La historia de las izquierdas: viejos y nuevos desafíos
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Historia de las Izquierdas
Historiografía

Resumen

Instantáneas

 

I

La historia de las izquierdas:

Viejos y nuevos desafíos

 

 

“La historiografía del movimiento obrero latinoamericano está delimitada

por dos presupuestos teóricamente discutibles. Por un lado, al ver su

desarrollo através del prisma de la ‘Modernidad’, se recurre a un conjunto

de variables indicativas económicas que refuerzan empíricamente la idea

de un continuo industrial progresivo. Por otro lado, la ‘modernidad’ a nivel

político se expresaen el ascenso progresivo de la clase obrera y de la sociedad

según sean las formas y grados de participación política. El tránsito lineal e

irreversible de lo prepolítico a lo político o la cristalización de una

serie continua de lo tradicional-autocrático-democrático

signan las opciones de esta historiografíaobrera paradigmática”.

Ricardo Melgar Bao, El movimiento obrero latinoamericano.

Historia de una clase subalterna, Madrid, Alianza, 1988, p. 18.

 

 

 

Si bien el movimiento anarquista, el movimiento socialista y sus familias políticas se habían convertido en objeto de la indagación histórica muy tempranamente en la Argentina gracias a la labor de historiadores militantes como Diego Abad de Santillán, Jacinto Oddone y Sebastián Marotta, su incorporación a los estudios académicos data del último medio siglo. En las décadas de 1970 y 1980 las izquierdas emergen en los estudios académicos—pensemos por ejemplo en El anarquismo y el movimiento obrero en Argentina, la obra clásica de Iaacov Oved, de 1978— aunque todavía subordinadas a las historias del movimiento obrero.

 

La Biblioteca Política Argentina que dirigió Oscar Troncoso desde 1983 para el Centro Editor de América Latina acompañando (y al mismo tiempo alimentando) el despertar de la vida política después de siete años de dictadura militar, ofreció un amplio catálogo de estudios sobre las izquierdas, donde predominaban todavía los historiadores militantes de las décadas anteriores (Jacinto Oddone, Alicia Moreau, Oscar Arévalo, Leonardo Paso, Norberto Galasso), a los que se habían sumado nuevas obras provenientes del periodismo y el ensayismo político (Emilio J. Corbière, García Costa, Hugo Gambini, Dardo Cúneo, etc). De todos modos, esta colección le abrió espacio a una nueva generación de historiadores profesionales del movimiento obrero y de las izquierdas que vieron aparecer allí sus primeras obras (Juan Carlos Torre, Hugo del Campo, Mónica Gordillo, Edgardo Bilsky, Ricardo Falcón, Arturo Fernández, Dora Barrancos, entre muchos otros). En colecciones paralelas a la de Troncoso aparecieron también los primeros trabajos de Cristina Tortti y de Juan Suriano, y se reeditó la Historia del Movimiento Obrero en fascículos dirigida por Alberto Pla.

 

Fueron pocos los investigadores que perseveraron en la historia obrera durante las décadas de 1980 y 1990, cuando ese campo conocía un reflujo tanto a nivel local como global. Algunos ensayaron estrategias de renovación temática y metodológica (Hugo del Campo con sus estudios sobre la corriente sindicalista, Juan Carlos Torre con los sindicatos peronistas, Mirta Lobato con las mujeres obreras, Leandro Gutiérrez con la cultura obrera, por mencionar sólo algunos casos). Paralelamente, la historia obrera clásica era sostenida a contracorriente por dos centros independientes, CICSO y PIMSA.

