos entre los historiadores y en especial entre los biógrafos: la tesis fuerte de la continuidad entre cognición y emoción.

Estos dos registros que accionan el espíritu humano no se oponen. Los afectos no siempre son automáticos y sus efectos pueden también ser controlados. Múltiples experiencias discuten hoy el esquema tradicional hecho de etapas sucesivas: sensación-pre-análisis-análisis-decisión. La naturaleza y la intensidad de nuestras emociones están en función de los objetivos que perseguimos y nos informan sobre ellos cuando no somos del todo conscientes.

No sorprenderá entonces constatar la importancia que Reddy otorga a la política ni la distinción que realiza entre varios regímenes emocionales a los que ubica en un arco que va desde fórmulas políticas —que rara vez imponen emociones tipo, salvo cualquier otra formulación que no esté catalogada— hasta regímenes que insumen menos emociones y las limitan a ciertas ocasiones y a algunas circunstancias. Cuando las palabras cambian de sentido, especialmente las que designan emociones, sus efectos emotivos se modifican. Los sistemas emocionales están sujetos, por tanto, al orden de estas evoluciones. Como señala de hecho el propio autor, Germaine de Staël ya había hecho una constatación análoga en su época, en De la littérature dans ses rapports avec les institutions sociales (1800), cuando se preguntó por las implicancias sociales y políticas de los modos de sentir y de las formar de experimentar.

La profunda renovación de la historia intelectual que ha marcado las últimas cuatro décadas se ha apoyado sobre una triple crítica epistemológica. Se ha erigido a la vez contra una historia cultural, gran continente incierto, una historia de las ideas (o del arte) marcada por un idealismo anacrónico y una historia social afligida por un mecanismo reduccionista que confina a las producciones del espíritu a simples reflejos. Para estar en condiciones de dar cuenta de las obras que constituyen su objeto de análisis, se ha colocado deliberadamente en el cruce de tres historias: la de los actores, la de las instituciones y la de las prácticas. Por último, nunca ha dejado de abordar la cuestión del gesto productivo y de la naturaleza del trabajo intelectual, de sus intenciones y de su recepción. Ante tal exigencia, se comprende que la aproximación a un texto —puesto que nos hemos dirigido principalmente a este tipo de obra— no puede reducirse a un solo tipo de lectura, como señala con cierta pertinencia Dominick LaCapra.46 Es la razón por la cual, si hay una “nueva historia intelectual”, ésta debería esforzarse por situarse sobre todo en la confluencia de los diversos enfoques que requiere el análisis de un hecho social. Con sus propiedades singulares, es allí donde la producción de una obra del espíritu se inscribe plenamente. Es más, ¿hay acaso actividades humanas que escapen a esta consideración?

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Traducción del francés de Mariana Canavese y Horacio Tarcus.
Revisión técnica de Margarita Merbilhaá

Resumen

El artículo analiza el recorrido realizado por la historia intelectual durante las últimas cuatro décadas. Propone que en las producciones y debates, no sólo franceses, sobre la historia intelectual se advierte una triple crítica epistemológica: contra la historia cultural, contra la historia de las ideas y contra la historia social. A su vez, invita a distinguir la “nueva historia intelectual” por una construcción de objetos para la que es central tanto el cruce de la historia de los actores, de las instituciones y de las prácticas como el análisis de la producción y naturaleza del trabajo intelectual, de sus intenciones y de su recepción.

Palabras clave: Historia intelectual; Recepción de ideas; Historia cultural

Abstract

This article analyzes the development of intellectual history in the last four decades. Beyond the French field of study, it argues that intellectual history contains a triple epistemological critique: against cultural history, against history of ideas and against social history. It further defines the “new intellectual history” as the crossroads of the history of the actors and institutions involved in intellectual production, considered from the point of view of both intention and reception.

Keywords: Intellectual History; Reception of Ideas; Cultural History

Recibido: 17/04/2021
Aceptado: 20/06/2021


* École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS), París.

1 Sobre este debate nacido a inicios del siglo XX, ver Jacques Revel, “Histoire et sciences sociales. Lectures d’un débat français autour de 1900”, en Mil Neuf Cent. Revue d’histoire intellectuelle, n° 25, 2007, pp. 101-126.

2 Jean-Pierre Rioux et Jean-François Sirinelli (dir.), Pour une histoire culturelle, Paris, Seuil, 1996 [hay traducción castellana: Para una historia cultural, Madrid, Taurus, 1999].

3 René Rémond (dir.), Pour une histoire politique, Paris, Seuil, 1988.

4 Consultar el balance del número especial de la Revue d’histoire moderne et contemporaine, n° 59-4 bis, 2012/2015 y la introducción de Philippe Minard, “Une nouvelle histoire intellectuelle. Brève introduction”, que matiza la idea de un abandono de la historia intelectual por los historiadores franceses.