 

En contrapartida, una verdadera oleada de producción sobre las izquierdas tuvo lugar durante los últimos 20 años. Con el nuevo siglo, “las izquierdas” ingresaron por derecho pleno en el campo académico. En un principio empujados por la efervescencia de la “historia reciente”, en años posteriores decenas de jóvenes investigadores desarrollaron tesis de grado y posgrado que excedieron el universo de las organizaciones armadas de la nueva izquierda, abordando diversos momentos y figuras del anarquismo, el socialismo, el sindicalismo, el antiimperialismo, el comunismo, el antifascismo, el trotskismo, el maoísmo, el guevarismo y las más diversas familias políticas de las izquierdas argentinas. Los últimos veinte años vieron sucederse coloquios y congresos sobre las izquierdas, obras individuales y colectivas, colecciones editoriales, revistas especializadas, ediciones de fuentes, centros de documentación, programas de investigación colectiva y un sinnúmero de manifestaciones que, finalmente, terminaron por convertir a “las izquierdas” en objeto de la investigación histórica con plena legitimidad académica. Si en la década de 1970 los investigadores profesionales consagrados al estudio de las izquierdas se contaban con los dedos de una mano, medio siglo después constituyen un campo que moviliza varias decenas de investigadores.

 

El repliegue de la historia obrera tradicional dejó libre un espacio de visibilidad para el despliegue de las fuerzas y los movimientos de las izquierdas mismas, independiente de su peso mayor o menor dentro del movimiento obrero. Asimismo, los cuestionamientos a la historia política tradicional fueron desplazando el interés desde la dimensión institucional de los partidos políticos (los congresos, el comité central, el programa, la línea política) a una historia centrada en las diversas manifestaciones de la cultura de izquierdas, como los procesos de subjetivación militante, la construcción de los liderazgos y los roles de género, la división militante entre trabajo manual y trabajo intelectual, la circulación de impresos, los cursos de formación, las lecturas canónicas y las prohibidas, el rol tenso de los intelectuales al interior de las organizaciones políticas, la dimensión comunicacional de la prensa y de las revistas, la lucha por la conquista militante del espacio urbano; el rol de la música colectiva y de la gráfica en la construcción de un imaginario de izquierdas; el rol de los exiliados, los viajeros, los congresistas, los emisarios en la construcción de redes nacionales, continentales e internacionales que permitieron exceder el nacionalismo metodológico de los estudios sobre la “izquierda argentina”.

 

El CeDInCI, fundado en 1998, se instaló justamente en esa encrucijada historiográfica. Para recelo de muchos “ortodoxos” de la antigua historia obrera (a medias profesional, a medias militante), la “cultura de izquierdas” estaba inscripta, incluso en plural, en su propio nombre. De modo que el CeDInCI fue desplegando a lo largo de sus 22 años de vida un programa historiográfico en el que perdían peso y legitimidad el análisis de los programas y los pronunciamientos en los que el historiador trataba de encontrar una mayor o menor correspondencia con la “realidad”, privilegiando la dimensión de la experiencia militante en toda su complejidad, las dinámicas y los conflictos inherentes a los grupos humanos, el estudio de los procesos de construcción simbólica, los rituales y las ceremonias militantes y toda la dimensión imaginaria de la cultura de izquierdas. La antropología, el psicoanálisis, la sociología, el socioanálisis, la teoría política, el marxismo crítico, la teoría feminista y los estudios de género fueron los principales aliados en esta estrategia de repensar la historia de las izquierdas, declinada en plural, a la luz de la historia social de la cultura.

 

Resistiendo la “desviación culturalista” de este programa, la antigua historia militante logró conquistar cierto espacio dentro del universo académico. Mantuvo hasta donde pudo la centralidad de la historia obrera, sustancializando las clases sociales e hipostasiando la dimensión del conflicto. Abordó la trayectoria de las izquierdas tal como habituaba a hacerlo el Comité Central: según su capacidad para llevar la conciencia verdadera a la clase obrera, lo que se traduciría en su mayor implantación en tales o cuales gremios. La historia de los intelectuales de izquierda fue escrita según su mayor o menor capacidad de inclinar su cerviz frente a la dirección política. La cultura, en tanto que nivel de la superestructura, fue pensada en términos del “frente cultural”, un espacio que debía ser atendido oportunamente, sin amplificarse más allá de que lo que Engels ya había dejado establecido. La historia de una corriente política de la izquierda era entendida como la historia de su capacidad para implantar bastiones en el movimiento obrero con vistas a la revolución. Aunque apelara más de una vez a citas de autoridad de Gramsci, la política era concebida en términos de “asalto” o de “guerra de maniobras”, antes que como “guerra de posiciones”. Por eso esta perspectiva produjo sobre todo historias endógenas del socialismo, el comunismo o el trotskismo donde las disputas hegemónicas entre las fuerzas sociales aparecen apenas esbozadas en un evanescente telón de fondo. Enormes esfuerzos de meritoria investigación en hemerotecas y archivos se ha visto malogrados por esta matriz empobrecida de historia social y política desde la cual la construcción hegemónica, que empieza justamente más allá del plano corporativo de la organización obrera, no puede ser siquiera pensada. En esta literatura están ausentes incluso las categorías mismas que permitirían aprehender la historia de las izquierdas en toda su complejidad, en su densidad y en su drama histórico.

 

Estos modos de concebir y narrar la historia de las izquierdas están en el centro de las objeciones que formula Roy Hora en “Izquierda y clases populares en la Argentina, 1880-1945”, un ensayo sumamente estimulante y provocativo aparecido hace pocas semanas en la revista Prismas.

 

Hora parte de un hecho incuestionable: la incapacidad de las izquierdas históricas para romper cierto “techo de cristal” pues “rara vez superaron el 10 % de los sufragios en elecciones libres y competitivas”. Y si bien su ensayo aborda el ciclo histórico que concluye en 1945, no sería difícil proyectar esta constatación, con los ajustes del caso, sobre la segunda mitad del siglo XX. El fondo de esta dificultad hegemónica no se debería tanto a problemas de “incomprensión” de las dirigencias políticas de izquierda (el elitismo de los socialistas, el frentismo oportunista de los comunistas o el sectarismo de los trotskistas, por poner algunos casos) como en la capacidad integradora del “país más capitalista y moderno de América Latina”. Incluso los historiadores de las izquierdas más reconocidos —José Aricó, Ricardo Falcón, Juan Suriano— habrían subestimado los alcances del potencial integrador de un mercado de trabajo que, signado por los altos salarios en términos comparativos a escala internacional, la capacidad de ahorro, el progreso ocupacional, la movilidad social ascendente e incluso la incorporación a las filas de las clases propietarias, había modelado en la experiencia de los trabajadores un horizonte de progreso que se habría erigido en un “obstáculo formidable” para la radicalización de sus demandas. A esa experiencia en el mundo laboral habrían venido a sumarse otras dimensiones de la integración social, política y cultural como el crecimiento del sistema de salud pública, el aumento de la alfabetización y la expansión del sistema público de educación así como el carácter liberal de la Constitución nacional con su reconocimiento a los diversos credos y cultos, con su libertad de prensa, de opinión y de asociación, a los que vino a añadirse la apertura del régimen político a partir de 1916.

 

Contra el arraigado retrato de una sociedad expulsiva que habría nacido de un sobredimensionamiento del ciclo que se abre con la Ley de Residencia y que alcanza su clímax en la Semana Trágica de 1919, o del que se abre con el golpe militar de 1930, Hora nos devuelve la imagen de una República abierta a acoger a las sucesivas oleadas de perseguidos de Europa, desde los communards de 1871 hasta los republicanos españoles de 1939, pasando por los socialistas expulsados por las leyes de Bismark e incluso por los anarquistas italianos de fines del siglo XIX (pp. 56-57).

 

El autor no desconoce, desde luego, los momentos represivos del Estado sobre los trabajadores, pero los considera “poco significativos” (p. 57) en términos relativos (comparados con otras experiencias a un lado y otro del Atlántico), además circunscriptos a momentos excepcionales (1902, 1910, 1919, 1920-21, 1930, 1943) y focalizados en actores políticos particulares: el anarquismo entre 1902 y 1921, el comunismo entre 1930 y 1945. Por fuera de estas circunstancias accidentales, “la evidencia histórica indica que, en repetidas ocasiones, las autoridades mediaron en los conflictos entre capital y trabajo, a veces a solicitud de los propios asalariados”, antes incluso que los radicales llegaran al gobierno (pp. 57-58).