5 Cfr. con “Aux lecteurs”, en Revue de synthèse, 4e série, t. 107, no 1-2, janvier-juin 1986.

6 Roger Chartier, “Histoire intellectuelle et histoire des mentalités. Trajectoires et questions”, en Revue de synthèse, 3e série, t. 104, n111-112, juillet-décembre 1983 (recuperado en Au bord de la falaise. L’histoire entre certitudes et inquiétude, Paris, Albin Michel, 1998) [en castellano en: El mundo como representación. Historia cultural: entre práctica y representación, Barcelona, Gedisa, 1999, pp. 13-44].

7 En estilos muy diferentes dos libros importantes son publicados el mismo año: Quentin Skinner, The Foundations of Modern Political Thought, Cambridge, Cambridge University Press, 1978, 2 vols. [Los fundamentos del pensamiento político moderno, México, FCE, 1985, 2 vols.] y François Furet, Penser la Révolution française, Paris, Gallimard, 1978 [Pensar la Revolución francesa, Madrid, Petrel, 1980].

8 En un artículo de 1909, frecuentemente citado, publicado en la Revue de Synthèse historique y dedicado a la “influencia de Proudhon”, Lucien Febvre critica con ferocidad los atajos perezosos que a menudo revela el análisis de las “influencias”. Reproducido en Lucien Febvre, Pour une histoire à part entière, Paris, SEVPEN, 1962.

9 Cfr. con André Burguière et Jacques Revel (dir.), Histoire de la France. Les formes de la culture, Paris, Seuil, 1993.

10 Cfr. con Roger Chartier, Au bord de la falaise…, op. cit., muy especialmente el capítulo 1: “Histoire intellectuelle et histoire des mentalités” que relaciona la historia cultural con la historia intelectual.

11 Cfr. con Julien Vincent, “Concepts et contextes de l’histoire intellectuelle britannique: l’ ‘École de Cambridge’ à l’épreuve”, en Revue d’histoire moderne et contemporaine, n° 50-2, avril-juin 2003.

12 John Pocock, Political Thought and History: Essays on Theory and Method, Cambridge, Cambridge University Press, 2009 [Pensamiento político e historia, Madrid, Akal, 2011].

13 Reinhart Koselleck, Werner Conze, Otto Brunner (ed.), Geschichtliche Grundbegriffe. Historisches Lexikon zur politisch-sozialen Sprache in Deutschland [Les Concepts fondamentaux de l’histoire. Dictionnaire historique du langage politique et social en Allemagne], Stuutgart, Klett et Cotta, 8 vols., 1972-1997.

14 Dominick LaCapra, Steven L. Kaplan (ed.), Modern European Intellectual History. Reappraisals and New Perspectives, Ithaca, Cornell University Press, 1982.

15 Pierre Rosanvallon, Pour une histoire conceptuelle du politique, Paris, Seuil, 2003 [Para una historia conceptual de lo político, México, FCE, 2003].

16 Cfr. infra.

17º Jean-Claude Perrot, Une histoire intellectuelle de l’économie politique (XVIIe-XVIIIe siècle), Paris, Éditions de l’EHESS, 1992.

18 Cfr. con Brigitte Gaïti, Nicolas Mariot (dir.), Intellectuels empêchés. Ou comment penser dans l’épreuve, Lyon, ENS éditions, 2021.

19 Por ejemplo: Esteban Buch, Trauermarsch. L’orchestre de Paris dans l’Argentine de la dictature, Paris, Seuil, 2016.

20 Cfr. con “Travail intellectuel et activité créatrice”, en Mil Neuf Cent. Revue d’histoire intellectuelle, no 36, 2018.

21 El siguiente inventario no es exhaustivo y concierne principalmente a la historia de los siglos XIX-XXI. Indica las orientaciones más nutridas basándose sobre todo en más de tres décadas de investigaciones realizadas en el seno de la revista Mil Neuf Cent. En Francia, la historia intelectual de la Edad Media también ha conocido en los últimos años una renovación notable, por ejemplo, con los trabajos de Alain Boureau.

22 Cfr. con “Les Congrès lieux de l’échange intellectuel. 1850-1914”, en Mil Neuf Cent. Revue d’histoire intellectuelle, no 7, 1989.

23 Cfr. con Antoine Berman, L’Age de la traduction. “La tâche du traducteur” de Walter Benjamin, un commentaire, Saint-Denis, Presses universitaires de Vincennes, 2008 y Lawrence Venuti, The Translator’s Invisibility: A History of Translation, Londres, Routledge, 2008.

24 Cfr. con “Les revues dans la vie intellectuelle 1885-1914”, en Mil Neuf Cent. Revue d’histoire intellectuelle, n° 5, 1987 y Valérie Tesnière, Au bureau de la revue. Une histoire de la publication scientifique (XIXe-XXe siècle), Paris, Éditions de l’EHESS, 2021.