El ensayo de Roy Hora tiene el mérito indiscutible de cuestionar los alcances interpretativos de ciertos relatos endógenos fundados sobre todo en las propias fuentes partidarias, ofreciendo un cuadro histórico en el que las izquierdas son reconsideradas dentro del abanico de posibilidades de organización, movilización y transformación social que ofrecía una formación social determinada. Al mismo tiempo, pone sobre el tapete los supuestos de buena parte de los estudios de historia de las izquierdas que concebían a las condiciones para el despliegue de un proyecto inspirado en el deseo de cuestionar el orden sociopolítico como una suerte de invariante histórica, colocándolas de ese modo por fuera de la historia humana. En este relato alternativo, las clases no aparecen sustancializadas ni definidas a priori, sino que se constituyen sobre una experiencia colectiva que, en última instancia, se asienta en las peculiaridades del capitalismo argentino. Buscando explicaciones más allá de los errores programáticos o los aciertos interpretativos de las izquierdas, el ensayo se desplaza del análisis del registro discursivo para inscribirse en el plano de las condiciones económicas, sociales y políticas en que se forjaran las clases populares bajo el influjo de un proyecto de impronta moderada y laborista, y en el que sólo en circunstancias históricas específicas se sintieron atraídas por los discursos impugnadores del orden establecido.

Las dificultades de las izquierdas en erigir un partido de clase con arraigo de masas no se derivaban entonces de las otrora llamadas “condiciones subjetivas” —las concepciones políticas de las fuerzas de izquierda— sino de las propias “condiciones objetivas” que ofrecía la Argentina de la primera mitad del siglo XX: una “sociedad sin rígidas fronteras de clase y cuyas jerarquías se hallaban sometidas al efecto disolvente de la movilidad social y ocupacional”, en la que “la cultura asociativa trabajó en contra de la aspiración a construir una subcultura obrera autónoma —sindicato, club social y deportivo, biblioteca y centro cultural— como la que forjaron las experiencias socialdemócratas europeas más exitosas” (p. 57).

No es difícil adiviniar aquí la actualización de algunas hipótesis avanzadas en la obra obra ya clásica de Leandro Gutiérrez y Luis Alberto Romero, Sectores populares, cultura y política. Buenos Aires en la entreguerra (1995). Pero las hipótesis de Gutiérrez y Romero son radicalizadas con el apoyo de una serie de investigaciones de sólido nivel académico que fueron abriéndose paso a lo largo del último medio siglo para constituirse en lo que Eduardo J. Míguez ha denominado la “nueva ortodoxia revisionista”. Es así que Roy Hora puede sustentar su argumentación no sólo en su considerable obra previa sino en la abundante producción de la tradición historiográfica en la que se inscribe —y que remite a los nombres de Roberto Cortés Conde, Ezequiel Gallo, Eduardo J. Míguez, Hilda Sabato, Pablo Gerchunoff y Lucas Llach, entre varios otros, así como a figuras provientes de otros espacios, como Natalio Botana o Luis Alberto Romero. La “reacción neoclásica” (como la llamó el propio Cortés Conde) terminó por constituir una escuela (en el sentido amplio del término) cuyas primeras obras nacieron a comienzos de la década de 1960 en el espacio del IDES y en las últimas décadas, a medida que iba arrojando el lastre del cepalismo y estilizando su teoría de la modernización, se fue asentando sobre todo en el ámbito de la Universidad Torcuato Di Tella y en la de San Andrés.