25 Cfr. con “Les correspondances dans la vie intellectuelle”, en Mil Neuf Cent. Revue d’histoire intellectuelle, n° 8, 1990 y Cécile Dauphin, “La correspondance comme objet historique. Un travail sur les limites”, en Sociétés et représentations, n° 13, París, 2001/2, pp. 43-50.

26 Roger Chartier, Editer et traduire. Mobilité et matérialité des textes, XVIe-XVIIIe siècles, Paris, Éditions de l’EHESS / Gallimard / Le Seuil, 2021.

27 Cfr. con “Comment on se dispute. Les formes de la controverse”, Mil Neuf Cent. Revue d’histoire intellectuelle, n° 25, 2007.

28 Citado en Siegfried Kracauer, L’Histoire. Des avant-dernières choses, Paris, Stock, 2006 (edición francesa), p. 66 [traducción castellana: Historia. Las últimas cosas antes de las últimas, Buenos Aires, Las Cuarenta, 2010].

29 Camille Creyghton, Résurrection de Michelet. Politique et historiographie en France depuis 1870, Paris, Éditions de l’EHESS, 2019, pp. 65-71.

30 Ian Watt, “L’institution du compte rendu”, en Actes de la Recherche en Sciences Sociales, n° 59, París, septembre 1985.

31 Bertrand Muller, “Lucien Febvre et la politique du compte rendu”, en Alain Clavien et Bertrand Muller (dirs.), Le goût de l’histoire, des idées et des hommes. Mélanges offerts au professeur Jean-Pierre Aguet, Lausanne, L’Aire, 1996.

32 Remitirse a la reedición: Marc Bloch, Ecrits de guerre, 1914-1918, Paris, Armand Colin, 1997, textos reunidos y presentados por Etienne Bloch, con una introducción de Stéphane Audoin-Rouzeau, pp. 169-184.

33 Marcel Gauchet, “L’élargissement de l’objet historique”, en Le Débat, n° 103, París, janvier-février 1999, p. 142. Cfr. con el mismo autor, “Changement de paradigme dans les sciences sociales”, en Le Débat, n° 50, París, mai-août 1988, pp. 165-170.

34 Por ejemplo: Marie-Claude Blais, Au principe de la République. Le cas Renouvier, Paris Gallimard, 2000. Cfr. con Jean-Claude Passeron, Jacques Revel (dirs.), Penser par cas, Paris, Éditions de l’EHESS, 2005.

35 Maria Novella Borghetti, L’œuvre d’Ernest Labrousse. Genèse d’un modèle d’ histoire économique, Paris, Éditions de l’EHESS, 2005, p. 18.

36 Reinhart Koselleck, Le futur passé. Contribution à la sémantique des temps historiques, Paris, Éditions de l’EHESS, 1990. Traducción de Jochen Hoock y Marie-Claire Hoock [traducción castellana: Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, Barcelona, Paidós, 1993].

37 Jacques Guilhaumou, “L’histoire des concepts: le contexte historique en débat (note critique)”, en Annales HSS, n° 3, París, mai-juin 2001, pp. 685-698.

38 Ibid., p. 686.

39 Quentin Skinner, Les fondements de la politique moderne, Paris, Albin Michel, 2009, traducción de Jérôme Grossman y Jean-Yves Pouilloux, pp. 8 y 12 [Los fundamentos del pensamiento político moderno, México, FCE, 1985].

40 Quentin Skinner citado por Jacques Guilhaumou, “L’histoire des concepts: le contexte historique en débat”, op. cit., p. 690.

41 Thomas Hirsch, Le temps des sociétés. D’Emile Durkheim à Marc Bloch, Paris, Éditions de l’EHESS, 2016.

42 Pierre Ansart, La gestion des passions politiques, Lausanne, L’Age d’homme, 1983. Hay que destacar también el desarrollo en los años 1980 y 1990 de una verdadera subdisciplina, sobre todo en Estados Unidos, la antropología de las emociones: cfr. con David Le Breton, Les passions ordinaires. Anthropologie des émotions, Paris, Colin/Masson, 1998.

43 Agathon (Henri Massis, Alfred de Tarde), Les Jeune gens d’aujourd’hui. Le goût de l’action. La foi patriotique. Une renaissance catholique. Le réalisme politique, Paris, Plon, 1913, p. 102.

44 Ibid., p. 105.

45 William Reddy, The Navigation of Feeling. A Framework for the History of Emotions, Cambridge, Cambridge University Press, 2001.

46 Dominick LaCapra, History and Reading. Tocqueville, Foucault, French Studies, Toronto, University of Toronto Press, 2000.


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