El ensayo de Hora, más allá de señalar matices sutiles en torno a las interpretaciones de autores como Aricó, Falcón y Suriano, tiene por blanco implícito ese conjunto de estudios sobre las izquierdas que “suelen mirar el problema del lugar político de las clases laboriosas con los ojos sesgados de los impugnadores del sistema. Enfocados en los momentos de crisis antes que en los más frecuentes y extendidos de normalidad, suelen apoyarse en relatos sobre la organización obrera que sobreestiman la importancia de sus grupos disidentes, entonces minoritarios, y en la prensa militante que promovía sus reclamos. En este sentido, esa literatura ofrece un ejemplo típico de los sesgos de interpretación nacidos de una selección parcial de la evidencia documental, amén de más interesada en la retórica de combate que en las prácticas concretas y el contexto más amplio en que se desplegaba la acción colectiva” (p. 56).

La crítica es certera y la polémica que viene a abrir es sin lugar a dudas auspiciosa. Difícilmente se podría estar en desacuerdo con una perspectiva que invita a desustancializar las clases sociales en pos de una concepción relacional de las fuerzas sociales y que convoca a pensar los alcances y los límites de las corrientes políticas no sólo en el juego de su propio campo sino también en sus propias condiciones materiales-sociales de existencia. Pero el marco histórico que ofrece como alternativa corre el riesgo equivalente de las corrientes que impugna, aunque en un sentido opuesto. Es que frente a los relatos históricos construidos sobre los momentos de crisis, Hora levanta un modelo alternativo focalizado “en los más frecuentes y extendidos de normalidad”. El punto de partida es el año 1880, donde no aparecen trazas de “acumulación primitiva”, violencia constitutiva, pillaje, apropiación, trabajo forzado ni “campaña del desierto”. El capitalismo argentino y su modelo liberal parecen haber nacido inmaculados. Es significativo que el autor no se proponga pensar la historia argentina conforme una dialéctica de crisis recurrentes y ciclos de normalidad siempre provisorios, sino como un proceso de inserción internacional, modernización capitalista e integración social exitosos en el mediano plazo, al menos hasta el inicio de la “decadencia argentina”. A la inversa de las perspectivas que critica, en este relato funcionalista del proceso histórico el conflicto social no sólo es excepcional sino que queda rebajado al rango conceptual de mero accidente histórico.

Frente al “luchismo” de ciertas perspectivas ciegas a los momentos de negociación, no deja de ser oportuno recordar que en 1902, mucho antes de las experiencias de diálogo y negociación entre Estado y trabajadores que ensayará el gobierno radical de Hipólito Yrigoyen, incluso dirigentes anarquistas como Constante Carballo y Francisco Ros podían ingresar a la Casa Rosada a dialogar con dos poderosos ministros de Estado. Sin embargo, resulta poco convincente la secuencia posterior que ofrece Hora como ilustración de sus tesis —la asamblea de estibadores que no refrendó el acuerdo de sus líderes, la humillación que afectó el prestigio de los ministros, la imagen de debilidad que ofrecía el propio presidente Roca ante la oposición— que terminaría por explicar el estallido de la primera huelga general de la Argentina (noviembre de 1902) y a la sanción de la Ley de Residencia ese mismo mes como el resultado de un encadenamiento (evitable) de accidentes. En la comprensión de este proceso han desaparecido las condiciones materiales invocadas en la argumentación central —manifiestas en los reclamos de los distintos gremios que se fueron escalonando a partir de las demandas iniciales de los estibadores, que pedían cargar bolsas que no superaran los 65/70 kilos. ¿ Es posible que circunstancias perfectamente plausibles como la “humillación” de los ministros o la necesidad de Roca de demostrar firmeza hayan derivado en la sanción de una Ley votada en forma express por las dos cámaras que venía a violentar nada menos que la sacrosanta Constitución liberal de 1853, y que se mantuvo vigente durante más de medio siglo, desafiando hasta el año 1958 los sucesivos intentos de derogación? Como diría el viejo Hegel: pequeñas causas, grandes efectos.1 La huelga misma aparece en el relato como un hecho accidental que podría haberse evitado si los actores se hubieran comportado conforme a su racionalidad esperada, de no ser por el “influjo indebido” que los anarquistas ejercían “sobre el común de los trabajadores”. Pero el ejemplo muestra exactamente la situación inversa: son los líderes anarquistas los que negociaron con el gobierno mientras que fue la asamblea de los estibadores la que los desautorizó. Desde luego que puede estudiarse la racionalidad propia de las huelgas de masas, pero es muy difícil, sino imposible, pensar la dinámica de acumulación de demandas materiales y simbólicas propias de los grandes procesos colectivos desde la teoría del racional choice.

La racionalidad del comportamiento de aquellas franjas de los obreros migrantes que acompañaron la experiencia del radicalismo primero y del peronismo después es perfectamente comprensible. También la de aquellos que lograron ascender rápidamente en la escala social y alcanzaron altos grados de integración social, política y cultural, adhiriendo incluso a la ideología liberal, en alguna de sus variantes. Pero no debería ser difícil concebir una voluntad de transformación radical del orden social por parte de los que, en la división del trabajo, les tocó acarrear bolsas de 100 kilos en sus espaldas, ni de los que trabajaban 14 horas diarias, ni de los cientos de miles o incluso de los millones de “perdedores” que pagaron los costos de la modernización argentina. El riesgo de pensar la historia “desde el lugar de los impugnadores del sistema” cede aquí su lugar a otro riesgo (sobre el que la historiografía contemporánea suele ser mucho más indulgente): pensar la historia con los ojos sesgados de los integradores del sistema.

Roy Hora es convicente al mostrar los límites de los relatos convencionales de historia de las izquierdas autocentrados en su propio despliegue y documentados con sus propias fuentes, pero la productividad historiográfica del modelo tan sólidamente funcionalista que ofrece como alternativa genera toda una batería de interrogantes. Enfatizando los ciclos de normalidad por sobre las crisis, los procesos de integración sobre los de exclusión, el consenso sobre la violencia, la negociación sobre el conflicto, el modelo histórico que ofrece invierte más que supera aquel que vino a impugnar. Las condiciones de posiblidad de la izquierda quedan pues acotadas a la emergencia accidental de un conflicto de clase, para terminar clausurándose una vez que el error se corrige, el conflicto desaparece y el sistema retorna a las rutinas de la normalidad.

En su esquema, quizás podrían comprenderse el fracaso ineluctable del anarquismo más allá de 1912 o los límites insalvables de corrientes como el sindicalismo revolucionario en sus años de mayor radicalidad, el trotskismo (o el clasismo de la décadas de 1960 y 1970, si lo proyectáramos sobre el período posterior), pero difícilmente podría explicarse la imposibilidad de las corrientes más reformistas (el socialismo, o el comunismo desde 1935 en adelante) en franquear el “techo de cristal”.

En este modelo, la ideología que mejor corresponde a la racionalidad de los actores no es otra que el liberalismo. ¿Cómo pensar desde allí fenómenos ya no de la maginitud de las grandes huelgas generales, sino procesos culturales como la tradición antiimperialista de las izquierdas? No tendrían otro interés que el de ideologías de la desviación, en definitiva funcionales a ese latinoamericanismo dependentista que llevó a la Argentina a apartarse de su inserción “en el mundo”. Incluso los empeños de las izquierdas por realizar el “programa mínimo” habrían derivado en los altos costos laborales y en el déficit público que aún hoy continuarían gravitando en el corazón de la decadencia argentina. Queda flotando la pregunta si las izquierdas son siquiera pensables desde esa perspectiva, donde sus vertientes más radicales aparecen desplazadas al cuadro de una anomalía, y las izquierdas reformistas reducidas a una astucia de la razón liberal.

Colectivo editor

1 Para una discusión argumentada y documentada con la historiografía que ha relativizado o acotado la incidencia efectiva de Ley de Residencia y la Ley de Defensa Social (Barry, Zimmerman, Suriano) para considerarlas como el punto de partida de una serie regular de dispositivos de disciplinamiento por parte de la élite, véase el reciente trabajo de Marina Franco, “El estado de excepción a comienzos del siglo XX: de la cuestión obrera a la cuestión nacional”, en Avances del Cesor, vol. 16, nº 20, Universidad Nacional de Rosario, 2019.

 

 

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